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Mi primera vez por la cola

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Tenía 23 años cuando entregué mi cola por primera vez. Todos mis novios anteriores, desde el primero con el que me acosté me la habían pedido, pero tenía miedo. Sabía que dolería y no estaba dispuesta a soportar el dolor. Todos me hablaban del placer que se podía sentir por allí, de lo distinto que es al sexo vaginal, del morbo y la complicidad, pero no lograron convencerme.

Soy nalgona, lo soy desde muy joven. Se que mis nalgas eran muy provocadoras y, de hecho, siguen siéndolo. No soy una mujer fea, pero tampoco espectacular o que resalte por su belleza, pero si agradable y cuando me produzco bastante atractiva. Mi mayor gancho son mis nalgas, que cuido hasta ahora y llaman la atención, más aún que han crecido algo más luego de mis dos embarazos.

A los 22 años estaba en el último año de universidad. Coincidió con una grave crisis económica para mi papá y la familia. Lo habían despedido unos meses antes y no conseguía un nuevo empleo. Estaba deprimido y eso no ayudaba a que se reposicione. Unos meses después logró reposicionarse, mucho mejor, por cierto, y la familia recuperó la tranquilidad y la holgura para vivir, pero en ese período difícil, perdí mi virginidad por la cola.

Para poder costear los aranceles de la universidad y mis propios gastos, tuve que empezar a trabajar en un pequeño minimarket. Como cajera. No era un trabajo difícil y me adapté rápido. Me complicaba los estudios pues el tiempo para prepararme para los exámenes y realizar los trabajos se reducía. Mi vida social casi se extinguió esos meses.

Unos dos meses luego que empecé a trabajar llegó al minimarket un amigo de papá. Lo conocía bien pues iba siempre a casa. Charlamos un rato y se retiró luego de comprar. Desde ese momento volvió varias veces y yo me explayaba más sobre lo difícil que era trabajar y estudiar. Como le tenía una cierta confianza por los años que lo había visto, no me resultaba difícil charlar con él.

Un día llegó casi a mi hora de salida y me propuso cenar algo cerca. Tenía mucha hambre y acepté. Fue una cena agradable y al concluir me dijo que tenía una propuesta de trabajo para mí. Que me la diría pero que, si no me agradaba, quedaba en nada y todo seguía igual.

Me llamó la atención. Y le pedí que hablara, que me dijera cual era la propuesta. Palabras más, palabras menos, se resumía en que él me pagaba lo mismo que en el minimarket por acostarnos una vez a la semana. Me pareció muy osado, pero para ser sincera, no me molestó. Más de una vez había charlado con mis amigas sobre tener un sugar daddy, entre risas y copas y allí, sin buscarlo, surgió una propuesta.

Le dije que no. Y le dije que no me incomodó su propuesta y que volviera cuando quisiera por la tienda. Charlamos un rato más, salimos y nos despedimos.

Volvió con frecuencia a la tienda el siguiente mes. Un par de veces me invitó a cenar. Ni una sola vez mencionó su propuesta. Finalmente, apremiada por lo complicado que se me ponía el fin de ciclo, le pregunté si la misma seguía en pie. Me dijo que sí. Estábamos de acuerdo.

Le dije que me preocupaba el que hacer, en el tiempo que supuestamente debería estar trabajando. Mis papás sabían que lo estaba haciendo y mis horarios. Me dijo que había pensado en eso. Que tenía un apartamento pequeño, a una cuadras de donde trabajaba, donde podía ir a estudiar esas horas y donde me visitaría una vez por semana. Me llamó la atención la prolijidad de sus arreglos, pero por lo que sabía de él, se dedicaba al negocio inmobiliario y no fue algo fuera de lo normal.

Al día siguiente renuncié. Me recogió y me llevó al apartamento. Era pequeñito, un monoambiente, con un baño chiquitito. Una cama de dos plazas era el mobiliario central, un par de sofás, una mesa para dos personas y una pequeña cocina con lo indispensable. No me hubiera resultado cómodo tener que vivir allí, pero para pasar las 8 horas en las que debería estar trabajando, estaba perfecto. Y, para estudiar, mejor aún.

Pensé que en ese momento tendríamos sexo. Estaba algo nerviosa, pero dispuesta. Pero fue caballero, me dijo que me acostumbrara al lugar y que volvería el siguiente viernes, a las 5pm, para nuestro encuentro. Hasta ahora me sorprendo la naturalidad con la que todo fluyó. Suavemente, sin estridencias, era una dama de compañía con un sugar daddy.

Todos los viernes teníamos buen sexo. Era mucho mayor que yo y tenía una gran experiencia. Aprendí muchas cosas de él y realmente lo disfrutaba. En algún momento me preguntó si lo hacía por la cola y le dije que no. Que nunca lo había hecho por allí. No repreguntó no la pidió, no molestó más con eso.

Fueron pasando los meses, terminé la universidad. Empecé a preparar la tesis. Ese pequeño apartamento me resultó perfecto. Me regaló una laptop, que me fue muy útil. Me enamoré de él.

Sin decirle que estaba enamorada le dije que podía venir los días que quisiera a verme. Era un hombre casado (lo supe siempre) y con mucho trabajo (me resultaba evidente). Empezó a visitarme 2, hasta 3 veces a la semana.

Avancé mi tesis, la presenté, me la aceptaron y me pusieron la fecha de sustentación. Con ello terminaba la universidad. Feliz y enamorada como estaba, decidí entregarle mi cola. Ahora pienso que fue más agradecimiento que amor. Realmente me había solucionado la vida en ese momento difícil. Pero a mis 23 años, luego de varios meses de usar el pequeño apartamento, seguía siendo una nena romántica que pensaba que el amor lo era todo.

En medio de un orgasmo se lo dije “quiero entregarte mi cola”. Se excitó tanto que llegó un minuto después. En calma, acostados sobre la cama me preguntó si estaba segura. Le dije que sí. Ese día tenía ya que irse y me dijo que dos días después volvería y lo haríamos.

Estaba nerviosa, pero feliz. Con la dicha de quien enamorada se entrega por puro amor. Así me sentía, dichosa y plena.

Me compré una tanga bonita. Una minifalda sexy. Tenía la blusa apropiada. Lo espere recién duchada y con ansías de entregarme analmente a él.

Llegó con flores. Más de una vez las había llevado. Pero esas me parecieron más grandes y especiales. Nos besamos. Me pidió que no me saque la ropa. Él se desnudó. Con delicadeza me acostó sobre la cama. Me desnudo lentamente besándome toda. Me puso boca abajo.

Con paciencia y amor (lo sentí en ese momento) me besaba la espalda mientras me acariciaba espalda, nalgas y muslos. Sus besos fueron bajando. Poco a poco se concentraron en mis muslos y nalgas. Yo suspiraba. Se focalizaron en mis nalgas y me sentía dichosa y feliz, amada.

En algún momento separó mis nalgas con sus manos y comenzó a olisquear entre ellas. Su respiración elevó mi excitación. Lentamente comenzó a lamerme entre las nalgas y finalmente lamió mi culito que ya palpitaba.

Por largos minutos me lo lamió. Me deshacía de placer. Estuve a punto del orgasmo, luego me introdujo un dedo, que no me hizo doler lo más mínimo, luego el segundo. Ese si me dolió un poco, pero un dolor que fue disipado rápidamente por el placer.

Retiró ambos. Me puso una crema en mi culito, que sentí muy fría, luego supe que era un lubricante anal. Se acostó encima mío y con tiernas palabras al oído me dijo que me haría su mujer.

Ya era su mujer. Pero me dijo que me “haría su mujer” eso me hizo sentir muy bien. En ese momento sentí como la cabeza de su pene ingresó. Sentí un dolor que me resultaba insoportable. Él me seguía diciendo cosas bonitas y me tenía sujetada. Me pedía que me relaje, que esté tranquila y lo estuve. Se quedó quieto unos minutos que se me hicieron interminables. Finalmente dejó de dolerme.

Al darse cuenta que mi dolor se había disipado, me dijo “mi amor, ahora vamos con todo”. Asentí sin decir palabra y poco a poco, lentamente, me introdujo toda su verga. El dolor era terrible, pero estaba dispuesta a soportarlo por él. Cuando toda estuvo dentro, las lágrimas se me caían. El me consolaba y besaba mucho.

El dolor empezó a mezclarse con placer y pronto el placer venció. Cuando lo supo, comenzó a moverse lentamente, luego más fuertemente, siempre boca abajo, con él encima, llegué a mi primer orgasmo anal y él llegó conmigo.

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