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Los pies de Claudia

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Claudia se despojó de su abrigo, se sentó, y luego de mirar las bajas copas de los árboles, estiró sus brazos como satisfecha de sí misma. Yo no dejaba de ver su inédita silueta. A mi mente se agolparon sus cualidades, sus penas, sus secretos… todo, lo que me llevó a la conclusión de tener, delante de mí, a la criatura más tierna y bondadosa cuya finalidad era vivir en mi corazón. Sentí la imperiosa necesidad de besarla y quizá de…

A esto, ella palideció. Se contuvo de decir unas palabras; sus labios vibraban emitiendo un sonido apenas perceptible. Me acerqué y la besé en los labios para afirmarle mi profundo amor por ella, amor que se venía labrando meses atrás. Y tal vez por la pena, por el momento o por el simple hecho de encontrarnos en la soledad más placentera, reímos como enamorados, atontados uno del otro. Me coloqué a su lado para que su cabecita reposara en mi hombro y así mirar, juntos, el horizonte.

-¡Qué hermosa vista! –Dijo. Y después de suspirar con profundidad añadió-: Tanto tiempo sin verte, sin tocarte… ¿sabes? He pensado que, ¿cómo decirlo? No sé si en verdad me ames.

-¿No amarte? ¡Qué disparate, Claudia! Si eres mi todo, mi razón de ser… cómo puedes decir semejante cosa. ¿Por qué lo dices?

Ella calló. Agachó la mirada, dirigiéndola a mis manos que estaban cerca de sus piernas y en su rostro se dibujó una ligera sonrisa.

-Porque últimamente no estás conmigo, siento la habitación muy vacía y en el tiempo que llevamos no te conozco bien que digamos, es decir, ni siquiera sé lo que te gusta ni… bueno sí sé pero, ¿qué digo, amor? ¿Te quedarás esta noche?

Capté el problema: sería la noche especial y no podía rechazar semejante oportunidad que la vida me daba. Le miré los pies y le dije que esa noche la pasaríamos juntos y que habría sorpresas y jugueteos a modo de suplir la ausencia de dos meses que pasé en la capital por motivos escolares. Entonces Claudia comenzó a reír; tomó su abrigo y se lo puso lentamente. Yo tomé su bolso y nos fuimos a su casa.

Cuando llegamos eran como las cuatro de la tarde. Su tía estaba platicando con mi suegra en el jardín de no sé qué asuntos. En un momento pensé que Claudia y yo no tendríamos intimidad aquella noche y que, si decidíamos tener sexo, tendríamos que hacerlo con cautela, con un silencio incómodo y eso me irritaba al máximo.

De pronto, entró una chica de quizá unos veinticinco años -mayor que nosotros- de cara vulgar y estúpida, con anteojos de colores brillantes, de pelo crispado y castaño. Atravesó la sala y fue rumbo al jardín soltando gritos de desesperación. Claudia me dijo que era su prima y que no la soportaba en absoluto. Su relación con ella era escasa y áspera.

Del jardín se escuchaban murmullos, risas y repiqueteos en la puerta. Unos pasos se aproximaban.

-Hija –dijo mi suegra, al entrar apresurada a la sala-, iré a ver lo de la casa con tu tía. En la cocina dejé ya todo preparado. Si sales, deja la llave donde siempre y avísame al celular. No sé cuánto tarde, chicos. ¡Qué hora!

Al escuchar estas palabras mi corazón se ruborizó de dicha.

-Sí, mamá, no tengas cuidado…

En cuestión de segundos salieron y nos dejaron en la mejor soledad posible. Claudia miró por la ventana hasta ver que la camioneta desaparecía en el camino.

-Listo, se han ido… ¿lo comprendes?

-¡Más de la cuenta, ven! –Dije.

Ella se acercó y nos comenzamos a besar con tal pasión que sin darnos cuenta caímos del sillón sin despegarnos de la boca. La sala, aromatizada de las fresas del jardín, daba una atmósfera sensual y aportaba una estimulación más para la escena. La senté en el sillón y la descalcé; le quité la blusa y su pantalón se deslizó dejando desnudas y vulnerables sus piernas ante mis labios. Claudia se puso colorada como un tomate al ver que sobaba sus pies pero no me los arrebató, al contrario, como que deseaba ver qué plan tenía yo en mente. Sus pies eran hermosos: el empeine era fino, tallado por la naturaleza de modo exquisito, sus deditos eran pequeños y bien proporcionados cuyas uñas tenían un esmalte escarlata, dándoles un aspecto increíble; sus plantas (o suelas, como gusten llamarles) gozaban de un color rosado como flamencos. Lo que me encantó era que sus pies no sufrían de descuido alguno, reposaban en la belleza de todos los dioses y esto es lo que a nosotros los fetichistas de pies nos vuelven locos, aunque hay excepciones, debido a que esta inclinación es tan diversa como los colores mismos.

No logré contenerme y me los llevé a la boca sin pensar las cosas. ¡Imposible describir la éxtasis que me envolvió en aquél momento! Claudia comenzó a reír y acarició mi cabello, como peinándolo.

-¡Ah –exclamó de pronto-, ay, ay, amor! ¡Muerdes como una piraña!

Me quité el pantalón y le presenté a la bestia que anhelaba ser mimada en el altar del placer y la voluptuosidad. Ella, la miró y la sujetó; la besó con atenciones conmovedoras, lubricando el glande y envolviendo con su lengua el tallo. Se volteó de rodillas, dejándome a su disposición su trasero y colocó sus pies en la bestia para dominarla y atarla al placer impúdico que en ambos reinaba. Comenzó lento pero paulatinamente los movimientos se tornaron bruscos y excitantes. A mi respuesta, le asesté millares de nalgadas y mordidas de manera que ella reía y daba ligeros gemidos de placer. Casi me venía pero retomé el camino de la penetración para probar los goces que aún habría de recorrer. Con la misma posición le sujeté el trasero y comencé a jugar con él; para amortiguar el movimiento, tomé su blusa y a modo de bufanda se la puse en torno a su cuello. Claudia no paraba de gemir y balbucear.

-¡Oh, cielo mío! ¡Ay, ay… no pares, amor… fuerte, fuerte, ah!

Estaba sobresaltado, Claudia estaba encabritada por las voluptuosidades. El ojo de su culo me miraba, moviéndose de aquí para allá, guiñándome e incitándome a que le hundiera de caricias. Lo acaricié y de pronto metí mi dedo hasta donde pude. A esto, Claudia regresó la mirada como cuestionándome la previa acción, entonces comprendí y moví mi dedo atrapado en su ano.

-¿Te gusta, eh? –grité y le mordí los glúteos rojizos por mis golpes.

Claudia gemía. Retomé sus pies y me los llevé a la boca, bañándolos de una espesa capa de saliva. Sus pies fueron lamidos, chupados, husmeados y mordidos desde los dedos hasta los tobillos. Bajo estas acciones de mi boca inquieta resultaban de la suya unas risitas y gemidos. Siguiendo este camino, por fin, la bestia sació sus soterrados deseos regando el veneno por todas las plantas de Claudia. Ella estaba inquieta, sin dejar de ver cómo el semen, un semen caliente y denso, cubría sus piecitos. Yo contemplé mi obra, detenido por la furia del amor que me invadía. Después de un rato, ambos cruzamos miradas excitadas. Cuando me eché al sillón, Claudia tomó unas servilletas y limpió sus pies. ¡Quién sabe qué pasaba por su mente! Yo miraba sus deditos y sus pechos. Nos vestimos sin decir palabra. Claudia sirvió la comida y callamos. De vez en cuando ella reía y movía la cabeza.

Así, prendimos la televisión y vimos una película en la que no le dimos la menor atención. De la nada Claudia me besó la mejilla y puso sus pies sobre mis manos.

-¡Ahora sé lo que es la sinceridad! –Susurró, sin abrir los ojos. Parecía que dormía. Yo miré sus pies y me los llevé a la boca.

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