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¡Dámela toda, mi amor! (2): Encuentro en el tren.

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Invoco, antes de escribir estas líneas a las musas, mis musas particulares. Pero no se trata de mujeres de la Grecia clásica, hablo de las actrices que se dedican al cine pornográfico. Así, invoco a Olivia del Río. ¡Oh, dulce brasileña, de piel morena y cabello oscuro! Tus ojos claros como las aguas de un límpido lago me arrastran por el mundo de la lujuria. Grandes son tus interpretaciones y ójala hubiese sido yo Marco Antonio en la versión X de Cleopatra. Desgraciadamente la realidad decide más que los sueños.

Permitidme que me presente con el nombre de Gallo Méndez, pues así me conocen en el mundo del boxeo. Amigos, sabéis que no tenía deseos de escribir mis largas aventuras y amoríos por África, Oriente y otros ignotos parajes, sin embargo ante la insistencia de mi propia conciencia, me vi obligado a sentarme con el teclado del ordenador y la pantalla para explicar mis inquietas andanzas.

Muchas historias murmuraban en la ciudad sobre mi repentina y misteriosa marcha, semejante a la huida de un cobarde. No era sí.

Unos comentaban en voz baja que golpeé a un influyente personaje de la provincia porque éste me había insultado, aprovechando su poder. Otros prefieren alegar que me estaba recuperando de una ruptura amorosa con una joven novia que tuve antes. Me buscaba siempre problemas. En el país era conocido por mis espectaculares combates y mis poderosos puños. Mis músculos en mis acerados brazos habían tumbado a importantes antagonistas.

Mi entrenador repetía constantemente:

-Muchacho, debes pegar bien desde el comienzo, pues ni la vida, ni el enemigo te perdonarán, ni te darán una segunda oportunidad.

¡Cuánta razón tenía !

Un tren recorría unos densos bosques de Hungría. Aquí nos volvemos a encontrar, amigo lector. Había un decisivo torneo en Budapest y allí acudía con el fin de ganar algún dinero, pues la cantidad que tenía, empezaba a escasear. Caía el lánguido atardecer sobre las enfiladas copas de los abedules. Cierto desasosiego se apoderó de mí, quizás se debía a que llevaba dos aburridos días de viaje.

El ferrocarril paró en una pequeña localidad.

La misma escena, unos se apean y otros suben.

Entonces entró en mi solitario compartimento una muchacha de cabellera frondosa y negra, piel lechosa, piernas largas, acabadas en zapatos de tacón con punta de aguja. Su edad no debería sobrepasar los veinte años. Llevaba una pequeña mochila.

Se sentó delante mío, sin apartar sus ojos castaños de mi severo rostro.

La muchacha abrió sus piernas en una descarada posición, aunque su minifalda roja no permitía ver sus bragas. Y yo reaccioné como cualquier hombre primitivo ante dos estímulos, violencia y sexo. Me levanté de mi asiento y me acerqué a la chica, la cual alargó sus brazos para acariciar mis marcados bíceps. A continuación deslizó su mano para tocar también mi abultado miembro. No lo pude evitar. Se me escaparon unos débiles gemidos mientras ella me ofrecía lascivamente sus rojos labios. La besé varias veces con una exasperante pasión y luego hice lo mismo en su cuello.

Helga, pues así se llamaba, sintió un agradable calor, un calor que lentamente dominaba su voluptuoso cuerpo. Desvié mi mano a su coño y tuve una sorpresa.

-¡No llevas bragas! –exclamé.

-¿Para qué? -me preguntaba ella con una irónica carcajada-.

En estos viajes, cuando voy a reunirme con mi novio en Lastritz, ya no las llevo puestas.

-¿Tienes novio?

-Sí, es un frío e irracional médico de la ciudad. No sabe follar, ni acariciar a las mujeres. Pero tú sí. ¡Hazme el amor, salvaje extranjero, hazme el amor! ¡Córrete para tu putita!

No necesité que me repitiese esa orden y metí dos dedos entre los labios de su coño y también atormenté con delicadeza su clítoris. Sus gemidos eran más frecuentes e intensos. Helga no pudo aguantar más y me desabrochó los pantalones. A continuación introdujo mi erecto pene en su húmeda vagina. Los movimientos se volvieron más salvajes.

-¡Sigue, sigue! –exclamaba ella-. Métemela con fuerza.

Y llegó el orgasmo. Yo estaba tan sudado y cansado como si hubiese subido al ring. Abracé a la atrevida muchacha que me había brindado aquellos momentos de placer...

En aquel instante se oía el ruido de pasos. Nos pusimos la ropa inmediatamente. ¡Tiempo justo! Entraba el revisor, el cual pidió los billetes. No se podían disimular ciertos detalles. El compartimiento olía a sudor y los cristales de la ventanilla se habían empañado.

El revisor observó la situación por unos instantes. Sonrió y vio unas gotas de semen sobre el tapizado sillón de la chica.

-¡Helga! -exclamó el hombre-. ¡Pequeña zorra! Siempre te encuentro así...

-¡Cállate!- vociferó la muchacha-. Tienes envidia porque no te dejo que me folles. Por eso estás tan amargado. Si se enterase tu fiel mujer...

El individuo cerró de un fuerte golpe el compartimiento y sus pasos se perdieron en el estrecho pasillo mientras mi amorío del momento y yo nos reíamos silenciosamente.

Francisco

(9,00)