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¡Dámela toda, mi amor! (7): La rudeza del amo.

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Esta vez Helga, con las habilidades de su voluptuoso cuerpo se encargó de sujetarme bien tanto física como mentalmente. Abrazado, entre frenéticos besos en su cama, los músculos de su vagina oprimían levemente mi pene, hasta que esa presión se iba haciendo más fuerte y, a la vez, más placentera. No podía evitar en mi cara gestos de gusto.

-¿Qué, Gallo? ¿A quién quieres? ¿A esas tortilleras o a mí? -preguntaba la muchacha entre gemidos, sin apartar sus semicerrados ojos de mí.

-Sí, tú, tú. ¡Ah! ¡Tú! Pero, sigue... sigue así. ¡Cojones! Me gusta...

Fue mi única respuesta o al menos creo que contesté con esas entrecortadas palabras, pues en esos instantes no estás para llevar una conversación relajada.

Su vagina continuaba "ordeñando" prácticamente mi miembro y aquella dulce opresión empezaba a hacerse un poco insoportable. Notaba pequeños dolores en el glande, pero mis embestidas se encargaron de acelerar mi orgasmo.

Entonces la bailarina volvió a gemir, ya no le importaba quién me gustaba. Se dejaba arrastrar por el placer, la mejor droga hasta ahora preparada.

-Me corro, me corro otra vez -susurró-. Sigue, cabrón, sigue. Dame toda tu leche, por favor.

Todavía comprimía más mi pene. Mi respiración era fatigosa. Gotas de sudor se me deslizaban en mis brazos, mi pecho, mi rostro...

-Sí, cariño, sí -añadía yo exasperado-. Te daré mi leche, hasta la última gota.

Diversos "ah, ah" se sucedían alternativamente. Sus uñas se clavaban en mi espalda. Los movimientos eran bruscos. Unos segundos más... Y llegó ese momento que algunos llaman "pequeñas muertes".

Helga gritó. Después de las veces que habíamos hecho el amor, no recuerdo que elevase tanto la voz. Posiblemente sus vecinos en ese barrio tranquilo ya estaban acostumbrados a esas escenas entre el silencio de la noche.

Había sido un orgasmo de campeones. Nuestro frenético encuentro solamente era comparable a un combate. ¡Ni ella tenía fuerzas para levantarse e irse a la ducha! Nos quedamos unos minutos tumbados, abrazados, mientras la luz de la luna entraba por el cristal de la ventana trazando unas extrañas y frías tonalidades en la habitación.

-Eres una fiera -me dijo ella para interrumpir la calma.

-Tú eres esa fiera -proseguí para quitar importancia al tema-. Además me pones caliente cuando te veo bailar de aquel modo.

-No has visto nada todavía. Este sábado tengo que salir otra vez al escenario. Prepárate para un nuevo número.

Callé por unos instantes. No pregunté. ¿Para qué? Sabía que no me iba a responder porque siempre jugaba con eso. Se levantó finalmente de la cama, cogió del armario ropero de su habitación una toalla y se metió en la ducha. El siguiente iba a ser yo. Y me mentalizaba: "Debo incorporarme, debo incorporarme..."

Pensaba que al trabajar en el Club Lastritza debía estar siempre con los puños en guardia, sin embargo no fue así. Yo añadiría que hubo solamente algún pequeño altercado entre los propios empleados del local. En este caso el conflictivo era el jorobado con cara de cabra. Me refiero a Sanakos.

Como recordaréis, el personaje despertaba para su desgracia un vivo desprecio entre sus compañeras de trabajo. Debo decir antes de que se consumara la tragedia, su triste suicidio, que este señor podía dar repugnancia, pero no daba lástima. Tenía cerebro, buenos sentimientos y anhelaba como un ser humano el cariño que siempre le había sido negado.

Sanakos amaba en secreto a Ericka, una bella camarera, rubia, ojos azules, buen culo y poco pecho. Pero ella quería hacía tiempo a un admirador que tenía y que acudía con frecuencia al club. A veces iban a cenar o se alojaban una noche en un lujoso hotel ante la rabia del jorobado. El afortunado rival en cuestión era Giancarlo, un italiano separado, dueño de una elegante cafetería en el barrio antiguo de la capital.

Y como era de esperar, Sanakos arregló el asunto entregándose de nuevo a la bebida. Sus largos e insistentes estados de embriaguez sí daban lástima. Ericka podía ser hermosa sin embargo no era ninguna estúpida. Por ello habló con él una tarde, antes de abrir el local, pues esa situación no podía seguir y causaba incomodidad entre los demás. Sanakos empleó un tono de voz fuerte, la conversación se convirtió en una acalorada discusión.

En ese instante entró Sándor, que no estaba dispuesto a aguantar esas nimiedades (para él, naturalmente). Sus únicos objetivos era mantener el negocio de Miklos en la línea adecuada y follarse cuantas veces quisiera a Helga. ¡Un correcto empresario! El Administrador se acercó a Macro y ordenó casi como un despiadado dictador que echasen fuera al jorobado.

-No lo quiero ver más -repitió severamente-. Si es preciso, le dais una pequeña paliza. Que no se te vaya la mano, claro. No lo soporto.

Macro se quedó petrificado. Era incapaz de ejecutar semejante orden. No podía tratar de ese modo a un compañero de trabajo que además tenía un problemático defecto físico. Para Sándor no existían los buenos sentimientos y se encerró en el despacho de Miklos.

Entonces yo me adelanté cuando Macro cogió por el hombro a Sanakos.

-Déjame -dije con tranquilidad-. He tratado con otras personas como él anteriormente.

No discutimos. Mi amigo se sintió aliviado al ver que yo me encargaba de la faena sucia.

Pero si pensábais que iba a golpear a aquel individuo estais equivocados. Salimos al patio interior y allí respiró el aire fresco del crepúsculo. Aquellas ráfagas en su enrojecido rostro calmaron su dolor interior en parte. Sanakos se derrumbó al instante y empezó a llorar como un niño pequeño. Se sentó sobre unas cajas de madera. No hacía falta que justificase nada. Los empleados del club sabían cuánto amaba a Ericka, la cual además añadió con maldad en el momento en que me llevé afuera al caballero:

-Ninguna mujer se enamorará de ti porque eres terriblemente feo.

Cogí a Sanakos con cuidado. Caminaba tambaleante. Lo metí en mi coche alquilado, con el que me desplazaba para ir por Budapest y los alrededores y lo dejé en su casa, muy cerca del Ayuntamiento de la capital.

-Sanakos, ha bebido mucho hoy -dije mientras lo acompañaba a su puerta-. El Sr. Miklos me ha pedido que le acompañase a su casa. Ahora descanse y mañana se hablará de ese asunto.

El individuo bajó la cabeza y emitió un gemido ahogado. Quizá se sentía avergonzado por la escena que había ocurrido anteriormente.

Francisco

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