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Negación - Capítulo 2

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Iba en un taxi camino a casa, pensando en las actividades que me aguardaban el día de mañana. Y todo el trabajo que arrastraba de esta semana, tenía fe en que lograría resolverlo todo para el sábado por la tarde. Los domingos eran mis días sagrados, en realidad, sólo los domingos por la tarde eran mis horas sagradas de descanso. Usualmente por la mañana iba a dar clases a alguna zona rural cercana.

A mis veintitrés años, había logrado alcanzar lo que cualquier joven con cinco dedos en la frente, y ningún peso en los bolsillos, desearía conseguir. Crecí en un barrio pobre, me crie a fuerza del sudor, lágrimas y hambre de una mujer temporera, orgullosa y trabajadora, que nunca recibió apoyo de su familia, y que tuvo la mala fortuna de ser enamoradiza. Creyó en todo lo que los hombres le prometieron, y consiguió engendrar tres bastardos de diferentes hombres, que le prometieron el cielo, para luego abandonarla al destino. Soy el menor de esos bastardos. Soy el orgullo de sus ojos, o al menos lo fui, antes de que partiera.

Mi madre siempre creyó que mi destino sería distinto al de mis hermanas, cuando niño no me destaqué por nada, excepto por la agudeza de mi mente, sobresalí en ese ámbito, fui en lo que duró mi vida escolar, siempre el mejor. Un alumno brillante, “ejemplar” decían los profesores. Sin embargo, donde empezaban mis talentos, era donde terminaban. Nunca fui bueno en otra cosa.

Cuando ingresé a la Universidad pensé que todo cambiaría, la vida nos ofrecía la oportunidad de progresar, pero la nube que ocasionalmente persigue a las personas, parecía haber tomado un cariño especial por mí,  y me seguía constantemente, y con ella, venia la tormenta. Construí lo que tengo ladrillo a ladrillo, y no me he arrepentido de ninguno de los pasos que he dado. Bueno sí de uno. Pero era consciente de que, si no me hubiese atrevido a caminar por ese sendero de la vida, habría obligado a alguna de mis hermanas a hacerlo. Y eso estaba fuera de todo cuestionamiento. Yo no dejaría que ellas se hundieran, tomaría mil veces la misma decisión, y estaría igual de agradecido de los resultados que trajo como lo estoy ahora.

Miré por la ventana, y vi las casas. Estaba por llegar. Miré al chofer, era un hombre canoso, que rondaba los cincuenta años. Me miró por el retrovisor, y aparte la mirada. Ahora no era un buen momento para que un desconocido se me quedara viendo, y no es que fuera un adonis ni mucho menos, cuando hacía lo que había hecho en aquel Hotel, sentía que desde mi frente colgaba un cartel de neón, con una flecha apuntando a mi cara que decía con letras grandes y fluorescentes lo que era. Un Puto.

- De aquí a las izquierda, y luego 6 casas más allá – Le indiqué, sin apartar la vista de la ventana.

Siguió mis coordenadas y estábamos en la fachada de una casa color marfil, era mi orgullo. Jamás pensé que lograría tener una casa para mí sólo, y aquí estaba, era uno de los sueños que cumplí tan pronto egresé de la Universidad. Antes de un auto, o los lujos a los que ahora era proclive, compre esta casa.

- Gracias – Le dije al hombre mientras le entregaba el dinero suficiente para pagar el recorrido – Quédese con el cambio.

- Gracias – Me respondió.

Abrí la puerta, y en el instante en que usé mis pies para impulsar mi cuerpo fuera del vehículo, un dolor poderoso se filtró por mi cuerpo, el origen lo sabía. Hice lo mismo que hacía cada vez que llegaba a mi casa después de un encuentro con él. Tomé aire profundo, Y me erguí rápidamente, sin pensarlo dos veces. Había descubierto hace tiempo, que prolongar la agonía no ayuda a aliviar el dolor, lo mejor era siempre arrojarse por entero, y luego esperar a que pasara. Fiel a mi convicción, lo hice nuevamente, pero diablos, dolía.

Me quedé en la calle mirando la casa, mi casa. Cerré la puerta y observé mientras el taxi se alejaba por la calle, hasta virar a la derecha en la siguiente cuadra. Di un paso, y luego otro, y sentía que tenía un agujero profundo que ardía en mi trasero. Maldije en voz alta, pensado en llamar a Claudia cuando llegara a mi habitación. Ella sabría qué hacer, ella siempre lo sabía.

Entré y observé el jardín, no existía nada verde en él. Honestamente la naturaleza, y en especial las cosas verdes – césped, árboles y plantas – me odiaban, y yo las odiaba a ellas, tenía ese talento especial que tienen algunas personas de matar cualquier flor o vegetación existente con el solo hecho de mirarla. Cuando descubrí que la jardinería era un asunto perdido, me rendí. Puse cerámica en toda la casa, y los únicos elementos decorativos semejantes a cualquier tipo de vida vegetal que había en mi hogar, eran artificiales.

Me dirigí inmediatamente a mi cuarto, pero me detuve al llegar a las escaleras, maldiciendo por lo bajo por segunda vez. Eché atrás cualquier pensamiento que llegaba a mi mente, y solo corrí escaleras arriba, sin pensar ni prestar atención al dolor. Casi arrastrándome alcancé mi objetivo. La cama que amaba y era mi refugio. Me saqué los zapatos y salté – no lo pensé – y me reprendí mentalmente por hacerlo – Auch – fue todo lo que dije. Y me dormí.

Me despertó el sonido de la alarma. Lo odiaba. Era el sonido más detestable de la historia de la humanidad. Me senté, desorientado, y con un hilo de saliva en la comisura de la boca, que limpie con el dorso de mi mano. El dolor se había atenuado, levemente. Al menos no iba a tener que caminar en forma extraña todo el día, como si en algun momento alguien hubiese dado un disparo que impactó justamente con mi trasero, que era algo parecido a lo que sentía anoche. Mire la hora, cinco de la mañana con un minuto. Me desperecé estirando mi cuerpo y haciendo sonar mis huesos,  me dirigí al baño.

Lavé mi cara y dientes. Era viernes, y el día prometía ser tan normal, y monótono como eran mis días. Tomé un ibupofeno del botiquín y recordé que anoche no llamé a Claudia. Me dirigí al otro cuarto del segundo piso, el que había adaptado como un pequeño gimnasio. Me saqué la ropa que llevaba puesta, una camisa y pantalones, y quedé en bóxer. El atuendo perfecto, según yo, para realizar mi rutina matutina de ejercicios. Empecé como todos los viernes por lo que más odiaba, la trotadora.

Programe la máquina para treinta minutos de trote moderado, y la música, pensando en alguna de las canciones que utilizaría en la tarde para mi clase de baile activo. Y me concentré en eso. Cuando completé el tiempo de cardio, seguí con la rutina de abdominales, y musculación. Estás horas de la mañana que dedicaba para mí, eran lo más sagrado que tenía. Nunca he sido bueno para dormir, y bueno, tengo algo de exceso de energía. Y si no hago actividad física, soy una bomba atómica con pies, que molesta e interrumpe a todos los que están cerca. Hacer ejercicio me ayuda a alcanzar equilibrio y ponerme una máscara de seriedad. Y no de payaso. Cuando terminé la rutina, faltaban pocos minutos para las siete, tenía tiempo para un cardio de recuperación en la bicicleta.

Eran las siete con veinticinco minutos cuando me dirigí al baño por una ducha. Y cómo todas las mañanas, corrí contra el tiempo. Me vestí con una camisa de color rosado pálido y unos pantalones negros. Busqué el equipo deportivo del día, mi bolso de oficina, y bajé a la cocina por un vaso de leche. Corrí al auto – mi segundo bebé – y me fui al trabajo.

Conocía el trayecto que me permitía estar en la oficina en el menor tiempo posible, evitando todas las arterias de la ciudad que se colapsaban a esta hora de la mañana producto de la vorágine que significa vivir en una ciudad. Padres corriendo con sus niños para no llegar tarde al colegio. Personas caminando a toda velocidad para llegar a tiempo a sus trabajos, y los semáforos – ¡Dios!, que parecían cambiar en cámara lenta – en el trayecto llamé a Claudia.

- Hola – Respondió.

- Claudiaaaaaa!!! – le grité, eufórico.

- Faby!!! – me gritó de vuelta, entre risas.

- ¿Qué haces? – le pregunté.

- Voy camino al trabajo, ¿y tú?

- Igual.

- ¿Qué pasó ahora? – sin rodeos, como siempre. Esta mujer tenía un sexto sentido que me daba escalofríos.

- Pues verás… - comencé.

- No me digas – tragué saliva - ¡Otra vez! – Gritó, indignación en su voz – guardé silencio – Hasta cuando…

- Clau… - le dije, interrumpiendo el sermón. Ella sabía, era la única que sabía.

Guardó silencio por un momento, sabía lo que pensaba, lo habíamos discutido un millón de veces. Era la mejor Ginecóloga de la historia. Habíamos vivido juntos un par de años antes de graduarnos de la Universidad. Me había enseñado todo respecto a las infecciones de transmisión sexual cuando descubrió lo que hacía para pagar la Universidad. Hicimos un pacto de sangre, que jamás haría algo sin protección o trabajaría con una persona, que pudiera suponer un riesgo para mi salud. Yo se lo había jurado frente a la tumba de Mamá un año después de su muerte. Y el año en que recibí mi título profesional, en el mismo lugar donde hice ese juramento, me pidió que abandonara el oficio. – Llegaste a la meta – me dijo – ya no hay necesidad de todo esto, prométeme que se acabó – Pero yo no pude hacerle esa promesa, y fue la primera vez que le fallé, porque la lo había conocido a él.

Las consecuencias de ese primer encuentro, fueron desastrosas, por supuesto. Tuve que arrastrar mi sucio trasero a la puerta de Claudia, para que me revisara, desgarro de segundo grado fue su sentencia, y sus suturas, claro, mi penitencia. Pero esos primeros encuentros con él, me habían ilusionado, haciéndome pensar que quizás en un mundo paralelo, yo conseguiría enamorarlo, que iluso y creativo me ponía a veces.

Después de ese encantamiento primario, y todo el dolor que llevó, las cosas fueron fluyendo, la zona de su cuerpo que mayor contacto tenía con el mío, era su pene, y sus manos, que tocaban sólo mis glúteos, y claro. El desencantamiento vino con la primera palmada, quedé con la mente en blanco, y no dije nada. Y volví a arrastras mi sucio trasero a la puerta de Claudia. Y siguió pasando y lo dejé ser. Y claro estaban los otros clientes. Los que eran amables, los que se preocupaban de recibir y dar placer. O los que buscaban favores manuales y orales solamente, bueno, los había de varios tipos. Pero me acostumbré a ellos. Fueron mi salvavidas. Y les agradecía por eso. Y agradecía cada golpe, demonios que si lo hacía, porque ellos significaron suculentos cheques que pagaron mi comida y la de mis hermanas.

Y Claudia entendió, al menos, yo esperé que lo hiciera. Y en lo profundo de mi alma, yo sabía que no lo dejaba ir porque necesitaba sentirme deseado por alguien, aunque el precio fuera el dinero. 

- ¿Qué tan malo fue? – preguntó.

- No tanto – le dije, bajándole el perfil al asunto.

- Entonces…

- Bueno, quería un favor tuyo… emm… de esos favores grandes.

- Depende.

- No te pongas difícil – le suplique – ¡¡por favor!!

- Fabián, te dije que no te ayudaría en eso. No más. Te apoyo en todo lo que quieras, pero eso… tú sabes lo que opino. ¡Por Dios, Fabián!, ¿hasta cuándo vas a seguir con esto?, ¿Qué quieres?, morir poco a poco…

- No seas injusta… - la increpé.

- ¡Conmigo no! – me grito, había tocado la fibra… iba a tener que usar mi técnica súper secreta para revertir la situación.

- Entonces… olvídalo, voy a pedir ayuda en otro lado.

- No me hagas esto, quieres que me sienta culpable, pero esta vez no, lo siento, no quiero escuchar más, fue suficiente por hoy… no me llames, yo te llamaré cuando la ira que siento ahora se haya calmado. – y cortó la comunicación.

Y me quedé escuchando el tono de llamada finalizada, sin poder creerlo. – ¡Que mierda! – dije frustrado y le di un golpe al volante.

Llegué a la oficina a tiempo, el reloj-control marcaba las ocho veinte cuando deslice mi dedo en el sensor para marcar mi ingreso. Llevaba un año trabajando para el Servicio de Salud, con el equipo en que estaba inmerso, creábamos softwares que ayudaban a los funcionarios de los diferentes hospitales, clínicas y centros de salud, a mejor los sistemas de salud, optimizar tiempo y recursos. Me sentía comprometido con mi trabajo. Y enfocaba casi todas mis energías mentales en obtener los logros y beneficios que, aparentemente traía para las personas mi trabajo.

- Hola – me dijo la voz femenina con la que había tenido un altercado telefónico esta mañana.

- Buenos Días – le dije, dándome vuelta lentamente, para retirarme a la oficina, donde me esperaba mucho trabajo por hacer.

Caminé, y mientras lo hacía, esperé que ella me llamara para arreglar las cosas, que me dijera que me podía ayudar, yo de verdad necesitaba su ayuda. Pero éramos dos titanes obstinados y orgullosos, y no daríamos nuestros brazos a torcer tan fácilmente. Entre rápidamente a mi oficina cuando la vi avanzar por el pasillo. Era hermosa. Alta, piernas largas, y cabello castaño, crespo que le caía a cascadas por la espalda. Tenía piel dorada y unos ojos cafés suspicaces, de los cuales no escapaba nada, la arquitectura de su rostro y los labios hacían que te perdieras en su belleza, y sin embargo, había un no sé qué en esa cara, que te hacía querer salir corriendo. Esa era Claudia, mí Claudia.

No perdí más tiempo pensando, y me voltee para ver que tres de los cuatro escritorios ya estaban ocupados por sus respectivos dueños. El espacio era amplio, las paredes tenían un tono gris, y las ventanas daban al patio interno del establecimiento. Donde rosas florecían y el verde del pasto me sacaba la lengua. En cada esquina había un escritorio, cada uno con dos sillas, separados por una especia de biombo que nos entregaba privacidad, además, cada cédula individual contaba con su propio estante con archivadores. En el centro, había una mesa, que utilizábamos para hacer los planes que nos permitían mantener las cosas andando.

Me dirigí a mi puesto, y salude a los chicos con la mano, hoy no tenía ganas de un desayuno grupal, ni de perder el tiempo hablando, mi enojo por Claudia crecía, y me volvía apático. Ellos parecieron entender mi humor de perros, y no dijeron nada.

Encendí mi ordenador, y lo primero que hice fue comprobar mi cuenta bancaria. La transferencia estaba hecha, como lo prometió. Fue emitida durante la madrugada a las tres con quince minutos, el emisor del cargo a mi cuenta era Antonio San Martín.

Acaricié el nombre sobre la pantalla, preguntándome hasta qué grado tenía razón Claudia respecto a que no debía involucrarme con este hombre al que apenas conocía, pero con el que había soñado tantas veces, al que me entregaría por completo si me lo pidiera, pero el que al parecer, solo estaba interesado en el orificio entre mis nalgas. Y luego miré el Comentario de la trasferencia, ponía cuatro letras, solo cuatro letras que separaban lo que era y lo que podría ser. PUTO. Esa era mi realidad. Eso era lo único que yo significaba en su vida. Y yo lo aceptaba.

El tono de mensajes de mi celular sonó. Mire la bandeja, era él.

Hoy a las 01:00 am. Mismo lugar. Solo hablar.

Me quedé mirando el teléfono largo rato, sin saber que hacer o responder, nunca había recibido ningún mensaje de esta índole de su parte. Es decir, sí, en general todos sus mensajes eran iguales, indicaba el día, la hora y el lugar. Pero eran esas dos palabras finales las que me inquietaron. “Solo hablar”, ¿De qué?, en estos dos años, la frase más larga que me había dicho era “¿Cuánto cobras?” y ese había sido el final de la comunicación, las otras veces que se dirigía a mí era para darme ordenes respecto a las cosas que quería, antes, durante y después de cada atención. Básicamente un desvístete y tiéndete ahí, quiero esta posición, y arregla la mierda que dejé, eso mientras se retiraba sin mirar atrás.

Los nervios comenzaron a hacer efecto en mí, mis manos temblaban y decidí enfocarme en el trabajo, antes de empezar a perder la cordura. No sin antes enviar mi respuesta a su mensaje.

OK.

(9,10)