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Siracusa

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Había sido un largo e intenso día. Insomnio, avión, reencuentro, besos, drogas, sexo, alcohol y amistad. ¿Qué otro hubiera podido esperar de un fin de semana con el barbudo?

Vamos por partes. Al cuarto de hora después de encontrarlo en su hotel, ya estábamos tirando, morbosos y sonrientes. Todo lo que había pasado en nuestras respectivas vidas durante este año no nos había quitado ni un gramo de la arrechura que compartíamos.

Me preocupaba el rubio que le acompañaba para el viaje, aunque tenía la esperanza de que saltara la chispa entre los tres. El barbudo, que no hubiera traído a una persona cualquiera, me comentó que le había contado todo y suponía que no le molestaría entrar en nuestra fiesta.

Apenas calmados y tranquilos en la pequeña cama, todavía sudados por el reencuentro, el rubio tocó a la puerta. Alto, mirada adormecida, lentes negras, gran sonrisa, rizos dorados y desordenados.

Este sí o sí.

A algunos les podrá costar entender que unos segundos bastan para tener la certeza de lo que va a ocurrir con una persona. Pero les puedo jurar que cuando una conexión tiene que establecerse, se hace al toque y sin palabras. Así pasó con el rubio, pero empezamos con el juego del diálogo cortés circunstancial, cumpliendo con el primer paso normal entre dos personas que no se conocen. Mientras me explicaba a qué se dedicaba en el balcón del hotel, yo tenía imágenes obscenas de cómo íbamos a cachar los tres juntos.

Nos fuimos al departamento que habían reservado para los dos días siguientes. Abandonamos las maletas y las mochilas en la sala para salir un rato a comer y pasear, bromeando sobre el hecho de que ésta iba probablemente a ser nuestra única salida de visita turística del fin de semana que empezaba. Ya se notaba en el ambiente que algo iba a pasar entre los tres y me dejaba en un estado de excitación constante, al acecho.

Iglesias, ruinas, vida, mercado, gritos, cláxones, quesos, sudor, telas africanas, pescados, basura, maravillas de arquitecturas, perros, ropa secando en balcones sucios, 32°, fritura, cerveza, cigarros, calles pavimentadas y pulpo.

Regresamos al departamento para echar una siesta antes de seguir con la maratón de drogas y alcohol que los chicos habían empezado. El barbudo me alcanzó inmediatamente en mi cama, abrazándome y regalándome besos en el cuello con un “Quietitos, quietitos, hay que dormir un ratito”. Pero noté su erección contra mis nalgas que decía todo lo contrario.

Lo besé, qué ricos eran sus labios. No sólo eran suaves y se entreabrían para dejar su lengua acariciar la mía, sino que eran una invitación a hundirse deliciosamente en esta boca. Se rio, cuando le dije: “Así va a ser imposible dormir, mejor nos calmemos rápidamente y ya después descansamos”. Me subí encima de él, nos seguimos besando y nos quitamos lo poco de ropa que nos quedaba. Bajé lentamente, pasando mis labios y mi lengua por su pecho, su barriga, me había olvidado la textura delicada de su piel. Contrastaba con su mirada rabiosa y la dureza de su verga, que empecé a lamer. Paseé mi lengua de las bolas a la punta durante unos largos minutos y dejó escapar un gemido cuando la hice entrar lentamente en mi boca. “Te la comes todita”, observó, entre dos suspiros mientras me agarraba las tetas con fuerza.

Empecé a masturbarme suavemente, disfrutando de mis dedos que deslizaban en mi clítoris húmedo. No demoré mucho en llegar al orgasmo, sofocando, la barbilla y las mejillas llenas de saliva. Hasta ahora, no encontré cosa más rica que venirme con una verga en la boca. Quizás teniendo otra en la concha mientras tanto. No bajó mi excitación para nada, acostumbrada a venirme varias veces, y le pedí que me la metiera un ratito, “Para darme otro, por favor”. Sentí otra ola deliciosa al recibirlo dentro de mí, le sonreí y nos besamos de nuevo. Me encantaba sentir sus manos que me apretaban el culo. No escuchaba bien lo que me decía, pero ya, “Mamacita”. Unas idas y vueltas profundas bastaron para que me viniera de nuevo. Santa dedicación al orgasmo tuve siempre.

Me tomé unos segundos de descanso bajo su mirada que oscilaba entre satisfacción y lujuria. Retomé su sexo en mi boca, probando mi propio sabor, limón suave y tibio. Le invité a correrse contra mis labios y mi lengua. Bajé un poquito más para lamerle las bolas con insistencia y lengua firme. El efecto fue inmediato, sentí su mano agarrarme el cabello mientras la otra aceleraba las idas y venidas en su verga llena de saliva. Estábamos llegando al mejor momento de la partida, el que más me satisface. Abandoné sus bolas justo para sentir cómo brotaba el esperma en mi boca y se derramaba en mi lengua.

Cuánto te amo, mierda…

Me levanté para volver a besarlo, sabía que le gustaba probar su propio sabor en mi boca. La calma se instaló, propicia para dejarse llevar tranquilamente por el sueño. Conversamos un rato y, mientras le acariciaba la barriga, me preguntó qué me gustaba de él o, más bien, por qué cachaba y me arrechaba con él, “Gordo, calvo y morboso”, según sus dichos. Demoré unos segundos antes de contestarle, repentinamente tímida.

Pucha, nunca lo vas a entender.

Traté de dormir un poco mientras me abrazaba, pero mi cerebro no me dejaba en paz, quería disfrutar cada segundo de este fin de semana. Estaba ansiosa por vivirlo todo. Me di la vuelta y lo abracé yo, como lo suelo hacer con los que amo, con un cariño maternal, experimentando un profundo y encantador momento de paz. Envolvía su espalda con mi brazo, manteniéndolo con mi mano y con la otra sujetaba su cabeza, movía apenas los dedos, entre caricia y rascadita. Tenía su cara contra mi pecho y lo escuchaba hundirse en el sueño a medida que sus respiros ralentizaban.

Dormité unos minutos, pero mi siesta se acortó al sentir las gotitas de sudor que se resbalaban en mi espalda. Hacía mucho calor en el departamento. A pesar de los esfuerzos constantes del ventilador, este abrazo de siesta desnudos había vuelto a despertar nuestro talento compartido de convertirnos en charquitos.

El barbudo se despertó besándome suavemente. Como siempre, regresaron las imágenes y las sensaciones, volví a pensar en lo poco de vida compartida que habíamos tenido. No me podía quitar de la cabeza de lo que hubiera sido estar juntos pero no me atrevía a decirle que no compartía su certeza de que “no puede haber dos locos en una pareja”.

Y tu piel sigue oliendo a casa, maldito.

Casi eran las 6 de la tarde. Afuera, la luz empezaba a disminuir, llevando con ella el calor sofocante de este agosto siciliano. Me dirigí hacia el baño y pasé delante del cuarto del rubio. Había dejado la puerta abierta y era obvio que nos había escuchado tirar. Fuera del aire acondicionado, el departamento también carecía de cualquier posibilidad de intimidad acústica. Me paré un rato para mirarlo. Estaba echado boca arriba, se había quitado el polo y las lentes. Tuve que resistir a la espontaneidad de ir a abrazarlo y darle besos para despertarlo con cariño. Sentí un ligero escalofrío en la espalda, en realidad, tenía unas ganas irreprimibles de tocarlo y pegarme contra su pecho.

Ducha, fría. Calzón, negro. Vestido, negro. Sin sostén. No sirve, fuera de esconder los pezones siempre erguidos que reinan sobre mis pequeñas tetas – “Que caben perfectamente en la palma de la mano”, dicen.

Salimos buscando dónde tomar algo y comer en las callecitas del centro histórico. Caminaba detrás, mirando al barbudo y al rubio avanzar en la muchedumbre y las luces, ya quería que fueran míos juntos. Trataba de contener mi necesidad de contacto físico, temía que no fuera apropiado.

Somos amigos, claro.

El plan que había expuesto el barbón era: salir, festejar, conversar, divertirnos, emborracharnos, disfrutar de la noche, el resto es “extra”. Ya.

Encontramos un bar donde sentarnos y nos alegramos con la generosidad de las copas de vino. Me hubiera gustado poner mi mano en el muslo del barbudo mientras estábamos sentados, pero sólo me atreví a poner mi pierna contra la suya, con una presión suave. Me gustaba sentirlo cerca, hubiera querido que nos congeláramos así para siempre.

Si supieras cuánto te extraño.

Conversamos bastante y nos reímos mucho, son amores estos dos chicos. A cada minuto me gustaba más y más el rubio, quería tomarle la mano o tocarlo, darle una señal para que sepa que a él también le tenía ganas, pero no me atreví tampoco. Tenía la sensación de que se estaba estableciendo un equilibrio entre los tres. Era una intimidad compartida y efímera, sólo para este par de días, pero me daba miedo ir demasiado rápido y que el uno o el otro saliera de este triángulo naciente. Qué pena hubiera sido, ahora que imaginaba los mejores escenarios para el final de la noche.

De copas de vino pasamos a cocteles en un bar con música electrónica. Encontramos a un par de alemanas amables y que estaban muy borrachas, una flaca y una más gordita, se veían más jóvenes que nosotros, unos 25, por ahí. Eran sonrientes y bullosas, me cayeron bien, aunque no entendía lo que les estaban contando el rubio y el barbudo, cuya mirada viva acompañaba el flujo continuo y entusiasta de su voz ronca. Me pregunté si él también se las estaba imaginando a cuatro patas con sus falditas de verano levantadas por la cintura en el sofá del departamento, porque a mí no me costó mucha imaginación tener esa imagen nítida de estos dos culos blanquitos ofreciéndose a quién fuera que los quisiera cuidar. Es otro rasgo que compartimos, el gran talento de imaginar a cualquier persona desconocida en la posición más obscena que sea – imagínense el infierno cotidiano: que sea un viaje en metro o una reunión de trabajo aburrida, es un esfuerzo de cada instante para no terminar en el baño masturbándose cada dos horas.

Estas dos chicas me hubieran cambiado un poco los planes, pero no me iba a hacer la celosa, teníamos suficiente morbo para contagiar a dos más, sin problema. Las tetas de la más carnosa daban saltitos cuando se reía, como si hubieran querido escaparse del encaje que las apretaba y se dejaba adivinar. Tomando un sorbo de gin, me imaginaba sacándolas de sus nidos respectivos y dejándolas expuestas a las luces de la noche, para que el rubio y el barbudo las agarrasen y las mamasen. Sonreí, me quedé educada y amable, tratando de comunicar con ella con algunas palabras de inglés.

Si vieras las imágenes que tengo en la mente, tontita…

Mientras me perdía en mis fantasías, no me di cuenta de que habían decidido cambiar de sitio y alcanzar un callejón que habían conocido el día anterior, famoso para sus bares y repleto de gente. Terminamos los tragos y nos fuimos, seguidos por las alemanas y sus risitas. Trataron de conversar conmigo, buscando mi aprobación acerca de la belleza de los italianos con un castellano aproximativo. Cuando cruzamos un grupo de cuatro chicos morenos y con acento a pasta con pesto, obviamente se dieron la vuelta y les siguieron. “Ciao tetas”, pensamos los tres.

Nos sentamos en unas gradas del callejón en medio de la gente, el rubio y el barbudo estaban en lo que llamaban su “viajecito” suave de drogas, a penas para estar despiertos y sentir las cosas como si todo fuera muestras de nubes. Pedimos otros tragos antes de que cerrase el bar más cercano, prendimos un pequeño que tenían e impuse una cumbia villera que llevaba hace días en la cabeza. El rubio, sentado a mi lado, se iluminó: “Es exactamente lo que necesitaba”. Noté que me miraba con más intensidad y que me hablaba más cerca, ya se estaba despejando un poco su timidez. Su pierna estaba claramente contra la mía mientras conversamos. Creo que el barbudo se dio cuenta y se quedó quieto a mi otro lado “disfrutando del viaje”. Se desprendía del rubio un equilibrio perfecto entre deseo ligero y ternura, lo quería besar. Sus rizos ondulaban en las luces del callejón cuando se reía con mis bromas. Era guapo, era tierno y sentía que mis ganas eran compartidas. Ya era tiempo de regresar al horno de departamento que alquilábamos.

Son las 5 de la mañana y siento todavía el chorreo amargo de la coca en mi garganta.

Hacía un calor infernal en la sala. Los chicos se quitaron los polos y prendieron los ventiladores. Me dejé caer en el piso de mayólica buscando algo de frescura mientras el barbudo empezaba a prepararse un porro, sentado en un sillón. Miradas cómplices entre nosotros dos, compartíamos las mismas expectativas. El rubio regresó a la sala con una botella de agua y se sentó a mi lado, mientras le pedía al barbudo que me haga un cigarro. “Te hago un cigarro si le das un beso al rubio”, me contestó.

Ay, tú…

“No hace falta que me hagas un cigarro para que le bese”, le dije, dándome la vuelta para encontrar los labios sonrientes del rubio.

Allí estamos.

Fue un beso compartido, esperado, rico y ardiente. Yo llevaba mucho tiempo sin besar a alguien por primera vez. Sonreímos, disfrutando de cómo desaparecía la vergüenza y la timidez. El barbudo había abierto el sofá negro en L y estaba cubriendo el cuero sintético metódicamente con una sábana blanca que había robado en la habitación más cercana. “Para estar más comoditos”, dijo, al darse cuenta de que le estábamos mirando con curiosidad. La escena parecía irreal, entre la sábana que contrastaba con todo el resto, con su color blanco limpio y puro y su olor a florcitas de detergente, y la dedicación del barbudo, porro en la boca, para armar esta cama gigante.

El rubio permaneció sentado en el piso, mientras el barbudo retomó su sillón. Me instalé en el sofá cama, sentada con las piernas extendidas, los brazos abiertos y apoyados en respaldo, regia. Me sentía como una santa en su altar o alguna cosa sagrada parecida. “¿No tienes calor, Bellota? ¿Por qué no te quitas el vestido?”, me preguntó el barbudo, buscando un encendedor en la mesa baja como si no pasara nada. De repente me agarró el pudor por la presencia del rubio, aunque le tenía ganas, no sabía hasta donde hubiera aceptado llegar. Tenía calor obviamente, era demasiado excitada y a la vez tenía miedo de que todo se cayera a pedazos con un solo gesto mío. Sonaba una cumbia electrónica, lenta y mareante, miré al barbudo en los ojos. Abrí el cierre que estaba en el costado de mi vestido, dejando adivinar la curva ligera de mi teta. Me dejé caer más en el sofá y subí mi vestido corto por mis piernas, se veía todo mi calzón. El barbudo ya se mordió el labio inferior al mirarlo mientras el rubio estaba disfrutando de sus últimos segundos de duda acerca de lo que iba a suceder, tratando de enfocarse en lo que estaba fumando antes que lo interrumpiese.

“Rubio, súbete en esta nave gigante, por favor, quiero abracito…”

Me agaché hacia él para recogerlo y atraerlo con un beso. Se subió a bordo con mi lengua buscando la suya. Nos abrazamos con fuerza sin que parara el largo beso, sentía sus manos que recorrían mi espalda, apenas se atrevía a tocarme las nalgas. Pero desde la mañana le tenía unas ganas que le iban a mandar a volar bien lejos y quise pasar a una velocidad superior. Lo empujé y me senté a horcajadas sobre él. Se quitó los lentes y la sonrisita, más rico aún. Me encantó ver cómo se transformaba su expresión a medida que aumentaba el tamaño del bulto entre sus piernas, en el cual estaba sentada. Era una mirada hambrienta, con una chispa de rabia que anunciaba que el pudor y la buena educación se estaban alejando. Me quité el vestido, mientras el rubio se deshizo de su short con un movimiento apurado. Levanté la mirada y vi que el barbudo había tomado su posición favorita de voyerista, sentado en el sillón a nuestro lado. Su mano estaba tocando suavemente su sexo a través de su bóxer, estaba aguantando. Yo sabía que se moría por empezar a corrérsela mirándonos. El efecto de tenerlo tan cerca fue inmediato. Empecé a respirar hondo y a sentir este inaguantable vacío entre mis piernas abiertas, mientras mi calzón mojado torturaba deliciosamente mi clítoris y se pegaba a los labios. Quise esperar todavía un poco y darme el gusto de probar al rubio, ansiosa por lamer y chupar este sexo que mi mano acababa de encontrar duro e impaciente. Bajé lentamente desnudándolo y acercando mi cabeza a su pubis beso tras beso. Parecía que lo poco de pudor que le hubiera quedado se había evaporado con la excitación, no le importaba la mirada del barbudo ni su mano que ya se estaba agitando en una masturbación franca. Olía rico el rubio, me gustaba su piel, tenía algo que me dio escalofríos de felicidad en la espalda. Su verga era perfectamente contundente, parecida al tamaño de la del barbudo.

Podría pasar de una a otra sin darme cuenta.

La lamía, lentamente, tal como lo había hecho en la tarde con la del barbudo, con todo lo ancho de mi lengua cálida. Escuchaba sus suspiros y sentía los espasmos de sus piernas que revelaban su excitación cuando mi lengua recorría sus bolas y las dejaba mojadas para que mi mano se deslizara sobre ellas con una caricia suave. Subí hasta la punta de su verga para recoger la gotita que se había formado allí, delicioso detalle. Gimió de alivio en el momento de entrar en mi boca, acompañado por mi lengua que se apoderaba de su sexo, jugaba con él y lo invitaba a entrar más profundo, sin que mi mano soltara sus bolas. Tenía la otra mano en mi calzón, me tocaba como me gusta, con la palma que apretaba mi pubis y dos dedos acomodados en mi sexo que se consumía por un fuego húmedo. Me estaba acercando al colmo de la excitación con su verga que me ocupaba toda la boca. Sentía que me podía venir en cualquier momento y solté un poco la presión de mi palma para contenerme un rato más. Parecía que al rubio también le estaban costando estos preliminares y me levantó por debajo de los brazos para que mi boca regresara a la altura de la suya. Se volvieron a encontrar nuestras lenguas y me quitó mi calzón. Agarró su verga y me la metió de una vez, entrando sin pena en mi concha que chorreaba. Una onda de choque me recorrió todo el cuerpo.

Qué rico me llena…

Nos estamos sonriendo vorazmente. “Te tuve ganas todo el puto día”, le dije. El barbudo se había levantado y se estaba masturbando a nuestro lado. Su verga estaba a la altura de mi cabeza y levanté los ojos para dirigirle la mirada de aprobación que anhelaba, arrecho e inquieto. Mi boca volvió a encontrar esta hermosa pinga que había dejado en la tarde, y yo me encontraba en una posición obscena teniéndolos a ambos. Me llenaban por ambos lados y no iba a poder aguantar mucho el orgasmo que sentía subir en esta deliciosa sincronía de idas y vueltas. Miré al barbudo que me había agarrado la cabeza y me mantenía su verga profundamente en la garganta, mi saliva se resbalaba en mi barbilla.

Así es como más te gusto ¿verdad?

No hizo falta nada más que este intercambio de miradas para que me viniera, con la delicia de tener la boca llena y sintiendo cómo mi concha apretaba la verga del rubio con espasmos frenéticos.

Me dejé caer de costadito, con una sonrisa beata. El rubio, que seguía muy excitado, no me dejó tiempo para recuperarme de la rica tormenta mojada que acababa de pasar entre mis piernas y se subió encima de mí. Me abrió las piernas y me volvió a penetrar de golpe, llenándome de nuevo con su verga, más dura que nunca, con movimientos de cadera enérgicos y rápidos. Su frente estaba pegada a la mía, mi lengua jugaba con la suya, lamiéndose con besos líquidos, apenas escondidos por la cortina ligera de sus rizos dorados. El barbudo había retomado su asiento, emperador del voyerismo sentado en su trono, y se pajeaba mordiéndose el labio inferior con los ojos fijados en la verga del rubio que entraba y salía de mi concha. Hacía tiempo que yo sabía que le encantaba que le contara como me cachaban mis novios y amantes, pero nunca le había visto tan excitado e hipnotizado al ver cómo mi sexo mojado se tragaba una verga.

Ay, mi vida, qué rico verte así.

Mientras los golpes del rubio se aceleraban, quise regalarle al barbudo otra perspectiva. Me gustaba que me mirara. El rubio entendió al toque lo que yo quería y se echó dócilmente, esperando que le chupara de nuevo. Si yo tenía una sonrisa beata hacía unos minutos, parecía que él estaba probando unos instantes de la más divina gloria, santificado por mi lengua en su sexo. Lo comía todito, dedicada y arrecha, le amasaba las bolas y le escuchaba gemir con satisfacción. Sentía la mirada del barbudo y, para provocarlo, empecé a masturbarme en esta posición, en cuatro patas, mirándolo, con la verga de su amigo metida hasta la garganta y dos dedos en mi concha. Se estaba pajeando rápidamente, con una mirada nublada por el morbo y la violencia de un deseo irreprimible.

Cerré los ojos un segundo para enfocarme en la sensación que me procuraban mis dedos. En vez de hacerlos entrar y salir de mi sexo, hacía lo que más me gusta, los dejaba bien metidos y los movía lentamente adentro, alternando presiones y círculos en esta partecita sensible que algunos llaman el punto G. Sentí una nueva ola de placer a punto de derramarse entre mis piernas y abrí los ojos para aguantarme un rato más, sin soltar la verga del rubio que me ocupaba toda la boca.

Vi que el barbudo ya no estaba en el sillón y, en este momento, sentí su lengua recorrer mi culo. Saqué mis dedos para dejarlo lamerme, sentía su barba contra mis nalgas. Sus gemidos de animal voraz que acaba de probar una carne fresca se mezclaron con los del rubio. Él me agarraba las tetas para mantenerme el busto hacia abajo y su verga en la boca, con el culo expuesto a la lengua y a las voluntades del barbudo. Casi me caí al sentir tres de sus dedos penetrarme, satisfaciendo mis ganas de sentirme llenada de nuevo. Estaba totalmente a su merced, me arqueaba y avanzaba mi culo hacia él para que sus dedos me follaran más fuerte. Me imagino que no podía aguantar mucho más lo que estaba viendo, yo en cuatro, esclava de una pinga que me llenaba la boca y de sus dedos, que ya no eran suficientes. Fueron rápidamente reemplazados por su verga dura e hinchada por la deliciosa frustración que le había provocado este largo momento de voyerismo. Una de sus manos guiaba mi cadera con fuerza para obligarme a sentarme en su pinga. La otra me agarraba la nalga con el pulgar metido en mi ano en el cual había procurado escupir copiosamente. Solté la verga del rubio para que me la pase en los labios y en la cara, la lamía como nunca, llena de saliva y con los ojos cerrados. El barbudo me estaba cachando rico y fuerte, con estos golpes de cadera que le hacen vibrar a uno todo el cuerpo y anuncian la apoteosis. Sentí el terremoto subir de mis piernas a mi pecho, apretándome el corazón y liberándose en una exquisita explosión entre mis piernas, acompañada por un gemido ronco y arañando la sábana blanca. Me vine por tercera vez de la noche, entre sus dos vergas, morbosa bajo sus miradas.

No hizo falta ningún gesto mío para que se retiren, veían que estaba a punto de desmayarme por la violencia del orgasmo que acababa de tener. Les abracé sucesivamente, con el cariño apacible y agradecido parecido al que tienen los niños antes de dormirse. Entendí que también estaban cansados y que no se quedaban frustrados por no haberse venido, estaban plenamente satisfechos con lo que acababa de pasar entre nosotros. Me sonrieron mientras subía las escaleras como una somnámbula, jalada por un hilo invisible hacia su cama. Los escuché hablar un rato y no pude resistir al sueño, de mala gana, era un desperdicio de las pocas horas que teníamos la suerte de compartir.

En un momento de optimismo organizacional, habíamos decidido despertarnos a una hora respetable para poder ir a disfrutar de un día en la playa. Así que sonó el despertador de mi celular a las 10, después de una noche suficientemente corta para que me parezca que no se había interrumpido del día anterior. Volvieron a mi mente las imágenes de lo que había vivido hacía unas escasas horas: la sábana blanca, la sonrisa inmensa del rubio, la lengua del barbudo, sus vergas, el deseo, el sudor, mi goce impúdico e implacable.

Me sentía febril, habitada por una energía extraña pero suficiente vivir todo lo que me ofrecía este segundo día, ya quería estar contra sus cuerpos. El barbudo me había mandado un mensaje antes de dormir: “No te acompañé para que descanses bien, porque no pudiste dormir por mí antes. Estoy en el cuarto de abajo por si quieres venir”. Me emocionó la invitación y menos de un minuto después, le había alcanzado en la pequeña cama que ocupaba. Nos quedamos abrazados un momento, disfrutaba de sentirme acogida de nuevo por su barba suave y el olor de su piel.

Entre excusas y confesión, le dije que iba a ser un día en el cual yo buscaría contacto y que de antemano le pedía perdón por si le pareciera inapropiado.

Lo que me pasaba era más allá de lo que podía controlar, la energía que sentía era como un instinto de supervivencia que me obligada a estar en contacto físico con ellos. Tenía la misma sensación que cuando siento subir una tremenda cólera o cuando siento que me estoy enamorando: como si tuviera un árbol que creciera en la espalda, desplegando sus ramas hasta mis hombros. Era una sensación agradable por ser terriblemente frágil, a punto de desaparecer en cualquier instante. Cada caricia del barbudo era una nueva rama que crecía. Cuando se paró para ir a ducharse, el árbol y sus ramas desaparecieron, dejando una sombra que me atravesaba el cuerpo.

Mi horror al vacío...

Con más precauciones, me fui a despertar al rubio en la habitación vecina Me había puesto un polo y me eché púdicamente a su lado, regalándole besos suaves en las mejillas y en la frente. Estaba muy feliz de volver a rozar sus rizos y de encontrar de nuevo su sonrisa y su mirada adormecida. El árbol empezaba de nuevo a crecer. “Lo lamento, pero es altamente probable que sea muy cariñosa hoy, contigo y con el barbudo. Si te molesta, no dudes en mandarme a la mierda, sé que puedo ser pesada cuando necesito contacto”. Se rio y me dijo que no le molestaba el cariño, al contrario. Nos besamos sonriendo y tranquilizados, el día se anunciaba hermoso y, como le dije al presionar mi pierna sobre su bóxer, teníamos algo pendiente.

Luchando contra una resaca que no habían atenuado ni el café espeso preparado por el barbudo ni los dulces que había comprado para desayunar, tomamos un bus para ir a la playa más cerca. Después de una media hora de ruta, saltamos en el paradero huyendo del calor sofocante del bus lleno. El agua turquesa nos esperaba y, a pesar de la falta de espacio que había en una ridícula lengua de playa pública, conseguimos un sitio para instalar nuestras toallas. Compramos una sombrilla roja de calidad mediocre para evitar que el rubio y yo tomáramos un lindo color a cangrejo en menos de media hora bajo el sol siciliano.

El día pasó rápido, entre las cervezas de los vendedores ambulantes y las idas al agua para refrescarnos. Nos reímos mucho, fumamos y tomamos. Al final de la tarde, el barbudo se echó en su toalla para dormir un rato. Quería recuperar algo de energía para la noche. Yo estaba echada entre los dos, y me moría por estar abrazada por ambos. Acariciaba suavemente el cráneo del barbudo y con la otra mano buscaba la del rubio. Había rozado concienzudamente a los dos todo el día, con mucho pudor y discreción, pero sin miedo y disfrutando sencillamente de poder tocarlos. El barbudo nos dio la espalda con un gemido dormido y feliz, lo abracé un rato así y me di la vuelta hacia el rubio, dejando una de mis piernas enredada con las de barbudo. “Creo que te has quemado horrible a pesar de la sombrilla”, le dije al rubio, viendo su pecho enrojecido, y lo besé delicadamente con los labios entreabiertos. Nos acercamos un poco más para que se toquen nuestros cuerpos, nos seguíamos besando con ternura, tenía mi pecho contra el suyo. Me imaginaba que la gente que paseaba en la playa se preguntara qué mierda éramos los tres, empanizados de arena en medio de lo que seguramente parecía un cementerio de cervezas. Yo, echada a mitad sobre el pecho del rubio que me abrazaba, besándolo, mientras mi otro brazo abrazaba al barbudo y le acariciaba. Sentía su mano discretamente puesta sobre mi culo y mi pierna entre las suyas. Un nudo humano desordenado y exageradamente feliz, eso éramos.

No hace falta decir que, con el rubio, no conseguimos dormir ni un minuto. Al besarnos, habíamos vuelto a abrir la cajita de Pandora y las ganas recíprocas se pusieron rápidamente insoportables, cuando recordamos lo que quedaba pendiente entre nosotros. Felizmente, no se notaba con mi bañador negro, pero me estaba mojando a medida que su verga se endurecía contra mi barriga, sentía mi pulso cardiaco latir en mi clítoris. La situación me excitaba mucho, nos estábamos calentando mutuamente casi sin movimiento, tratando de mantener contundencia y discreción en esta playa frecuentada. Sólo se trataba de presiones en las zonas más sensibles, de respiros un poco más hondos, de una lengua que se ponía más atrevida y lamia la otra en un beso húmedo. El barbudo, que seguramente tiene un sexto sentido para percibir la arrechura a kilómetros de distancia, se había puesto boca arriba e hizo pasar mi mano en su entrepierna. Sentí su verga dura con delicia. Los tres estábamos de nuevo conectados y morbosos, probablemente con las mismas ideas. Tenía ganas de besarlos juntos, de escupir sobre sus vergas y masturbarlos, allí mismo, frente al mar.

Respiraba hondo, mi mano era inmóvil en la ingle del barbudo, rozando su verga a través de su short, la otra apretaba la mano del rubio. Quería que me cacharan por turnos, que me dejaran siempre con una pinga metida en la concha o en la boca, quería lamerlos de nuevo, mojarme sin vergüenza y que vieran como chorreaba por ellos hasta la mitad de mis muslos. Cerré los ojos, tenía la mejilla pegada a la del rubio, “No puedo más, tengo demasiadas ganas”, le dije, y suspiró un “Yo también” que sonaba como una súplica. Era verdad que él no se había venido el día de antes. Lo sentía tan tenso que estaba segura de que un par de lenguazos hubieran bastado para que me llene la boca de semen. Estaba tan arrecha que me sentía dispuesta a franquear el último paso que nos faltaba para llegar al colmo. Ya le había dicho al barbudo que a veces había tenido ganas que me la meta por el culo.

En este momento, la excitación era tan fuerte que quería sentirlo allí mientras el rubio me cachara. Me imaginaba esta sensación de estar totalmente llenada, con dos vergas moviéndose suavemente dentro de mí. Creo que no aguantaría medio minuto antes de venirme, por lo rico de sentir mi culo abrirse a medida que le sexo del barbudo avanzaría en él, con el rubio clavado en mi concha. Temblaba de ganas, literalmente, torturada por mi entrepierna y las imágenes obscenas que tenía, escuchando los respiros rápidos del rubio. El barbudo, aparentemente más resistente a la frustración que nosotros, se sentó en su toalla, bostezando y estirando los brazos, jugando al que acababa de despertarse. Yo quería regresar al departamento en seguida o encontrar un baño público o cualquier sitio para masturbarme y relajar algo la tensión sexual que sentía. Pero tenía que aguantarme un poquito todavía.

Encontré un poco de calma quitando la arena de mi toalla y buscando mi ropa para vestirme. Como era todavía temprano, decidimos quedarnos para seguir disfrutando del ambiente playero y caminamos en el paseo que bordaba el mar. En una placita, nos sentamos en la terraza improvisada de la tienda de vinos, quesos y fiambres, donde atendía una pareja de ancianos. Pedimos piqueos y vino, eso era exactamente lo que queríamos para empezar la noche.

Regresamos al centro de la ciudad en taxi, cantando y riendo. Todo era perfecto. La fatiga no se sentía tanto, había sido reemplazada por la excitación de la noche que empezaba, sinónimo de fiesta, de tragos y de sexo para los tres.

Apenas llegados al departamento, me fui a ducharme. Dejé la puerta del baño entreabierta, para indicar claramente que estaba dispuesta a compartir el agua, el jabón y mi culo con el que no hubiera podido esperar que yo terminara para bañarse.

Siempre me encantaron las duchas después de la playa, cuando siento el agua caer en mi piel cálida, llena de sol y de sal, y que paso mis manos en mis brazos, en mi pecho y en mis piernas para quitarme la arena. Mi mano se deslizaba en mi piel dejando una estela de minúsculas burbujas de jabón, pasaba mis dedos entre los labios de mi vagina y entre mis nalgas. Empecé a jugar con mi clítoris, me excitaba que el rubio y el barbudo estuvieran justo al lado y que los hubiera bastado mirar por la abertura de la puerta para ver que me estaba tocando. Como no quería venirme solita, o por lo menos sin espectadores, terminé mi ducha con agua fría para calmarme. Me sequé y puse un calzón limpio que en seguida se pegó a mi sexo, ajustándose a mis labios. No dejaba de mojarme a pesar de los escalofríos que me habían provocado el agua helada. Salí del baño enrollada en una toalla, dejando el sitio al rubio que parecía apurado. Me quedé sentada en el sofá un rato mientras el barbudo armaba un porro.

“Tengo que arreglármelas antes de salir, estoy demasiado arrecha, no me puedo quedar así”, le dije. No escuché lo que me contestó, el rubio acababa de cortar el agua de la ducha. Corrí hasta el baño, toqué la puerta. “Pasa, pasa”, me dijo en medio de una neblina olor a jabón. Estaba todavía mojado y sólo llevaba su toalla en la cintura. Me acerqué y lo abracé, amasando su espalda con fuerza. Levanté la cara para encontrar sus labios y nos empezamos a besar, con ternura, al inicio, y rápidamente como dos muertos de hambre que se quisieran devorar. “Tenemos algo pendiente”, susurré. “Es cierto”, me contestó mientras se caía su toalla en el piso. Me puse de rodillas para chuparlo, agarrándole las nalgas. Su verga estaba aún más dura e hinchada que el día anterior. El final de la tarde en la playa nos había dejado con una frustración sexual intensa a la cual estábamos a punto de remediar. Me tragaba su sexo con gula y satisfacción, por fin me volvía a llenar la boca. No tuve mucho tiempo para disfrutarlo así porque me levantó rápidamente y me volteó. Apoyada contra la pared, al lado de la puerta que no habíamos cerrado, me puse de puntillas para estar a la altura de sus caderas y abrí las piernas, presentándole mi culo para que me cache. Sentí su cabeza en mi hombro, y me penetró de una vez, avanzando inexorablemente en mi concha cálida y húmeda. Contuvo un gemido fuerte y me abrazó, agarrando mis tetas. Sus idas y venidas lentas me procuraban un placer intenso, no iba a poder aguantar mucho tiempo. Echó su busto un poco atrás, como para tomar impulso. Sus manos bajaron hacia mis caderas y las alejaron de las suyas. Sentí su verga que se retiraba, dándome una intensa e inaguantable sensación de vacío y de frustración.

Tú también sí sabes…

No quedaba nada del rubio tímido que parecía la primera vez que lo había visto. Ya empezaba a jugar también conmigo. Se quedó unos segundos justo en la entrada de mi vagina, con la punta apenas metida. “Por favor”, gemí. Le estaba rogando para que me llene de nuevo. Como si esperara que se le pida, me la metió de golpe. Empezó a cacharme con fuerza, sus caderas chocaban contra mi culo con un chasquido que seguramente arrechaba al barbudo que estaba a unos metros. Yo apretaba la palma de mi mano en mi clítoris y me agarraba todita así, dejando la verga del rubio pasar entre dos de mis dedos. Con la presión de mi mano e imaginando al barbudo masturbarse al escucharnos, me bastó un golpe de cadera más fuerte del rubio para que me viniera, mordiéndome el labio para contener un grito. Había esperado eso todo el día.

Me fallaron las piernas y el rubio me abrazó. Me di la vuelta para mirarlo y besarlo. “Qué rico, carajo…”, le dije, contestando a la inmensa sonrisa que iluminaba su cara.

Lo quería hacer venir, me obsesionaba y me excitaba demasiado la idea de verlo en este momento. Hasta hubiera dejado de lado mi afición para la felación y las ganas que me la meta para corrérsela, enfocarme en él y disfrutar plenamente de su placer que hubiera brotado en mi mano y que me hubiera apurado lamer, encantada.

Con dos dedos, le empecé a acariciar ligeramente la verga. Su sonrisa desapareció y cerró los ojos. Seguía perfectamente dura y parada, la agarré con más firmeza para masturbarlo. Me había mojado tanto al venirme que su sexo estaba todavía bien lubricado y lo hacía correr en mi mano más y más rápidamente. Este sonido húmedo de masturbación y la dureza de su verga me volvieron a calentar. “Mejor vamos a tu cuarto, ¿no?”, le pregunté, y cruzamos en seguida el pasillo para entrar en la pequeña habitación que estaba al frente.

Nos tiramos en la cama que estaba de frente a la puerta, que habíamos dejado completamente abierta. Yo esperaba que el barbudo se uniera a nosotros. Sabía que no se perdía nada de lo que estaba pasando y que probablemente la tenía tan parada como el rubio. Me subí encima de él, dando la espalda a la puerta y el rubio no me dejó el tiempo de chuparlo, agarró su verga y la presentó en la entrada de mi vagina. Sentí con delicia como me volvía a penetrar lentamente. Una rica descarga eléctrica me recorrió la espalda y bajé poco a poco mis caderas para sentarme completamente en él y que entre totalmente. Empecé a moverme lentamente, con las piernas lo más abierto que pueda, para tenerlo lo más profundo posible. Me miraba a los ojos, ya estaba empezando a notárselo el vicio y me encantaba.

Como no me había dejado usar mi lengua y quedaba con ganas de tener algo en la boca, tomé dos de sus dedos para lamerlos y chuparlos. Sostenía su mirada mientras jugaba con sus dedos como si hubiera sido su verga. Sentí que se arrechaba más aún al verme así y empezó a moverse más, levantaba sus caderas y ya era él que daba el ritmo. Sus dedos entraban y salían de mi boca, como si me la estuviera cachando. Jugaba con mi lengua, recogía la saliva que chorreaba en mi barbilla con su pulgar y me la esparcía en los labios, morboso. Este juego me excitaba, sabía que se me veía muy zorra así y me gustaba compartir esta lujuria con el rubio. Me estaba mojando hasta el ano y me sobaba sin pudor en su pubis. Me quito sus dedos de la boca para agarrarme las caderas y moverse más rápido. Me tenía tan pegada a él que la fricción húmeda contra mi clítoris se volvió rápidamente inaguantable. Todo su cuerpo se tensaba, sus idas y venidas fuertes y constantes se ponían más y más rápidas. “Voy a venirme de nuevo”, le dije, ya no contenía mis gemidos. “Yo también…”, me contestó entre dos respiros hondos y entrecortados. Di un profundo y fuerte movimiento de caderas para sentirlo más fuerte al momento de llegar al orgasmo. Acompañada por un delicioso terremoto en todo mi cuerpo, mi vagina apretó su verga que sentí contraerse mientras gemía con los ojos cerrados y que me llenaba de leche. Qué guapo era al venirse este huevón. El goce le iba de maravilla, le daba a su cara esta increíble expresión que algunos tienen al momento de venirse y que es casi imposible distinguir de un gesto de dolor.

A nuestros gemidos de goce se añadió un “Ah…” satisfecho que venía de la puerta. El rubio se rio mirando detrás de mí. Me di la vuelta y descubrí al barbudo que había instalado el sillón en la entrada del cuarto para mirarnos y corrérsela. “¡Qué rico, se vinieron juntos!”, nos dijo con una mirada pícara, dejando un segundo su hermosa costumbre de morderse el labio.

… me entrego a ti y prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte…

“No quise interrumpirlos y para estar más comodito, me traje el sillón acá”, nos dijo el barbudo, guardando tranquilamente su sexo en su bóxer. Nos reímos los tres, en este preciso momento, la vida era sencilla y perfecta.

Nos vestimos y salimos para encontrarnos con una chica que habían conocido un par de días antes en un bar. La noche fue linda, la chica nos presentó a sus amigos, acogedores y chistosos. Tomamos felices y con momentos de cariño ligero, una mano en la cintura, un abrazo largo, todos experimentamos un bienestar calmo y continuo a pesar de los tragos y del ambiente de fiesta. Mientras la chica nos había invitado a seguirla a una fiesta en el departamento de uno de sus amigos, me di cuenta que apenas me quedaban unas horas antes de volver al aeropuerto. No sabía cuándo iba a volver a ver al barbudo y esta vez, necesitaba estar segura que entendiera. Le di un beso en la mejilla al rubio que me abrazada en el sofá de la inmensa sala del departamento burgués en el cual estábamos terminando la noche y me fui a sentar al lado del barbudo, dedicado a preparar un porro. Desde el día anterior, estaba pensando en lo que me había dicho acerca de mi atracción para él. A pesar de que habíamos compartido la más grande intimidad física, temía todavía hablarle de sentimientos. Me atreví, por fin. “Tengo que decirte algo. Cuando ayer me dijiste que no entendías cómo podía ser que me arrechara contigo, supuestamente gordo, calvo y morboso, pues ahora que termina el fin de semana y que ya no tengo miedo de cómo va a pasar, te voy a contestar.” Tomé un momento para inspirar, me latía el corazón tanto como para un primer amor de colegio. “Barbudo, estoy profundamente enamorada de ti, eso no cambió desde hace años. No sé por qué te amo, es así, nada más. No te pido nada, sólo que no lo olvidas. Es incondicional y no va a cambiar a pesar de que sigamos nuestras respectivas vidas o que no nos veamos durante años.”

“Lo sé, Bellota, lo sé”, y me abrazó, agradecido.

Pasé las últimas horas antes de que llegara mi taxi durmiendo, abrazada por los dos en el sofá cama que había acogido nuestras fantasías. Seguramente las paredes centenarias de este departamento antiguo nunca habían visto a tres personas quererse tanto.

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