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La reeducación de Areana (5)

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La mujerona depositó la bandeja ante Amalia, que había dormido desnuda, y no pudo evitar clavar la mirada en esos senos que se mantenían aún bastante firmes y lozanos. A Amalia no le pasó desapercibida esa mirada y su significado. Sabía del deseo que su asistente sentía por ella y que no era correspondido, pero pasó por alto el atrevimiento y preguntó por la pupila.

-Está bien, señora, esta mañana le llevamos su desayuno, un yogurt con cereales que tomó como corresponde. –informó Marisa.

-En cuatro patas.

-Exacto, señora.

-¿Está tranquila?

-Se asusta cuando nos ve llegar, pero luego se calma un poco cuando ve que no le hacemos nada.

-Bien, traémela. -ordenó Amalia y empezó a dar cuenta de su desayuno.

La pupila entró poco después, en cuatro patas y llevada de la cadena del collar por la asistente. Pasaron unos segundos y en un momento levantó el rostro y miró a Amalia, que la observaba en silencio mientras bebía el jugo de naranjas.

El rostro de la pupila expresaba turbación y nerviosismo.

-Retirate, Marisa.

-Bien, señora. –dijo la asistente y abandonó la habitación tras echar una última mirada caliente a la pupila.

-Acercate, cachorra. –ordenó Amalia y Areana obedeció sin alzar la cabeza. Se sentía a la vez temerosa y excitada ante Amalia. Esa mujer la trascendía con su forma de ser totalmente opuesta a su madre: autoritaria, firme, visiblemente acostumbrada a mandar y ser obedecida. Areana se sentía vulnerada en toda la lógica fragilidad de su ser adolescente por esa mujer.

Finalmente Amalia depositó la bandeja en el piso, apartó las sábanas y salió del lecho para plantarse ante la pupila en toda la majestuosidad de su figura imponente. Areana advirtió que estaba desnuda y tuvo que vencer el impulso de mirarla mientras había comenzado a temblar.

Amalia se dio cuenta, sonrió malévolamente y dijo:

-Vas a bañarme, mocosa.

El temblor de Areana se transformó súbitamente en un estremecimiento.

-¿Có… cómo, señora?

-Oíste perfectamente. Andá a abrir la ducha, probá la temperatura del agua y fijate que esté todo lo necesario: la toalla, el toallón, el jabón, la esponja, el champú y la crema enjuague. Andá. ¡Vamos! ¡movete! Y cuando esté todo listo volvé.

-Sí… Sí, señora… -dijo Areana con un hilo de voz mientras se dirigía hacia el cuarto de baño. Una vez allí y con la piel erizada comprobó que estaban listos todos los elementos mencionados por Amalia y regresó a la habitación, siempre en cuatro patas y con la vista fija en el piso.

-Ya está, señora.

-Bien. –dijo Amalia y tomando la cadena del collar llevó a Areana al baño mientras apreciaba las caderas de la niña, ampliadas por la postura. Probó con una mano la temperatura del agua y se metió en la amplia bañera.

-Vamos, metete y empezá. –ordenó.

Areana vaciló un instante, se metió en la bañera y al fin preguntó con voz trémula y siempre con la cabeza gacha:

-¿Prefiere que… que empiece por alguna parte de su cuerpo en especial, señora?

-Por los pies. -fue la respuesta. Areana tomó el jabón, la esponja y sintiendo las mejillas ardiendo comenzó con la tarea arrodillada ante Amalia. Había un torbellino en el interior de Areana mientras enjabonaba lentamente los pies de su reeducadora. Sensaciones violentas y encontradas que la estremecían y obligaban a hacer un gran e inútil esfuerzo para controlarse: humillación, temor, calentura… Temblaba sin poder evitarlo y de pronto escuchó la orden de Amalia:

-Ahora las piernas.

Y fue subiendo con la esponja por una y otra de esas columnas largas y bien torneanas. Y llegó a los muslos, gruesos, blancos y firmes todavía. Y llegó a la altura de las ingles y cuando la tensión estaba a punto de hacerla estallar por dentro, llegó la siguiente orden:

-Las nalgas. –precisó Amalia y giró para darle la espalda a su pupila. Areana no pudo sino admirar la belleza de esa grupa airosamente a salvo de los años y respirando agitadamente se puso a enjabonarlas en toda su superficie y por último hundiendo la esponja entre ellas, para ocuparse de la entrada del ano.

“Dios mío, ¡¿qué me pasa?!” se preguntó angustiada por lo que estaba sintiendo y oprimió con fuerza la esponja hasta que la voz dura de Amalia la sacudió:

-¡Vamos! ¡No voy a estar acá todo el día! ¡Vamos! –y entonces comenzó a pasar la esponja por la amplia grupa hasta que escuchó otra orden:

-Ahora la espalda.

Entonces recargó la esponja con más jabón y se abocó a ese triángulo con base en los hombros y cúspide invertida en la cintura, sin adiposidades. Había tenido que pedir permiso para ponerse de pie, dada la altura de la zona a enjabonar, y estaba ahora vertical y muy cerca del otro cuerpo que olía a jabón perfumado.

“¡No puede ser! ¡No puede ser!” se repetía angustiada tratando de negar inútilmente lo que estaba sintiendo mientras se deba cuenta de que había empezado a mojarse y no precisamente con agua.

-El torso. –dijo de pronto Amalia y volvió a girar para quedar de frente a la pupila.

Areana bajo la cabeza y sus ojos no pudieron evitar deslizarse furtivamente por las tetas de Amalia.

“¡No quiero ser lesbiana! ¡No quiero!” se dijo ingenuamente mientras deslizaba la esponja enjabonada por el torso de su reeducadora, desde el vientre hacia arriba hasta llegar a las tetas. Vio que los pezones estaban erectos y creyó volverse loca cuando sintió el deseo de chuparlos. Cerró los ojos, con los párpados bien apretados y enjabonó ambas tetas con movimiento nerviosos hasta que Amalia se acostó de espaldas en la bañera, encogió las piernas y luego de separar sus rodillas dijo:

-Bueno, mocosa, la concha… Vamos…

Areana fijó sus ojos como bajo un estado de hipnosis en esa vagina rasurada y comenzó a deslizar la esponja por los labios externos hasta que Amalia los entreabrió con sus dedos y dijo:

-Adentro, chiquita… Enjaboname adentro…

Areana estaba por meter la esponja entre esos labios cuando Amalia le dijo:

-No, nena, con la esponja no… Quiero tus dedos…

Areana sintió un sacudón en lo más profundo de sí misma, un estremecimiento que la sacudió de pies a cabeza.

-¿Es que no me oíste, perrita? –insistió.

-Es que… -musitó la niña.

-Es que nada. Te di una orden. La cumplís y listo. De esto se trata, mocosa.

Areana supo que no le quedaba otra que obedecer y entonces enjabonó sus dedos y metió el índice y el medio en esa hendidura y comenzó a moverlos de arriba abajo y a hundirlos cada tanto mientras escuchaba los gemidos de Amalia ante algo que se parecía demasiado a una masturbación.

-¡Basta! –dijo de pronto su reeducadora y entonces ella interrumpió de inmediato la tarea no sin advertir lo duro que estaba el clítoris.

-Lavame la cabeza. –ordenó y Areana se aplicó de inmediato a tal cometido. Era sensual para ella enredar sus dedos en la cabellera de Amalia y percibir el sugerente aroma del champú. Cuando concluyó la tarea con la aplicación de la crema enjuague y el lavado final se sentía culpablemente excitada, mojadísima y rogando que a Amalia no se le ocurriera inspeccionarla. Pero eso no ocurrió y en cambio debió secarla largamente con el toallón, secarse a sí misma y luego regresar con ella al dormitorio, en cuatro patas, y escuchar a su reeducadora dirigirse por handy a Marisa:

-Vení a buscarla.

Poco después apareció la asistente que la condujo de regreso a la habitación de la cucha mientras Amalia hablaba por el handy con Milena:

-¿Está todo en orden en la sala de castigos?

-Sí, señora, todo listo para ser usado.

-Perfecto, espérenme en el cuarto de la cucha que en diez minutos estoy ahí.

-Sí, señora. -acordó Milena y de inmediato salió con Marisa hacia el lugar indicado. Areana estaba sentada en el piso, delante de la cucha, cuando las asistentes entraron. Intuitivamente se arrodilló, puso las manos en la espalda y agachó la cabeza.

-Ah, mirá vos, Marisa, fijate cómo aprendió a comportarse la cachorra.

-Sí, está mansita. Sabe lo que le conviene. –acotó la mujerona.

Instantes después llegó Amalia, imponente con un vestido negro, corto, y botas por encima de las rodillas y de tacones altísimos.

-Llevémosla. –ordenó.

Melina tomó la cadena:

-En cuatro patas, nena. Vamos.

-¿Adónde… a… adónde me llevan? –se atrevió a preguntar Areana con el temor reflejado en su rostro.

El resultado de su atrevimiento fue una bofetada que le pegó Marisa:

-¡¿Desde cuándo podés ladrar sin permiso?! ¡Vamos! ¡En cuatro patas!

Areana sintió que el golpe le había llenado los ojos de lágrimas y aunque con mucho miedo por no saber adónde la llevaban no osó desobedecer.

Cuando salieron de la habitación doblaron a la derecha y entonces vio, con atemorizada sorpresa, que el departamento dejaba de ser una vivienda convencional para transformarse en algo sobrecogedor. Las paredes eran bloques de piedra gris y en el piso ya no había parquet sino tierra apisonada y la lóbrega iluminación era provista por algunas lamparitas que pendían del techo, también de piedra. Areana estaba aterrada, temblando sin poder controlarse mientras el corazón le latía velozmente y un sudor frío le cubría todo el cuerpo.

-No… no… Qué es esto?... por favor… -murmuró con la garganta oprimida por el miedo.

-Vamos al aula, pendeja… -se burló Milena y la niña vio, al fondo del pasillo, una puerta que parecía ser de hierro.

-No, no quiero, por favor déjenme ir… -suplicó sintiendo que el terror le entumecía los brazos y las piernas. Esos últimos metros del pasillo debió ser arrastrada entre ambas asistentes, que aprovecharon la circunstancia favorable para manosearla descaradamente.

Cuando llegaron ante la puerta, que efectivamente era de hierro, Marisa extrajo del bolsillo de su camisa una gruesa llave y la abrió mientras Areana, echada en el piso, seguía suplicando inútilmente entre sollozos.

-Pónganla como corresponde. –ordenó Amalia y Areana estuvo otra vez en cuatro patas y así debió entrar en ese recinto: la sala de castigos. Marisa encendió la luz, proveniente de un racimo de lámparas dicroicas fijadas al cielorraso y Areana sintió como que su corazón se paralizaba para después retomar sus vertiginosos latidos. El terror le agrandó desmesuradamente los ojos y su mandíbula cayó como si fuera a desprenderse del rostro. Con la boca abierta y el miedo reflejado en su rostro abarcó en una mirada larga y estremecida todo lo que allí se le mostraba: al fondo y a la izquierda una cruz de San Andrés, a la derecha de esa cruz, un caballete con grilletes en los extremos inferiores de las patas y un acolchado forrado en cuero marrón oscuro en la parte de arriba; cercano al muro de la derecha, un cepo; en el centro, una mesa larga en cuyos extremos se veían dos roldanas de metal con una manija y sendas cadenas enrolladas en esas roldanas y con grilletes de metal en sus extremos visibles.

En el muro de la izquierda se veían varios estantes de hierro en los cuales había látigos, fustas, varas, velones, agujas, esposas, cuerdas y antifaces ciegos. Los muros eran de piedra gris, igual que el pasillo, y el piso también de tierra apisonada. Del techo pendía una cadena con dos muñequeras en su extremo y en el piso había dos aros de metal cada uno de ellos con una cuerda de un metro de largo cada una.

Areana ignoraba, por supuesto, el nombre de cada uno de esos instrumentos de castigo, pero supo que lo eran y miró a Amalia con una expresión que mutaba del miedo al espanto. En cuatro patas se desplazó hacia ella, le tomó una mano, la besó y dijo entre sollozos:

-No, por favor… No me hagan nada, señora… Yo… yo me porté bien… Hice… hice todo lo que me ordenaron… Por favor… ¡Por favor, no me hagan nada!

Amalia se dejó besar la mano, complacida, pero dijo:

-Todavía te falta mucho para ser la perrita faldera que yo pretendo, Areanita. Por ejemplo, a ver. Vos, Milena, bajate el short y la bombacha.

La joven no supo que pretendía Amalia, pero por supuesto hizo lo que se le había pedido.

-Inclinate hacia delante, querida, y abrite las nalgas.

-Sí, señora. –dijo Milena e inclinada hacia delante, con el torso paralelo al piso, se entreabrió con ambas manos sus apetecibles cachetes posteriores.

-Lamele el culo. –ordenó la dueña de casa dirigiéndose a la atribulada niña.

-¿Có… cómo? –murmuró la pupila.

-No sos sorda, queridita.

-Pero…

-Ya ves que tengo razón, nena. Si estuvieras totalmente reeducada, en el nivel que yo quiero, habrías obedecido mi orden de inmediato. Vos, Milena, subite la ropa.

“Mmmmmhhhhhhhh… ya me había entusiasmado con la lengua de la perrita en mi culo…”  -se dijo la asistente, contrariada.

Areana se había largado a llorar y Amalia ordenó:

-Cuélguenla.

El llanto de Areana arreció cuando ambas asistentes la tomaron con firmeza para cumplir con la orden. Sus súplicas fueron inútiles y poco después estaba colgada por las muñecas, con las piernas muy abiertas, estiradas y sujetas por los tobillos a los dos aros de metal empotrados en el piso.

-No… no… por favor, no… -rogaba con su voz ahogada por los sollozos.

Amalia se ubicó a espaldas de la pupila y pidió:

-Una vara.

Marisa se la alcanzó y Amalia, después de hacerla silbar varias veces en el aire, descargó el primer golpe sobre las nalgas de la pobre niña. El grito de dolor resonó con ecos siniestros en la sala y aún se prolongaba cuando Amalia volvió a golpear.

Areana lloraba desconsoladamente y ese llanto sólo era interrumpido por el aullido que profería a cada nuevo varillazo. El cuerpo de la niña viboreaba sujeto por muñecas y tobillos y era ésa como una danza que excitaba cada vez más a Amalia y sus asistentes. Las nalgas de la pupila se veían cada vez más cubiertas de marcas rojizas que Amalia iba distribuyendo con su habilidad de consumada spanker que no golpeaba dos veces en el mismo lugar. Los gritos de la pobrecita eran cada vez más fuertes y enronquecidos a medida que la inclemente paliza se iba desarrollando. Cuando le había dado treinta azotes Amalia decidió hacer una pausa. Se puso la vara bajo el brazo derecho y palpó con ambas manos las maltratadas nalgas de su víctima, que advirtió muy calientes.

“Qué hermoso es un culo de mujer azotado.” -se dijo y dio la orden de que bajaran a la pupila.

-Sujétenla de rodillas. –indicó y con Areana en esa posición sostenida por Milena y Marisa –ambas muy mojadas por el espectáculo que acababan de disfrutar- le dijo a su pupila:

-Bueno, perrita, probaste lo que es un verdadero castigo disciplinario.

-Por favor, señora… ¡Por favor!... –rogó Areana en medio de su llanto.

-¿Queda algo en vos de esa nena insoportablemente rebelde que fuiste?

-No… no queda nada, señora… Soy obediente…

-¿Obediente y sumisa?

-Sí…

-¿A quién le estás hablando, perra? –dijo Amalia y le cruzó la cara de una bofetada.

-Ayyyyy… perdón, señora… -suplicó Areana.

-Repito, pendeja: ¿sos obediente y sumisa?

-Sí, sí, señora, soy obediente y sumisa…

-No te creo, queridita. No estoy segura.

-Por favor, señora… ¡Por favor!...  –se desesperó la niña.

-Pónganla en la cruz, de espaldas a la madera. –ordenó Amalia y sus asistentes cumplieron rápidamente con lo indicado. El bello rostro de la pupila estaba bañado en lágrimas y al verse otra vez inmovilizada e indefensa comenzó a sollozar mientras rogaba una piedad que Amalia era incapaz de sentir. Volvió a empuñar la vara con firmeza y miró lenta y largamente los muslos de su víctima, bien separados por la posición en que estaba la pupila. “Ideales para el castigo…” dictaminó y enseguida, en una muestra de refinada crueldad empezó a pasar la vara por esos muslos, desde las rodillas hasta las caderas, por fuera y por la zona interior, de piel suavísima. Areana, presa del miedo, respiraba con la boca muy abierta y seguía suplicando.

-Marisa, tapale los ojos. –ordenó Amalia sin dejar de recorrer con la vara las piernas de la pobre jovencita.

Una vez que Marisa le puso un antifaz ciego, la educadora dejó pasar unos segundos regodeándose con las súplicas de la pupila, miró el muslo izquierdo, alzó su brazo derecho y lanzó el primer varillazo que dio en la parte alta del muslo, cerca de la ingle. Areana lanzó un grito y corcoveó retenida por las cuerdas que le amarraban las muñecas, los tobillos y la cintura a la cruz. El suplicio de la pobrecita se veía incrementado por no saber cuándo le caería el próximo varillazo y eso le era tan duro de soportar como el azote mismo. Sus nervios se tensaban cada vez más y Amalia disfrutaba de las pausas de distinta duración que hacía un golpe y el siguiente; disfrutaba del llanto de la niña, de sus ruegos, de sus promesas de obediencia.

Amalia descargó sobre el muslo izquierdo un nuevo varillazo justo cuando Areaba acaba de murmurar, con la voz quebrada por el dolor:

-Voy a obedecer, señora… se lo… se lo juro…

¡Aaaaaaaayyyyyyyyyyyyyyyyyyyy!

-Te falta mucho para eso, perrita. –dijo Amalia con tono helado. –No me obedeciste cuando te ordené que le lamieras el culo a Milena. –y volvió a golpear.

Areana era, al mismo tiempo, gritos, llantos, promesas angustiadas y súplicas vanas, mientras exhibía sus muslos surcados de marcas rojizas en la parte interior, para el sádico disfrute de Amalia y las dos asistentes. La pobrecita había perdido la noción del tiempo cuando la sacaron de la cruz y cayó al piso, incapaz de sostenerse sobre sus piernas. Le ardían dolorosamente las nalgas y los muslos y no paraba de sollozar. Marisa devolvió a su lugar la vara y el antifaz y Amalia le dijo a la pupila inclinándose hacia ella:

-Bueno, nena, ahora ya sabés lo que es un castigo afrodisíaco, digamos, como esa paliza que te di sobre mis rodillas y sé que te hizo mojar… Me dejaste flujo en el vestido, ¿sabías, putita?; pero ahora sabés también lo que es un castigo disciplinario como el que termino de aplicarte. Te vamos a hacer probar todos los instrumentos de esta sala, hasta que al fin seas tan obediente como un animal amaestrado. –y luego de este breve discurso, que Areana escuchó sumida en una intensa angustia, volvió a erguirse y les ordenó a sus asistentes:

-Llévenla otra vez a la cucha y aplíquenle crema en el culo y en los muslos. No es por consideración a ella, sino para evitar que esas marcas se inflamen y la perrita se me afee. -explicó y abandonó la sala luego de ordenar que no le pusieran las esposas ni los grilletes porque en una hora debería tragar su almuerzo

Entre Milena y Marisa levantaron a Areana, que ya no tenía fuerzas para llorar y la arrastraron a la habitación de la cucha, la echaron boca abajo en el piso y Marisa fue a buscar la crema, que se guardaba en el botiquín. Se la aplicaron entre ambas, Milena en las nalgas y Marisa en los muslos, mientras intercambiaban afiebradas miradas cómplices y trataban de controlar el temblor que les inquietaba las manos cuando éstas se deslizaban por esa piel tan suave y los dedos percibían la firmeza de esa carne adolescente.

(Continuará)

(9,08)