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La reeducación de Areana (4)

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Empezaba a percibir, cada vez con mayor claridad, que probablemente hubiera estado buscando precisamente eso que acababa de encontrar en la casa: rigor, imposición de límites, castigo.

Por eso su pésimo comportamiento en procura de que su madre la pusiera en vereda. Había algo del desafío y la rebeldía adolescente en busca de una identidad más allá de la infancia que se abandonaba, pero en ella todo eso estaba exacerbado y teñido por una presumible condición de sumisa. Intentó negar que había sentido un placer intenso mientras Amalia la zurraba. Procuró distorsionar en su recuerdo esa mezcla de dolor y placer, placer y dolor que le había proporcionado esa mano cayendo una y otra vez sobre sus nalgas. Intentó distorsionar en su memoria el recuerdo de ese dolor, pero fue en vano y abandonó su propósito para reconocer y aceptar todo lo voluptuoso y excitante de ese dolor, e incluso tuvo que admitir con cuánta ansiedad había deseado, luego de un chirlo, que llegara el siguiente. Ese velo que empezara a correrse en su interior profundo después de la primera nalgada se agitaba ahora como removido por un vendaval impiadoso que lo iba corriendo más y más dejando al descubierto una zona donde vibraban pulsiones, sentimientos y deseos ocultos por largo tiempo y que ahora empezaban a tomar forma y avanzaban lentamente pero sin pausa hacia el consciente de la niña.

“Me mojé… mientras ella me pegaba me mojé”… -recordó entre avergonzada y caliente. Lamentó estar esposada y no poder masturbarse y esa impotencia le llenó los ojos de lágrimas, le agitó la respiración y sus fosas nasales resultaron insuficientes para el cometido de enviar aire a sus pulmones. Tuvo que abrir mucho la boca y respirar por ese conducto durante un largo rato, hasta que finalmente logró tranquilizarse en alguna medida, sólo en alguna medida, aunque seguía avanzando por esa senda en la que acababa de adentrarse. El velo interno que había ocultado sus deseos más profundos y oscuros ya no la protegía. Ahora era otra Areana, tenía otra identidad, la verdadera, la que había buscando inconscientemente con su pésimo comportamiento y que le había sido revelada en casa de Amalia. Sentía, por un lado, una excitación muy grande, no sólo sexual sino vitalmente abarcadora, pero por otra parte también temor ante el interrogante de adónde la llevaría todo eso que acaba de descubrir en ella. “Soy un monstruo...” se dijo dolida y culposa. “una pervertida…” y se quebró en sollozos.

No supo cuánto tiempo había pasado hasta que de pronto escuchó el sonido de la llave girando en la cerradura, vio que la luz de la habitación se encendía y oyó las voces de Milena y Marisa. Los latidos de su corazón se aceleraron y mucho más cuando la mujerona la tomó de los tobillos y tiró de ellos hasta sacarla de la cucha. Vio a Milena sosteniendo una olla mientras Marisa le quitaba los grilletes y las esposas.

-Te traemos tu cena, mocosa. –le dijo la mujerona y levantó uno de los recipientes para que Milena depositara en él con un cucharón una porción de carne al horno con papas. Luego Marisa tomó una botella de agua mineral que había dejado en el piso y vertió un poco del contenido en el otro cuenco.

-Bueno, ahora a comer, putita. Cuando volvamos en media hora no quiero ni un miserable resto de comida ni una sola gota de agua. ¿Está claro? –dijo.

-Sí… -murmuró Areana mientras se preguntaba cómo haría para comer si no le habían traído cubiertos.

Milena advirtió que la jovencita miraba ambos recipientes y adivinando lo que pensaba le dijo mientras sonreía burlona:

-¿Nunca viste comer a un perro? –y agregó: -Ya oíste a Marisa, cuando volvamos queremos vacíos los dos recipientes y recordá que acá se obedece.

-Sí… -murmuró Areana sin darse cuenta. Al escucharla mientras abrían la puerta se miraron, sonrieron malévolamente y la mujerona dijo:

-La pajarita ya está en la jaula.

-Sí, o la perrita en la cucha. –agregó su compañera.

Cuando quedó sola, Areana se arrodilló ante los cuencos de comida y bebida con la intención de dar cuenta de su cena. Le costó asumir la situación, pero pudo lograrlo y sintió una intensa satisfacción unida a la conciencia de que rápidamente estaba siendo cada vez más ella, más realmente ella. Supo –y la revelación la estremeció- que ella era una perra en un cuerpo de mujer y que en su ignorancia anterior sobre tan contundente realidad había merecido el maltrato y las bofetadas de Milena, sus humillaciones y su rigor. Se inclinó entonces hacia el recipiente con la comida y comenzó a tomar los trozos de carne y las papas con los dientes, para desplazar su rostro cada tanto hacia el cuenco con el agua e ingeniárselas para beber. Tenía que ingerir todo, tanto la comida como el agua, no tanto por la amenaza del castigo sino porque era su obligación. Se lo habían ordenado y tenía que obedecer, y lo consiguió. Devoró toda la carne y las papas y bebió toda el agua. Finalmente, limpió ambos recipientes con la lengua hasta comprobar, satisfecha y orgullosa, que no había en ellos ni siquiera el más mínimo rastro de lo que habían contenido. No supo cómo esperar a las asistentes, si en la cucha o afuera, donde había cenado, y en esa duda eligió aguardarlas afuera y arrodillada.

Minutos después volvieron las dos y fue Milena quien se acercó primero a los cuencos mientras Areana permanecía de rodillas y con la cabeza gacha. La asistente observó ambos cuencos, los alzó y los acercó después a Marisa:

-Mirá. –le dijo, y la mujerona ladeó sus labios en una especie de sonrisa mientras se inclinaba sobre la pupila:

-Veo que vas entendiendo, mocosa. –le dijo y Melina agregó:

-Sí, la pendeja es más inteligente de lo que yo creía. Sabe lo que le conviene.

“No es una cuestión de inteligencia.” -se dijo Areana mientras Marisa sacaba del bolsillo de su chaqueta una pastilla y luego tomaba la botella de agua mineral que había quedado en el piso.

-Abrí el hocico. -le ordenó a la pupila y cuando ésta lo hizo le metió la pastilla en la boca y le dio a tomar agua del pico de la botella.

-¿Qué es la pastilla? –quiso saber Areana y en lugar de una respuesta recibió un fuerte puntapié en las costillas de parte de Milena. De inmediato tomó conciencia del error que había cometido y murmuró con la vista en el piso:

-Perdón…

-¿Perdón, qué? –la apuró Milena aferrándola por el pelo.

-No… no entiendo… -se desesperó la niña.

-¡¿A quién le estás pidiendo perdón?¡ -gruñó la asistente.

-Pe… perdón, Milena… -musitó Areana con tono apenas audible.

-¡Señorita Milena! –gritó la asistente y le pegó una bofetada.

-¡Decilo! –la apuró mientras la mantenía tomada por el pelo.

-Perdón… perdón, señorita Milena… -murmuró la niña sintiendo que la situación la estaba excitando.

La asistente la soltó y mientras intercambiaba una sonrisa con Marisa dijo:

-Estás aprendiendo, pendeja… ¡Muy bien!... Ahora vamos al baño y hacés pis, no quiero que te mees en la cucha de madrugada.

Areana iba a ponerse de pie cuando Marisa se lo impidió:

-¡¿Qué vas a hacer?! ¡¿Desde cuando creés que podés andar como una persona?!... ¡En cuatro patas, como la perra que sos! ¡Vamos!

A esa altura la jovencita estaba excitadísima y su pudor le hizo rogar que las asistentes no advirtieran el flujo que brotaba de su vagina. Se puso en cuatro patas y así fue al baño seguida por Milena. Se sentó en el inodoro e hizo pis observada con fijeza por la asistente, de cuya concha también estaba surgiendo abundante flujo. Cuando terminó de orinar, la niña hizo ademán de tomar papel higiénico para limpiarse y el gesto le costó una fuerte bofetada que la echó hacia atrás, contra la tabla del inodoro.

-Grabate esto en tu cerebro de perra: no podés hacer nada, absolutamente nada sin pedir permiso. ¿Entendiste?

-Sí, señorita Milena… Sí…

-Pedime perdón. –exigió la asistente.

-Perdón… -murmuró Areana sintiendo una inmensa tensión que le dificultaba respirar.

-¡¿A quién le estás pidiendo perdón, pendeja de mierda?!

-Perdón… Perdón, señorita Milena… -dijo Areana con una voz cada vez más tenue por el miedo y la calentura que la estremecían al mismo tiempo.

-Le pido permiso para limpiarme, señorita Milena… -murmuró y el permiso le fue concedido.

-Grabá esto en ese cerebro de perra que tenés: no podés hacer nada sin permiso, ni siquiera mover un dedo. ¿Te quedó claro, pendeja?

-Sí… sí, señorita Milena…

-Bueno, levantate de ahí, limpiate y ponete en cuatro patas. –Areana obedeció y entonces la asistente le ordenó:

-A la cucha, vamos, movete, perra. –y la siguió contemplando excitada esas nalguitas que hubiera querido azotar en ese mismo momento. Una vez en la habitación, Marisa le ordenó que entrara a la cucha y se acostara boca abajo con las manos en la espalda. Entonces la mujerona metió medio cuerpo adentro de la cucha, le colocó las esposas y después los grilletes en los tobillos. Ambas asistentes recogieron los recipientes y la botella de agua mineral y abandonaron la habitación luego de apagar la luz.

Areana estaba muy excitada. Las esposas y los grilletes la excitaban, Milena la excitaba, con sus atractivos físicos pero también con sus maneras autoritarias, con esa dureza con que la trataba, con sus bofetadas. Se sintió muy mojada y volvió a lamentar no poder masturbarse. Había develado su naturaleza sumisa y pensaba ahora, con marcada inquietud, en ese costado lésbico que su atracción por Milena le ponía de manifiesto. Varias veces había fantaseado en la escuela con algunas compañeras, aunque las cosas no pasaron de ese terrono, pero con Milena lo que sentía era mucho más fuerte. “¿Quién soy de verdad?”, se preguntó angustiada, pero pronto el somnífero hizo efecto y un sueño profundo vino en su ayuda para librarla de sus inquietantes pensamientos y de ese intenso deseo sexual que las esposas le impedían satisfacer.

Mientras tanto, en el living, Amalia era informada por sus asistentes respecto del notable cambio en el comportamiento de la pupila.

-Creo que ya la tenemos, señora. –opinó Marisa luego de comentar que la jovencita había dado cuenta de la cena sin protestar ni resistirse.

-No tanto apuro, Marisa. Aún le falta probar mucho castigo duro y muchas humillaciones para que esté lista, para que se la pueda considerar una sumisa, pero sin duda es alentador que haya cambiado tan rápido. Es que hay dos cosas: una es que se pueden contar con los dedos de una mano las hembras capaces de permanecer indiferentes ante el goce exquisito que provoca una paliza en la cola cuando está bien dada y dirigida precisamente a eso, a que la hembra goce. Eso es lo que hice con Areanita. Claro que le haremos probar ese castigo en el que se traspasa el límite del placer para meter a la hembra en el dolor puro, pero la primera zurra debe ser como la que yo le di a esta nena: una mezcla exacta de dolor y placer. Y la otra cosa muy importante es lo que Areana tenía dentro de ella aunque lo ignoraba, claro, su esencia de sumisa. Anduvo mucho tiempo desafiando a su madre buscando, inconscientemente, me imagino, que esa buena señora la pusiera en su lugar, que la castigara y la obligara a portarse bien y a obedecer, pero no lo consiguió y en cambio acá encontró lo que quería, lo que su esencia oculta le demandaba.

Era una clase sobre dominación lo que Amalia les había dado a sus asistentes y cuando finalizó les dijo:

-Mañana vamos a apretarla un poco más, ya les explicaré lo que haremos, pero ahora vos, Marisa, retirate. Vos no, Milena.

La mujerona puso mala cara, porque imaginó para qué Amalia hacía quedar a la otra y los celos le clavaron su aguijón, pero abandonó el living luego de desearle las buenas noches a la dueña de casa.

Amalia dio una palmada al sofá, en el espacio junto a ella, y dijo:

-Sentate.

Milena llevaba puesta, como siempre en verano, una musculosa, en este caso negra, un minishort de tela de jean blanca y unas sandalias de cuero negro con plataforma altísima.

-Sí, señora. –dijo antes de sentarse, según lo indicaba el protocolo impuesto por Amalia a sus asistentes.

Melina sabía cómo iba a terminar la noche y la excitación que venía sintiendo por la cercanía con Areana se incrementó. Ex profeso se sentó casi pegada a Amalia, mientras sentía que había empezado a mojarse. Amalia le rodeó los hombros con su brazo derecho, la miró profundamente a los ojos y fue acercando su rostro lentamente, muy lentamente al de la chica, que le sostenía la mirada con los ojos entornados mientras entreabría sus labios. Ambas bocas se rozaron y Milena hizo avanzar su lengua al encuentro de la otra lengua, que ya emergía entre los labios de Amalia. Ambas fundieron sus bocas en un beso volcánico y prolongado hasta que Amalia derribó sobre el sofá a Milena, metió sus manos por debajo de la musculosa y apresó ambas tetas, cuyos pezones ya estaban duros y erectos como diminutos mástiles.

-Qué buena estás, potranca… -murmuró Amalia con voz algo enronquecida mientras sobaba esas ubres, jugaba con los pezones y comenzaba a deslizar su boca hambrienta por el cuello de su asistente, con besos y lamidas. Milena no tardó sino unos pocos segundos en comenzar a gemir, hecha una brasa en manos de la muy hábil Amalia, que le quitó la musculosa para deleitarse con la visiòn de esas tetas redondas y firmes, con pezones rosados que la dueña de casa sorbía y lamía mientras su mano derecha ascendía lentamente por un muslo de la joven, que no cesaba de jadear, gemir y suplicar:

-Ay… ay, señora, soy… soy toda suya… cójame… ¡cójame!...

-Ya lo creo que sos mía, puta… Fuera de aquí no hay vida posible para vos. -dijo Amalia y volvió a posar su boca en un pezón y luego en el otro y así estuvo hasta que su mano llegó a la vagina de Milena, por sobre el short. Entonces se incorporó y con ese tono autoritario que le era tan propio, ordenó: -sacate eso y la bombacha, si es que llevás bombacha.

La joven se quitó apresuradamente y con gestos nerviosos el short y enseguida la tanga, también blanca, y arrojó ambas prendas al piso, para después volver a tenderse de espaldas, a entera disposición de Amalia, que la tomó de una mano y le dijo:

-Esto sigue y termina en mi cuarto, yegua. ¡Vamos! ¡Levantate!.

Y ambas se dirigieron al dormitorio principal. Allí Milena se quitó el calzado y miró el amplio lecho, aunque sin atreverse a acostarse allí sin el permiso o la orden de Amalia. Con la joven ya totalmente desnuda, la dueña de casa la hizo girar lentamente y al finalizar el giro, dijo:

-Qué pedazo de yegua sos. –y la abrazó por la cintura estrechamente, deleitándose con esas voluptuosas curvas y redondeces que sentía contra ella, palpitantes. Milena se extendía hacia abajo pegada a Amalia desde los hombros hasta las rodillas, sintiendo esos brazos firmes que le rodeaban la cintura y recibiendo enseguida esas dos manos aferrándose a sus nalgas. Se besaron otra vez largamente en la boca, con dos lenguas que frotaban una contra la otra sus húmedas ansiedades. Estaban ardiendo y entonces Amalia derribó a su asistente sobre la cama y se desvistió con esa parsimonia que le gustaba en tales circunstancias, mientras devoraba con la miraba el cuerpo desnudo de la joven. Una vez desnuda fue hasta el placard y vovió con su juguete preferido: un dildo doble con arnés de cintura. Uno de los dildos era para penetrar y por detrás y un poco hacia abajo había otro, destinado a penetrarla y que poseía, además, un suplemento delgado y flexible cuya misión era estimular el clítoris. Se ajustó el arnés y así provista avanzó lentamente hacia el lecho, mientras Milena miraba como hipnotizada ese sex toy que tanto la había hecho gozar en innumerables oportunidades.

Amalia subió a la cama y blandiendo el dildo con su mano derecha dijo:

-Sabés en que posición me gusta cogerme a una hembra.

-Sí, señora… sí… -ronroneó Milena y rápidamente se puso en cuatro patas ofreciendo a Amalia su portentosa grupa y con las rodillas bien separadas, para abrir también el camino a su concha y que la dueña de casa eligiera que orificio usaría primero.

Amalia había lubricado ambos dildos y con el posterior ya metido en su vagina, untó con vaselina el pequeño y rosado agujero que daba entrada al ano de su asistente, apoyó allí el glande artificial y luego de alguna resistencia originada en la desproporción entre el invasor y la plaza a conquistar, el ariete pudo entrar y después avanzar hasta hundirse por completo en tal bello culo. Amalia aferró entonces con sus manos las caderas de la joven y la habitación se pobló casi de inmediato de gemidos, grititos, jadeos e imprecaciones. Ambas ardían de placer, la violadora y su “víctima” y más aún cuando Amalia comenzó a descargar fuertes chirlos en ambas nalgas de Milena. Instantes después, y sintiendo que su orgasmo estaba próximo, Amalia deslizó su mano derecha por debajo del vientre de la joven buscándole el clítoris. Lo atrapó y sus dedos, especialistas con vastísima experiencia en tales menesteres, no tardaron en llevar a Milena a la cumbre del goce, que alcanzó entre gemidos primero y enseguida en un grito ronco y largo, tan largo como ese orgasmo que la desparramó sobre el lecho no bien Amalia, que también había acabado, le quitó el dildo del culo y se tendió junto a ella a la espera de que ambas se recuperaran y pudiera sacar del cuarto a la joven, que luego del intenso goce, había perdido para ella toda importancia, como le ocurría siempre con toda mujer a la que se cogía.

-Bueno, potranca, andate que quiero pensar en la pupila y lo que haremos mañana con ella. –dijo instantes después, y cuando Milena abandonó la habitación llevando sus ropas entre los brazos, se metió bajo las sábanas y se puso a planificar el día siguiente.

(continuará)

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