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Negación - Capítulo 5

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- ¡Tenemoss que entrrarr!

Me encontraba apoyado en la puerta. Miguel se había sentado en la acera, negándose a ingresar a la casa. Llevábamos media hora en un enfrentamiento que era, más bien, unipersonal. Parecía no darse cuenta de mi presencia.

- Nancy… esttoy essperrando a Nancy… ¿yaa volvió?, fue al baaño… – Se miraba las manos.

- Brawnny… ¡Tenemoss que entrrarr! – era la décima vez que repetía lo mismo.

- ¡Naaaaaaacy! – comenzó a gritar.

- Shhhh… ¡no grittess idiotta! – me acerqué tambaleando, aún presa del alcohol – Brawny… sse fuee... – apoyé mi mano en su hombro cuando llegué lo alcancé, más para evitar una caída a darle contención. Se alejó.

- ¡Maaaaandyy!

- ¡En sserrio!... ni siquiiera reeccuerdas su noombre… - hablábamos lento, extraño, me reí de nuestro nuevo idioma  – Vamosss hombrrre… entrrremosss a casssa. Porr favorr.

- Déjame… - y luego refunfuñó algo inteligible.

Desde el momento en que pusimos un pie fuera del “Aries” las cosas se complicaron. Tuve que volver a entrar tres veces al Bar en su búsqueda, cada vez que me alejaba a llamar un taxi, le pedía que me esperara quieto en la entrada. Daba un paso, me volteaba para asegurar su presencia allí, y ya no estaba. Lo hallaba en la pista haciendo su “danza de la lluvia”. Lo arrastraba de regreso a la salida. Rezongaba mientras pasaba su brazo por mi cuello, y nos arrastraba de regreso a la calle. Cuándo desapareció por tercera vez, le pedí ayuda a uno de los Guardias. Hicieron falta tres para meterlo al Taxi. En el momento en que el chofer aseguró la puerta, puso ambas manos en el vidrio y gritó el nombre de Nancy una vez más, dimos la vuelta en la esquina, y ya roncaba tranquilamente apoyado en mi hombro.

Sacarlo del vehículo fue el segundo problema, deseaba volver a buscar a Mandy o Nancy, ni siquiera sabía cuál era su nombre en realidad. Cuando logramos bajarlo del automóvil, lo dejé apoyado en uno de los árboles que hay en la avenida. Me acerqué a la puerta para quitarle el seguro. Sentí que el taxi se marchaba, y me volteé para mirarlo, una vez más. Caminaba por el jardín de los vecinos, tambaleándose. Lo llamé, me miró, y se echó a correr calle abajo. Lo perseguí, y no lo habría alcanzado si no fuera porque tropezó y rodó por el suelo, en su estéril intento de darse a la fuga.

Ya de regreso, se sentó huraño en el cemento, y ya no logré moverlo más. Eran las cinco de la mañana. Alterné estados de amabilidad e ira en la medida en que el tiempo pasaba y no lograba hacer que sacara su trasero del asfalto. Seguía llorando la pérdida de su amada Nancy. La Dulcinea que alejé de su vida.

- Brawny… ¡Brawny, desspierta! – le grité, cuando había perdido toda esperanza, y comenzaba a plantearme la idea de dejarlo solo – Nancy te esstá essperrando en mi cama… dice que te apurress… tiene algo esspecial para darte.

Se volteó a mirarme. Elevó las cejas, como diciendo “la traigo loca”. Se puso de pie, se estiró en toda su longitud, y se dirigió a la puerta. Si lo hubiese pensado antes, habría evitado el entumecimiento que sentía en el cuerpo, era una fría noche de invierno, el cielo estaba encapotado, no habían estrellas esta noche, sólo nubes que amenazaban con un diluvio que nunca llegaba.

 - Hagaamos esstto -  se dijo a sí mismo, y comenzó una carrera hacia el segundo piso, maratón que terminó antes de que empezar. Chocó en la puerta, trastabilló dos veces en la escalera y su último accidente fue el peor, al intentar hacer un salto olímpico a la cama y errar la dirección estampándose contra el piso. No pude evitar las carcajadas y continúe riendo mientras lo veía tirado ahí, tratando de levantarse -Se lo tenía bien merecido-. Cuando logré controlar la risa, lo ayudé a subir a la cama, le retiré la chaqueta, los zapatos y los pantalones para acomodarlo. Se entregó al sueño apenas tocó la almohada.

Bajé lentamente al primer piso para asegurar la puerta y apagar las luces. Me llevé dos vasos de agua a la habitación y medicamentos para la migraña. Saqué un cobertor del armario y lo llevé al berger que estaba en la esquina del dormitorio, me saqué la americana, los zapatos y el cinturón, y me envolví ahí, mientras el mundo daba vueltas.

Soñé que estaba nuevamente en el baño del “Aries”, me miraba al espejo, estaba solo, y el agua de lavabo corría. Estaba atento a los espirales que el líquido hacía antes de perderse en las tuberías. Y luego sentí un mordisco en el lóbulo de mi oreja. Levanté la vista. La imagen parpadeó y todo cambio, ya no estaba solo.  Eduardo me envolvía, sus manos me poseían, su boca jugaba en mi cuello, mordiendo y succionando. Se paraba a mi lado. Observé el reflejo con mayor detención. Su brazo izquierdo era una banda en mi cuerpo, que nacía desde mi espalda, giraba bajo el brazo, y subía desde mi flanco cruzando el abdomen, finalizando en sus dedos, que comprimían mi pezón derecho con fuerza, retorciéndolo, irradiando placer. Miré más abajo, los pantalones de ambos estaban al nivel de las rodillas, dejando nuestros genitales desnudos. Su pene se apoyaba en mi muslo, mientras ejercía presión ahí, frotándose en mi piel, veía y sentía como el prepucio subía y bajaba, revelando un glande grande, rosado y húmedo con cada vaivén. Sus testículos me golpeaban al ritmo de su movimiento frenético, irradiando calor. Su mano derecha jugaba con mi agujero, sus dedos invadiendo mi interior, entrando y saliendo, estimulando, abriéndome.

- Cierra los ojos -  ronroneó en mi oído, su voz me llegó profunda, excitada.

Le hice caso, e inesperadamente sentí algo duro y húmedo entrando por mi ano. La intromisión fue grandiosa. Mi cuerpo se amoldó al suyo, mi recto le daba la bienvenida con reverencias. Profundizó su penetración, llegando a lo más profundo de mí. Éramos dos cuerpos, dos mundos unidos. Percibí la presión de su cuerpo en mis nalgas cuando su falo estuvo completamente adentro. Sus vellos rozaban la piel sensible de mis glúteos, y en el perineo advertí el calor de sus testículos grandes que ardían. Comenzó con un movimiento lento, suave, que me hizo gemir. Deseaba más, lo deseaba todo. Rozó sus manos en mis muslos, y luego me acarició en círculos, subiendo hasta detenerse en mis caderas. Me comenzó a bombear, manteniendo su agarre firme, evitando que me moviera. Fue maravilloso. Me apoyé en el espejo, para ayudarlo a estabilizar mi postura cuando el movimiento de sus caderas se volvió brusco, tal era la fuerza de sus embestidas. Apretaba mi anillo como agradecimiento por el placer que me daba, y ambos disfrutábamos por un momento.

De improvisto el tamaño de su miembro se volvió incómodo. Se tensó contra mí, sus movimientos me perforaban. Algo no andaba bien, me percaté mientras comenzaba a cruzar la línea del placer y el dolor, y me quedé ahí, en una cuerda floja. Su pene comenzó a hincharse en mi interior, agrandándose, abriéndome abruptamente, el placer se había ido. Sus arremetidas no cesaban, y en algún momento, las fuerzas me abandonaron, porque cuando clamé por su ayuda, nunca llegaron. No podía moverme.

Era un dolor inexplicable, incomparable, nunca antes vivido. Sentía que me evisceraba. El movimiento de sus caderas no menguaba, él era totalmente ajeno a lo que sentía. El cuerpo en mi interior no dejaba de crecer, era un globo que en cualquier momento reventaría en mí. En algún momento pude abrí los ojos. No era Eduardo el que se cernía sobre mí. Era otro, era Antonio, con su mirada oscura, llena de odio, llena de furia. Tenía el rostro crispado, arrugado, como esforzándose en que cada arremetida fuera más profunda y más dolorosa que la anterior. Sangre descendía por mis muslos. Cuando su mirada se encontró con la mía en el espejo, sonrió.

- Voy a partirte en dos, Puta – me dijo - Te voy a culear hasta que no puedas usar el ano ni para cagar.

Sentí que algo se quebraba en mi interior. Hubo más dolor, y desperté.

Me senté sobresaltado, el corazón desbocado, bombeando sangre a mil latidos por minutos. Tenía un zumbido agudo al interior de mi cabeza, que me embobaba. Me sentía desorientado, no comprendía si era el mundo el que giraba, o era yo. Cerré fuerte los ojos, esperando que mi cerebro se reorganizara. Una imagen invadió mi mente, un cuadro del sueño que estaba teniendo hace pocos segundos. Estábamos él y yo. En el reflejo de un espejo. En mi cara había desesperación, y en mi boca abierta, un grito de ayuda que nadie escuchó. Estaba derrotado ante su cuerpo, flácido y roto. Su cara era la de un hombre que había ganado una guerra, acreedor de una gran victoria, no había una pizca de remordimiento, solo gloria ante magna proeza. Y había sangre -mi sangre- que escurría a cascadas por la parte interna de mis muslos, dejando una laguna en el suelo. Sentí nauseas, y corrí al baño.

- - -

No me sentía bien. Era un error haber venido a trabajar hoy, ni siquiera pude hacer mi rutina de ejercicios en la mañana. No llevaba un minuto siquiera de actividad física y me quedé sin aliento. Los músculos no me respondieron. Desde que desperté ayer, no había logrado quitarme la mezcla de olor a fermentación y vómito del cuerpo. Incluso, no tenía fuerzas para permanecer sentado en el escritorio.

Estuve abrazado al WC casi dos horas hasta que Brawny me encontró tirado en el piso del baño, aliviado por la frescura que el cerámico transmitía a mi cuerpo. No había tenido fuerza para salir de allí, no recordaba cómo llegué, sólo que lo hice a tiempo. Presenté episodios eméticos consecutivos, y me deshidraté en el proceso -grandioso-.

No sé qué aspecto tenía ayer, no muy diferente al que tengo hoy, supongo, parezco un zombie sacado de una película de ciencia ficción de mala calidad y de bajo presupuesto. Arrastro los pies, salivo en exceso y digo frases inconexas. Me he descubierto dos veces en menos de una hora, escribiendo las cosas que estoy pensando en hojas de cálculo y no números.

Miguel se asustó, me llevó a cuestas a la cama, y pasó todo su día domingo libre cuidándome. En algún momento, insinuó que mi estado era culpa de él, lo tranquilicé, recordándole que la idea inicial había sido mía. Por supuesto que también se burló, diciendo que tenía menos resistencia al alcohol que una mujer, y atribuyó mi cuadro a “debilidad femenina”. Cuando me aburrí de sus bromas, le conté lo fastidioso que era cuando se embriagaba, de lo complicado que fue traerlo a casa y de su idílico amor con Nancy, su futura esposa, a la que parecía haber olvidado. Eso dio por zanjado el asunto.

Él estaba fresco como lechuga, parecía que la cantidad de alcohol consumido no hizo mella en su cuerpo. Le pregunté si se sentía bien, “tengo resistencia” fue su respuesta. El resto del día transcurrió en forma más o menos normal, cerca de las dos de la tarde se metió a la ducha – había estado todo el día en bóxer y camisa – y cuando salió –desnudo- empezó a registrar mis pertenencias en busca de ropa. Se decantó por un buzo, que le quedó algo ajustado, y una remera. Teníamos el nivel de confianza para desnudarnos sin sentir pudor, o dobles intenciones –al menos por mí parte, él siempre tenía algún comentario-. Cuando fui capaz de sostener la cabeza sin marearme, le pedí que me ayudara a llegar al baño, apestaba. Me esperó sentado en la toilette, jugando con su celular mientras me duchaba. Cuando ambos estuvimos presentables, bajamos a la cocina. Me preparó una sopa “mágica” que prometía aliviar mi resaca. Apenas la olí, supe que sería incapaz de mantenerla en el estómago, tenía un color sospechosamente grisáceo, y un aspecto grumoso. Aparté la mirada cuando empezó a comer, le regalé mi plato y lo aceptó con gusto.

Durante la tarde vimos películas y jugamos videojuegos, fue una agradable tarde de chicos, hablando de trivialidades. Sólo lamenté estar indispuesto. Se en la noche, no sin antes preguntarme mil veces si me sentía bien,  me aseguraba que no sería ningún problema para él quedarse a dormir para cuidarme. Le pedí que no se preocupara y lo dejé en la puerta. A los minutos me llegó un mensaje suyo. Me pedía que le informara al medio día si estaba en condiciones para mis clases en el centro deportivo. Pero por sobre todo, que me tomara las cosas con calma.

Miré la hora, eran las diez con quince. Decidí dejar en pausa lo que hacía para ir al casino a comprar una bebida energética. Si la deshidratación me tenía en este estado semi-vivo, entonces lo que necesitaba era una buena cantidad de electrolitos.

No me había permitido pensar en nada de lo que ocurrió el sábado en el baño del “Aries”. Quería sentirme mejor físicamente, antes de comenzar a sanar psicológicamente. Al menos, ahora podía caminar, en vez de arrastrarme. Ese era un avance. Lo que pasó allí… fue intenso. No había otra forma de explicarlo. Si Eduardo no se hubiese detenido para decir esas palabras – que aún quemaban a fuego vivo en mi memoria – lo habría dejado continuar. Eduardo sólo quería poseer, si lo analizaba con detención, las semejanzas de sus palabras con las de él, podían ser sólo una coincidencia. Además, había visto al joven, salían juntos del cubículo, ¿Qué iban a estar haciendo? Eduardo era un depredador, lo confirmó esa noche. Sólo había estado jugando conmigo, ya había saciado su hambre con ese chico, pocos años menor que yo. Sólo se pavoneaba de lo que podía lograr con su cuerpo, y los efectos que tenía sobre la gente.

Que haya utilizado el apodo que me dio Miguel, eso era la otra incógnita que me inquietaba. ¿Otra coincidencia? -No, eso no fue coincidencia- pensé. Estoy bastante seguro que Eduardo me había visto en el local, antes de nuestro encuentro en el servicio. Cuando me dijo “Enano” lo dijo con sorna. Él debe haber escuchado a Miguel llamarme así. Prendió una luz, y yo fui atraído como una polilla a su circo. Se aprovechó de la situación, estaba ebrio, en el baño, solo. Vio una debilidad y la usó. Esperaba nunca volver a ver a ese hombre de nuevo. Haberlo visto el sábado, era una señal que reafirmaba la decisión que había tomado. Abandonaría este negocia antes que algo, verdaderamente malo, ocurra.

Cuando regresé a la oficina, Sophie, una de mis compañeras de trabajo me comentó que Claudia había llamado a mi anexo. Deseaba verme y le pidió a Sophie que me diera el recado una vez volviera del casino. La energética hizo milagros, me sentía mejor, una más y dos litros de agua y estaría listo para mis clases de la tarde. Le agradecí a Sophie, y pasé a mi oficina para hacer la llamada.

- ¡¡Claaaaaauuu!! – le grité, nuestro típico saludo.

- ¡¡Faby!! – me respondió - ¡Ven rápido, tengo novedades!

- ¡Voy corriendo! – le corté.

Me disculpé con los chicos, era mi segunda escapada en la misma mañana, creo que vieron que estaba tan mal cuando llegué, que incluso me alentaron. Estoy seguro que pensaron que era el portador de una extraña enfermedad en extremo contagiosa, y mientras menos tiempo pasara cerca de ellos, menos probabilidades había de que los contagiara. Me apresuré por los pasillos hasta la consulta de la Dra. Claudia Bowen – Médico Gineco-Obstetra.

- Toc, toc – dije, mientras asomaba mi cabeza por la puerta.

- ¡Pasa! – me dijo, al momento que se cubría la boca. La atrapé con las manos en la masa comiendo chocolates, su debilidad.

Su box de atención era amplio, ordenado. Se hallaba en el segundo piso, y las ventanas detrás del escritorio donde se sentaba, daban al estacionamiento. Más allá, podía ver los edificios de la ciudad, grises, perdiéndose en el paisaje entre las nubes que cubrían el cielo. Su oficina, era dos veces el tamaño de la mía. Estaba correctamente distribuida, acorde a las normas que rigen los recintos hospitalarios. El área administrativa estaba conformada por su escritorio en forma de ele, con el ordenador y todos los documentos pulcramente ordenados, nunca osaría mover alguno, eso sería liberar al Kraken. Ella usaba una silla giratoria, con respaldo alto. Miraba algo en la pantalla del computador, seguramente alguna revista médica. Había dos cómodas sillas para los pacientes, yo usaba una de ellas. Arrimado al  muro había un estante lleno de libros. Del otro lado, estaba el área clínica, la cama ginecológica predominaba en la imagen -con esas perneras laterales que daban miedo-. No entendía como las mujeres adoptaban esa posición para acudir a sus controles médicos, la posición en sí, era sumamente incómoda, y te sentías jodidamente observado. Tuve que subirme a esa silla de tortura medieval un día, y fue lo más vergonzoso que he hecho sin pantalones.

Frente a la camilla había una pequeña mesa portátil llena de instrumentos, una lámpara y un banquito. Adyacente a estos, había dos lavamanos, uno con un cartel verde que indicaba “Área Limpia” y otro rojo para el “Área Sucia”. Hacia la izquierda, tras una puerta corrediza, estaba el baño en el que la Doctora sentada frente a mí, te pedía amablemente que te desvistieras mientras te entregaba una ridícula bata, que no te cubría el culo.

- No te ves muy bien – me miró, dejando de lado el interesante artículo, hice una mueca.

- Hago lo que puedo.

- ¿Has vuelto a vomitar? Dame tu mano – se la tendía, y buscó mi pulso.

- No. Nada más.

- ¿Nauseas, dolor de cabeza, pititos en los oídos, ves estrellitas? – Me soltó y abrió una de las gavetas de su escritorio – Abre la boca.

- Nop… nop… nop  y nop… - Se acercó con un baja-lenguas – Ahhhh…. – abrí grande.

- Sigues deshidratado – dijo, eliminando el palito de madera en un basurero bajo es escritorio - ¿Has tomado líquidos?

- Me acabo de tomar una bebida energizante.

- Bien, eso ayudará.

- Si, Doctora… y dígame… ¿cuánto tiempo me queda? – dramaticé.

- Sobrevivirás, tranquilo. – se reía. Hoy estaba de bueno humor.

La Dra. Bowen era una mujer bastante seria, siempre era raro escucharla bromear. Fue la hija única de un Abogado y una Maestra de Párvulos. Sus padres le entregaron la vida que cualquier niño desea, fue una princesa criada en un castillo. Nunca se le negó nada, y cuando había un deseo en su mente, éste se cumplía. Sus padres fallecieron en un trágico accidente ante sus ojos, cuando era una adolescente de quince años, y junto con ellos enterró el cuento de hadas en el que vivió su infancia. Heredera de una pequeña fortuna familiar, fue obligada a vivir junto a sus tíos. La hermana de su madre y su esposo. Nadie más la consintió, y apenas alcanzó la mayoría de edad, emprendió el vuelo. La pérdida y la soledad, templaron su espíritu, era una mujer tenaz, que amaba en silencio, profundamente generosa. Pero con espinas en el alma. Nos conocimos en extrañas circunstancias un día en la Universidad. Había perdido la beca, y me encontraba en el rincón más apartado del campus, llorando mientras veía que mis sueños se desmoronaban a mí alrededor. Ella me encontró. Nunca le pregunté qué hacía deambulando sola en el lugar menos transitado del edificio. Solo recuerdo que se sentó a mi lado, en silencio, hasta que me tranquilicé. Y nunca más me separé de ella.

- Tengo buenas noticias – se tocó la punta de la nariz, como en “I Dream of Jeannie”.

- ¡Me gané la lotería!

- No… pero soy tu amiga y eso es mejor que cualquier premio.

- Tienes razón – Le guiñe un ojo, y la apunté con mis dedos – Eres una estrella de Rock.

- Verás, respecto a lo del sábado… - me puse serio, siempre al grano Doc - … hablé con mi colega, Roberto, supongo que lo recuerdas, me asistió esa vez que pusiste tu trasero ahí… - apuntó la camilla ginecológica.

- Cómo no olvidarlo… fueron muy amables mientras suturaban mi ano. – Ironicé - Nunca le agradecí a “Roberto” como correspondía… debí haberlo dejado probar el resultado ¿no crees?

- Ja ja. ¡Muy gracioso! – Me miró con antipatía -  Déjame decirte que le debes a Roberto la salud de tu culo… otra vez. – Volvió a abrir la gaveta y puso en el escritorio un pequeño sobre blanco.

-  ¡Dile a Roberto que lo amo! – dije mientras tomaba el sobre como un niño que recibió el regalo que quería en navidad. Dentro había tres supositorios y mi salvación.

- ¿¡Sólo a Roberto!? – se llevó las manos al pecho, indignada.

- Nooooo… - me pare y la tomé desde donde estaba sentada, abrazándola por sobre el escritorio,  junte nuestras mejillas y las exprimí unidas. Luego aleje mi cara y comencé a besar la de ella. – A. Ti. Te. Amo. Mucho. Más – iba diciendo mientras le llenaba la cara a besos, sin importar dónde se los daba.

- ¡Chupamedias! – dijo y me alejó… su cara volvió a la compostura y se sentó, ordenando su inmaculado delantal blanco – lo que me recuerda. – puso otro sobre el escritorio, más grande ahora, Lo tomé de mala gana.

- ¡¡Yupii!!... ¡¡Condones!!... ¡¡Hurra!! – agité la bolsa al lado de mi cara.

- Son fundamentales y lo sabes. A fin de mes, vamos a repetir las pruebas. Y voy a hablarle a Roberto, para que venga a evaluar tu… - Roberto Santibáñez era un prestigioso Urólogo, habían estudiado juntos en la escuela de medicina-.

- Ya, ya, ya, ya… ¡entendí!, ¡entendí!...

- Los supositorios – indicó la bolsa, más pequeña – bueno, sabes cómo usarlos, pero, debo mencionarte que el tiempo en que comienzan a hacer efecto es muy corto, uno o dos minutos. La musculatura del esfínter no va a responder a tu cuerpo, y tu ano se dilatará en forma pasiva, por sí solo. – se pasó la mano por la frente - ¡Por Dios, no puedo creer que me hagas decirte esto!

- Entiendo… ósea… 

.- Lo que quiero decir, es que te sugiero, que te lo administres unos treinta minutos antes de que te penetren – me puse rojo –. El recubierto del supositorio demora aproximadamente quince minutos en disolverse, y la Lidocaína, el anestésico que trae, unos dos minutos en adormecer la zona, con el resto del tiempo nos aseguramos que el fármaco haga efecto. Pero este plazo no asegura que no pierdas al cien por ciento el tono muscular rectal, o sino, será evidente que hiciste algo, porque será muy fácil metértelo…!Uf!.. Lo dije – giró en su silla, hasta volver a su posición inicial.

- Eso fue… - sentía mis mejillas arder.

- ¡No!... No digas nada…

- Creo que es mejor que me vaya – le dije apenado.

- Una cosa más, el efecto dura aproximadamente tres horas, y no puedes usar otro supositorio hasta un rango de seis a ocho horas desde la primera administración, si no respetas estos tiempos, estás aumentando la concentración plasmática del fármaco, y esas serían malas noticias para todos.

- Lo tengo, uno media hora antes y durará tres horas. El siguiente a las ocho horas después de poner el primero – concluí.

- ¡Exacto!

- Gracias… – le dije poniéndome de pie – …por la segunda conversación más incómoda que hemos tenido... fue un honor para ti, verme. Pero este cuerpo, tiene que laborar. – llegué a la puerta y la abrí… me despedí con la mano, como un niño, quería correr de ahí.

- ¡Vete!... ¡Y no regreses! – Me gritó mientras la silenciaba cerrando la puerta. Suspiré, escondí los sobres en mi chaqueta, y volví al trabajo.

- - -

Los días pasaron, y la angustia creció.

Cuando salí de la consulta de Claudia el lunes, la esperanza opacó lo malo del fin de semana, todo marchaba viento en popa, y estuve tranquilo. Hice mi clase en el gimnasio, ya que para el mediodía había vuelto a ser yo mismo. Aguanté un par de bromas de Brawny, y hablé con Cecilia un rato en el pasillo en mi hora de descanso. Se iría a la playa con su marido al día siguiente al atardecer, planeaban estar fuera hasta el jueves de la semana próxima, eran unas mini-vacaciones. Se veía ilusionada, parecía que el sol oculto entre las nubes, se las arreglaba para enviarnos rayos de luz a todos y arreglar nuestros días. Como ya no tenía otras obligaciones ese día, volví a casa, estuve hasta las dos de la mañana revisando los exámenes, principalmente porque quería sacarme ese peso de encima – había acumulado mucho trabajo –, por otra parte, porque tenía curiosidad de saber cuántos difuntos se adjudicaría “El Cementerio” en su primer semestre como docente. La cifra no decepcionó. Nueve cursos compuestos por treinta personas cada uno, doscientos setenta estudiantes en total. Cuarenta reprobados. Que equivalían al catorce coma ocho por ciento del total de mis alumnos. Diablos, era oficial, yo era un maldito bastardo, y me enorgullecía serlo.

El martes fue un día complicado, retomé mi rutina de ejercicios, lo que estuvo bastante bien, y trabajé afanado en la oficina, conseguí mejorar uno de los programas más obsoletos utilizados por la enfermeras,  la actualización les permitiría generar estadísticas a mayor velocidad respecto a la versión anterior, y eso agilizaría la gestión de camas. Y todo eso lo conseguí en una mañana., yo era simplemente genial. Nos coordinamos con Claudia para un almuerzo alto en calorías, en una de las tiendas de comida rápida cercana al Centro de Salud, sin darme cuenta, estaba marcando el reloj-control para dirigirme al Centro Deportivo, el día se había hecho humo. Las cosas empezaron a salir mal en cuanto puse un pie en el templo del fitness. Brawny me esperaba con una genial noticia. Estableció un convenio con un Capitán o algo así, de las fuerza militares. El acuerdo consistía en la creación de programa de entrenamiento complementario para los soldados –activos o veteranos- que habitaban la ciudad. Miguel quería que el programa estuviera listo e implementándose a principios del siguiente mes, es decir, en dos semanas, justo cuando se retomaran las clases en la Universidad. Era una buena adjudicación para el gimnasio, me alegraba por él. Pero era una patada en los testículos para mí, odiaba a los militares, y creo que Eduardo Martínez era la razón de mi problema con ellos. Hice mis clases y no volví a hablar con el idiota de Miguel, me fui sin despedirme, y llegué echando humo por las orejas a mi casa.

El miércoles, me empecé a preocupar por la ausencia de información. No había recibido ningún mensaje de él, nada pasó después que el viernes le enviara mi respuesta a su propuesta. Me ilusioné con la esperanza de un final corto, una incisión sin dolor. Un corte y luego una sutura. Una ecuación simple. Pero nada era simple si se trataba de él, e imaginaba su satisfacción pensando en la angustia en la que me tenía sumido, después de todo, esperar también es una forma de tortura. A parte del nudo en el estómago que crecía con cada segundo del reloj, me permití desarrollar mi vida con normalidad. Así sería mi vida ahora. Se acabaron las levantadas a media noche, en respuesta a las erecciones nocturnas de alguno de los cinco hombres a los que les abría las piernas. Podía acostumbrarme a esto, pero nunca a la energía sexual acumulada. El sábado en el Bar había sido desastroso, pero me dejó con ganas de más. Y tener las noches libres sin la Universidad, no me provocaba el suficiente cansancio mental que requería para olvidar esa necesidad tan primitiva. Había decidido permanecer en el gimnasio con Brawny a trabajar en su nuevo-súper-moderno-programa-de-instrucción-militar-no-oficial para pasar el rato, y no caer en tentaciones.

El viernes por la noche ya me estaba volviendo loco, sentía la necesidad imperiosa de sentarme en posición fetal en una esquina y balancearme hacia adelante y atrás incesantemente hasta recibir algún mensaje de su parte que pusiera fin a la incertidumbre. Me gustaba tener el control de mi vida, y sin darme cuenta, se lo había concedido a un psicópata. Si yo no fuera un cobarde, habría actuado como un hombre, y no como una niña asustadiza. Pero sí, prefería mojarme los pantalones de miedo, a intentar librar una guerra armada con él. No me gusta la violencia física, nunca le he levantado la mano a nadie, ni nadie me ha golpeado, con excepción claro de esas nalgadas… pero era distinto – al menos de eso trataba de convencerme – me daba esos golpes con el propósito de recalcar el poder que ejercía sobre mí, mi cuerpo era suyo y él podía hacer lo que se le daba la gana con él. Yo no podía hacerle frente. Simple. Hace unas noches le bastó un segundo para tenerme a su merced, y de haberlo deseado, me habría roto la cara a golpes.

Con la violencia psicológica y verbal, la cosa era diferente – y no es que yo fuera masoquista – pero, la verdad, me había acostumbrado a ser insultado y humillado. Siempre me he topado en la vida con personas que me tratan como basura. O simplemente no me tomaban en cuenta. Un ser invisible, un puesto vacío. He combatido con ellos haciéndome notar, tratando de brillar y deslumbrar en las cosas que hago, he sido perfeccionista como respuesta a una sociedad que me sentenció al fracaso desde el día de mi nacimiento, solo por el hecho de ser pobre. Y les enseñe con acciones a esas personas, que incluso la semilla de la mujer a la que trataban de prostituta por tener hijos de diferentes padres, podía convertirse en un árbol que opacaba sus flores por su grandeza. Creo que eso explica la razón por la que me convertí en un docente tan exigente cuando empecé el curso, ellos vieron a un niño jugando a ser profesor, y me convertí en un dictador – joven –, pero un tirano al que respetaban.

- - -

Ya estaba paranoico, le pedí a Claudia y Miguel, que me mensajearan cada una hora para asegurarme que la ausencia de mensajes – sus mensajes – no se debiera a una falla técnica o de conectividad de mi aparto celular. Me quedaba horas mirándolo el teléfono en las noches, esperando el maldito texto. Me preguntaba como un aparato electrónico tan insignificante, podía marcar tanto la vida de una persona. Y yo era adicto a la maldita cosa.

No dormía bien. Pasaba horas dándome vueltas en la cama pensando en infinitos argumentos que justificaran su silencio. Lo positivo de todo era que como nunca, conseguía niveles de concentración que tenían a todos con la boca abierta.

Brawny era el más contento, desde que empecé el miércoles de la semana pasada a trabajar en su grandioso-supercalifragilisticoespialidoso-proyecto-de-instrucción. Nos quedábamos trabajando en conjunto hasta alta horas de la noche. Me constaba admitirlo pero el hijo de puta era un genio en lo que hacía. El idiota tenía veintisiete años –un anciano– pero sus conocimiento profesionales como Administrador, y su título de Preparador Físico eran las claves del por qué su gimnasio, que había partido como el pequeño emprendimiento de un profesor de educación física, se estaba convirtiendo en un Centro Deportivo de excelencia, y el mejor de la ciudad. Planificaba estratégicamente todas sus acciones, cada paso, cada movimiento, era fríamente calculado. Entendía cómo los cambios de la economía nacional y mundial influían en la oferta y la demanda, y generaba acciones rápidas que contrarrestaban cualquier pérdida que pudiera afectar al gimnasio. Miguel se estaba llenando los bolsillos de dinero, incluso con un mercado en recesión. Creo que había llegado el momento de pedirle un aumento. Me encargué de la parte informática, había decido instaurar un sistema que permitiera controlar, estrictamente, el tiempo en que los militares iban a hacer uso del espacio de entrenamiento, las clases en las diferentes disciplinas a las que debían asistir, o los horarios de trabajo con los personal trainers, Cuando se concentraba, la cara de niño bueno, era reemplazada por el rostro de un hombre serio, una arruga se marcaba en su frente, y si lo miraba con detención, podía ver los engranes trabajando en su mente. Para hoy, jueves veintisiete de junio – una semana y un día después de haberlo empezado – el proyecto estaba casi listo, sólo quedaba afinar detalles mínimos y darle marcha blanca.

Con la oficina y el proyecto avanzando a pasos agigantados, y después de días de arduo trabajo, me senté a beber un café, mientras miraba la televisión sin ver nada en realidad. Aún no recibía mensajes, pasé por todos los estadios de locura en mi búsqueda de libertad. El trabajo me absorbía, pero no lograba erradicar completamente esa voz en mi cabeza, esa promesa. Si antes dormía poco, ya no dormía nada. Había puesto nervioso a mis amigos. Pasé todo el fin de semana con Miguel trabajando, hasta que se percató de mi ansiedad. Claudia me llamaba o me mandaba mensajes cada cinco minutos, preguntándome si había alguna novedad, ella también quería que la agonía terminara luego. “Dar vuelta la página – había dicho – y escribir un capítulo nuevo”. Se acababan los tiempos del Puto.

Miré el reloj mural del living, eran las once cincuenta y siete de la noche. Esperaba que mañana viernes – cuando se cumplían dos semanas desde que esperaba su respuesta – hubiera humo blanco. Comenzaba a sentir que toda la preparación psicológica que había hecho para afrontar ese momento, se estaba yendo de mis manos, era un orbe tan resbaloso que no podía sostenerlo más tiempo, antes que se precipitara al piso y se destruyera. Había trazado los planes infinitas veces. Había imaginado la situación, la había vivido en mi mente, una y otra vez. Y ahora me atentaban las dudas, y veía fallas en todas las simulaciones mentales en las que me ponía.

Apagué el televisor, y subí a mi habitación, no tenía sueño, pero mirar el techo se había vuelto un panorama bastante novedoso, lo hacía mientras trataba de dejar mi mente en blanco, y empezaba a ver imágenes en la madera. Rostros, animales, países y esas cosas que la gente loca observa. Hice mis últimas necesidades fisiológicas del día, y cepillé mis dientes. Me miré al espejo, había perdido peso, se notaba en la forma en que se hundían mis mejillas dejando un hueco, la piel pegada al hueso. Había bolsas bajo mis ojos, de un extraño color morado. Mi piel, más blanca de lo normal. Sentía incluso, que estaba perdiendo pelo. Estaba bien jodido.

Me arrastre en modo zombie a la cama, para mirar la hora, ya era pasada la media noche, dejé el celular de lado, y apagué las luces. Pasó, lo que pareció un minuto y el celular vibró, anunciando la entrada de un mensaje. – Claudia – supuse. Lo leí.

Puto, hoy a las 23:00 hrs. En el mismo lugar. Cumpliré lo que te prometí.

Pagaré el doble por cada hora. Espero tus resultados.

Junto al mensaje, adjuntó cinco archivos multimedia. Eran imágenes, fotografías de exámenes de laboratorio, cuyos resultados habían sido extendidos el día miércoles veintiséis de junio.

Test de Serología Rápida para VIH: Negativo;

Test No Treponémico para Sífilis: No Reactivo;

Serología para Hepatitis B y C: Negativos;

Cultivo Thayer Martin: Negativo para Gonorrea;

Cultivo Viral: Negativo para Herpes Tipo 2.

Me quedé mirando el mensaje y las imágenes un momento. Y sentí que por fin era relevado de mi castigo, yo no era Atlas, la bóveda celeste no me pertenecía. Yo podía ser feliz. Pronto lo sería. Dejé el celular en la mesita de noche. Me acurruqué en la cama. Y, por primera vez en días, dormí.

(9,17)