Tengo cincuenta años y actualmente estoy casada en segundas nupcias. Siempre he sentido la necesidad de compartir una experiencia que para muchos podría considerarse una trasgresión moral sin precedentes, sin embargo nunca he podido intercambiar impresiones porque entiendo que puede ser difícil de digerir para cualquiera, siendo que vivimos en una sociedad en la que todavía existen demasiados tabúes en torno al sexo. De no haber sido yo la protagonista, quizás también pensaría lo mismo, dado que son las vivencias de cada cual las que modelan nuestra personalidad. En base a ellas se asientan nuestros principios y son ellos los que censuran o no determinadas actitudes.
Mi experiencia se remonta a mi adolescencia, aunque la huella que dejó hizo mella durante muchos años en mi vida e incluso todavía hoy lo recuerdo con añoranza.
Por entonces yo tenía 18 años. Todo comenzó una tarde de verano calurosa. Serían las 16:00 y estaba tumbada en la cama con ropa interior, pero con una camiseta por encima. Toda la familia dormía su siesta excepto yo, o al menos eso era lo que creía en un principio. Inmersa en mi lectura, unos sonidos llamaron mi atención y no cabía duda con respecto a la procedencia y el porqué de aquel alboroto que estaban poniéndome nerviosa. El fragor de la batalla que tenía lugar en la habitación contigua estaba consiguiendo desconcentrarme. Leía un párrafo y no sabía lo que había leído, por tanto, animada por mi curiosidad decidí aventurarme a echar un vistazo y satisfacer el morbo.
Con sigilo me acerqué a la habitación de al lado donde dormían mis tíos (la hermana de mi madre y su esposo). Comprobé que la puerta estaba entreabierta, de ese modo el aire se canalizaba por entre las habitaciones y el calor se mitigaba proporcionando una brisa gratificante.
Por aquel entonces yo había disfrutado de algunos escarceos con chicos. Había tenido varios novios y me había acostado con dos de ellos. Es decir, que en el tema del sexo creía que ya lo sabía todo y que a aquellas alturas ya nada podía sorprenderme, pero lo que vi, y lo que luego viví cambió mi vida y mi forma de pensar de forma radical.
Tumbado en la cama se encontraba mi tío aferrado a las nalgas de su esposa mientras las amasaba con firmeza. Ella saltaba encima de él y mis ojos se abrían de par en par observando como el falo desaparecía y volvía a reaparecer en movimientos repetitivos.
Ambos rondaban los cuarenta por aquella época y eran muy activos sexualmente por lo que pude saber y comprobar a posteriori. Al compararlos con mis padres daba por hecho que estos no eran tan activos, habida cuenta de que nunca los sorprendí en su intimidad, lo que me llevaba a pensar que, o eran menos vigorosos o yo no me enteraba de sus intimidades porque eran más discretos.
El hecho es que estaba yo apostada detrás de la puerta en mi papel de voyeur y través de esos diez centímetros de espacio entre puerta y marco contemplaba como mi tía saltaba feliz sobre el miembro de su esposo. Como he dicho, había visto, tocado y probado algunos, pero en aquel momento aquella cosa que desaparecía en el interior de la vagina de la hermana de mi madre me pareció fuera de lo común, y a la vez, la cosa más excitante y morbosa que había visto nunca.
Mi tío era un hombre varonil, podría decirse que incluso atractivo. Era delgado y fibroso, con un poco de vello en el torso que le hacía tener un sexapil especial. Mi tía también se conservaba estupendamente. Tenía un cuerpo más que aceptable para haber tenido un hijo y tener cuarenta. En su barriga destacaban unas estrías provocadas por el embarazo, pero que para nada la afeaban. Su trasero se veía grande y erótico balanceándose mientras saltaba sobre la verga de su marido. Era como ver una película porno en vivo y en directo, teniendo en cuenta que los protagonistas eran personas cercanas a mí y eso era un plus añadido para que la escena fuese verdaderamente excitante.
Mi tío decidió cambiar de posición, la levantó y la colocó apoyada sobre sus codos, quedando su trasero con sus dos agujeros a su merced, pero él optó por el convencional, aunque como supe después, los dos eran visitados regularmente por aquel vástago invasor. Se lo cogió en la mano y su vagina lo engulló como si nada. A aquellas alturas mi raja hacía aguas, y sin darme cuenta, tenía los dedos deslizándose sobre ella. Los ruidos de la cama junto a los gemidos, eran señal inequívoca de que aquel semental le estaba dando duro. La cogía de las caderas y la acercaba, arremetiendo contra ella. Los movimientos eran cada vez más frenéticos y los suspiros de mi tía alertaban de un orgasmo inminente, abandonándose en un sonoro gemido y desplomándose en el lecho.
Mi tío se hizo a un lado, se colocó boca arriba y entonces vi aquel cipote completamente erecto y en toda su magnitud esperando más atención por parte de mi tía que no tardó en tragárselo, propiciándole una mamada de escándalo. Mis dedos tenían vida propia frotando mi raja y, mientras mi tía engullía la verga de su esposo, yo tuve un orgasmo muy intenso, pero tuve que contener un alarido de placer que me hubiese gustado liberar. Al mismo tiempo, el cuñado de mi madre alcanzó el clímax, mientras la hermana se afanaba en tragarse la leche. El exceso se le salía por la comisura de los labios e iba deslizándose por el cimbrel y entre sus manos.
Luego chupó, relamió y acabó limpiando cualquier resto de semen que hubiese quedado, como si no tuviese que quedar prueba alguna del delito.
Yo volví a mi habitación, cerré sigilosamente y desaparecí de la escena del “crimen”. A continuación hicieron uso del lavabo para lavarse.
Los días siguientes fueron más de lo mismo. Yo, como siempre, aprovechaba para masturbarme y recrearme con aquella vista más que estimulante.
A la semana siguiente, en una de aquellas tardes calurosas pasó algo inesperado. Después de la trepidante sesión de sexo, mi tía se bajó a la planta de abajo a charlar con su hermana.
El chalet tiene dos plantas. En la planta inferior es donde pasábamos la mayor parte del día, y en la parte superior estaban las habitaciones, dos baños, una cocina y un salón, pero que no utilizábamos puesto que hacíamos la vida abajo. Sólo subíamos a dormir o a descansar. Como decía, mi tía bajó a estar con mi madre. Yo fui al baño a orinar y después me lavé los dientes. No había cerrado la puerta porque no pensé que entrara nadie. Iba con bragas y la camiseta sin sujetador. Estaba cepillándome los dientes cuando entró mi tío tan solo con una toalla puesta encima tapando su zona media. Me quedé sin habla, sin saber qué decir porque no sabía a qué venía aquella actitud. Me enjuagué la boca y acto seguido me preguntó si me gustaba verlos follar. El mundo se me vino abajo. No sabía qué decir ni que pensar, ni mucho menos, como actuar ni qué reacción tener.
—Te he visto como nos espías y como lo disfrutas, y no me molesta en absoluto. Es más, cada vez que lo hacemos pienso que eres tú la que estás conmigo.
Yo estaba perpleja y me quedé sin habla. No atinaba a articular palabra alguna, pero sí a ver el bulto que se le formaba en la toalla a mi tío. Él me estaba deseando a mí. Todo era muy confuso en ese momento. Para mí aquello era un juego, un juego morboso, pero un juego sólo mío. No pensaba en que iba a compartirlo, pero nada más lejos de la realidad. Iba a formar parte de ese juego que sin pretenderlo marcó mi vida dejando una impronta en mi vida.
Aquel hombre era un seductor nato. Parecía llevarse muy bien con mi tía. La trataba como a una reina y le daba todo el placer que una mujer puede desear, pero no sé, ni he sabido nunca, hasta qué punto mi tío le fue fiel a su esposa.
—Me encanta que te des placer mientras nos miras. De hecho, me da mucho morbo que lo hagas, ni te imaginas cuánto. Eres preciosa.
El bulto que realzaba la toalla iba hinchándose progresivamente hasta que la prenda cayó al suelo mostrando un miembro casi en completa erección que apuntaba hacia mí de manera amenazante. Mi vista no podía apartarse del falo más grande que había visto hasta el momento. Él se aproximó a mí y me besó mientras me rozaba con su miembro la barriga y mis partes bajas. Fue el beso más erótico que me habían dado nunca. Descargas eléctricas se apoderaron de mi vientre y de mis bajos. Los labios vaginales se me abrieron como si alguien hubiese accionado el mecanismo de apertura. Los flujos empezaron a emanar de la raja mojando mis bragas. A partir de aquel momento ya no fui dueña de mí, ni de mis actos. Sus manos acariciaron mis pechos. Las sentía grandes, rudas y expertas.
Mientras me besaba recorrían toda mi anatomía. Me apretaba hacia él intentando que notara su dureza. Acariciaba mis nalgas con delicadeza dándome suaves apretoncitos. Una de sus manos se deslizó por dentro de mis bragas queriendo sentir la carne más de cerca, después la desplazó por mi abertura comprobando su humedad. Aquellas caricias me estaban excitando de una forma sublime. Con voluntad propia, mi mano se apoderó de su pene. Era como una palanca que abría un pozo, un pozo de un placer prohibido. Las caricias se hacían más intensas, los besos más apasionados. Sus dedos tocaban mi clítoris y se introducían dentro de mí, arrancándome oleadas de placer y mi mano masturbaba su pene torpemente.
Sin dejar de besarnos ni de acariciarnos nuestros sexos fuimos avanzando hasta mi habitación como si fuésemos dos autómatas. Una vez allí me tumbó en la cama y se echó encima sin dejar de besarme en ningún momento. Sólo lo hizo para ir bajando por mis pechos, recorrer mi barriga trazando círculos con su lengua en mi ombligo para bajar después a oler mi sexo y lamer mi raja. Aquella lengua de fuego me estaba matando de placer. Nunca había sentido tanto, no sé si por su experiencia o por el morbo que despertaba en mí, pero el caso es que no podía dejar de gemir y me vine con su lengua.
Me quedé inerte boca arriba en la cama. Mi cabeza estaba en blanco, pero mi tío pronto me sacó de mi abstracción colocándose encima de mí al tiempo que me daba besos diciéndome lo preciosa que era y lo que me deseaba. Sentí como su miembro se adentraba en mi interior lentamente. Entraba apretado, pero mi lubricación permitía el acceso aceptablemente, de modo que mis labios vaginales abrazaron su verga que se abría paso hacia mi interior hasta que penetró por completo provocándome sensaciones indescriptibles. Después inició un movimiento de caderas pistoneando dentro de mí. Mientras tanto, no paraba de besarme el cuello y el lóbulo de la oreja. Esto me provocaba más placer, si eso podía ser posible.
Como la situación era de riesgo y en cualquier momento podía subir alguien de abajo, aceleró el ritmo. Estaba completamente abierta a él sintiendo sus embestidas y, un poco con vergüenza, mis manos agarraron sus nalgas acariciándolas y apretándolas hacia mí, alentándole para que no detuviese el ritmo de los embates. Estaba disfrutando de aquel momento extraño pero maravilloso cuando de pronto me dijo que estaba a punto.
Yo no quería que se corriese dentro de mí, pero en ese momento tampoco deseaba que parara, me daba todo igual. No era capaz de pensar con claridad, pero él era un hombre experimentado y sensato (entre comillas) y sabía lo que tenía que hacer. Mi orgasmo fue tan intenso que un grito se escapó de mi garganta. Los siguientes fueron amortiguados por su mano en mi boca, en vista de que no estaba por la labor de que sus cuñados o su mujer le viesen follándose a su hija o sobrina.
Cuando remitieron mis gemidos, continuó embistiéndome, después sacó su verga de dentro y eyaculó en mi barriga, mis tetas y mi cuello. Me quedé tendida en la cama llena de semen caliente. Él se incorporó, me dio un beso y fue a vestirse. A continuación bajó con todos y yo permanecí un rato más tumbada en la cama con su esencia bañando mi cuerpo. Cuando me repuse me duché y bajé intentando aparentar normalidad.
A partir de aquel momento las miradas furtivas eran continuas y aprovechábamos cada momento para intentar estar juntos, bien en la piscina o en cualquier otro lugar, pero siempre con la máxima discreción, aunque todos aquellos escarceos sólo eran tocamientos que únicamente servían para excitarnos y desearnos más todavía. A mi me gustaba masturbarle y ver como disparaba su simiente, mientras sus dedos me llevaban a mí al clímax.
Entre escarceo y escarceo, mi tía seguía recibiendo su ración salvaje de sexo y la envidiaba por ello, dado que yo tenía que conformarme con migajas, siempre intentando encontrar el momento oportuno para obtenerlas. En ocasiones buscábamos alguna excusa para ir a casa de mis padres.
Cuando no podíamos estar juntos, cada momento y cada imagen vivida se agolpaba en mi mente y me ponía muy caliente y eso me llevaba a masturbarme. Principalmente lo hacía durante la siesta y por la noche.
Una noche, después de cenar me subí a mi habitación a masturbarme sabiendo que no iba a subir mi tío porque no era el momento propicio por el riesgo que comportaba, sin embargo, al cabo de diez minutos lo vi aparecer en la puerta. Yo aún estaba en el baño lavándome los dientes cuando entró. Me deseaba tanto como yo a él y necesitaba estar conmigo. Me besó apasionadamente y su erección se hizo notar rápidamente en mi vientre. Éramos como dos adolescentes (al menos yo lo era) buscando el momento para darse placer a escondidas. Nuestras manos exploraban cada rincón de su pareja, intentando encontrar uno nuevo. Sus dedos se introdujeron en mi vagina queriendo arrancarme un orgasmo y mi mano masturbaba su pene bien dilatado.
Seguimos así un rato. Era un momento en el que el peligro era mayor. Podían subir mis padres o mi tía en cualquier momento, por tanto, intentábamos acelerar las acciones. Mi orgasmo no tardó en llegar, dada la calentura de mi sexo y la experiencia de sus dedos. Cuando me repuse seguí con el movimiento de mi mano masturbándole a él. Con un beso y un poco de presión en mis hombros, me animó a bajar y arrodillarme para meterme su falo en la boca. Lo tenía delante apuntando directamente a mi cara y me maravillé.
Lo lamí y lo introduje en mi boca, sin embargo encontraba dificultades para albergar semejante pedazo de carne, aunque lo intentara con ahínco, pero no por ello dejaba de mamar con fruición. Cogí la base del tronco mientras devoraba la verga hasta que sus gemidos me advirtieron del inminente orgasmo que llenó mi boca y mi cara de semen. Afortunadamente nadie subió en ese momento y cada cual nos dirigimos a nuestra habitación para no levantar sospechas.
Cada día que pasaba necesitaba más desesperadamente sus caricias, pero quería que fuera algo más que eso. Deseaba que nos explayáramos. Nada de aquí te pillo, aquí te mato. Quería follar sin contemplaciones y sin tener que estar pendiente de si venía alguien y nos pillaba. Busqué una coartada y dijimos que íbamos al centro comercial. Yo quería comprarme algo de ropa y me pareció la excusa perfecta.
Hacía un calor de mil demonios y no apetecía en absoluto salir de casa, de modo que a nadie en su sano juicio se le ocurriría acompañarnos. En vez de ir al centro comercial nos dirigimos a su casa.
Ya habíamos hecho el amor varias veces, dos en el chalet y otra en mi casa, y todas maravillosas, encontrando en cada una de ellas sensaciones más placenteras cada vez, pero aquella tarde lo deseaba fervientemente. Fuimos, por tanto a su casa. Por aquel entonces no disponíamos de aire acondicionado, sólo podíamos recurrir a los ventiladores, que al menos, mitigaban en menor medida el calor. Cuando me encontré en su nido del amor, pensé que por aquella cama habrían pasado muchas mujeres, pero, al mismo tiempo consideré que en ningún momento vi que desatendiera a mi tía. La quería. El resto eran aventuras para satisfacer unas necesidades sexuales fuera de lo común.
Como decía, aquella tarde yo tenía la libido por las nubes y deseaba follar sin miramiento y sin la necesidad de preocuparme de interrupciones inesperadas. Él me besó cogiéndome la cabeza por detrás. Yo le correspondí con el beso. Nuestras lenguas se encontraron y se entrelazaron, nuestras manos iban desprendiendo la ropa del otro hasta que quedamos completamente desnudos. Seguimos con los besos y caricias en la cama. Su lengua se introdujo en mi sexo proporcionándome un placer sublime que me arrancaban gemidos de puro goce. Mi primer orgasmo no tardó en llegar. Unas convulsiones acompañaron al orgasmo haciendo que me retorciera como una serpiente.
Después quise recompensarle del mismo modo. Me puse sobre él y mi boca albergó su miembro. Lo lamía todo. Era enorme. Mi lengua recorría todo el tallo de arriba abajo, me detenía en sus huevos introduciéndolos en la boca, primero uno, después el otro. Mi cabeza subía y engullía la verga proporcionándole una mamada que al parecer, estaba siendo satisfactoria. Mientras se la mamaba cogió mi culo y se lo encajo en su boca, de manera que quedamos los dos en un perfecto sesenta y nueve. Yo arriba tragándome un pilón de carne y él abajo recibiendo todos mis jugos vaginales. Estaba muy caliente. Necesitaba sentirlo dentro de mí, sentir su hombría, su dureza, su polla palpitante.
Me incorporé y me senté sobre él ofreciéndole la visión de mi culo y, mientras yo le cabalgaba, él se recreaba apretando mis nalgas. Después me dio la vuelta y quedé frente a él. Ahora podía ver todos mis gestos de placer. Seguí cabalgándole en tanto él jugaba con mis nalgas. Su dedo hacía incursiones en el agujerito. No lo introducía, pero me daba masajes y hacía mención de introducirlo para que la acción me provocase más placer. No pude aguantar y me corrí gritando y jadeando como nunca, liberando todo el entusiasmo acumulado. Podía hacerlo sin reservas y sin tener que reprimir mis gemidos ante aquel placer divino. Las convulsiones de mi vagina provocaron que él tampoco pudiera contenerse y rápidamente me apartó de encima para no correrse dentro de mí, con lo cual, mi orgasmo se vio un poco cortado, pero no por ello menos placentero, sino más breve. Cuando extrajo su verga, la leche salto de ella con gran presión y en cantidad abundante, derramándose sobre mí y ensuciando las sábanas.
Mi tío fue a por otras limpias. Mientras lo contemplaba pensé en lo erótica que me parecía su desnudez, con su verga, que empezaba a perder su rigidez adornando su cuerpo. La sábana sucia la dejó para lavar y la limpia la colocamos entre los dos. Después nos acostamos en la cama y hablamos durante un rato sincerándonos y diciéndonos lo que sentíamos y lo que nos deseábamos. Él jugaba con mis pechos y mi sexo mientras mi mano se deslizaba por su pecho, su abdomen y su miembro que iba creciendo al estímulo de mis caricias.
Volvió a meter su cabeza entre mis piernas, pero esta vez su lengua prolongaba el recorrido deslizándose por toda mi raja hasta llegar al ano, provocándome sensaciones nuevas, diferentes e igualmente placenteras. Siguió durante un buen rato metiendo su lengua en el pequeño orificio, después me dijo que quería darme todo el placer que merecía y deseaba que me sintiera como una reina.
Me preguntó si me habían hecho alguna vez sexo anal y le dije que sí, que lo habían intentado, pero que no lo gocé ni lo consumé porque me hizo daño y detuve el acto. Entonces él me pidió intentarlo asegurándome que iba a gozar de otro modo no menos intenso. Añadió que si en algún momento no me sentía cómoda se lo dijera, pero tan seguro estaba de hacerme gozar de esa manera que me animé a ello, sin embargo, después de tomar la temeraria decisión miré aquella tranca en completa erección y tuve mis dudas de que fuera así, no obstante, me dejé llevar por sus sensibles palabras, por su delicadeza y por su maestría.
Extrajo del cajón de su mesita un tubito de lubricante, sacó un poco y se untó los dedos poniendo en mi ano una cantidad considerable. Yo tumbada me dejaba hacer. Su dedo embadurnado y experto frotaba mi cavidad y se introducía suavemente en ella poquito a poco. Estaba un poco tensa, pero la sensación era agradable y para nada molesta. Iba muy poco a poco dilatándome despacio. Cuando lo consideró oportuno, añadió otro dedo. Estaba disfrutándolo, para nada era algo molesto porque fue muy poco a poco. Cuando creyó que me tenía preparada me dijo que me relajara y que me dejara llevar, me puso de lado levantándome un poco la pierna y apoyó la cabeza de su miembro en la entrada presionando suavemente, pero muy despacio. Presionaba, metía un centímetro y sacaba, después introducía otro más para ir ensanchando poco a poco y sin dolor.
Fue un proceso lento pero apenas sentí dolor, solo algunas punzadas hasta que mi ano se acostumbró a su tamaño, posteriormente fue acelerando el ritmo y el placer sustituyó a las punzadas agudas y se tornó más intenso. Era un placer distinto y extraño, pero progresivamente fue intensificándose. Cuando ya estaba gozando completamente y mis gemidos eran reflejo del placer, mi tío acelero las embestidas dándome ahora por el culo sin contemplaciones mientras resoplaba como un toro.
Me cambió de posición. Me puso a cuatro patas sin abandonar mis esfínteres, se aferró a mis nalgas y empezó a follarme como si le fuera la vida en ello. De vez en cuando disminuía la intensidad, sacaba casi toda la verga de mi agujero y la volvía a introducir de un solo golpe provocándome un dolor punzante que era mitigado por el placer que acompañaba.
Siguió enculándome un buen rato hasta que le dije que me corría gritando de placer y él, viendo que yo llegaba al clímax liberó su leche dentro del esfínter uniéndose a mis gritos de placer. Sentí su descarga golpeando dentro de mí. Fue un orgasmo diferente, pero fantástico. Nunca creí que pudiese llegar a gozar de tal manera con aquella práctica.
Volvimos a repetirlo muchas veces. Cada vez que teníamos sexo en el que podíamos explayarnos no desaprovechaba la ocasión de que me diese una buena enculada.
Aquel fue un verano inolvidable. Un verano que nunca olvidaré. Fue maravilloso y supe lo que era el sexo de verdad y lo que era un hombre de verdad. Tanto fue así que me enamoré de él sin remedio, mas, sabía que no tenía ninguna posibilidad. Para él era una locura de adolescente condenada al fracaso de antemano. Él estaba seguro de que pronto se me pasaría, en cambio, no fue así y no llegó a pasárseme nunca. Siempre le quise, aunque después ya fuera de manera distinta. Él marcó mi vida, para bien, pienso. Y sigo recordando aquellos momentos de mi adolescencia como si hubiesen sido ayer. Y sigo igualmente, rememorando aquella relación con el mismo cariño que el primer día. Y, así como a veces hacemos cosas de las que luego reflexionamos y nos arrepentimos, cosas que aunque, igualmente gratas hubiese sido mejor no hacer, aquel acto es de las pocas cosas que hubiese repetido con los ojos cerrados una y otra vez
Mis tíos ahora viven unos seiscientos kilómetros al sur de donde yo vivo y no solemos vernos a menudo. Una vez al año e incluso, a veces, cada dos años.
Después de aquel verano no volvió a pasar nada hasta muchos años después. Yo acabé la carrera con 23 años y encontré trabajo relativamente rápido en un museo en el departamento de restauración. Aún no tenía la experiencia necesaria para dirigir yo ningún proyecto, pero, por aquel entonces, para mí estaba bien remunerado y a los veinticuatro años me casé, dada mi independencia económica. Jamás debí haberlo hecho. Por lo único que no me arrepiento es por haber tenido una hija maravillosa.
A la boda vino mi tío deseándome toda la felicidad de este mundo. Me confesó que siempre me había querido y así continuaría siendo el resto de sus días. No obstante, su forma de quererme no era la misma que la mía. Yo estaba enamorada, él lo estaba de su mujer, por tanto los sentimientos no eran recíprocos, aunque me quisiera y me respetara. En sus sentimientos prevalecía el componente sexual frente al amor. En los míos estaban a la par, pese a que la relación se iniciara en un principio de forma sexual.
Por otro lado, era evidente que a él no le caía bien el que iba a ser mi esposo, aun cuando nunca dijo nada al respecto. Son cosas que deduje yo sola.
Siete años después de casarme se me volvió a presentar una oportunidad con él. Yo ya contaba con treinta y un veranos. Él debería rondar los cincuenta y pocos. Habían venido a una boda de un familiar común y se hospedaban en casa de mis padres. A la boda íbamos todos: mi marido, mi hija, mis padres, bueno, y toda la familia, incluidos mis tíos, por supuesto. Mi tía ya había cogido algunos kilitos de más y estaba un poco fondona. Por su parte, mi tío también había ganado peso. Ahora lucía una pequeña panza, pero a mí continuaba pareciéndome atractivo. Seguía manteniendo aquel sexapil que antaño me enamoró.
Después de la cena hubo baile y me las arreglé para bailar con él. Hablamos de muchas cosas. Me preguntó por mi relación con mi esposo, por mi hija, por mi vida laboral, etc. Apenas mencionamos nada de nuestro verano, pero ambos estábamos evocando aquellos momentos. Yo seguía pensando lo que viví, y no sé por qué, pero deseaba volver a revivirlo.
Yo ya era una mujer adulta, casada, con una hija y con las ideas meridianamente claras, pero aquel hombre seguía nublándome la mente. Bailamos la lambada, y nuestros cuerpos se pegaban con el roce de nuestros sexos. Era un baile movidito muy sensual. Estábamos pasándolo estupendamente, sobre todo yo. Todos los poros de mi piel lo deseaban y hubiese dejado que me poseyera allí mismo delante de todos. Estaba encendida y comprobé que él también debía de estarlo porque notaba su dureza con los roces. Yo intentaba sentir cada centímetro con mi sexo, pero era la parte baja de mi abdomen la que se beneficiaba de su protuberancia.
Desgraciadamente tuvimos que regresar a la mesa, a pesar de que ambos sabíamos lo que sentíamos o como nos encontrábamos en ese momento. Nos mirábamos en la mesa sabiendo lo que deseábamos los dos. Tenía que cruzar mis piernas para apaciguar el ardor de mi entrepierna. Deseaba volver a sentirme penetrada por él y rememoraba cuando me hacía el amor elevándome a la cima de aquel maravilloso placer que jamás ningún otro hombre me proporcionó.
Todos bebimos mucho aquella noche. Mi esposo y yo tuvimos que retirarnos antes de lo esperado porque la niña estaba cansada y tenía sueño, con lo cual, se encontraba un poco más llorona de lo normal, de modo que fuimos de los primeros en marchamos.
En el chalet había más habitaciones, por tanto nos quedábamos todos allí para estar con mis tíos que habían venido e iban a pasar una semana. Mi esposo y yo echamos un polvo que no estuvo mal. Yo estaba caliente y necesitaba aplacar el volcán que bullía en mi interior, de tal manera que, a pesar de que iba más bebido de la cuenta, mi esposo se las arregló para satisfacerme.
Después del polvo, el exceso de alcohol hizo que se durmiera con rapidez. Yo me quedé en la cama leyendo, pero en realidad estaba soñando despierta. A pesar del polvo seguía excitada. Al cabo de una hora llegaron mis padres y mis tíos y se metieron en sus respectivas habitaciones.
Comprobé que mi tío seguía haciendo gala de su fama y le echó un polvazo a mi querida tía, supongo que pensando en mí. Un polvazo que aumentó todavía más mi exaltado estado febril.
Todo estaba en silencio. Eran como las cuatro de la madrugada y yo me levanté, en realidad no sé a qué, a beber supongo, con la esperanza de que él se levantara y coincidir con él en la cocina, pero no fue así. Esperé un rato deambulando por el salón, sin embargo él no apareció, así que decidí acostarme y masturbarme. Lo hice sigilosamente para no despertar a mi esposo y después del orgasmo pude conciliar el sueño.
Pasaron varios días y no pudimos de ninguna de las maneras estar solos para satisfacer nuestros deseos y rememorar viejos tiempos. Faltaba un día para que se acabaran las oportunidades. Decidí que tenía que actuar. Para entonces yo ya tenía mi taller de restauración. Me parecía una excusa medianamente aceptable, pero mi hija parecía estar dispuesta a tumbar mis pretensiones y quería venir con nosotros, de modo que tuve que inventar una excusa que, en otras circunstancias no hubiera sido muy convincente y, muy a su pesar se quedó con su padre, quien nada podía imaginarse de las intenciones de su esposa.
Llegamos al taller y se lo enseñé todo. Le pareció perfecto y se interesó mucho por el trabajo y me pareció que él no estaba por la labor de hacer el amor conmigo, en cambio yo estaba que me moría de las ganas. Era como que me respetaba mucho y no quería arruinar mi vida, interponerse en ella, pero cuando entramos en el despacho me quedé mirándole, esperando una reacción por su parte que no tardó en llegar. Nos fundimos en un maravilloso beso y, como dos adolescentes empezamos a magrearnos, a tocarnos y a desnudarnos. Tocó mis pechos, los besó, lamió mis pezones y los mordió. Me tumbó en mi mesa y abrevó en mi entrepierna llevándome con mucha rapidez a un primer orgasmo.
Después quise ser yo la que degustara su salchicha y me arrodillé para hacerlo. Seguía tan grande, tan dura y tan sabrosa como siempre. Comprobé que estaba tan exaltado como yo, así que me levantó, me recostó en la mesa y me penetró abriéndome las piernas y colocándolas a la altura de sus hombros, de tal modo que, después de tantos años volví a constatar lo que era sentirse completamente llena y que cada rincón de mi interior experimentara sensaciones que nadie me había provocado excepto él.
Mi cuerpo se abandonó a otro intenso orgasmo y me quedé exhausta tumbada encima de la mesa de piernas abiertas dispuesta a ofrecérselo todo, por tanto, mi ano no tardó en ser atendido por su lengua decidida a lubricarlo para dejar paso a cosas mayores. Comprobó que ahora era una experta tragapollas y después de la lubricación escupió varias veces en el orificio para ir ensartándola poco a poco hasta que el pequeño orificio acogió todo el cipote. Me dio una follada por el culo de escándalo —tal y como lo recordaba antaño— que me llevó a otro orgasmo con su polla martilleando mi esfínter hasta que eyaculó en mis entrañas y se quedó tendido sobre mí.
Cuando se recompuso del clímax se incorporó y contemplé su miembro morcillón balanceándose ante mis ojos. Seguía gustándome mucho más que el pene de mi marido a quien casi doblaba en tamaño. Quise jugar con él acariciándolo, pero sin pretender fornicar de nuevo. Tan sólo quería tenerlo en mis manos y palpar su envergadura considerando que no sabía si volvería a tener ocasión de volver a hacerlo.
Me advirtió que ya no se recuperaba tan rápido como antaño, pero a mí eso me daba igual. Sólo quería tocarlo y saborearlo.
Se tumbó en la mesa y mis caricias le empezaron a provocar una respiración más agitada y, a pesar de haber dicho que no se recuperaba tan fácilmente su erección me confirmó lo contrario. Me agaché y mis labios se apoderaron del erecto miembro y me recreé haciéndole la que pensé que era la mejor felación que había hecho en mi vida. Fueron unos veinte minutos dedicados en cuerpo y alma a intentar darle el mayor placer que nadie le hubiese otorgado jamás.
No sé si lo conseguí, dada su trayectoria, pero puse todo mi empeño en ello. Tras aquella muestra de maestría por mi parte, se vació en mi boca gimiendo y retorciéndose como una serpiente. Su semen explotó en mi boca y fui tragándome su esencia al mismo tiempo que manaba de aquella fuente que parecía no parar. Lo que no podía tragar resbalaba a lo largo del tronco, más cuando pareció remitir la cascada seguí con un breve meneo de la mano que ahora resbalaba por la verga lubricada por su esencia.
Aquello fue una locura, pero fue la locura más reflexiva de toda mi vida.
Cuando nos vestimos sabíamos que era el punto final o, al menos, el punto y aparte. Teníamos que despedirnos allí y solos. Nos abrazamos y yo lloré como la adolescente que era cuando me hizo descubrir mi cuerpo. Yo no descarté un nuevo encuentro porque estaba más que dispuesta a repetirlo todas las veces que se nos presentaran, aun así, no ocurrió.
Aquel fue el último día y ya no volvimos a hacerlo más. Nos vimos durante encuentros familiares, pero ya no se repitió, quizás porque yo también perdí algo de la euforia y no busqué la ocasión como lo hice aquella última vez. A pesar de todo, el recuerdo siempre permanecerá en mí y jamás me arrepentiré de nada de lo que ocurrió entre nosotros.