Nuevos relatos publicados: 0

Servidumbre (001)

  • 11
  • 16.336
  • 10,00 (2 Val.)
  • 2

Cuando me percaté del rumbo que tomaba la camioneta, el corazón me dio un vuelco en el pecho.  Íbamos derecho hacia la pequeña casucha en la que había vivido hasta los 12 años, cuando el Amo Don Andrés me llevó a la Casa Grande para ser el sirviente del Amito Sergio.

Allí estarían papá y mamá y mis dos hermanos.  Hacía cuatro años ya que no veía a ninguno de mi familia ni tenía noticia alguna de ellos.  Experimenté una confusa mezcla de sentimientos: por un lado quería ver de nuevo a papá, a mamá y a mis hermanos; pero por otra parte tenía miedo de que el Amito me devolviera a la miserable vida que había tenido que sufrir antes de servirle.

Podía considerarme muy afortunado.  Todos los muchachos de la aldea hubieran dado gustosos un ojo de su cara con tal de estar en mi lugar.  Desde hacía cuatro años tenía el privilegio de ser el sirviente personal del Amito Sergio y eso era algo que realmente valía la pena.

Un día de agosto de hacía cuatro años, el Amo Don Andrés había llegado a la pequeña casucha en la que vivía con mi familia.  Nunca antes lo había visto, pero al observar el nerviosismo con que papá se le acercó y se puso de rodillas ante él, supe de quién se trataba.

Toda mi vida había oído a papá y a mamá hacerse lenguas hablando del inmenso poder y la incalculable riqueza del Amo Don Andrés y de su familia.  Sobre todo papá, hablaba del Amo como si se tratara de un ser de otro mundo.  Aún sin haberlo visto nunca, mis hermanos y yo habíamos aprendido a venerar al Amo Don Andrés y a su familia, pues era a él a quien le debíamos todo, incluso el privilegio de poder comer algo de sopa cada día.

Aquella tarde de hacía cuatro años, mientras papá caía de rodillas a sus pies, el Amo Don Andrés le ordenó con tono áspero:

—  ¡Llévame donde está tu puta que vengo caliente!

A pesar de estar retirado una docena de metros de allí, pude notar que a papá se le demudó el rostro.  Dijo algo que no alcancé a escuchar y con la cabeza gacha, humillando su mirada hacia los pies del Amo Don Andrés, le señaló la casucha.

El Amo pateó a papá apartándolo de su camino y enderezó hacia la casucha con paso resuelto.  Papá se levantó y corrió tras el Amo todo lo encorvado que podía, hasta que los dos entraron en la chabola y ya no supe más de ellos por un par de horas.

Al cabo de esas dos horas reaparecieron.  No me di cuenta en qué momento el Amo había llegado junto a mí.  Estaba concentrado tratando de afianzar uno de los postes del cercado cuando al oír la voz de Don Andrés di un salto por la sorpresa y por el temor que me produjo el saber que el Amo estaba tan cerca.

—  ¡¿Éste es el muchacho?! – preguntó Don Andrés.

—  Si, Amo…él mismo, Amo… – dijo papá con un hilo de voz.

Mientras apuntalaba el poste, me había mantenido de rodillas y en esa posición me estuve, con la mirada humillada en las botas del Amo, hasta que él me sacó de mi azoramiento obsequiándome con un fustazo en el lomo y ordenándome que me encaramara en el tazón de su camioneta.

Al tiempo que Don Andrés daba marcha al motor, desde el tazón de la camioneta, eché un vistazo hacia la casucha y vi en la puerta a mamá, que con su vestido desgarrado, tapándose a duras penas las tetas con su brazo izquierdo y haciéndome una señal de despedida con su mano derecha.

Al volver cuatro años después, no encontré muchos cambios.  La casucha parecía algo más desvencijada de lo que la recordaba.  Papá se veía mucho más viejo mientras se mantenía arrodillado a los pies del Amo Don Andrés y del Amito Sergio.

Dos pasos atrás de mi joven Amo me mantenía yo, observando con algo de nostalgia a papá y sin atreverme a mover un solo músculo.  Mi viejo parecía no tener noción de mi presencia y seguía de rodillas a los pies de los Amos, respondiendo en susurros las preguntas que Don Andrés le hacía sobre los sembrados y mientras era observado con algo de fastidio por parte del Amito Sergio.

—  ¡Vamos con tu puta! – ordenó el Amo Don Andrés.

Papá pareció vacilar por un momento, lo que le valió un recio azote por el lomo.  El Amo tomó la delantera y a su lado se puso el Amito Sergio.  Papá y yo caminábamos atrás de ellos, sin atrevernos a mirarnos.

El Amo llegó hasta la casucha, abrió la puerta de una patada y entró junto con el Amito Sergio.  Mamá estaba encogida en un rincón de la única habitación de la chabola.

Aún estaba allí la vieja y sucia yacija en la que había dormido todos los días de mis primeros 12 años de vida en compañía de papá y mamá y mis hermanos.  Sobre el fogón humeaba la pequeña olla en la que mamá solía hervir la sopa de maíz y legumbres que había sido siempre el alimento de mi familia.

La vetusta silla que solía ser el motivo de disputas con mis hermanos, yacía rota bajo la mugrienta mesa en la que solíamos servirnos la sopa para dejarla enfriar un poco antes de engullirla.  Ningún mueble nuevo adornaba la chabola.  Todo parecía más viejo que antes pero igual en su forma y en su disposición.

El Amito Sergio tronó los dedos y de inmediato me puse en cuatro patas cerca de él, con mi lomo bien curvado.  Cuatro años de servirle cada hora de cada día, ya había sido adiestramiento suficiente para poder leer cada gesto de mi joven Dueño.

El Amito levantó su pierna y se acaballó sobre mi lomo descargándome todo su peso.  En ese mismo momento el Amo Andrés bajó el cierre de sus vaqueros al tiempo que tronaba órdenes a mamá y papá:

—  ¡Tú, puta, túmbate en la mesa…y tú, cornudo, ven a lubricármela!

Mamá sollozó muy fuerte y vino a tumbarse de espaldas sobre la mesa, quedando con sus piernas colgando.  Papá se arrodilló a los pies de Don Andrés y en ese instante se volvió a verme, luego levantó la mirada hacia el Amo y le suplicó con voz apagada:

—  Amo…por favor…que salga el muchacho…se lo suplico…

La respuesta de Don Andrés fue inmediata: levantó la mano y le asestó una violenta bofetada que tumbó a papá al suelo.  Enseguida liberó una enorme y gorda polla ya bien tiesa y le ordenó a mi viejo que volviera a ponerse de rodillas.

Aunque no tenía bien claro que era lo que haría el Amo, lo pude intuir y me sentí profundamente abatido, humillado y triste.  No quería mirar, así que agaché la cabeza tratando de ocultarla entre mis brazos.

Pero el Amito Sergio me obligó a contemplar aquella escena.  Se acomodó un poco sobre mi lomo curvado y agarrándome firmemente por los pelos, me hizo levantar la cabeza para enseguida obsequiarme un bofetón desde atrás que impactó en mi mejilla derecha y me ordenó:

—  Observa esto que va muy divertido.

No me atreví a desobedecer a mi joven Dueño.  Abrí los ojos a tiempo para ver cómo Don Andrés agarró a papá por los pelos y le metió su enorme verga en la boca, hundiéndosela hasta que la garganta de mi pobre viejo se ensanchó al tener que albergar aquella verga tan gorda y tan larga.

Papá parecía un pequeño muñeco de cobre, arrodillado ante la imponente estampa del Amo, atorado con su verga y lagrimeando en medio de sollozos.  Don Andrés parecía en cambio un dios blanco, con sus poderosos músculos tensos por la excitación y mordiéndose el labio al tiempo que sacudía a papá por los pelos y con insultos y bofetones lo instaba para que se la chupara.

Luego de unos minutos de mantener a papá empalado por la boca, el Amo le sacudió un manotazo por la cabeza, le sacó el cipote y lo agarró por los pelos, halándolo y obligándolo a ir de rodillas, hasta que los dos quedaron junto a la mesa donde mamá aguardaba echada, gimiente y despatarrada.

En el momento en que el Amo agarró el harapo de mamá y lo rasgó desnudándola por completo, sentí que el Amito Sergio se revolvía inquieto sobre mi lomo.  No pude evitar un sollozo, al tiempo que papá agarraba como con reverencia el pollón de Don Andrés y entre lacrimoso y servil, lo apuntó hacia el coño de mamá.

El Amo embistió con su enorme tranca el vientre de mamá, que invadida por aquella verga tan tiesa y tan grande, emitió un gritito y levantó un poco las piernas, obligada por la fuerza con que había sido empitonada.  Oí que el Amito Sergio reía y lo sentí de nuevo revolviéndose un poco sobre mi curvado lomo.

Con su verga bien metida, Don Andrés se inclinó un poco sobre mamá y la agarró de las tetas, empezando a amasárselas con fuerza mientras se dedicaba a embestirla por el coño.  Mi pobre vieja gemía y de sus ojos corrían verdaderos raudales de lágrimas.

Papá se mantenía arrodillado a los pies del Amo, viendo como hipnotizado la manera en que Don Andrés estaba follándose a mamá.  Se notaba que también lloraba, pero no se atrevía a moverse ni un milímetro y mucho menos se escuchaba ni la más mínima protesta por la acción del Amo.

Muy por el contrario, con los ojos anegados de lágrimas, abrió sus labios y encajó de nuevo la poderosa verga de Don Andrés cuando él, sacándola del coño de mamá, quiso que papá se la volviera a chupar.

Al cabo de unos minutos de tener bien agarrado por los pelos a papá, obligándolo a mamarle, Don Andrés le soltó un bofetón y volvió a meter su tranca en el coño de mamá, para seguir follándosela y estrujándole las tetas como si en ello le fuera la vida.

El Amito Sergio seguía moviéndose acaballado sobre mi lomo curvado y reía con soltura ante los insultos y las vejaciones que su padre le obsequiaba a papá y mamá.  Me mantenía bien agarrado por los pelos, con mi cabeza en alto y obligándome a contemplar aquella triste escena.

Don Andrés repitió unas cuantas veces la operación de sacar su verga del coño de mamá para hacérsela mamar de papá y de vuelta a follarse a mi vieja.  Hasta que como a la quinta o sexta vez, el Amo empaló materialmente a papá por la garganta, empezó a sacudirlo por los pelos, a obsequiarle bofetadas y entre tremores y rugidos tensó todos sus poderosos músculos y se quedó quieto por unos instantes, con toda su tranca entre la boca de papá.

A mi viejo parecía que se le iban a salir los ojos y no podía parar de llorar.  Hasta que Don Andrés soltó un poco la presión y entonces vi como por la comisura de los labios de papá empezaba a escurrir una baba espesa y blanca, que el viejo empezó a relamerse ante la atenta mirada del Amo.

Enseguida, con su verga untosa y empezando a perder la potencia, Don Andrés tronó los dedos y mamá, gimiente y desnuda, se arrodilló a sus pies y se dedicó a lamerle la tranca, acabando de tragarse los rastros de su corrida y dejándosela reluciente.

El Amito Sergio reía a carcajadas permaneciendo acaballado sobre mi lomo y haciéndome sentir todo su peso, al tiempo que yo no podía evitar sollozar con todo descaro, obligado por mi joven Dueño a contemplar tan triste y humillante escena.

Finalmente todo terminó.  El Amo Don Andrés apartó a mamá de un bofetón, pateó a papá para quitarlo del camino, se guardó su polla morcillona entre sus vaqueros y se dispuso a salir junto con el Amito Sergio.  Me quedé por unos instantes en cuatro patas, anhelando tener el valor de ir consolar a mis viejos.

Pero al percatarse de que yo no iba siguiéndolo, el Amito Sergio regresó y asentándome una patada por el culo me ordenó que me fuera de una vez.  Salí con mis ojos anegados en llanto y la cabeza gacha, intentando ocultar mi abatimiento y mi tristeza.

Los Amos subieron a la cabina de la camioneta y yo me encaramé en el tazón, en donde siempre he viajado.  Camino a la Casa Grande, lloré como nunca antes, recordando todo lo que había pasado aquella tarde y rememorando cada detalle de mi vida anterior, cuando aún no estaba directamente al servicio del Amito Sergio.

(10,00)