Nuevos relatos publicados: 12

La invitada inesperada

  • 10
  • 9.290
  • 9,25 (4 Val.)
  • 0

En una noche, trabajando en mis bocetos para entregarlos a la prensa, divisando la soledad que imperaba en mi habitación, meditando sobre los goces que un hombre puede hallar aun en la soledad y en el silencio, tocaron a la puerta para trastornar mi concentración: era Baldomero, un antiguo colega que conocí en un club fetichista que gustaba de hablar sobre los placeres más increíbles y más fantasiosos. Al entrar, me miró y me estrechó la mano; tenía los ojos cristalinos –esto me dio mala espina, pues él nunca mostró pena y consuelo en aquellos clubes que con frecuencia tomábamos partida y mucho menos en público y le fastidiaba hablar de misericordia y amor al prójimo. Era huidizo cuando comenzaba alguna plática sobre estos temas; de política ni se diga.

-¿Qué te pasó? ¿Alguna chica se burló de tus bajas pasiones?

-No, no –respondió-; es algo más penoso: me han echado del cuarto… por…

-Por no pagar la renta, ¿no es eso? –Le interrumpí con cierta mofa.

Calló por un instante y después, de recobrar el aliento me dijo:

-¡Cómo crees! Fue por culpa de una chica… de Helena… ¡caramba, me hipnotizó, me vedó la razón y ahora tengo que mendigar!

-¿Pues qué te hizo?

-Es una larga historia, amigo. –Empezó a decir con aire profundo-. Pero tengo que desahogarme con alguien y qué mejor que sea con otro que entienda esta inclinación de los pies femeninos. Verás, la conocí en una farmacia: Helena desea ingresar a la Facultad de Medicina; la conquisté y la llevé conmigo. Le quité los zapatos de manera salvaje. Procedí de tal forma, amigo, debido a que ella se excita cuando, antes de tener sexo, la sujeto bruscamente de aquí para allá a manera de preámbulo ceremonial. Ella me pedía clemencia con una voz tan inocente que bastaron unos segundos para que mi falo se tornara duro. Así, descalza, le tomé los pies y me los comí. Helena se carcajeaba pidiéndome que le succionara todo el calor que sentía en sus deditos y que deseaba ser sometida a los más bárbaros deseos de mi mente. Ya húmedos inicié la masturbada. Helena me aplaudió y sus tiernas plantas rozaron, estiraron y aromatizaron mi obelisco. Apenas hace dos semanas que la desvirgué, ¡ya te imaginarás! Ella gimió tan fuerte que se diría que sus gritos hablaron con las estrellas, entonces la vecina contigua, al día siguiente, se quejó con la patrona y ella me hizo saber que si seguía así me iba acusar para que me fuera. Helena se escondió de la vergüenza y me dijo que la perdonara “por ser tan chillona”. Yo la besé y le dije que no se preocupara, que era normal aquello pero que tendríamos que disminuir nuestras actividades sexuales.

“-Pero no puedo –respondió-, aunque sea lléname de besos por todo el cuerpo pero no dejes de tocarme.

“Como soy joven, le hice caso.

“Esa misma noche, Helena estaba leyendo un librito de química elemental cuando se me ocurrió la idea de jugar con sus pies, que reposaban en los apoyos laterales del sofá. Primero me negué pero fue más fuerte la pasión de semejante visión que la razón de mi mente y me acerqué, pidiéndole permiso para acomodarme; indiferente, me dejó. ¡Qué podía hacer, amigo! Toqué sus pies, los mimé y los chupé; en cuestión de segundos ya me andaba masturbando con ellos. Como siempre, Helena emprendió el viaje que deleitaba su impúdica lengua y llenó de besos la verga que imploraba con sus caricias. De este modo –ya bajo los efectos del placer- le indiqué que se montara en mí y empezó a gozar. La entrada fue brusca y, por consiguiente, dolorosa: iniciaron los gemidos. Cambiamos de posición y los gritos se hicieron más fuertes. Al poco rato de concluir, y mientras yo reposaba gustoso en el sofá, cavilando sobre los aromas del cuerpo femenino, tocaron a la puerta. Helena fue a abrir. De golpe, la vecina gritó:

“-¿Es que no entienden, jóvenes? ¡Hay familias, por dios! Parece que no entendieron mis palabras.

“-Señora yo… discúlpeme, no volverá a ocurrir, es que…

“-¡Pero nada! –Gritó la vieja-. Ahora mismo iré con doña Estela y verán cómo ahora sí los echa a la calle, sinvergüenzas.

-De este modo, hermano mío, y como me atrasé en los pagos de la renta, heme aquí, mojado por la fuerte lluvia y desahuciado por culpa de mis bajas pasiones… ¿Qué hacer? –Susurró mi amigo, frunciendo el entrecejo y llevándose los índices a las sienes. Yo lo miraba con cierta lástima.

-Y… ¿ella, dónde está? –Pregunté, después de una larga pausa.

-¡Puedes pasar!

Cuando mi amigo gritó, una figurita hermosísima atravesó el umbral de mi aposento. La mujercita –la dichosa Helena- parecía un ángel recién caído del cielo, es decir, era una verdadera joya de virginidad. Helena se inclinó un poco a modo de saludo; toda ella venía mojada, tiritando por el mal tiempo, dándole el aspecto de una musa desgraciada. Tomé la toalla del corredor y se la cubrí en sus hombros al tiempo que le ofrecí una silla. No habló, naturalmente, por la pena que la embargaba.

-Si vuelvo a casa –pronunció mi amigo-, mi madre me llenará de improperios y mi dignidad se habrá deshecho como polvorón; y como adeudo dos materias... ¿Qué hacer…qué haré? Todo el dinero se fue en pagar la renta y en los malditos libros de la carrera.

Miré a la muchacha y ella, agazapando su rostro tras sus largos y húmedos cabellos, meditaba sin mover un sólo miembro. Le miré las zapatillas y éstas se encontraban marchitas y carcomidas por las desgracias de mi pobre amigo. Yo tampoco gozo de una fortuna enorme, pues apenas puedo mandar mis bocetos para ganar un dinero y así sostener la carrera, pero, en su lugar, y bajo los goces que esta muchacha me daría, seguro y a primera hora le compraría varios pares de zapatos que ampararan sus pies y sobretodo su dignidad como persona. Advertí la zozobra que reinaba en mi habitación, entonces me levanté y miré por la ventana que daba a la avenida principal; vi pasar los típicos coches destartalados y las penosas personas que divagaban por la callejuela. Tomé de mi librero un estuche, lo abrí, saqué el poco dinero que tenía ahorrado y se lo suministré a mi amigo. Él, después de tomarlo, cayó a mis pies sin soltar mis manos; esta acción me conmovió y me irritó ocasionando que de un tirón lo levantara sin mirarlo.

-¡Ah, querido –exclamó-, eres una perla de persona para conmigo! Te lo pagaré al instante, lo prometo… mañana –añadió mientras se enjugaba sus lágrimas-, mañana vendrá un amigo del pueblo y me dará cierto dinero que me debe. ¡Te lo daré cuanto antes…, sí!

Helena lo miraba con desdén, como si adivinara el verdadero hueco de sus palabras.

-Ya me lo darás cuando lo tengas. Ve y paga esa maldita deuda –Respondí tan hosco que él cesó de hablar. Regresé a mi escritorio y emprendí mi trabajo sin decir más.

A esto, mi amigo se levantó, me dio unas palmadas en el hombro y azotó la puerta. Yo estiré las piernas y seguí con los trazos. Así pasé un cuarto de hora, callado, entrelazando mis pensamientos con mi trabajo. La sorpresa llegó cuando, levantándome en busca de nuevas hojas, divisé a la muchacha sentada, mirándome en el recóndito lugar en el que había estado descansando. Mis ojos se suspendieron con los suyos. Helena permanecía inmutable.

-¿Qué haces aquí? –Apenas pude pronunciar.

-Yo… eh… nada. Hola…

Me azoró pensar que mientras yo estaba trabajando, pensando que nadie me veía ni escuchaba, esta criatura yacía sentada por un cuarto de hora sin hacer nada, viendo quizá mi espalda o mi habitación o simplemente nada. ¡Qué pena si hablé sólo!

-¿Y Baldomero? –Pregunté.

-Se fue, dejándome aquí…, contigo.

La respuesta me hastió a tal grado que casi la mandaba al demonio. Pero tenía que serenar mi cabeza. Tomé el teléfono y marqué al celular pero no me contestó; marqué de nuevo, sin embargo, las llamadas se desviaban.

-Parece que nunca vendrá –susurró ella-; se ha llevado tu dinero y a mí me ha dejado a la deriva… contigo…

-¿Qué dices? Sé que es un vil zalamero pero no es tan bajo como piensas, amiga.

Ella se levantó y me tendió la toalla.

-Gracias… me voy.

-¿A estas horas? ¡Imposible! Toma un baño y mañana te vas…

Ella se azoró y me negó tal proposición aunque después aceptó. En el fondo sabía que ella deseaba ser azotada por mis manos y enculada por mi palo carnoso. Helena se sentó y sacudió su pelo, cruzó sus piernas dejando al aire su pie derecho que jugueteaba con su zapatilla, mostrando una parte de sus rosados talones. Tomé su mano, la levanté con lentitud y nos besamos. La desnudé.

Sus senos parecían como dos cañones bien pulidos. Los chupé cual dos naranjas, exprimiéndolos del fuego que los inundaba. Fui a sus pies y con tácitos lenguazos, dedo tras dedo, los humedecí de éxtasis.

-¿También te gustan?

-¿No ves cómo desenfrenan mi alma, querida? –Respondí.

Ella restregó sus pies en mi rostro, introduciéndolos de lleno en mi boca. Ya bañados de placer, emprendió la masturbada más fuerte y placentera que jamás he sufrido. Sin duda alguna era una erudita en el FootJob.

El falo permanecía erecto frente a Helena, blandiéndose como una espada que la exhortaba a actuar en virtud de mis deseos. Como pude ver, el templo de Venus ya había sido cruzado por el miembro del imbécil de Baldomero, de modo que no me agradó la idea de albergar la isla ya colonizada. Le pregunté que si su ano era virgen.

-Sí –respondió sin dejar de mirar mi arma-, pero… ¡Dios mío!

La levanté, le palpé el trasero y besé su ano. ¡Era hermoso! Escudriñé el arco estrecho y sin pensarlo más introduje la bestia que imploraba dilatar dicho recto.

-¡Ay, ay! –Chillaba la pobre sierva, sujetando y apretando la silla que la sostenía. Debido a estas súplicas mi mano golpeaba sus nalgas, mancillándolas hasta pintarlas con trazos rojizos.

-¿Te gusta, buscona? Gozas del palo que ahora astilla tu culo, ¿no es así, mi amor?

Helena aullaba, implorando el cese de mis pasiones a modo de estimular las bruscas penetraciones que yo le ofrecía. Mientras estaba como una fiel perrita, empinada, tomé sus despampanantes pies y los apreté tan fuerte que ella bramaba de placer.

Así, bajo estos fregones, saqué la bestia que escupió en sus bellas plantas toda la saliva que fraguó en el lapso que duró la enculada. Helena fue al sillón y se estremeció del dolor que atormentaba su culito ya desgastado.

-Ay… dios mío, ay… ¡qué rico y qué dolor! No aguanto más…

La tomé de sus bellos bucles que caían hasta sus pechos y la besé. Agarré su pie izquierdo –que todavía guardaba un poco de semen- y con mi arma que aún yacía erecta, golpetee sus deditos, restregándole mi glande por su talón. ¡Unos pies soberbios!

Ya desvirgada por ambos orificios, le preparé el agua y se duchó. Yo seguí con mi trabajo, apacible y callado. Pasando la hora sonó mi celular.

-¿Si?

-Amigo –exclamó Baldomero-, he olvidado a Helena. Cuídala, por favor. Mañana voy por ella, dile que la amo.

Le dije que la había cuidado de la mejor manera y que ahora estaba bañándose. Él me agradeció y colgó rápidamente. Conociéndolo, seguro fue al club a fornicar con más muchachas. De modo que el dinero que le di no fue en vano tanto para él como para mí… ni mucho menos para Helena.

(9,25)