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Mi hijo me regala unas tangas y me ayuda a estrenarlas

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Enviudé a los 37 años, hace ya poco más de un año. Mi único hijo tenía 19 años cuando sucedió. Mi esposo murió en un accidente de tránsito, algo totalmente imprevisto. Nos dejó sumidos en la mayor tristeza. Nos quedamos, con mi hijo, solos en el apartamento.

Mi esposo siempre fue un hombre precavido. Como ingeniero que era, tenía todo en orden. La pensión de viudez que me tocó recibir, me permite tener una vida holgada y tranquila, sin necesidad de tener que trabajar, pero, para llenar mi mente, sigo haciéndolo. Además de la pensión de viudez que me correspondió, mi esposo se había protegido con tres seguros de vida, que en caso de accidente me otorgaban unas pólizas que fueron muchísimo dinero. Las recibí, y siguen depositadas en el banco, como ahorro a plazo fijo. El seguro de desgravamen pagó el apartamento y algunas deudas que tenía mi esposo. Al final, en lo económico quedé con la vida resuelta.

Sin embargo, en lo anímico me costó muchos meses poder superarlo. Mi hijo fue un soporte impresionante, lo tomó con madurez y realismo, en eso salió igual a su padre, pragmático, eficiente, proactivo. Pocas semanas después de la muerte de mi esposo empezó a decirme “el gordo quisiera verte feliz”. Así le decía siempre a su papá “gordo”, tenían una relación maravillosa, jovial y horizontal, pero con respeto siempre, nunca le faltó el respeto ni se excedió de ninguna manera, pero desde los 14 o 15 años, su papá era “el gordo”.

Al principio me sonreía. Pero con las semanas él insistía. Me decía que debía empezar a salir, que era una mujer joven, que debía rehacer mi vida. Yo no pensaba en eso, no deseaba otro hombre en mi vida. Seguía deprimida y en mis recuerdos.

Fueron pasando las semanas, se hicieron meses y cuando celebramos la misa de 6 meses de difunto de mi esposo, mi hijo me invitó a cenar (su padre también había tenido un seguro de vida para él, de un monto que le permitiría terminar la universidad sin ningún problema y, además, tener una vida bastante cómoda también). Como vivíamos juntos, yo asumía todos sus gastos, incluso el pago de la universidad, lo que le permitía ahorrar y tener bastante dinero disponible.

Lo cierto es que me invitó a cenar. Luego de la misa nos despedimos de los familiares y amigos y cuando quedamos solos, partimos a donde había hecho la reserva. Un restaurante italiano, sobrio y elegante, pequeño pero sofisticado, precios exorbitantes, pero sabía tenía holgura y no me preocupó.

Tomamos un vino, luego otro, ya estábamos ambos muy “conversadores” cuando me dijo a bocajarro “mamá, necesitas otro hombre en tu vida”. Me quedé pensando un instante largo y finalmente le respondí que sí. Hubo un silencio largo y luego empezamos a hablar de otros temas.

Al día siguiente, al llegar de la universidad me dijo que nos había inscrito en un gimnasio, a un par de cuadras de la casa. Le dije que estaba loco, pero acepté. Había ido esporádicamente en el pasado y no me desagradaba la idea de volver.

Al día siguiente se apareció cargado de ropa para el gym, para él y para mí. Empezamos a ir todos los días, cuando el volvía de la universidad y yo de mi trabajo. El esfuerzo físico, el salir de la rutina me dio mejor ánimo y estaba cada día más recuperada.

Comencé a conversar con algunos señores del gym y finalmente uno me invitó a salir.

Se lo comenté a mi hijo. Él lo conocía. Divorciado. 45 años. Ingeniero como mi difunto esposo. Un tipo que parecía serio. Mi hijo se puso muy contento.

Al siguiente día, viernes, apareció en casa con dos bolsas cargadas de ropa para mi y, entre ellas tres tangas. Al verlas me sonrojé. Nunca había usado una y ver el juego de tres, negra, turquesa y lila, tres colores que me encantan, me hizo sentir muy rara.

Me preguntó si me gustaban. Ruborizada aún, le dije que sí. Pero que nunca había usado ese modelo. Me dijo que lo sabía pues usamos el mismo tendedero. Nos reímos ambos. Al dejar de reír me dijo “mamá sé que te quedaran muy bien”.

Le dije que no estaba segura. Que me daba vergüenza ponerme algo así. Él insistía en que me quedarían perfectas, que había escogido los colores que me gustaban y que una mujer “tan bonita” debía lucir sexy.

Seguía indecisa. Finalmente me dijo “porque no te pruebas una, yo te digo si te queda bien”. Le dije que estaba loco, que era su mamá, no una modelo de lencería. Me respondió, que nos habíamos visto en “ropa interior” muchas veces. Lo que era cierto. Finalmente acepté.

Estábamos en la sala. Entré a mi habitación. Me desnudé. Me coloqué la tanga turquesa. Me vi en el espejo y me sentí bien. Tenía ya 38 años, pero me sentí muy bien. Realmente bien. Me quedaba muy linda. Mi hijo tenía razón.

Me puse un brasiere que tenía por allí y salí a la sala así nomás. En tanga y brasiere. Mi hijo me quedó mirando. Le vi la cara, por primera vez, de admiración y deseo y me dijo “mamá eres una mujer muy sexy”. Me descoloqué. No supe que responder.

Me di cuenta que su verga se había erectado debajo de su buzo. Desde la muerte de mi esposo no había tenido sexo con nadie. Algunas noches me había masturbado, pero nada más que eso. El momento era caliente, loco, pervertido. Yo en lencería y mi hijo con la verga erecta.

Para salir del paso le pregunté si quería que me probara la tanga negra. Me dijo que sí. Que resaltaría con mi piel blanca. Regresé a mi habitación. Cerré la puerta. Por un largo momento pensé no salir. Finalmente, el morbo me venció. Me saqué la tanga turquesa y me puse la negra.

Salí. Miré directamente la entrepierna de mi hijo. Seguía erecto. Caminé hacia él y le pregunté como me quedaba. Me volvió a decir “eres demasiado sexy mamá”. Me puse de espaldas a él y le volví a preguntar ¿cómo me queda? No me respondió.

Lo sentí pegarse a mí. Su verga erecta pegada a mis nalgas, nada cubiertas por la tanga.

Sus manos en mi vientre. Suspiré. Me dijo “te deseo mamá”. No respondí. Volví a suspirar.

Me fue empujando hacia la pared. Me pegó contra ella. Con sus piernas separó las mías. Puso la tanga de costado y me penetró si dilaciones. Así, de pie, fui suya por primera vez. Muy rápido tuve un delicioso orgasmo que lo hizo llegar también. Nos separamos. Sin hablar. Volví a mi habitación. Mi nueva vida había empezado.

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