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Pide un deseo

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-Pide un deseo.

No recuerdo el día en que alguien me lo dijo puesto que por aquel entonces yo creía que mi vida era perfecta, que nada había en ella que pudiese mejorarse; ¡que equivocada estaba!

Fue un 11 de agosto.

Yo iba de camino hacia la librería en busca de algo interesante para leer en los próximos días (ya que marchaba en viaje de negocios) cuando, al doblar la esquina, tropecé de frente con él.

Era un ensueño de hombre, de esos hombres que no destacan por su belleza, puesto que era una belleza, podríamos decir, pueril.

Metro ochenta de altura, moreno, barba de dos días y el cuerpo de una persona que va al gimnasio, más que nada, por afición.

¡Vamos!, que cualquier mujer no podría dejar de posar los ojos es su figura.

Tras el choque fortuito cada uno siguió su camino.

No volví a pensar en él hasta que, por cosas del azar, volvimos a coincidir en una cafetería.

No sé porque lo hice. ¿Quizás porque llevaba un par de años eludiendo relaciones que querían convertirse en algo más serio a largo plazo?

El caso es que me decidí a ir a hablar con él. ¿Qué podía perder? De todos modos, era un simple desconocido y una respuesta negativa no debería causarme más que simple indiferencia hacia su persona.

Así pues, me senté en la barra a su lado. Pedí una copa e intenté entablar una conversación superflua y carente de sentido alguno.

La cosa parecía ir bien encaminada. Al inicial "hola" recibí como respuesta una amplia sonrisa y otro "hola".

Me decidí pues, a seguir hablando.

Sin duda, fue la mejor decisión que tomara en mucho tiempo.

Cuatro años más tarde de ese improvisado "hola" decidimos comprometernos y nos casamos.

Fue un día que no quisiera olvidar nunca y aunque el peor de los acontecimientos imaginados ocurriese en aquel instante, el resplandor que yo irradiaba, jamás sería eclipsado por tal evento.

Tras la boda, nuestra vida transcurría en las afueras de la ciudad, en un pequeño pueblo.

Con una casa sencilla rodeada de un pequeño jardín, día tras día, nos procesábamos mutuamente, el gran amor que albergábamos el uno hacia el otro.

Fue un día como otro cualquiera cuando la generación de la que yo formaba parte, decidió hacer las más que arque-típica cena de ex-alumnos, que tras diez años de obligado desconocimiento sobre la vida de aquel que compartía pupitre a tu lado; deciden saber que les deparó la vida a sus "amigos de infancia" y de paso, como no podía ser de otra manera, presumir de lo bien que la vida se portó con uno mismo.

A regañadientes acepté la invitación y fui.

Apenas si recordaba algún detalle de la gente con la que compartí colores, lápices, reglas... durante 8 meses al año y 15 o 16 años de mi vida.

Estando en el umbral de la puerta del local, observando cada gesto de la gente que allí se encontraba, mi mirada se cruzó con una persona que desató una oleada de recuerdos en mi cerebro, a cada cual más gratificante que el anterior.

Era un antiguo novio de instituto al que el tiempo hizo que las vidas de cada uno nos llevaran por derroteros diferentes.

Mientras lo observaba caminar hacia mí, los pelos de la nuca se me iban erizando, recordando el tiempo que pasáramos juntos en la intimidad.

Era igual que lo recordaba, diez años mayor, pero seguía conservando aquella sonrisa tan característica y embaucadora.

Nos pasamos horas hablando de los viejos tiempos y de lo bien que nos lo habíamos pasado. Cuando ya daba por terminada la conversación tuvo que pronunciar aquella frase.

Aquella frase que relegué a lo más profundo del subconsciente volvía florecer, trayendo un sinfín de sensaciones que ya olvidara.

"Tú y yo vamos a acabar juntos". La recordaba perfectamente. Desde el primer día que uno de los dos la verbalizamos nos condicionó de por vida.

Ya fuera el destino, el karma, o la entidad en la que cada uno crea, lo cierto era que yo también creía en el peso de aquella sentencia.

Había algo especial entre los dos, una conexión única e incorruptible que hacía que, transcurriera el tiempo que transcurriera, nos buscáramos mutuamente.

A pesar de que el encuentro fue de lo más intenso, yo ya tenía a alguien a mi lado y no quería perderlo.

Por ello, y tras la cena y la sobremesa, con un escueto "hasta luego, espero que todo te vaya igual de bien que hasta ahora", conduje hasta mi casa, donde mi tierno marido me esperaba dormido en nuestra cama.

Los meses pasaron y yo olvidé todo lo relacionado con la cena y los recuerdos que reviviera en ella.

Una mañana revisando el correo de aquel día mi vida quedó trastocada para siempre.

Un sobre con un único recorte en el que se leía una fecha, lugar y hora me citaba dentro de dos semanas.

Rápidamente reconocí la firma y acudí a la inesperada cita, era él, Marcos, mi antiguo novio de instituto.

Los encuentros siguieron sucediéndose periódicamente en el tiempo. Yo era feliz con mi marido, pero faltaba aquel vínculo, esa conexión que surge entre personas verdaderamente afines.

Había muchísima pasión entre Marcos y yo, pero nunca llegamos a traducirla físicamente.

Yo llegaba a casa diferente, buscando hacer el amor con mi marido, aunque no fuese él en quien precisamente pensase.

Al principio era capaz de ir disimulando, pero no tardó en descubrirse que había algo raro, en todo ello.

En uno de esos encuentros furtivos, sin yo darme cuenta, Adrián me siguió.

Se quedó en el coche observando todo lo que entre Marcos y yo sucedía, comprendido cada segundo de los últimos meses.

Tenía que hacer algo, pensó.

¡Y vaya si lo hizo!

Por segunda vez el correo trajo noticias que, de nuevo, dieron un vuelco a mi vida.

Esta vez era un paquete, la firma de Marcos iba impresa en él. En mi interior, la desconfianza y el entusiasmo luchaban por hacerse con el control de mis emociones.

Lo abrí.

Mis manos temblorosas derramaron todo el contenido por el suelo.

Una risa tras de mí dio el toque final a la ya de por sí desconcertante y aterradora visión.

Adrián me obligó a visionar una tras una cada foto que había caído del paquete.

La venganza de la sangre no era suficiente para él, por lo que a medida que las fotos se iban sucediendo, con una voz gutural me iba relatando, con todo lujo de detalles, cada tortura que infligiera al desgraciado cuerpo de Marcos.

El plan debió de orquestarlo hacía tiempo.

No sé cómo, dio con la ubicación de una antigua sala de sótano que se usaba en tiempo de guerra, como sala de autopsias.

El suelo lleno de rejillas facilitaba que la sangre escurriera sin dejar rastro alguno.

Utensilios que una vez vivieron un tiempo mejor, hurgando en el cuerpo inerte de otros seres, ahora ya sin vida; posaban oxidados sobre mesas de ruedas chirriantes.

Cuando el vomitivo relato toco a su fin, Adrián parecía no haber acabado, pero yo no era capaz de entrever que enrevesados pensamientos estarían pasando por su mente.

Me condujo al desván. De un viejo baúl sacó el vestido con el que un día, delante de 200 personas, prometí pasar el resto de mi vida a su lado y hacerlo feliz.

Encendió un aparato de música, introdujo un cd con la canción que nos sirvió la apertura del baile nupcial y bailamos. Bailamos toda la noche.

Los pies me hacían ampollas dentro de los zapatos agrietados por los cambios de temperatura. ¿Cuál sería el siguiente paso en su plan?

La respuesta no tardó en llegar.

Esta vez me condujo al desván donde había acabado con todo lo que yo, secretamente, había amado.

Me tumbó en el sofá y con una voz susurrante me dijo: "No quiero estropear lo que tenemos".

No llegué a entender lo que quería decir. Entre él y yo ya no quedaba nada, ni bueno ni malo.

Me obligó a beber un líquido muy amargo y ya no recuerdo más hasta el día de hoy.

Desde entonces, cada noche Adrián repite el mismo ritual.

Sube al desván, me cuenta lo maravillosa que fue nuestra boda y toda nuestra vida hasta que Marcos apareció en ella. Conecta el aparato de música, me coge entre sus brazos y bailamos hasta que queda exhausto.

Un día comprendí todo. Fue el día que vi por primera vez a aquellos ojos azules, penetrantes y sin brillo; los ojos de una niña pequeña que estaba de pie, inmóvil, a mi lado.

Adrián nos había embalsamado y momificado, como tales maniquís, a mi con el vestido de la boda.

Su idea era, conseguir que alguien le hiciera lo mismo que él hizo con nosotras, así, al fin, seríamos la familia perfecta.

Increíblemente lo consiguió.

Ahora sólo me resta rezar para que los próximos dueños de esta casa hagan el favor de colocarnos separados a mí y a Adrián. No soportaría otro baile más.

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