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Viaje al infierno (2)

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CAPÍTULO II

 

El año 1943 y buena parte del 44, el mayor Günter von Labnitz lo pasó rodando por diversos campos de prisioneros. Primero, en los llamados “De Tránsito”, donde eran interrogados y clasificados, luego en campos, digamos, de permanencia. En los primeros, el objetivo principal era sondear el “talante” del prisionero, las posibilidades que había en él de atraerlo al terreno, al menos, anti-hitleriano; ítem más, las probabilidades de ganarle al marxismo-leninismo. Algunos oficiales fueron clasificados en tales categorías, especialmente en la primera; otros, la inmensa mayoría, resultaron irreductibles (1) 

 

Luego, a fines del otoño de 1944, fue trasladado al que sería su campo definitivo, uno situado al sur del Oblast de Cheliabinsk, en el extremo suroccidental de Siberia, al pie de los Urales y al suroeste de Cheliabinsk, capital del Oblast, en los aledaños de la ciudad de Magnitogorsk, importante centro siderúrgico e industrial, donde se fabricaron casi la mitad de los carros de combate y municiones que utilizó el Ejército Rojo durante la guerra, se ubicaba el campo. Era extenso, con capacidad para más de mil prisioneros. Nada más entrar, a un lado, se encontraba la comandancia, con oficinas y vivienda del comandante, y los servicios del campo, hospital, lavandería, cocinas, almacenes, talleres etc. Al otro lado, enfrente, los pabellones de oficiales y tropa de la guarnición, con una explanada no muy ancha entre medias. Más allá, una empalizada interior erizada de torres de vigilancia, con reflectores, alarmas y ametralladoras listas para disparar. Dentro, los barracones de los prisioneros, en dos bloques, uno frente al otro, separados por una apreciable explanada central

 

Nada más llegar, los hombres que integraban la conducción, unos cuantos centenares, fueron formados en esa explanada central y un mayor se dirigió a ellos. Para empezar, les espetó algo que de antes ya sabían: Que ellos no eran prisioneros de guerra, sino criminales, delincuentes, que habían ido a la sagrada tierra de la URSS a masacrar pacíficos ciudadanos, asolando esa sagrada tierra. Pero que la benevolencia de la comandante en jefe, la teniente coronel Galina Piotrovna Korsakova, una valiente soldado varias veces condecorado en la Gran Guerra Patria, les concedía la merced de prohibir en su campo los castigos corporales. Sólo se les exigiría que trabajen y trabajen con denuedo allá donde se les enviara. De manera que, trabajo, trabajo y trabajo, y vivirían en paz.

 

Esa fue su primera gran sorpresa, que el comandante del campo fuera una mujer, no un hombre. Luego, le sorprenderían más cosas: Que las raciones de comida, por lo menos, no fueran de hambre; que los barracones fueran un tanto habitables, pues en ellos había hasta estufas… Con el tiempo también comprobó von Labnitz que la región era de clima más bien templado, y que la tierra por allí se repartía entre yacimientos mineros, con más que importantes minas de mineral de hierro y carbón, donde trabajarían, estepa cerealista y bosque maderero, donde también algún hombre cortaría árboles.

 

La sorpresa que von Labnitz se llevó el día de su llegada, al saber que el comandante del Campo era la comandante, fue chica con la que al siguiente día se llevó, cuando vió a la tal comandante, la teniente coronel Galina Piotrovna Korsakova. Fue por la mañana, temprano, cuando las brigadas de prisioneros formaron en la explanada central de su recinto y los jefes alemanes de brigada, todos ellos de los “amoldados” al ideario marxista-leninista, y más que prestos a colaborar con los rusos, daban la novedad a los oficiales soviéticos de servicio, éstos al segundo en el mando y el segundo a la comandante jefe. Todo muy militar; muy formalista.

 

 

 

Pues bien, la gran sorpresa le llegó al mayor von Labnitz cuando la teniente coronel Galina Piotrovna Korsakova, en su mañanero deambular alrededor de las brigadas formadas, mirándolo todo pero sin fijarse en nada ni nadie en particular, atenta sólo al conjunto, pasó cerca de él. Se quedó de piedra, helado ante ella, pues de inmediato reconoció en aquella teniente coronel a la joven oficial rusa con la que se topara aquél día en el dédalo de calles y vericuetos subterráneos que eran las alcantarillas de Stalingrado. Tal fue su sorpresa que, cuando se dio la orden de marcha a las brigadas, él no la escuchó, ensimismado, alucinado, como estaba ante la visión de aquella mujer; una mujer que entonces, en esa mañana de otoño, cuando el duro invierno ruso se cernía más que se acercaba sobre aquél espacio de tierra al pie de la cordillera de los Urales, le pareció más hermosa, atractiva y deseable que antes, allá en Stalingrado, si tal cosa fuera posible.

 

 

 

De manera que se quedó quieto, plantado en su sitio, cuando la gente de su brigada empezó a marchar, con lo que atrajo hacia sí a uno de los guardias que los custodiaban, aullando más que gritando, que la emprendió con él a golpes y empellones que le hicieron trastabillar hasta dar con su humanidad por el santo suelo. El enfurecido guardián organizó un escándalo de gritos, insultos y denuestos contra el mayor alemán, que llamó la atención de casi todo el mundo, sin excluir a la teniente coronel jefe, que rauda se plantó en el sitio, ante el soldado soviético y el prisionero en tierra. Entonces fue cuando la mujer reconoció al capitán alemán que un día encontrara en las alcantarillas de Stalingrado y otro día la librara de ser fusilada.

 

 

 

Si el verla y reconocerla a ella había constituido una tremenda sorpresa para el mayor Günter von Labnitz, la sorpresa de la mujer, al verle y reconocerle a él, no fue menor. Como el propio von Labnitz pensara, también ella se dijo para sí misma al momento: “¡Pero qué pequeño es el mundo!”

 

 

 

  • ¡Hombre, a quién tenemos aquí! ¡Si es mi estimado capitán alemán fascista! Con que te salvaste de la “quema”, ¿eh?

  • Hola, mi estimada rusa bolchevique. Celebro verte

  • Pues no te alegres tanto, que a lo mejor…

  • Aún así, me alegro de verte, mi estimada rusa bolchevique, teniente coronel Galina Piotrovna Korsakova…

  •  ¡Ja, ja, ja! ¡Hombre, hasta sabes mi nombre! Y, ¿el tuyo cómo es?

  • Günter von Labnitz.

  • ¡Vaya, si hasta eres un “Von”! Y, seguro, serás un aristócrata…

  • Pues, mira dónde, sí. De una de las más antiguas familias de la nobleza prusiana… Pero que conste que de eso no soy culpable. Mis padres son los responsables de tal “delito”…

  • Yo, en cambio, soy campesina; de una familia del más “rancio” abolengo de “mujiks” rusos… Mis antepasados, todos, fueron siervos de nobles rusos… ¿Tú tienes siervos?

  • Alguno de mis antepasados supongo que sí, pero los recientes no. La servidumbre en Alemania se abolió hace siglos…

 

 

 

Entonces la teniente coronel soviética reparó en las insignias de mando que von Labnitz lucía en su desgarrado uniforme, y en el pasador de la Cruz de Hierro de 1ª clase prendido entre la fila de botones de la chaqueta del uniforme

 

 

 

  • ¡Pero si ya no eres capitán, sino mayor, mi estimado alemán fascista! Y hasta un “héroe”, condecorado con la Cruz de Hierro de 1ª clase… ¡Cuánto honor para esta humilde “mujik” rusa, tener a uno de tu clase en su campo!...

 

 

 

La teniente coronel Galina Piotrovna Korsakova rompió a reír a puras carcajadas y, volviendo la espalda a von Labnitz, dio la charla por terminada. Las brigadas partieron hacia el trabajo en las minas y la comandante del campo se dirigió a la Comandancia, a su despacho

 

La verdad es que se alegró de volver a ver a ese oficial alemán que ahora sabía cómo se llamaba, quién era. Le recordaba bien. Le gustó tan pronto le vió, y luego, cuando gracias a él, ella y varios camaradas más salvaron la vida, el agradecimiento a tal acción hizo que le gustara todavía más.

 

 

 

Sí, le parecía un hombre francamente atractivo; incluso ahora. Tan desmejorado, demacrado incluso, y excesivamente flaco… Típicos efectos del paso por los campos de prisioneros soviéticos, se dijo; pero, también se dijo, ya mejoraría, como en general había pasado con cuantos prisioneros alemanes le habían confiado desde que se hiciera cargo del mando en aquél campo, hacia mayo de ese mismo año 1944.

 

Los días, desde aquél, fueron pasando y convirtiéndose en semanas que también acabaron por trocarse en meses. Cada uno de aquellos días, cuando por la mañana la teniente coronel Galina Piotrovna Korsakova paseaba por el recinto de los prisioneros en espera de las novedades, con la vista buscaba a su “alemán fascista”.

 

 

 

Nada le costaba encontrarle, pues de memoria sabía el lugar que en la formación ocupaba e, invariablemente, al posar su mirada en los ojos de él los encontraba fijos en ella. Sí, él también, cada mañana, la buscaba con la vista y daba con ella antes de que la mujer alcanzara a verle a él.

 

Aquello, constatar cada día que su “alemán fascista” estaba también pendiente de ella, la ponía alegre; a diario, el corazón le saltaba de alegría al comprobar la atención que en él ella despertaba… Ese leve momento del día, el intercambiar una fugaz sonrisa en no menos fugaces momentos, se  había convertido casi, casi, en su principal razón de ser. Se diría que vivía para y por esos breves instantes

 

 

 

Pero lo que la teniente coronel jefe del campo no sabía es que, si ella casi vivía para verle en aquellos momentos, él dependía de esos breves instantes para seguir viviendo. Galina Piotrovna Korsakova ni siquiera se planteaba qué podía haber tras aquella casi obsesión de cada día, de cada mañana. Sencillamente, no quería traerse eso a la cara… Era así, simplemente, y el por qué de las cosas, mejor no saberlo. En cambio, el mayor Günter von Labnitz sí que se lo había planteado y hasta respondido: Estaba enamorado de aquella mujer. Una mujer, para empezar, rusa y, en añadidura, bolchevique… Indudablemente, una locura, pues eso era más que de locos, pero… ¡Qué le iba a hacer él! No lo quiso así!; no lo buscó; sencillamente vino sin invitación, porque sí, porque así lo quiso Dios, el Destino… Cualquiera sabe por qué suceden las cosas, pero lo cierto es que pasan… Sin venir a cuento… Sin explicación posible…

 

 

 

Acabó Noviembre de 1944 y advino Diciembre, cuyos días también fueron quedando atrás, hasta amanecer el día 24, cuya noche sería la de Navidad; la de Navidad de antaño, pues hogaño, en este “Anno Dómini” de 1944, bien parecía que habíase Dios olvidado de los alemanes… No; aquella noche no se celebraría Navidad alguna allí, en ese campo de prisioneros de la atea URSS… No se plantaría ningún árbol, ni se cantarían villancicos, tampoco viejas canciones alemanas al amor de la lumbre, al amor del hogar…

 

Aquella pues fue la Navidad de la melancolía, la añoranza, la nostalgia de los seres queridos que quedaron allá en la Patria, en Alemania. Cuatro años de guerra llevaban aquellos hombres, aquellos prisioneros, y hasta cinco algunos de ellos, desde Septiembre de 1939, desde Polonia, pasando por Noruega, Francia y el desierto norteafricano hasta acabar en las estepas, tundras y bosques rusos. Cuatro, cinco años, de sufrimiento, sangre, muerte y destrucción, que les pesaban en el alma; cuatro, cinco años lejos de casa, con sólo escasos lapsos de cinco, seis, diez días máximos, para pasarlos en casa, cada ni se sabe cuantísimos meses…

 

 

 

Aquél 24 de Diciembre pasó y tras él los demás días del postrero mes del año, hasta amanecer el 31, último día de cada año, último día pues de aquel 1944 que tras de sí daría paso al de 1945. Y con el 31 de Diciembre venía también la festividad del Año Nuevo, una de las más señaladas en el calendario de la URSS, para no ser diferente del de la mayoría de los demás países o estados, Alemania incluida.

 

Como era habitual en todas partes de la URSS, también en los campos de prisioneros, hasta en el que gobernaba la teniente coronel Galina Piotrovna Korsakova, se preparó la gran fiesta que saludaría la llegada del año entrante. Y la sorpresa vino cuando la comandante jefe del campo anunció que, no sólo se serviría una cena especial, de Año Nuevo, a todos los prisioneros alemanes en general, regada con vino y licor, el típico vodka, sino  invitar a la cena de gala de la oficialidad soviética a una representación de oficiales alemanes, una treintena más o menos, igualándola así con el número de oficiales rusos, encabezada por el oficial alemán de más alto rango, un coronel de las Panzertruppen, las tropas acorazadas, que incluía oficiales de toda graduación, desde el tal coronel, hasta algún simple alférez. Y, casualmente, entre ellos se encontraba el mayor Günter von Labnitz.

 

 

 

El conjunto de invitados a la cena de gala de Año Nuevo era de unos sesenta, entre alemanes y soviéticos, de éstos invitada la totalidad, por lo que en el comedor de oficiales se dispusieron seis largas mesas, con diez-once comensales por mesa, mitad por mitad, alemanes y soviéticos

 

Y, casualidad de las casualidades, el lugar que por ¿suerte? le correspondió al mayor alemán, caía justito enfrente de donde Galina Piotrovna fue a sentarse, presidiendo mesa y cena. Aquella tan repetida casualidad facilitó una particular charla entre ambos. Nada sobresaliente y aún menos personal; coloquios normales, de esos que se suelen mantener entre personas poco conocidas que, casualmente, coinciden en una comida o cena más o menos protocolaria.

 

 

 

Con el transcurso del ágape, éste se fue animando, según desaparecían las botellas de buen vino de Crimea y soviéticos y alemanes se iban conociendo y charlando entre ellos. Y con la general animación del ambiente, el coloquio entre Galina Piotrovna y Günter von Labnitz fue adquiriendo matices cada vez más personales; hasta un tanto íntimos, pero sin pasarse. Simplemente, se contaron su vida mutuamente.

 

Cosas casi baladíes en sí, pero de la mayor importancia para ellos. Así, Günter se enteró de que ella era viuda. Militar profesional, teniente de infantería por entonces, Galina conoció al que sería su marido al coincidir los dos en la invasión y posterior anexión a la URSS, como repúblicas federadas, de los tres estados bálticos, Estonia, Letonia y Lituania (2), casándose a fines de aquél año 1940.

 

 

 

Luego, su marido fue destinado a la fortaleza de Brest Litovsk, en Polonia, en la misma línea de demarcación entre la Polonia anexionada por Alemania y la anexionada por la URSS, en Septiembre de 1939. El ataque alemán de Junio de 1941, sorprendió al marido de Galina en esa guarnición, siendo de los primeros caídos en la Gran Guerra Patria, pues murió entre el 22 y el 23 de tal mes y año.

 

Por su parte, Galina supo que Günter era soltero y que nunca había tenido nada que de lejos pudiera considerarse una novia; en fin, que nunca hasta entonces había sostenido una relación mínimamente seria con chica alguna. Y eso, sin tampoco quererse explicar por qué, la llenó de alegría: El era soltero, célibe, y sin compromiso, pues nunca lo tuvo

 

 

 

A la media noche, por la radio nacional soviética, conectada para la ocasión, se desgranaron y escucharon las doce campadas en el reloj de la Torre del Kremlin y la concurrencia en pleno brindó con legítimo champaña francés. Sucediéronse desde entonces los brindis a granel, con champán, pero también con todo tipo de bebidas alcohólicas, desde coñac hasta whisky, sin olvidar al, en Rusia, casi imprescindible vodka. Y con los brindis el cotarro se fue haciendo más y más “animado”, empezando a cundir las borracheras más fastuosas que llevaron a un desmadre de padre y muy señor mío.

 

 

 

Galina Piotrovna paseó la mirada por la estancia. Los oficiales soviéticos estaban enteramente borrachos y ajenos a todo cuanto no fuera su propia borrachera; los alemanes parecían más serenos, más en su juicio… Pensó que “el miedo guarda la viña” y, por si las moscas, habían abusado bastante menos del alcohol, pero le daba lo mismo que ellos la vieran o no la vieran. Entonces su vista se cruzó con la de las capitanas Olga Alexeievna Bukov y Wanda Ilianovna Baiaiev, ambas amigas íntimas de ella y, respectivamente, su ayudante y su secretaria.

 

 

 

La mirada de ambas camaradas era absolutamente burlona. Incluso, Olga Alexeiovna parecía incitarla a hacer algo; algo que ella entendía perfectamente, sabía a la perfección. Les correspondió sacándole la lengua en un mohín de burla, y, dirigiéndose a Günter von Labnitz, dijo

 

  • Günter; ¿no le parece a usted que aquí el ambiente está demasiado caldeado? Aquí hace calor, herr mayor; salgamos fuera, el fresco de la noche seguramente nos sentará bien…

 

 

 

Salieron a la explanada que mediaba entre los edificios de la comandancia etc y los que conformaban las dependencias de la tropa y, emparejados, empezaron a caminar, paseando. La verdad es que en el comedor no hacía tanto calor como Galina dijera, en tanto que en la calle sí que hacía frío de más. Ella, al salir, se cubrió con un grueso abrigo de piel de foca, con un gran gorro de piel de oso en la cabeza, calado hasta cubrirle las orejas, amén de unos formidables guantes de piel de vacuno forrados por dentro con lana de borrego. El se echó por encima una prenda acolchada, firmemente aislante del frío, aunque no tan espectacular como la de la mujer. La cabeza se la cubría un típico gorro ruso de piel, con orejeras a los lados que podían bajarse y anudarse bajo la barbilla. Uno de esos gorros que, en fin, suelen cubrir las cabezas de los soldados soviéticos, y que forman parte de la uniformidad invernal del Ejército Rojo.

 

 

 

La explanada apenas estaba iluminada por alguna que otra farola acá y allá, amén de algún rayo desprendido de los reflectores que iluminaban el recinto interior de los prisioneros como si fuera de día. Y más allá de los edificios exteriores, la gran, alta, empalizada exterior, que circundaba todo el campo. De trecho en trecho se levantaba la atalaya de una torre exterior de vigilancia, con sus centinelas, mucho más adormilados que despiertos al pie de las emplazadas ametralladoras. También estas torres disponían de reflectores, pero estos sólo se encendían cuando sonaban las sirenas de alarma.

 

 

 

Y por allí, a cubierto de miradas indiscretas hasta donde eso era posible, paseaban los dos, el hombre y la mujer. Lo hacían en silencio, sin hablarse; casi se podría decir que sin siquiera mirarse. Así transcurrió un rato; ¿quince-veinte minutos?, ¿media hora?... ¿Más de media hora? ¡Quién establecería el tiempo! Desde luego, ni Galina ni Günter, pues tenían cosas mucho más importantes en que ocuparse. Cuando antes se dice que no se miraban, eso solo es aplicable a las miradas directas, abiertas, ojos sobre ojos, mas no a las miradas de soslayo, a hurtadillas, que sí que se producían, de manera que, realmente, ni un minuto habían dejado de mirarse; eso sí, cuando el otro no le veía o, al menos, eso parecía. Galina estaba en la gloria allí, junto a Günter von Labnitz, solos los dos. Muy juntos, sí, pero sin tocarse.

 

 

 

Al cabo, Galina fue consciente de que Günter la estaba mirando directamente, sin ambages, y bajo aquella mirada fija ella se sintió desasosegada, perdiendo la seguridad en sí misma a marchas forzadas. Apenas había empezado aquello, el sentir sobre sí la mirada decidida, audaz, de él, las cosas se le complicaron cuando sintió que la mano derecha de él, tomaba la suya izquierda. Al momento, una corriente eléctrica le recorrió el cuerpo, desde las plantas de los pies hasta la mismísima punta del pelo, al tiempo que una oleada de calor la inundó de pies a cabeza, restallando con inusitada intensidad en su rostro, cuyas mejillas sintió que echaban fuego, mientras en la nuca se le erizaba el pelo.

 

Momentos después, Günter elevó su mano con la de Galina agarrada y al segundo al dorso de su mano llegó el hálito de la respiración de él seguido de inmediato por el roce de los masculinos labios sobre su mano

 

 

 

  • ¿Qué…? ¿Qué haces…?

 

 

 

Preguntó ella, casi trémula, a lo que él respondió, pleno de seguridad en sí mismo

 

 

 

  • Besar tu mano

 

 

 

Entonces el mayor alemán se giró un tanto quedando frente a ella. Se había detenido y Galina también se detuvo con él. La mano izquierda de Günter ascendió hasta el rostro de ella y, con el dorso, acarició aquellas mejillas que a la mujer le parecía que echaban fuego

 

 

 

  • Te quiero Galina. Con toda mi alma, con todo mi ser… Enloquezco por ti, cariño mío…

 

 

 

Galina no respondió. No pudo. El corazón se le había desbocado de tal manera que se diría quería salírsele del pecho. Sus latidos volaban mucho más que corrían restallando en sus sienes, en su garganta, obstaculizando la respiración al tiempo que impedía que sonido alguno saliera de esa garganta. Günter soltó la mano de ella y llevó ambas al rostro de la mujer. Tomó el rostro de Galina entre ambas manos y la besó. Primero en la mejilla, después en los labios… Fue un beso leve, suave; pleno de ternura, lleno de dulce amor, de inmenso cariño. Al calor de ese beso, Galina explotó. Levantó sus brazos hasta anudar entre ellos el cuello del hombre, al tiempo que su boca no es que respondiera al beso de Günter, sino que le convirtió en beso de pasión absoluta. Sus labios se fundieron con los de él de manera verdaderamente ansiosa. Buscaban la boca masculina con la desesperación que el naufrago se asiría al tronco salvador o el perdido en el desierto se aferraría a un odre de agua casualmente encontrado.

 

 

 

La boca de Galina se abrió a la de Günter y su lengua avanzó decidida hasta introducirse dentro. Allí buscó la masculina, enlazándose con ella, lamiéndose las dos, la una a la otra, desesperadamente, como si en acariciarse mutuamente les fuera a ambos la vida. Luego rebañó hasta el más recóndito rincón de la cavidad bucal del hombre, poseída de indomable furor. Ella, cuanto más lamía y relamía la lengua de él, cuanto más rebañaba sus interioridades bucales, tanto más se encendía hasta que, en un momento dado, sus dos hileras de dientes hicieron presa en los labios de Günter. Le mordió; le mordió salvajemente, con indecible furia rasgó la piel de ambos labios y se hundió en el carnoso grosor de cada uno de ellos. Primero el inferior, luego el superior. La sangre brotó abundante impregnando con su sabor las papilas gustativas de ella. A la furia, el ardor que enardecía a Galina Piotrovna, Günter von Labnitz en absoluto fue ajeno. En un momento de enardecido éxtasis, él alzó la cabeza buscando con la vista. Al momento encontró lo que buscaba, una callejuela, oscura cual boca de lobo, formada por la proximidad de dos edificios, las cocinas de la guarnición y un almacén de vituallas, situados a poquísimos metros de donde estaban

 

 

 

Tomó a Galina de la mano y, corriendo más que andando, la llevó allá. Allí, la empujó contra la pared de un edificio; las bocas volvieron a unirse, a comerse la una a la otra. Mas, enseguida, las manos de él desabrocharon el abrigo de ella y a renglón seguido la chaqueta del uniforme. Luego, le llegó el turno a la pechera de la militar camisa, cuyos botones siguieron el camino de las anteriores prendas, tras lo cual quedó ostensible el burdo sujetador de la intendencia soviética. Con febril avidez, Günter empezó a tirar hacia arriba de la prenda interior con manos torpes, casi temblorosas, acción que ella cortó diciéndole

 

 

 

  • ¡Para, para, bruto, que a este paso me lo destrozas!

 

 

 

Seguidamente, la mujer introdujo ambas manos tras abrigo y chaqueta, tanteando con las yemas de los dedos sobre el más bien fino tejido de la camisa hasta dar con las presillas que a la espalda ceñían la femenina prenda. Soltó tales enganches y el sujetador cayó blandamente hacia abajo, dejando libres parte de ambos senos. Günter levantó hacia arriba el sostén con lo que ambos senos quedaron a la vista; rotundos, prietos, erguidos, mostrando los endurecidos y engrandecidos pezones, ansiosos de las caricias de él; sedientos de las manos, la lengua, los labios de él. El alemán se aprestó a lo que ella ardientemente esperaba, acariciando sus manos esas dos manzanas del jardín de las Hespérides, las manzanas de Venus; aquellos dos odres de vino y miel, aquellas dos ánforas de ambrosía, que luego fueron besadas, lamidas… Como besados, lamidos y succionados fueron los espléndidos pezones. Galina estaba como loca; gemía, jadeaba, murmuraba inentendibles palabras y frases. El entusiasmo de Günter fue a más. Sus manos bajaron hasta hacerse con el borde de la falda de la mujer; la levantó hasta la cintura y su mano derecha se internó entre los muslos femeninos, que hospitalarios se abrieron para él. Los acarició solícito, pero por poco tiempo, pues otra parte de la femenina anatomía le atraía bastante más. Así, su mano subió un tanto hasta dar con las bragas de ella. A través de la tela de las bragas, pasó una mano por la entrada a la interioridad más genuinamente femenina de toda mujer, para acariciarla con mimo, lo que hizo que Galina incrementara “Ad Infinitum” los gemidos, los murmullos y jadeos de puro placer. A aquél hacer a través de la braga, pronto siguieron la caricias directas al apartar hacia un lado la tela que cerraba la entrada a las femeninas interioridades. La mano de Günter acarició directamente aquella íntima pelambrera y su dedo, sus dedos, se abrieron paso a través de los pliegues de piel hasta el mismo interior de la gruta de Los Mil y Un Placeres.

 

 

 

Galina contenía los verdaderos aullidos que de la boca pugnaban por brotar, besando la boca del hombre, comiéndosela mejor se diría. Tampoco él le iba a la zaga en su frenético hervir. Se desabotonó la prenda de abrigo que llevaba, esa acolchada, y, tomando a Galina por las nalgas, la izó hacia arriba, manteniéndola en vilo merced al apoyo de la espalda en la pared, sujetándose ella misma a él colgada del cuello masculino y ciñendo con sus piernas las caderas de él. Entonces Günter se soltó los botones del pantalón, se los bajó, así como los calzoncillos, dirigiendo a continuación su más que erecta varonil hombría hacia aquel hoyito tan deseado. Galina la notó. Notó cómo esa barra de carne, echa barra de acero, se deslizaba a través de los vaginales labios y cómo la cabeza de aquella especie de lanza de caballería penetraba en su más honda femineidad. Lo deseaba; lo deseaba ardientemente, como tal vez nunca antes lo deseara. Pero, al propio tiempo, sonaron las alarmas en su cerebro… ¡Aquello era una locura!... Una locura que había que atajar de inmediato. Se bajó de la posición mantenida hasta entonces y se separó de él, mientras decía

 

 

 

  • ¡No quiero Günter!... No quiero hacerlo… Contigo no… Perdóname, entiéndeme, por favor. Si lo hacemos, no sería simple sexo, sería amor… No haríamos sexo, haríamos amor… Y no quiero… ¡Estamos locos, cariño mío! ¡Locos de remate!... ¿Qué futuro tendríamos nosotros, tú y yo? Günter, mi amor, mi vida, la guerra acabará pronto… Estáis derrotados… Os derrotaremos, pero la derrota traerá la paz… La paz para todos, para vosotros, los alemanes, también… Y con la paz regresaréis a casa, regresarás a casa… Sí, Günter, te marcharás; te alejarás de mí para siempre… Y me olvidarás… Y… ¿Qué será de mi entonces? Ya una vez perdí un marido y no, no quiero repetir la experiencia… Fue terrible perderle, ¿sabes?... No; no quiero repetirla… Olvídate de mí, deja de quererme; arranca de tu pecho este amor imposible. Yo trataré de hacer lo mismo: Olvidarte… Dejar de quererte… Por favor Günter, te lo suplico, mi amor… Olvídame, arráncame de tu corazón, de tu alma, de tu mente… Yo… Yo haré lo mismo… Pero no me odies, amor mío… No me odies, no me maldigas… Olvídate de mí y ni para odiarme me recuerdes nunca…

 

 

 

Galina calló pero entre sollozos; sollozos espasmódicos que convulsionaban su cuerpo. Günter von Labnitz no dijo nada; ni siquiera abrió la boca. Se subió el pantalón, se arregló un tanto la ropa y, luego, tomó a Galina por un hombro, la atrajo hacia sí y, con infinito amor, cariño y ternura, acarició su rostro, sus mejillas… Los masculinos dedos fueron secando, poco a poco, las femeninas lágrimas. Le arregló la ropa lo mejor que supo, abrochando lo que pudo, luego la besó, estampando en la frente, las sienes, los ojos, el pelo de ella un ósculo de puro cariño y comprensión. Fue un beso de amigo; de hermano, casi, podría decirse; un beso que sólo buscaba el consuelo de Galina, mitigar ese intenso dolor que la embargaba… Ese intenso dolor que a él mismo le dominaba… Y así, acogida entre su pecho y su hombro, como si ella entonces fuera una niña pequeña, desamparada, tiró de ella, sacándola de aquel callejón al que, con muy distintas intenciones, muy poquito antes la condujera.

 

 

 

Cuando los dos abandonaron la oscuridad de la somera calleja, saliendo de nuevo a la explanada central del espacio que en el campo ubicaba la parte del mando y guarnición soviética, Galina se rehízo casi por completo. Su llanto ya había cesado y, a trancas y barrancas, intentaba recomponer su figura; su porte de comandante en jefe. Se volvió hacia von Labnitz

 

 

 

  • Gracias Günter; gracias por tu comprensión…por tu apoyo… Gracias, amigo mío; muchas, muchísimas gracias… De todo corazón te lo digo… Pero debemos separarnos, y ya; ya mismo; ahora mismo… No vuelvas a buscarme con la mirada por las mañanas, en la formación de novedades; no me encontrarás… Nunca más te encontrarás con mi mirada… Con mis ojos… Será lo mejor; sí, romper todo contacto será lo mejor

     

    Seguidamente, y sin mediar más palabras, Galina se giró y, con paso firme, seguro y rápido y la cabeza alta, emprendió el regreso a la Comandancia, a su particular habitación allí. Günter se quedó donde estaba, quieto, viendo cómo ella se alejaba. Esperó sin moverse hasta que ella desapareció por la puerta del edificio de mando. Entonces se irguió; siguió detenido unos minutos, los justos para encender un cigarrillo, y con paso cansino, como abrumado por un enorme peso y gacha la cabeza, echó a andar hacia el portón de acceso al recinto interior dedicado a los prisioneros. Al llegar allá, un somnoliento guardia rojo de servicio le franqueó la entrada y Günter, al pasar a su lado dijo en un ruso más que macarrónico…

     

  • Suastlivyi Novyi,  tovarish” (Feliz Año Nuevo, camarada)

 

 

 

A lo que el guardia rojo respondió en no mejor alemán

 

 

 

  • Danke, herr mayor” (Gracias, señor comandante)

 

 

 

Los días que siguieron transcurrieron, más o menos, como Galina anunciara. El, siguiéndola con la mirada desde el mismo momento en que ella aparecía, cada mañana, por el portalón de acceso al recinto interior de los prisioneros, para la militar formalidad del recuento y las novedades, sin nunca encontrar la mirada, los ojos de ella, fijos en los suyos. Pero lo que no supo entonces es que Galina, realmente, nunca le perdió de vista. Se daba cuenta de la mirada de él, fija en ella. La sentía físicamente, como algo tangible clavado en su ser, en su alma de mujer, y cuando él no lo advertía, le miraba a las claras, sin ambages. Sentía en su alma el dolor de su amado, y ese dolor la desgarraba las entrañas, pero “No puede ser”, se decía, “Esto es lo mejor. Pasará; algún día pasará y todo esto quedará en un bello recuerdo. El recuerdo de una noche que pudo ser única”…

 

 

 

Así, los días del entrante año de 1945 fueron pasando lentamente, como arrastrándose uno tras otro. Y con los días se sucedieron las semanas, y tras las semanas los meses. Así, hasta llegar las primeras horas de la madrugada del 9 de Mayo de 1945, cuando todas las emisoras de radio de la URSS y de todo el mundo lanzaron a las ondas la gran noticia: “Alemania ha caído; se ha rendido sin condiciones a los aliados. ¡La Guerra ha terminado!

 

 

 

A los barracones de los prisioneros del campo, la noticia no llegó, en general, hasta ya la mañana de ese día, cuando en la formación de la mañana, la teniente coronel comandante jefe del campo, Galina Piotrovna Korsakova, la comunicó oficialmente “Urbe et Orbe”. Las reacciones entre los prisioneros alemanes se podían reducir a dos aspectos básicos: La tristeza de la derrota y una cierta esperanza en regresar, por fin, a casa. A la Patria, añorada, aún y dentro de su tremenda desolación, al hogar, a la familia que allí quedó un día nefando, aunque entonces lo consideraran glorioso

 

 

 

Con esa esperanza transcurrieron los días de aquel mes de Mayo, y también los de Junio, los de Julio… Hasta que una mañana de Noviembre, al levantarse, la comandante jefe del campo se encontró con una disposición del mando del GULAG llegada por teletipo aquella madrugada: Los “criminales” alemanes quedaban bajo custodia de la NKVD para ser transferidos a campos siberianos, donde muchos, muchísimos de ellos, llevaban años. Sin ir más lejos, la práctica totalidad de los capturados en Stalingrado, pues el mayor von Labnitz fue una de las escasísimas excepciones a tal destino. En definitiva, que los prisioneros alemanes pasaban a ser simples “criminales”, delincuentes comunes, juzgados y condenados todos ellos a penas de hasta 25 años de trabajos forzados. Lo que no se especificaba era cuándo y cómo se celebraron unos juicios a los que ningún condenado había asistido, ni tenía idea de tal juicio y proceso. Misterios de la “democracia” popular…

 

 

 

Con espanto, Galina Piotrovna vió que entre los que primero saldrían estaba el “criminal” fascista Günter von Labnitz. A las seis de la mañana de dos días más tarde, la NKVD se haría cargo de esta primera reata de “penados” para llevarlos a la estación ferroviaria de Magnitogorsk, donde les meterían en un  tren hasta su destino, uno de los campos del complejo de Norilsk(3), al norte del krai de Krasnoiarsk (4), dentro del círculo polar ártico.

 

 

 

Aquella mañana, la rutina diaria del recuento y parte de novedades, no la presidió la teniente coronel comandante del campo, al parecer, indispuesta, sino su mano derecha, la capitán Olga Semionovna Karpov, amiga íntima y ayudante de la comandante jefe. Para los prisioneros, mayor von Labnitz incluído, el día discurrió con toda normalidad. Trabajaron como de costumbre y, como de costumbre, a la hora de cada día, regresaron al campo para recibir la cena y tratar de descansar, dentro de lo posible, hasta el siguiente día. Así que cenaron a la hora acostumbrada, minutos después del retorno, tras lo cual algunos se tumbaron en los camastros que las literas constituían, en tanto otros preferían, como cada noche, perder el tiempo en cualquier nadería hasta el toque de silencio. Este llegó y, cuando el mayor von Labnitz acababa de acostarse, fue requerida su presencia en el cuerpo de guardia ubicado junto al portón de acceso al recinto y barracones de los prisioneros. Llegó allí, y se encontró con que era la capitán Olga Semionovna quien reclamaba su presencia. Con un lacónico, “Sígame, por favor, herr mayor” los dos echaron a andar explanada exterior adelante hasta llegar al edificio de la comandancia del campo. Entraron en el interior, por entero a oscuras, y tras atravesar el vestíbulo de la entrada, pasaron a un ni largo ni corto pasillo, por el que anduvieron hasta detenerse ante una puerta situada al fondo e izquierda del pasillo.

 

 

 

La capitán soviética dio uno golpes en la puerta con los nudillos y, sin esperar respuesta, abrió la puerta penetrando al interior tanto ella como von Labnitz. La puerta daba a un minúsculo saloncito con un sofá para no más de dos personas y un escueto silloncito en el que apenas si cabría una persona, todo ello tapizado en cretona de dibujo floral en distintos tonos de verde combinados con el blanco; una mesita de centro ante sofá y sillón y una especie de aparador limitado al mueble bajo, sobre el que imperaba un aparato de radio, conformaban el mobiliario del saloncito. Pero lo que al mayor alemán le dejó de una pieza fue ver a Galina Piotrovna, cubierta por una tenue bata hasta los pies, de leve seda en liso color azul casi celeste, calzando chinelas en raso de seda a juego con la bata y sentada en el sofá con un cigarrillo en la mano. A su llegada, Galina se levantó y avanzó hacia ellos.

 

 

 

  • Gracias, Olga Semionovna…

  • A tu disposición, camarada comandante en jefe…

 

 

 

Desde que la capitán Olga Semionovna fuera a buscarle, ni una sola vez había centrado su vista en el mayor alemán, de manera que entonces, cuando estaban ya en las dependencias de Galina Piotrovna fue la primera vez que, directamente, posó sus ojos en Günter von Labnitz. Y, para ser la primera vez que lo hacía, con más atención y detenimiento no pudo ser. Aunque si de verdad queremos ser exactos, mejor deberíamos decir que le miró con franca desfachatez, lo que equivale a decir que la mirada más pecaba de audacia y cara dura que de otra cosa. Y de burlona malicia, pues eso es lo que en sus ojos había cuando dirigió la mirada a von Labnitz, pero todavía el acento burlón y malicioso, no sólo de su mirada sino que de su sonrisa, se incrementó en ni se sabe cuántos enteros cuando mirada y sonrisa la pasó a Galina Piotrovna, al tiempo que le decía

 

 

 

  • Pues bien, querida… ¡Que disfrutes de una muy buena noche!...

 

 

 

Galina fulminó a su amiga con la mirada, pero eso sólo hizo que acentuar aún más no ya la sonrisa de la capitán Semionovna, sino de las puras carcajadas con que la oficial ayudante sustituía la burlona sonrisa 

 

 

 

  • ¡Y lo mismo deseo a usted, herr mayor! ¡Una muy feliz noche!

 

 

 

Aquello para Galina Piotrovna ya fue demasiado.

 

 

 

  • ¡Te callarás, deslenguada!... ¡Y lárgate de una vez, chismosa metomentodo!

 

 

 

Al tiempo que esto decía, se sacó una de las chinelas y se la lanzó, aunque marró el lanzamiento, con lo que la zapatilla sólo golpeó la puerta, al tiempo que Olga Semionovna salía por el vano al pasillo riendo ya a mandíbula batiente, mientras decía a voz en grito

 

 

 

  • ¡Que os aproveche, tortolitos!

 

 

 

Y así, riendo ruidosamente, se alejó pasillo adelante. Al fin quedaron solos en la estancia Günter y Galina. Él cerró la puerta que Olga Semionovna dejara abierta y se volvió hacia Galina, que seguía en pie en casi en el centro del saloncito, con un pie descalzo. Ella se llegó hasta donde permanecía, tirada en el suelo, la lanzada chinela. Se la calzó para, seguidamente, dirigirse a donde él estaba. Ya a su lado, le tomó de la mano diciéndole

 

 

 

  • Ven conmigo

 

 

 

Sin esperar respuesta alguna tiró del hombre hacia otra puerta situada a la izquierda de la de acceso al salón. Galina la abrió y ambos se encontraron en un pequeño pero coqueto dormitorio. La mujer se dirigió a la cama y la abrió, separando a un lado sabana y mantas. Seguidamente se descalzó y soltó la tira de raso que cerraba su bata. Se deshizo de ella, y al punto surgió su cuerpo, espléndido, maravilloso, en su integral desnudez. Se metió en la cama, haciéndose hacia un lado mientras decía

 

 

 

  • Vamos cariño. Desnúdate y ven aquí. Ven conmigo, mi amor…

 

 

 

A todo lo largo de las, más-menos, treinta y alguna horas siguientes ni Galina ni Günter salieron de aquellas dos habitaciones, dormitorio y saloncito, aunque, en honor a la verdad, hemos de admitir que los periodos transcurridos en el dormitorio dominaron ampliamente a los pasados en la otra pieza. A lo largo de las primeras veinticinco-veintiséis horas, la mutua entrega en inacabable pasión amorosa fue la normalidad; pero luego, la pasión cedió el sitio a la dolorosa ternura de la definitiva separación, una separación que a pasos de gigante se acercaba minuto a minuto, segundo a segundo.

 

Fue en aquella primera noche que pasaban juntos cuando Galina puso a Günter al corriente del destino que a todos ellos aguardaba, y también fue aquella la primera vez que ella rompió en sollozos durante aquellas horas. Como fácil es imaginar Günter se quedó helado ante tal noticia, pero las desconsoladas lágrimas de ella le hicieron reaccionar y, haciendo de hígado corazón, aún tuvo los suficientes redaños para intentar consolarla

 

 

 

A eso de las cuatro de la madrugada de aquella primera y última ocasión que pasarían juntos, la capitán Olga Semionovna sacó a Günter von Labnitz del edificio de la comandancia para devolverlo a los barracones de los prisioneros. Al llegar al gran portón de entrada al recinto de cautivos, se detuvieron, y Olga Semionovna, seria, muy seria, dijo a su eventual acompañante

 

 

 

  • Lo siento, herr mayor. De corazón se lo digo: Lo siento mucho; muchísimo… En primer lugar, y espero lo entienda, por ella, por Galina Piotrovna, mi gran amiga, pero, créame, también por usted. Le tengo por buena gente. Que tenga suerte, herr mayor… ¡Sobreviva!... ¡Luche por sobrevivir!... Y no la olvide… No olvide a Galina… Aunque nunca vuelvan a verse… Sería un milagro, un portento, y eso sólo sucede en los cuentos de hadas, no en la vida real… ¡Adiós herr mayor!...

  • Adiós, Olga Semionovna… Cuide de ella… Consuélela, no la abandone…

 

 

 

Se estrecharon la mano y el portón se cerró tras Günter von Labnitz

 

Poco después de las cuatro y media de aquella madrugada, penetró en el campo la unidad NKVD que venía a hacerse cargo de la conducción de los reclusos hasta los campos siberianos.

 

Casi a las seis en punto de la mañana de aquél día, la columna de prisioneros que integraban la primera conducción salía por el portalón exterior del campo, a pie, rumbo a la estación ferroviaria de Magnitogorsk, en la primera etapa de un viaje que, a través de miles de kilómetros, les llevaría a las gélidas tierras de la Siberia nororiental

 

 

 

Galina, desde la ventana de su despacho les vio dirigirse a la gran portada y atravesarla para perderse después de su vista. Entre aquellos hombres, al momento, distinguió a su amado… El corazón se le encogió de terrible dolor y horrenda amargura No lloró porque ya le era imposible llorar más; no le quedaban lágrimas en su cuerpo. Pero, al propio tiempo, una tremenda paz y tranquilidad la embargaba, pues una ilusión atemperaba su inmenso dolor: El convencimiento de que él, su adorado Günter, no la abandonaba del todo; que él, permanecería por siempre con ella, a su lado.

 

 

 

No preguntéis por qué, ni la razón en que su convencimiento se asentaba, porque tales razones no existían. Era, simplemente, la absoluta seguridad de que él, en aquellas horas de mutuo amor y entrega que juntos disfrutaron, había dejado en ella su semilla que sin duda germinó fecundando la tierra fértil de sus entrañas. El quedaba con ella en forma del fruto de su amor, en el hijo que estaba segura se formaba ya, en esos momentos, en su vientre. Sí, un hijo, pues también estaba segura de que sería un varón, un nuevo Günter, en el que ella vería a su amado cada vez que le mirara… En el que ella besaría a su amor cada vez que besara al hijo de ambos, de ella y de Günter…

 

 

 

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En 1956, al año de que el canciller de la RFA Konrad Adenauer lograra de la URSS la liberación de los últimos prisioneros de guerra todavía mantenidos en los GULAG, y con los últimos prisioneros alemanes repatriados, despojado ya de su condición militar tras la abolición de las Fuerzas Armadas Alemanas y la prohibición, “In Eternum”, de su recreación, o eso decidieron en un principio los aliados, Günter von Labnitz regresó a Alemania. No a su original “Patria Chica”, Prusia Oriental, anexionada a la URSS en 1945, sino a la RFA, decidiendo residir en Hamburgo.

 

 

 

Pasaron los años, seis podríamos decir, de modo que llegamos a una tarde de Marzo de 1962, cuando Günter von Labnitz, ahora ejecutivo de cierto nivel en una empresa industrial alemana, llegó a su apartamento de hombre soltero y sin compromiso, limitado a un solo dormitorio, pues para qué más. Venía cansado, harto de una semana que había resultado de verdadero agobio, pues los problemas en el departamento que dirigía, por esas cosas que a veces pasan, se habían acumulado inusualmente en aquella dichosa semana. De manera que, tan pronto estuvo en casa, se desprendió de la formal ropa del trabajo, traje completo, camisa y corbata, metiéndose seguidamente en la ducha, más que por otra cosa, buscando alivio al estrés que traía. Luego, se enfundó en una cómoda bata casera, de esas de raso símil seda, salió al salón, se sirvió un vaso de whisky y se sentó tranquilamente ante la televisión, dispuesto a disfrutar de un fin de semana de absoluta tranquilidad, dedicado, más que nada, al descanso, según en él era habitual, pues no solía salir apenas por no decir que nada en absoluto

 

 

 

Así estaba, hasta rendido a la somnolencia algo más que un  pelín, cuando, de manera casi que sobresaltada, le sacó de su incipiente abstracción el timbrazo del teléfono al sonar repetidamente. Descolgó el teléfono, soltó el clásico “Dígame” o “Haló”, y una voz femenina preguntó

 

 

 

  • ¿Herr mayor Günter von Labnitz”, bitte? (El mayor G. v. Labnitz, por favor)

 

 

 

Cuando Günter escuchó esa voz de mujer, se quedó un momento paralizado… ¡No podía ser!… Aquello no podía ser; su subconsciente debía estarle jugando algo más que una broma pesada

 

 

 

  • ¡Dios mío!... ¡No… no es posible! ¡Galina! ¡Galina Piotrovna! ¿De verdad eres tú?... ¿Dónde estás? ¿Desde dónde me llamas?

 

 

 

Una risa fresca, franca, fue la inmediata respuesta que recibió a sus preguntas

 

 

 

  • Con que todavía te acuerdas de mí… ¡Si hasta has reconocido mi voz!... ¿Estás solo? ¿No está contigo tu mujer… o lo que sea?

  • Nadie hay conmigo porque nada de eso existe ni existió nunca. Te lo prometí Galina: Tú y sólo tú lo serías, lo eres todo en mi vida; ni esposa, mujer o novia he tenido desde que te dije por primera vez que te quería

  • Y será verdad… Me parece que eres un poco tonto, Günter…

  • ¿Acaso tú sí tienes a alguien ahora?...¿o, lo has tenido antes?...desde “aquella vez”, quiero decir…

  • Pues… En parte sí… en parte no…

  • Qué misteriosa pareces… Pero dime, ¿dónde estás?; ¿desde dónde me llamas?

  • Te respondo. Estoy aquí, en Alemania y en Hamburgo; y al pie casi de tu casa: En la cabina de teléfonos que tienes a dos pasos del portal. No te muevas de casa que en un periquete estoy arriba contigo. Por cierto, te traigo una sorpresa… Espero que te agrade…

 

 

 

La conversación se cortó de golpe al colgar Galina Piotrovna, y Günter se quedó allí, junto al teléfono y con éste aún en la mano; inmóvil, como alelado… Por fin salió de tal letargo y lo que antes era pura pasividad se tornó indecible ajetreo. A toda velocidad se metió de nuevo en el cuarto de baño y, ansioso, se puso ante el espejo. ¡Dios, cuántas canas que ahora se vió!... ¡Y qué cara, toda ella surcada de arrugas! Se abrió la bata y olió para sus adentros; acababa de ducharse, pero le pareció no estar lo suficientemente limpio para recibirla…

 

 

 

¡Recibirla en su casa! ¡A ella, a Galina Piotrovna! Su amor, su delirio de tantos años; su delirio y, al propio tiempo, tormento permanente, pues la deseaba, la necesitaba a su lado más que a la comida para alimentarse; mucho, mucho más que al aire para respirar… Porque vivir sin ella, para él, Günter von Labnitz, era estar muerto en vida. De ese estado de exacerbada exaltación vino a sacarle el timbrazo en la puerta. Günter, desalado, corrió a la puerta a abrirla, ilusionado con volver a ver a aquella mujer que constituía todo el norte de su vida. La abrió y, debía ser su particular destino, pues se quedó, una vez más, de una pieza, por no decir que por entero alelado; con la boca abierta como un perfecto idiota

 

 

 

Sí, allí, en la puerta ante él, estaba Galina Piotrovna, sonriéndole con sus dos hileras de, prácticamente perfectos, dientes. Pero no fue ella lo que le dejó en tal estado pues, como aquél que dice, poco más y ni la ve. Lo grande fue ver que ella no venía sola, sino acompañada de dos jovencitos, un chico y una chica de, más o menos, entre catorce y dieciséis años, y tan parecidos entre sí que semejarían ser idénticos.

 

Pero lo que le dejó a cuadros fue comprobar que, en especial el muchacho, era clavadito a él mismo cuando andaba por los actuales años del mancebo. También la muchacha era muy parecida a él, a Günter von Labnitz, pero en ella se apreciaban también claros rasgos de Galina Piotrovna: Los verdes ojos de la joven, eran los de Galina, como también el negrísimo cabello; incluso la misma forma de caer hacia los hombros las ondas del pelo formando una no muy larga melenita… Como también de Galina era el óvalo de la cara… Como si vinieran de muy lejos, escuchó las palabras de Galina Piotrovna

 

 

 

  • Günter, aquí te presento a tus hijos, Günter y Galina von Labnitz. Tus hijos y los míos. Chicos, este es vuestro padre. ¿A que es guapo? ¡El oficial alemán o de cualquier otro país, más guapo y apuesto! Además, y sobre todo, el hombre más bueno del mundo

 

 

 

Los dos chicos, el muchacho y la muchacha, se lanzaron hacia él, en especial la chica, la joven Galina. Fue la primera en llegar hasta él. Le abrazó y le cubrió todo el rostro de besos y caricias… ¡Y le llamó PAPÁ!... Le dijo cuántas ganas tenía de verle, de estar con él, de poderle besar… Y lo mismo hizo el muchacho, el joven Günter. Aquello, el no tan joven Günter von Labnitz, apenas si lo podía creer: ¡Tenía dos hijos!... Y, sin enterarse hasta entonces. Y Günter, el no tan joven, no pudo aguantar más, las piernas le temblaron y, si sus dos hijos no le ayudan a sostenerse, lo más probable hubiera sido que rodara por el suelo. Por otra parte, el escozor que en sus lagrimales sentía, se convirtió en gruesas lágrimas que rodaron por su rostro.

 

 

 

Al fin, Günter von Labnitz rompió a llorar; a llorar como un niño, mientras sus dos hijos le acariciaban en seguro intento de consuelo, un consuelo enteramente innecesario, pues no eran lágrimas de dolor las que derramaba, sino de íntima felicidad y alegría. Por fin, esos ojos velados por una cortina de lágrimas, se elevaron, buscando a la mujer, a su mujer, pues para entonces eso es lo único que para él era Galina Piotrovna: Su mujer, su esposa. Cuando a través de sus velados ojos la encontró, la vió sonriente, satisfecha, feliz, viendo a sus hijos y a su marido abrazados. Ante ella tenía a su familia; una familia normal, un padre, una madre, unos hijos… Un sueño que durante demasiado tiempo juzgó sólo eso, un sueño y, como casi todos los sueños, algo quimérico, irreal. Pero que entonces, al fin, se hacía dichosa realidad; esplendorosa realidad. Entonces, sin separarse de sus hijos, Günter von Labnitz abrió los brazos a su mujer, que al instante se metió entre ellos. Se abrazaron de nuevo al fin, y de nuevo se besaron. Con amor, con ternura, con dulzura infinita, que en poco cobró ardor de amor físico, acabando la pareja, el matrimonio, pues eso eran sin lugar a dudas, al menos entre ellos, en impresionante “morreo”, que, de inmediato provocó la feliz hilaridad de los dos hijos, en especial de la joven Galina, que riendo a carcajadas, decía a su hermano

 

 

 

  • ¡Míralos Günter; mira cómo se “morrean” papá y mamá!

  • Galina, no mires; que a este paso aquí van a ocurrir cosas que los castos ojos de una candorosa jovencita no deben observar. ¡Ja, ja, ja!...

 

 

 

A Galina madre no se le escaparon los jocosos comentarios de sus hijos y, con la cara como una amapola, se separó de su marido, atusándose la ropa, pelín fuera de su recatado sitio. A partir de ahí, la tarde transcurrió con más normalidad, en animada charla a cuatro bandas. Bueno, hemos de admitir que la cosa comenzó con que el padre sacó a sus hijos Coca Cola, o puede que Pepsi Cola, hasta hartarse, pues la bebida les entusiasmaba. En la URSS, oficialmente, no existía, pero el “mercado negro” la introducía de “matute”, con lo que su precio resultaba exorbitante, artículo no ya de lujo, sino de supe lujo.

 

 

 

Luego llegó el turno a las confidencias, cómo ella había vivido desde que se separaran, cuando a él le llevaron a Siberia. Para empezar, Galina le entregó un enorme mazo de cartas, todas las que le escribiera a lo largo de muchos años y que acabó por no enviarle al comprender que, de las que le enviara al campo de Norilsk desde el mismo día que él salió por el portón exterior del campo, ni una sola le llegaría, en tanto que, para ella, escribir a un “criminal fascista” podría resultarle más que peligroso. También supo Günter de cómo fue variando la escala básica de valores de ella, desde que a él se lo llevaron. De ser acerva bolchevique leninista, poco a poco pasó a odiar, más de manera visceral que otra cosa, todo cuanto oliera a marxismo-leninismo. Siguió manteniendo sus inquietudes sociales, su interés por los débiles, los marginados, los oprimidos, incrementado todo ello ahora, cuando se dio cuenta del tremendo genocidio que el sistema, y no sólo Stalin, ejercía sobre su propio pueblo, el ruso, y, por extensión, sobre todos los pueblos sometidos a la URSS. En fin, que para entonces Galina se alineaba, claramente, con las tendencias social demócratas, abjurando pues de todo tipo de socialismo marxista.

 

 

 

Abandonó el Ejército, pues no quería ser guardiana de prisionero alguno, nacional o extranjero, y pasó a oficinas ministeriales, en Moscú. Hacia el 58 fue destinada al Ministerio de Cultura, Departamento de las Artes y las Letras soviéticas. Al año y pico, avanzado ya 1959, conoció a alguien que influiría en el futuro de ella y sus hijos; un individuo de cincuenta a sesenta años, amable, simpático, excelente persona.

 

Pintor y de talento, tanto que gozaba de cierto prestigio en Occidente. Ella no le reconoció al verle un día en su oficina, pero él a ella sí, pues resultaron ser vecinos del mismo edificio. Aquel hombre estuvo pasando por su oficina varias veces en aquel 1959 y algo en 1960, amén de que desde entonces, cuando coincidían en el ascensor o esperándolo, charlaban y tal. Así, fue naciendo una cierta amistad entre ellos que, poco a poco, fue consolidándose hasta llegar a, mutuamente, apreciarse de verdad, y confiarse un tanto el uno al otro.

 

 

 

Galina contó a su amigo su historia de amor con Günter von Labnitz, confesándole que el alemán era el padre de sus gemelos, y el pintor a ella, su hastío respecto al “Socialismo Real”. Así, cierto día, a mediados-fines de Febrero de 1962, su amigo pintor invitó a Galina y a sus hijos a acompañarle a París, donde expondría parte de su obra. Le dijo que no llevaran mucha ropa, lo justo que cupiera en un sucinto maletín, pero que no olvidaran todo cuanto de valor pudiera reunir y fuera fácil de llevar con ella, en especial, joyas; también dinero, rublos contantes y sonantes, pero más lo que tuviera valor intrínseco, oro, plata etc. pues el rublo, fuera de la URSS, valía poco, pero algo sería, pues no volverían a Rusia, a Moscú.

 

Y así fue como Galina y sus hijos huyeron del “Paraíso Soviético”. Ya en París, y acogida al asilo político francés, la mujer indagó el paradero de su hombre, empezando por la embajada de la RFA en la capital de Francia. Así, le confirmaron que, efectivamente, el mayor Günter von Labnitz fue repatriado en 1956, pero nada más podían decirle allí. Le recomendaron acudiera a las Asociaciones de Oficiales Veteranos de la Wehrmacht en Alemania. Marcharon pues los tres, Galina y sus dos hijos gemelos, a la RFA y, tras contactar con varias de tales asociaciones, en una de ellas le dijeron que el mayor alemán era uno de sus asociados, por lo que supo, por fin, dónde hallar a su amado. Y hasta ahí la historia, más o menos reciente, de Galina Piotrovna.

 

 

 

Sobre las ocho de la tarde, tal vez algo después, los cuatro salieron a cenar a un restaurante próximo, algo frecuentado por Günter. Galina quiso hacer algo en casa, pero su marido no lo consintió. Tiempo habría para que su mujer se luciera en la cocina… O fuera él el que se luciera, que tanto monta, monta tanto, ella como él, él como ella.

 

 

 

La cena acabó y, metidos en el coche de él, iniciaron el regreso a casa. Pero resultó que la vuelta fue un momento arto difícil para Galina, pues sabía muy bien lo que sucedería a poco de llegar allí. Que se irían a la cama, ella y Günter padre en el cuarto y los chicos en el saloncito, en el sofá la chica y en el santo suelo el joven Günter. Y sólo separados de ella y su marido por una puerta más bien delgada. Y, cómo iba a mirar a la cara a sus hijos tras esa noche. Pues bien sabía lo que ocurriría tan pronto se metiera en la cama con Günter, los gemidos, los jadeos, los aullidos o alaridos de placer que lanzaría no cesarían en toda la noche.

 

Subrepticia, muy subrepticiamente, lanzó una mirada hacia atrás, hacia sus hijos, y… ¡Maldita sea! ¡Capullos, más que capullos! ¡Han adivinado por lo que su madre está pasando y se lo están pasando en grande choteándose de ella!

 

Desvió la vista hacia su marido y… ¡Mírale, tan fresco, tan tranquilo!... ¡Hombres!... Tienen la sensibilidad de un hipopótamo… ¡Ella allí, nerviosa, hechos huéspedes los dedos, y él tan telendo, como si dentro de nada no fuera a pasar lo que iba a pasar!... ¡Hombres, hombres!... Al fin llegaron a la puerta de casa y Galina, resignada, fue a abrir la portezuela para bajarse del coche, pero su marido la retuvo.

 

 

 

  • No te apees Galina. En casa los cuatro no cabemos bien, luego aquí sólo se quedan los chicos. Nosotros iremos a dormir a un hotel.

 

 

 

Günter había apagado el motor del coche. Sacó la llave de contacto, reunida con otras dos en un llavero que exhibía la marca del coche, un BMV; sacó del llavero las otras dos llaves y, volviéndose hacia atrás, hacia sus hijos, les entregó las dos llaves

 

 

 

  • Esta es la llave del portal y esta otra la del apartamento; subir y acostaros. Espero, Günter, que, como hijo mío, seas un caballero y dejes la cama a tu hermana, que es una señorita. Será por pocos días, ya verás; dos o tres; cuatro a lo más, pues desde mañana buscaremos un apartamento donde quepamos todos, con habitación para cada uno de vosotros. Mamá y yo, en tanto, dormiremos en un hotel.

 

 

 

Los dos chicos se apearon y echaron a andar hacia el portal de casa, mientras a su espalda el motor del coche volvía a rugir. Se volvieron para ver marchar a sus padres, sabiendo que partían a vivir su verdadera “luna de miel”, con bastantes años de retraso, eso sí, pero bien se dice que “Nunca es tarde si la dicha es buena”. Luego, cuando el coche apenas si se divisaba entre el tráfico, los dos hermanos se miraron sonrientes. Entonces, el muchacho dijo a su hermana

 

 

 

  • ¡Pues se nos jorobó el espectáculo de escuchar esta noche a papá y mamá!

  • ¡Sí hijo! ¡Y qué calladita que se tenía papá esta contraofensiva!... ¡Son unos reprimidos!... ¡Asustarse de que nosotros les oyéramos en plena “faena”!  

     

    FIN DEL RELATO

     

    NOTAS AL TEXTO

 

  1. En efecto, las defecciones entre los efectivos de la Wehrmacht antes de la rendición alemana de 1945 fueron insignificantes. Luego sí se dieron bastantes, cuando no valía la pena seguir resistiendo, pues el juramento de fidelidad ya no tenía sentido, y así escapar al largo cautiverio. Por ejemplo, sintiendo que el Fürer Adolf Hitller había traicionado  y abandonado a su suerte al VIº Ejército, el general de Artillería von Seitzlig, mano derecha y, en la práctica, segundo de Paulus, ofreció a los soviéticos crear una fuerza con prisioneros alemanes que operaría a favor de los rusos tras las líneas alemanas. A tal efecto, este general junto a otros generales y oficiales de alta graduación que se le unieron, visitaron diversos campos, pero sólo de la zona europea de Rusia, invitando a sus camaradas prisioneros a desertar de la Wehrmacht y unirse a la fuerza antinazi en formación. Al mismo tiempo se creó la Unión de Alemanes Libres y la Liga de los Oficiales Alemanes, afiliándose a ambas tanto Paulus como von Seitzlig. Luego, a medida que von Seitzlig observaba cómo ambas organizaciones pasaban al control del Partido Comunista Alemán, este general se desvinculó de las dos, pero siguió con su proyecto de crear una fuerza alemana que combatiera, no a Alemania como tal, sino a Hitller y el Nazismo. Para la primavera de 1944, el proyecto de von Seitzlig fue cancelado por Stalin, dado el mísero resultado obtenido, algo más de doscientos efectivos, y Seitzlig junto a sus más-menos doscientos hombres volvieron a los campos de los que, en un principio, habían sido liberados.

    A tener en cuenta que el general soviético, Andrei Vlassov, ofreció lo mismo a los alemanes, con lo que se creó el ROA, Ejército Ruso de Liberación, por el que llegaron a pasar no menos de cuatro millones de prisioneros soviéticos en manos alemanas

  2. La expansión territorial soviética, “manu militari”, se inicia al amparo del nefasto tratado germano-soviético de Agosto de 1939. Así, si la Werhmacht ataca Polonia el 1 de Septiembre de ese año, por el oeste, no estoy ahora seguro si fue el 14 o el 15 de dicho mes, por el este, lo hace el Ejército Rojo, con lo que se anexiona más de un tercio del territorio polaco, desde la línea Brest Litovsk-río Bug hasta la entonces frontera soviética. Luego, en el invierno 1939-40, le toca el turno a Finlandia, en la llamada en la URSS y Rusia, Guerra de Invierno. El pretexto, la exigencia de Moscú a Helsinki de bases navales en el Báltico, a lo que Finlandia se niega, con lo que el Ejército Rojo invade el país. Pero los fineses le “salen respondones” a Stalin y sorprendentemente frenan el avance ruso, causándoles numerosas bajas. Poco antes de la Primavera de 1940, Stalin propone a Finlandia un tratado paz, a cambio de la cesión a la URSS  del territorio de la región de Viborg, que Finlandia acepta. Y le llega el turno a Estonia, Letonia y Lituania.  Como con Finlandia, la cosa empieza con la exigencia de bases navales en el Báltico, pero esta vez las tres repúblicas, dada su más que indefensión ante la URSS, aceptan. Stalin presenta nuevas exigencias: El Ejército Rojo debe penetrar y permanecer en los tres estados, a fin de garantizar el paso libre a las bases cedidas. De nuevo, los bálticos ceden y 140.000 soldados soviéticos ocupan los tres territorios sin resistencia alguna. Al fin, en Junio de 1940, Stalin impulsa la insurrección armada de los comunistas bálticos, que los gobiernos de estos países sofocan con la intervención de los respectivos Ejércitos nacionales y Stalin responde ordenando a los efectivos soviéticos de ocupación intervenir a favor de los comunistas. Otra vez sin oposición, evitando así inútiles derramamientos de sangre, los soldados y policías bálticos son desarmados, parlamentos y gobiernos legítimos depuestos y aventados y los presidentes de las repúblicas junto con sus ministros y personalidades detenidos y deportados a Siberia, en tanto se entronizan sendos gobiernos comunistas títere, que a continuación solicitan integrarse en la URSS como Repúblicas Federadas. La anexión de los estados bálticos se ha consumado

  3. Norilsk se funda en 1920 como un complejo de campos de trabajo del GULAG soviético, a fin de explotar sus grandes yacimientos  de minerales; se puede decir que la ciudad y todo su contorno, hasta los 25-30 km. de radio, están ubicados sobre un inmenso yacimiento metalífero, esencialmente níquel, aunque también se produce cobre, plomo, arsénico, cadmio y cinc. Entre los años 30 al 60 llegaron a instalarse allí más del centenar de campos de trabajo, con decenas de miles de forzados cada uno, entre “enemigos del Estado y la Sociedad Soviética”, rusos fundamentalmente, y prisioneros de guerra alemanes, criminales fascistas”, como oficialmente se les llamaba… Las condiciones de vida son extremas en precariedad; la lluvia ácida impide que en cincuenta kilómetros a la redonda haya vegetación, los únicos árboles que en tal área existen, están muertos; la nieve, de forma natural, no cae blanca, sino entre amarillenta y negruzca, por efectos de la contaminación, y le esperanza de vida no pasa de los 46 años… Su actual población, unos 240.000 habitantes, son descendientes de aquellos hombres y mujeres explotados en el GULAG soviético

  4. El término “Krai” es similar al de “Oblast”, es decir, provincia, pero se aplica más bien a algunas áreas periféricas, pero no a todas.

 

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