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Día de boda

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El siguiente relato ocurrió durante el banquete de bodas de una compañera de trabajo a la que acudimos mi marido y yo. Compartíamos mesa con otras cuatro personas que resultaron ser compañeros de trabajo del novio con sus respectivas parejas. La conversación fue amena, aunque sin demasiada profundidad, dado que no teníamos muchos temas en común que dieran pie a alargar los diálogos, centrándose más bien en cuestiones sin trascendencia, como el tiempo, la relación de cada uno con el novio, novia, etc. La mesa estaba cercana a una de las esquinas del salón y nuestras sillas daban a la pared, logrando dar a nuestra posición una cierta privacidad, dentro de los límites que supone un local lleno de gente.

Después de una dura semana de trabajo, había decidido aprovechar aquella noche para soltarme un poco y pasarlo bien, así que comencé a beber vino sin preocuparme demasiado por sus efectos. El vino siempre provoca en mí un efecto afrodisiaco que despierta mi lado más libidinoso. Antes de terminar la primera copa, ya estaba tocando la pierna de mi marido, subiendo sinuosamente hasta su entrepierna, aprovechando la intimidad que nuestra situación en la mesa y la cobertura el mantel me brindaban.

Me fijé en el camarero responsable de atender nuestra mesa, un chico joven, de unos 25 años, con cara de buena persona y que, sin ser un tipo modelo de revista, me resultaba bastante atractivo, a pesar de tener una barriguita pronunciada. Aunque me gustan por lo general los cuerpos atléticos, hay detalles que me atraen de determinados hombres, no sabría definirlo. El chico acudió espontáneamente al ver que mi copa estaba vacía y se ofreció a llenarla, cosa que acepté con agrado. La segunda vez que se encargó de reponer el vino bebido, observé que se deleitaba en contemplar la forma de mis senos, a los que prestaba más atención que a cumplir con su tarea. Aquella noche lucía un vestido de fiesta de generoso escote y espalda al aire, por lo que suponía que desde su posición, la visión resultaba bastante sugerente. Siempre he estado orgullosa de mis pechos, de su volumen y forma, y de lo erguidos que siguen manteniéndose, atrayendo la mirada de los hombres como la miel a las abejas.

Desde aquel momento, el muy pícaro me prestó una atención especial, recreándose descaradamente en mi escote cada vez que reponía el contenido de la copa vacía. Ese detalle empezó a calentarme, así que aproveché para tontear inocentemente con él y bromear cuando realizaba su cometido, sorprendiéndome que no derramara el vino, porque su mirada era cada vez más directa y enfocada en el comienzo de mis senos. Se lo comenté a mi marido, siempre cómplice en mis juegos eróticos, que me sugirió en voz baja "por qué no le calientas un rato, a ver si consigues que se le derrame la botella".

Aquello provocó que mi intimidad se humedeciera enseguida, notando el familiar cosquilleo que siempre acompaña a las situaciones que me causan morbo. Me levante y fui al servicio, donde me quité el sujetador, o más bien las copas que guardaban mis pechos, y las metí en el bolso. Volví a la mesa y noté la sonrisa cómplice de mi marido al percatarse de mi acción. El resto de los comensales seguían absortos en conversaciones sobre anécdotas que tenían como protagonistas al novio o la novia, cosa que a nosotros nos resultaba totalmente indiferente, preferíamos seguir con nuestro jueguito erótico.

La siguiente vez que el camarero acudió solícito a llenar mi copa, me incliné hacia delante mientras vertía el líquido, dejando a la vista algo más de mi anatomía, y descubrí por su expresión sorprendida que había llegado a atisbar parte de mi pezón derecho. Me miró nervioso y yo le devolví una mirada provocativa y juguetona, directa a sus ojos, que bailaban entre los míos y mi pezón. Con dificultad terminó de llenar y se retiró, aunque me fijé en que algo había crecido dentro de sus pantalones, que el pobre diablo intentaba disimular como podía. Mi calentura iba en aumento, así que con disimulo metí la mano bajo el mantel de la mesa y empecé a sobar la polla de mi marido, que también estaba contenta, porque no había perdido detalle de mi anterior actuación.

En la siguiente ocasión en la que llenó la copa (y el vino empezaba a hacer estragos en mí) se repitió la escena anterior, solo que esta vez aderezado por la visión de mi mano moviéndose acompasadamente sobre la entrepierna de mi marido.

- Más vino, señora, veo que su copa está casi vacía

- Gracias, aunque como siga bebiendo no sé si voy a poder controlarme -, respondí mientras le guiñaba un ojo con descaro, y apretaba la polla que tenía en la mano, aunque con la suficiente sutileza como para que otras personas no se dieran cuenta.

El nerviosismo del chico era patente, su mano dejó de tener el temple del que había alardeado durante la noche y la botella comenzó a temblar entre sus dedos mientras vertía el vino y yo no quitaba ojo de su mirada, que nuevamente se centraba inevitablemente en mis pechos, desnudos a su visión. Pero no derramó el vino.

Dispuesta a triunfar en mi juego de seducción, fui de nuevo al servicio y está vez, bastante afectada por el alcohol ingerido, me quité las bragas y las guardé en el bolso. Salí sintiéndome como una auténtica gata en celo, dispuesta a conseguir mi propósito. Me senté en la mesa y me cubrí con el mantel hasta la cintura, a la vez que con mucho disimulo subía el vestido para dejar al descubierto mi pubis, tomando la mano de mi marido y llevándola hasta él para que comprobará cómo de mojada estaba en ese momento.

Nuevamente acabe con el contenido de la copa y mi querido camarero personal volvió a acercarse para reponerla, ya implicado en este juego perverso. Su sorpresa fue mayúscula cuando, al ir a servir el vino retiré el mantel de la mesa con cuidado de no ser vista por el resto de comensales y le enseñe mis piernas abiertas y la mano de mi marido jugando con mis labios vaginales.

- ¿Te gusta lo que ves?- pregunté en voz baja mientras me servía

- Bastante señora, es usted una hermosura

- A mí me encantaría tener ahora tu polla en mi boca- le respondí

Aquello resultó demasiado para él y, sin poderlo evitar, su nerviosa mano dejó caer el vino sobre la mesa. Como si saliese de un trance, recobró el sentido de la realidad y rápidamente se disculpó por su torpeza y se fue a buscar una bayeta para secarlo. Miré a mi marido y ambos nos reímos quedadamente, había conseguido poner tan nervioso a aquel profesional de la hostelería como para que derramará el vino. Había triunfado.

Aquella noche al volver a casa follamos con frenesí, recordando la situación y el calentón que le había dejado al pobre camarero. Pero es que me gusta ser mala, no lo puedo evitar, está en mi condición.

 

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