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Una chica nueva en el piso (1/4)

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Mi novia y yo no vivimos solos por cosas de la vida —y la economía—, sino que nos vemos obligados a vivir con una tercera persona. Siempre hemos tenido una convivencia correcta con los distintos compañeros de piso que hemos tenido. Procuramos que todos sean jóvenes como nosotros, y tener un ambiente sano dentro de que cada uno hace su vida en su espacio. No había ocurrido nada especial. Por suerte, Sandra, mi pareja, y yo, que me llamo Alberto, nos ponemos suficientemente cachondos. Se podría decir que nuestra vida sexual es plena. Sí que yo le había dejado caer alguna vez a Sandra la fantasía de hacer un trío, aunque a ella no le hacía especial ilusión. La cosa quedaba ahí y no iba a mayores. A ella liarse con una mujer nunca le generó el más mínimo interés.

Como he dicho, la cosa solía quedar ahí. Sandra, con su metro sesenta y cinco, su culo pequeño pero bien prieto y su talla grande de pecho, me quitaba la necesidad de querer acostarme con otras mujeres. Pero hace unos seis meses todo cambió. La persona que estaba ocupando la otra habitación del piso, con la que habíamos tenido una convivencia excelente, se marchó. Después de hacer varias entrevistas por videollamada, nos decidimos a meter a una chica muy joven, de solo veinte años —nosotros tenemos veinticinco—. No la conocíamos físicamente, así que la sorpresa fue mayúscula.

El día que Francesca —era italiana— vino a vivir a casa, Sandra había quedado con unas amigas. Cuando sonó el timbre abrí la puerta, saludé educadamente, ella entró con dos maletas gigantes y la cosa no pasó de ahí. Apenas me fijé. Mientras colocaba las cosas en su cuarto, yo desde el sofá le iba sacando tema de conversación. Era muy deportista. Jugaba al fútbol, hacía natación y corría.

—Aunque mi deporte favorito es el sexo, jajaja —dijo ella, descojonándose a gritos. Tenía una risa graciosa.

—Ya sé cómo dices, jajaja —respondí.

En un esfuerzo por ser buen anfitrión, levanté el culo del sofá y le llevé un vaso de agua. Debía estar agotada después de pasear los maletones por la ciudad. Cuando llegué a la habitación casi se me cae al suelo. Estaba de espaldas a mí. Llevaba unas mallas muy apretadas, que marcaban a la perfección su enorme y firme culo. La cintura le hacía una curva perfecta con los hombros, empotrarla debía ser sensacional. No pude apartar la mirada de su culo, era hipnótico. Tanto que cuando se giró se dio cuenta, por más que hice por disimular.

—Te… te traigo un vaso de agua —dije.

Ella sonrió. No era tan guapa como Sandra, pero su sonrisa era muy bonita con esos labios carnosos —esos sí eran igualitos a los de mi novia—.

—Qué amable eres —contestó sin desdibujar la sonrisa.

Se inclinó sobre mí para darme un beso en la mejilla y cogió el vaso. Su pecho era un poco pequeño, pero a través del top se intuía bonito. No parecía tener ningún defecto esta chica. Me quedé ahí de pie, hablando de la vida con ella. Mientras, la repasaba de arriba a abajo una y otra vez. Hablamos de los estudios, de la familia, de Italia, de España… Hasta que hice una pregunta que jamás debería haber hecho.

—¿Y tienes novio, novia o algo por el estilo?

Volvió a sonreír clavándome la mirada.

—¡Ni hablar! —soltó de repente—. Solo tengo veinte años, quiero vivir la vida. Necesito probar muchas cosas antes de quedarme fija al lado de alguien.

—¿Y qué son esas cosas que quieres probar?

Se mordió el labio inferior y me miró fijamente el paquete. No me había dado cuenta de que a través del pantalón deportivo se notaba que se estaba poniendo morcillona.

—Si te lo dijera tendría que matarte.

Se me iba a poner dura de verdad. Decidí huir a tiempo. Me reí nerviosamente y salí del cuarto de Francesca. Fui a la cocina, donde esta vez el vaso de agua bien fría me lo bebí yo. Tuve que respirar lentamente, apoyando las manos sobre la encimera, para dejar de pensar en el cuerpo atlético de la chica italiana. Al poco, escuché sus pasos acercándose.

«No te empalmes, no te empalmes, no te empalmes», me repetí.

Ella me abordó por detrás. Acarició mi pene sobre el pantalón, buscando la erección que tardó tres segundos en llegar. Me besó lentamente el cuello, empezando casi por el hombro y terminando con sus dientes en el lóbulo de la oreja.

—Ser «la otra» es una de mis mayores fantasías —susurró, con ese acento italiano que me ponía tan cachondo.

No era capaz de pensar nada en ese momento. Me giré, la miré a los ojos y me besó lentamente. Primero solo labios, luego añadió una lengua por la que, si soy sincero, volvería a ser infiel mil veces. No soy capaz de recordar si el beso duró treinta segundos o diez minutos. Perdí la noción de todo. Cuando nos separamos, Francesca no me dio opción a decir palabra. Se puso de rodillas, me bajó los pantalones y empezó a chuparme la polla. Lo hacía muy suavemente, recorriendo con su lengua cada centímetro de mi miembro. Acariciaba mis testículos con cuidado, y de vez en cuando me masturbaba con fuerza. Cada vez que volvía a introducirse mi pene en la boca aumentaba la velocidad.

Cuando estaba a punto de correrme, sujeté su cabeza para que no la sacara de su boca. Ella lo aceptó de buen grado. Empezó a chuparme con furia la punta, forzándome a eyacular con fuerza. Siguió mamándola hasta hacerme soltar la última gota. Cuando terminó, me acarició los testículos unos segundos más.

En ese intervalo se abrió la puerta de casa. Era Sandra. Francesca me subió rápidamente los pantalones y se quedó frente a mí, mirándome a los ojos.

—¡Hola, cariño! —gritó Sandra desde la entrada.

—¡Hola! ¡Adivina quién ha llegado a casa!

Francesca abrió la boca sin apartar la mirada. Estaba llena de semen. Cuando los pasos de Sandra estuvieron suficientemente cerca, sin llegar a entrar en la cocina, la chica nueva cerró la boca, tragó y la volvió a abrir. Ya no había nada. Se giró para recibir a mi novia.

—Yo soy Francesca, encantada —espetó sonriendo, como si nada.

—Encantada Francesca, yo soy Sandra.

Las dos se abrazaron para saludarse.

—Bueno, os dejo a vuestras cosas de pareja. Yo me voy a echar un rato que estoy molida con la mudanza.

Sandra vino a saludarme con un beso y un abrazo. Mientras Francesca se iba, se giró para repasar de arriba a abajo con la mirada a mi novia. Me miró y volvió a morderse el labio. Este fue el comienzo de la historia sexual más loca de mi vida.

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