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El lector (parte 1)

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No me había escrito de todo el día, ni siquiera sabía si había llegado bien a la capital. Habíamos quedado en encontrarnos a las 8 de la noche en un bar, entre su hotel y mi casa. Estaba muy estresada, pero tampoco me atrevía a mandarle un mensaje. En un momento había pensado que tal vez se trataba de un juego suyo para dejar subir la espera de la noche, quedándonos sin noticias el uno del otro durante este interminable día.

Saliendo del trabajo, fui al gimnasio para tratar de calmar mis nervios y deshacerme de la idea naciente de que, finalmente, estos dos meses de correos intercambiados eran pura fantasía y que no, nunca iba a venir. Una buena y merecida estafa, para que aprendas que no puedes tener todo lo que deseas, Sandra.

Alejandro leía mis relatos desde hacía tiempo. Me había mandado un breve correo hacía un par de meses para comentarme que algunas escenas le habían puesto bien cachondo. Lo había agradecido, como lo suelo hacer con los lectores que se dan la pena de escribirme para regalarme este tipo de halagos. Unas horas después, leía su respuesta, provocadora. Me decía que era “una buena zorra”. Sentada en el sofá del salón de mis suegros, me molesté, lo recibí como un insulto. Mis cuentos contaban hazañas sexuales, reales o fantaseadas y a menudo épicas, y claro, yo era una mujer que disfrutaba del sexo, pero no le daba permiso para tratarme así. Mi irritación dejó sin embargo un espacio para la curiosidad. Le pregunté cuántos años tenía y donde vivía. Cuarentón, con vida de familia en provincia, un trabajo con responsabilidades, deportista. La clásica. Un correo más y estaba enganchada.

Me gustaba su forma de escribir. Alejandro era rápido y su mente afilada. Me comentó que tenía una vida sexual más que placentera y rica con su pareja. Llevaban más de veinte años juntos y nunca había tenido experiencias sexuales con otras personas. Cuando empezó a contarme lo que habían desarrollado, me quedé tan admirativa como excitada. Él era un dominador, ella su perra. Alejandro se dedicaba a complacer todas las fantasías de sumisión y de humillación de su mujer, con mucha imaginación y usando una amplia gama de dildos, cuerdas, látigos y otros objetos de diversión para adultos. Me calentaba lo que me contaba de sus aficiones, siendo siempre generoso en detalles. Varias veces me masturbé imaginándolos. Ella, atada en cuatro patas a alguna mesa baja, babeando en la verga que su pareja le clavada hasta la garganta, sus pezones presos de un par de pinzas de metal y su culo ocupado por un plug brillante. Nuestros correos eran totalmente desacomplejados, ya nos habíamos dado cuenta de que éramos un par de morbosos y nos encantaba exhibirnos el uno al otro por escrito.

Un día me atreví a decirle que me encantaría satisfacer mi lado voyerista y tener la ocasión de asistir, como espectadora, a una de sus sesiones de dominación. Me imagino que la idea lo volvió inmediatamente arrecho. Me comentó que nunca lo había pensado, pero que, si fuera algo que aceptara su mujer, sería un gran momento. Rápidamente, entendió que jugábamos en el mismo equipo. Si en un momento se hubiera imaginado tener a dos perritas jadeando de placer bajo sus latigazos, se dio cuenta de que lo que me excitaba era más bien la idea de participar en los cuidados especiales que le regalaba a su mujer. De allí brotaron en nuestras mentes una cantidad de imágenes obscenas del potencial trio que formaríamos. Con gusto y lentamente, yo le hubiera retirado el plug a su puta, animándola con una alternancia de cachetadas y caricias en su culo. Cumpliendo con sus deseos de castigo anal, lo hubiera reemplazado por el sexo duro y contundente de Alejandro, guiándolo en el agujero entreabierto. De ahí, y después de haberlos besado cada uno, probando sucesivamente lo suave de sus lenguas, me hubiera instalado a la altura de la boca de su mujer para que me lamiera. Sí, definitivamente, teníamos harto potencial.

Las cosas se descontrolaron a inicios de septiembre. Empezamos a intercambiar fotos de nuestros cuerpos, de nuestras caras y, finalmente, de algunas sesiones de masturbación que teníamos en nuestras oficinas respectivas.

Se volvió necesario conocernos. Y era evidente que no íbamos a pararnos en compartir un vino.

El día había llegado. Estaba tan febril que las dos horas de ejercicio que me había infligido no me habían quitado nada de la excitación que me provocaba la perspectiva del encuentro. Bajo el chorro de agua de las duchas del gimnasio, no pude evitar tener un momento de duda. Y ¿si al final no nos gustáramos? ¿Si no consiguiéramos conversar? ¿Si desapareciera el deseo? ¿Si no viniera? Me jaboneaba concienzudamente. Por otro lado, sentía que habíamos ido demasiado lejos a distancia para que no pueda confiar en mi instinto de que, al conocernos, iba a ser explosivo. Mientras me arreglaba el cabello frente al inmenso espejo de los vestuarios de damas, recibí un mensaje suyo. Por fin. Un puñetazo invisible me golpeó el pecho, redoblando mi febrilidad. Sí, iba a ir a la cita.

Me había sentado de espalda a la entrada del bar, a propósito, no lo quería ver llegar para quedarme con el gusto de la sorpresa de descubrirlo, en el último momento, cuando justo estuviera a mi lado. Me di la vuelta cuando sentí una mano tímida en mi hombro. Se sentó frente a mí. Tenía los ojos húmedos, sus manos, como las mías, temblaban. No sé si fue él o yo, pero nos las agarramos. Nos faltaba la respiración. Le dije de relajarse, que todo estaba bien, tratando también de convencerme a mí misma, y esforzándome para tener una voz tranquila. Creo que, en este momento, cualquier duda se había desvanecido, el solo hecho de mirarnos a los ojos había confirmado lo que presentíamos. Pedimos unas copas de vino después de haber probado varias botellas que se empeñó en presentarnos una amable camarera. Estábamos hirviendo. Contenía las ganas de tocarlo y de besarlo, nunca me había atraído así un hombre que viera por primera vez. Conversamos un rato suficiente para que la presión bajara un poco. Saliendo, no hicieron falta grandes discursos. La única pregunta era si íbamos a mi departamento o a su hotel. Optamos por la segunda opción y fue él quien cedió primero a las ganas de besarnos.

Si la vida te da limones, haz una limonada. Si la vida te da este tipo besos, agárrale la nuca, cierra los ojos y despega.

Nuestras manos se acariciaban con ternura en el taxi. Me sentía más relajada, con la tranquilidad llevada por una extraña certeza de que iba a vivir algo rico y muy especial. Alejandro me sonreía, compartía mis sensaciones.

Cerró la puerta de la habitación y nos abrazamos. Sentí su verga contra mi pubis, las fotos no mentían, ni siquiera en erección completa, se le notaba un tamaño más que respetable. Nuestras lenguas se encontraron rápidamente, nos besábamos con evidencia y deseo. Levantó mi falda para agarrar mis nalgas mientras deshacía el cierre de su short. Pocos segundos después, estábamos desnudos. La textura de su piel era particularmente suave y su pecho estrellado de pecas llamaba mis labios y mi lengua. Se maravilló al descubrir mis senos pequeños que se puso a besar y lamer enseguida. Tuvimos el mismo movimiento para llevarnos mutuamente hacia la cama y, antes que tuviera el tiempo de decirle cualquier cosa, ya había hundido su cara entre mis piernas. Aplicó su lengua sobre mi sexo, abriendo un camino húmedo entre mis labios. Cerré inmediatamente los ojos y dejé escapar un gemido de satisfacción, la caricia era de las más placenteras que hubiera conocido. Si decía la verdad acerca de su supuesta carencia de experiencia en cuanto a las mujeres, la que tenía había hecho de él un verdadero genio lamiendo. Y parecía disfrutarlo tanto como yo.

—Qué rico sabes, Sandra… —me dijo entre dos lenguazos.

Lamía de abajo para arriba, insistiendo sobre mi clítoris. Atrevida, su lengua se aventuraba a entrar un poco en mi concha, era una delicia. Sentía su barba suave contra mis muslos y sus movimientos sedosos que acompañaban su boca. Abrí los ojos, encontré a los suyos y mi excitación se convirtió en un morbo animal. Con la boca tapada por mi intimidad, Alejandro tenía la mirada de una fierra hambrienta. Mi jugo y su saliva empezaban a brillar en sus mejillas, agarré su cabeza más fuerte para pegarlo contra mi sexo. Entendió perfectamente y sentí su lengua penetrarme más mientras me sobaba en su cara con unos lentos movimientos de cadera. El primer orgasmo de la noche llegó un par de segundos después, acompañado por unos deliciosos espasmos que tensaron todos mis músculos. Mi cabeza cayó en la almohada. Alejandro se acercó. Aquella noche, aprendí que los ojos podían rugir. Los suyos eran sexo. Bruto, puro, sin límites. Entreabrió sus labios mojados y dejó lentamente caer un hilo de mi jugo. Mi lengua lo recibió con gusto. Sí, sabía rico.

El morbo que me daba era inagotable. Cada palabra, cada gesto, cada beso, cada lenguazo suyo era una invitación a hundirme en la más profunda lubricidad. Me lamía sin parar, arrancándome goce tras goce, compartiendo conmigo el jugo de cada uno de mis orgasmos. Era una persona insaciable y generosa. Algunas veces tuve que contener mis pulsiones cuando regresaba a la altura de mi cara para escupir mi goce directamente en mi boca abierta. Lo miraba a los ojos y le agarraba el cuello con fuerza, reprimiendo unas ganas feroces de cachetearlo. Las ansias sexuales más bestiales se confundían con las ganas de apoderarme completamente de él. Lo quería lamer, morder, arañar, quería que fuera mío. Su existencia misma fuera de mí se volvía intolerable.

Un puto exceso de vida. Eso es lo que era Alejandro.

Tenerlo para una noche era una exageración. Me había dado tanto placer que no podía imaginar más. Estaba saciada y agotada, y ni siquiera me había penetrado. Viendo que estaba muy cansada, me propuso dormir un rato. Lo abracé como abrazo a los que saben hacerme dormir. Puse mi cara contra su pecho, estaba en casa. Los tenía a todos latiendo debajo de sus costillas. Matías, el barbudo, el mozo, Lionel, el rubio, mis amores adolescentes, mis amantes fugaces, los que devoraba con la mirada en el metro, los que nunca tendría y los que recordaba. Me empezó a doler la cabeza. Cerré los ojos, lo respiré y me dormí al instante.

Continuará…

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