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Con Sentimiento

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Levanto la vista del ordenador. Miro mi muñeca, mi reloj. Ya es la hora. Presiono el botón que apaga la computadora. Espero. Se apaga. Por fin. Ya he acabado, es hora de salir. Me levanto, cojo mi bolso. Me voy. Salgo al rellano. Cierro la puerta del despacho. Llamo al ascensor. No llega. Alguien lo está bloqueando. No pasa nada. No me preocupo. Bajo andando. Solo son siete pisos. Me cruzo con un vecino en el quinto. Le saludo al pasar a su lado. Está sacando cajas del ascensor. “Una mudanza” pienso. Continúo por las escaleras. Voy deprisa, salto los escalones de dos en dos. Tengo ganas de llegar a casa. Ya es tarde. Quiero ducharme, quiero descansar. Mañana no trabajo, es una buena noticia. Esta noche es para mí. Es toda mía, voy a dormir, descansaré

Llego a la planta baja. No hay nadie. Todos los empleados del edificio se han marchado ya. Vuelvo a mirar el reloj. Es tarde. Normal que ya no quede nadie. No entiendo ni cómo estoy yo aquí todavía. Atravieso las puertas giratorias y salgo a la calle. No llevo coche. Necesito un taxi. Me escurro entre los vehículos aparcados y llego al centro de la calle. No hay ninguno. Espero varios minutos, no vienen ningún coche, y mucho menos un taxi. Me giro en redondo, alguien me observa. No hay nadie. Pero estoy segura. Alguien me observa. Meneo la cabeza. “No seas tonta” me digo, “nadie te observa, nadie te mira.”

Vuelvo a la acera, camino tranquilamente. Mi objetivo es la avenida. En la avenida estaré a salvo, en la avenida encontraré un taxi. Siento de nuevo la mirada de un extraño en la nuca. Me volteo. No hay nadie. Estoy paranoica. Acelero el paso, solo por si acaso.

Ahora sí. Seguro. Alguien me sigue. Vuelvo la vista y veo a un hombre corpulento tras de mí. Tal vez no sea nada. Tal vez no sea nadie. Da igual. Me asusto. Veo un bar. Entro.  No hay mucha gente. El bar está medio vacío. Respiro profundamente intentando tranquilizarme. Estoy a salvo. Pido una copa. Me la sirven. Pago la consumición y solicito un teléfono público. No llevo móvil. Nunca llevo móvil, no me gustan, no son mi estilo. Ahora me arrepiento de mi estúpida manía. El dueño del local me indica con la cabeza. Miro. Veo un antiguo aparato telefónico situado al final de la barra. Meto unas monedas. Espero el tono. Marco el número de mi pareja. Me da tono. Espero. Y sigo esperando. Nada. Nadie contesta.

Hago un poco de tiempo. Me tomo la copa. Quienquiera que me siga seguro que ya se ha ido. Salgo a la calle. Miro a ambos lados. No hay nadie. Nadie me sigue. Probablemente nunca me ha seguido nadie. Camino de nuevo hacia la avenida. Alguien sale de un portal a mi espalda. Me coge. Pasa una mano por mi garganta mientras me agarra fuertemente por el estomago con el brazo izquierdo. Bajo la mirada. Sostiene un gran cuchillo en su mano. “No te resistas, puta” me dice “O te destripo aquí mismo”.

No me resisto. Estoy a su merced. “Ahora vamos a andar lentamente” me susurra, “vamos a mi coche. No hagas nada raro o te rajo”. Asiento con la cabeza. Sigo sin resistirme. Me tiene totalmente dominada. Conozco esa voz, ese perfume. Mi secuestrador me resulta familiar. Hago caso de sus indicaciones. Me conduce a una furgoneta. No conozco el vehiculo. Abre la puerta sin soltarme el cuello. Me empuja dentro, sin miramientos. Caigo en el suelo del furgón. Me lastimo.  Se ha dado cuenta. No parece tener compasión, se ríe. “¿Te has hecho daño? Mala puta”. Asiento con la cabeza, no me atrevo a decir nada. No parece importarle. Se mete detrás de mí en la furgoneta. Me sujeta por el estomago y me iza sin dificultad. No me opongo. Me pone a cuatro patas y restriega su miembro contra mí. No digo nada, no protesto. Noto como restriega su paquete contra mi culo. No estoy asustada, me gusta, soy consciente de que me estoy excitando.

Mi secuestrador hace un movimiento brusco. Coge algo. Una cuerda. Me ata las manos, me ata los pies. Estoy inmovilizada. Muevo las muñecas para intentar aflojar las ataduras, pero paro. No sé lo que mi captor quiere hacerme, pero quiero averiguarlo. Si me suelto ahora tal vez me haga daño, Prefiero esperar. Prefiero saber lo que me aguarda.

No he conseguido ver su rostro, pero sé que en cuanto le vea seré capaz de reconocerle. Sé que lo conozco. Tal vez si fuera capaz de verle podría hacérselo pagar. Y el lo debe saber también. Vuelve a moverse para alcanzar algo que está fuera de mi vista. Por un momento deja de restregarse contra mí. Encorvo la espalda haciendo aumentar el volumen de mi culo. Deseo que continúe frotándose contra mí. De pronto no veo nada. Mis ojos son cubiertos con una tela. No quiere que lo vea, no quiere que lo reconozca.

Mantengo mi culo elevado, a su disposición. El parece darse cuenta de que me ofrezco y arremete contra mí como si intentara penetrarme. Me golpea repetidas veces con su cadera. Pero ambos vamos vestidos, no hay contacto posible. Vuelve a separarse de mí para buscar sus herramientas. Ha encontrado lo que busca, una mordaza. Me la pone alrededor de mi cara. Yo abro la boca y le permito ajustármela. Ya no tengo escapatoria. “No tienes escapatoria” me dice. Lo sé. “¿Te vas a portar bien? Espero que sí, por la cuenta que te trae”. Asiento con la cabeza. Estoy segura que conozco esa voz. De todas formas no tengo intención de comportarme de ninguna otra forma que no sea bien, por la cuenta que me trae.

Me empuja haciendo que mis huesos vayan a parar al frío suelo metálico. “Ahora voy a conducir” me dice, “pórtate bien o te haré desear no haber nacido”. Me porto bien. No quiero que cumpla su amenaza. Mi secuestrador deja de frotarse contra mí. Me deja abandonada, tirada en el suelo. Oigo como cierra la puerta lateral de la furgoneta. “¿Ya está?” me pregunto. “¿Esto es todo?”. Pero no es todo. Oigo, atada, amordazada, como entra por una de las puertas delanteras. Me acobardo. No sé que quiere hacer conmigo. Siento vibrar la furgoneta y escucho el rugido del motor. Es evidente, si me ha metido en la furgoneta es porque no piensa violarme allí. El coche traquetea. Nos movemos. No sé dónde me lleva, pero quiero averiguarlo. Permanezco en silencio, tumbada, atada, amordazada. Intento hacer el mínimo ruido posible.

Intento memorizar el camino. Paramos en un semáforo. Giramos a la izquierda. Una rotonda, un giro, una parada, de nuevo un giro. Me desoriento. Me he perdido totalmente. No se donde estoy. Lo ha hecho intencionadamente. No quiere que sepa donde vamos. Conduce. No pasa mucho tiempo. Tal vez quince minutos, quizás algo más. La furgoneta reduce la velocidad y comienza a dar botes y bandazos. Debemos haber dejado la carretera. Habremos entrado en un camino de cabras. Las sacudidas me zarandean por el suelo de la parte trasera. No tengo forma de agarrarme a nada. “Ya casi estamos, zorra”. Esa voz. La conozco de algo.

El coche frena bruscamente. Oigo como mi captor baja. Oigo como abre la puerta trasera. Me arrastra por el suelo hasta sacarme de la furgoneta. Estoy indefensa, inmóvil. Siento como una calida mano sube por bajo de mi blusa hasta detenerse en mi pecho. Me pellizca los pezones. Con fuerza. Me hace daño. Intento gritar. Pero me gusta. Se ríe. “Puedes intentar gritar todo lo que quieras, nadie va a oírte”. Vuelvo a intentarlo. Es inútil, el grito queda ahogado por la mordaza. Me abofetea la cara con suavidad pero con firmeza. “Así aprenderás”.

No puedo andar, tengo las piernas atadas. Pero no parece ser un problema. Me coge en brazos y camina. Me deja en el suelo. Oigo como saca una llave y la hace girar en una cerradura. Oigo como se abre la puerta. “Te voy a desatar las piernas” me dice “pero no intentes escapar, no tienes a donde ir. Si escapas te encontraré. Y será peor”. Noto como las ataduras de mis piernas se aflojan. La cuerda se suelta. La sangre vuelve a circular libremente. Me pone en pié. Tengo los pies entumecidos pero hago un esfuerzo para no caerme. Pienso en salir corriendo. Pero desecho la idea. Llevo las manos atadas y los ojos vendados, aunque corriera me alcanzaría. Me hace caminar junto a él, guiándome. De pronto me empuja. Caigo sobre algo blando. Un sofá.

Paso unos segundos tumbada. Sin moverme. Me quita la venda de los ojos. Ahora ya puedo verle. Pero se ha puesto un pasamontañas. Sólo puedo verle los ojos y la boca. No es la primera vez que veo aquellos ojos. “¿Vas a ser una buena niña?” me pregunta. “Si te vas a portar bien puedo desatarte”. Asiento. Quiero que me suelte, me duelen las muñecas. “Y si me prometes no gritar te quito la mordaza”. Vuelvo a asentir. Me desata las muñecas, las froto entre ellas para restablecer la circulación. Me quita la mordaza. “No me hagas daño, por favor” imploro.

Me ordena que me levante y que vaya con él. Miro a mí alrededor. Estoy en el salón de una casa campestre alegremente decorada. No parece la casa de un violador. Aunque tampoco estoy segura de cómo debe aparentar la casa de un violador. No importa, eso no va a ayudarme. Llegamos a unas escaleras. Me ordena subir. Él sube detrás. Me da una palmada en el culo con la mano abierta. Gimo inconscientemente. Se da cuenta y vuelve a palmearme. Esta vez no hago ningún sonido. No quiero alentarle.

Entramos en una habitación vacía excepto por una cama de matrimonio y una caja fuerte empotrada en la pared. Esto ya tiene más pinta de lugar de violación. Cierra la puerta con llave a mis espaldas. Abre la caja fuerte y mete la llave dentro. “Por si pensabas escapar” dice mirándome. Estoy más excitada que asustada. Debería asustarme más, debería estar aterrada. Pero no lo estoy. Me empuja sobre la cama. Caigo de espaldas sobre el colchón y se pone a horcajadas sobre mí. Me arranca la blusa de un tirón, haciendo saltar todos los botones. Le da varios tirones a mi sujetador para romperlo. Pero no puede. Me hace daño, los tirantes del sostén se me clavan en la espada. Grito por el dolor. Le pido que pare, que no siga, que me duele. Me abofetea. “Callarte zorra”. Pero para. Paso mi mano rápidamente por la espalda y suelto el broche. El sujetador se desprende. Vuelve a abofetearme. Quería habérmelo arrancado. Que se joda. Es mi pequeña victoria. Aunque ahora estoy más expuesta.

Acaba de quitarme el sostén y entierra su rostro entre mis pechos. Me chupa los pezones mientras masajea las tetas con sus manos. Le cojo la cabeza. Intento apartarlo. Empujo. Pero sin fuerza, sin ganas. Realmente no deseo que pare. Me gusta lo que hace. Lo hace bien. Sabe lo que esta haciendo. En algún momento paro de intentar alejarlo y le aprieto fuertemente contra mí. “¿Qué pasa, putón? ¿Te gusta que te violen?”. Le digo que no. Que pare. Que me deje. Le digo que quiero irme. Pero no es verdad. No quiero que pare, no quiero que me deje. No quiero irme. Lo que quiero es que continúe.

Mi violador se aparta de mis pechos y se hace a un lado, dejándome expuesta sobre la cama. Arranca el botón de mis pantalones y me los baja de un tirón, sin miramientos. Mis pantalones se enredan con mis zapatos. Pero de un nuevo tirón sale todo, pantalones y zapatos. Ahora solo me protegen las finas braguitas.  Se quita la camisa. Me coge por la espalda y me obliga a chuparle el pecho. Mordisqueo los pezones, enredo mis dedos con los pelos del pecho y paso la lengua por su cuerpo. Estoy excitada. No tiene que obligarme, lo estoy haciendo porque quiero. Se da cuenta. Me aparta de él estirándome del pelo con fuerza. Las lágrimas se forman en mis ojos. Pero eso me excita más. Se quita los pantalones y queda solo en calzoncillos. Ahora estamos en igualdad de condiciones. Bueno, lo estaríamos si no fuera porque soy su prisionera. Pienso que tal vez no me deje marchar, que tal vez me mantenga allí encerrada abusando de mí noche tras noche. Este pensamiento me poner a mil y abro las piernas inconscientemente.

Se da cuenta inmediatamente y se lanza sobre mí. Restriega su ropa interior contra la mía mientras me mordisquea el cuello. No quiero seguirle el juego, pero soy incapaz. Muevo mis caderas de arriba abajo aumentando el ritmo de los roces. Noto las braguitas totalmente empapadas. Quiero que me folle. Quiero que me penetre y bombee tan fuerte como pueda. Pero él tiene otros planes. Se incorpora y se acerca a mi cara quitándose los calzones. Su polla totalmente erecta está a pocos centímetros de mi rostro. Deseo comérmela. Pero no lo hago. Espero a que me lo ordene. Y lo hace. Me lanzo lujuriosa a lamerle los huevos mientras le pajeo desenfrenadamente. Paso mi lengua por toda la superficie, escupo sobre la polla y me la meto en la boca. Empuja violentamente hasta metérmela entera. Abro la garganta y dejo que entre hasta el fondo. Me la saca y me vuelve a embestir. Me coge la cabeza y me mueve metiendo y sacando la polla rápidamente. Yo no hago nada. No me resisto. Estoy inerte, solo soy un recipiente para su gran miembro.

De pronto se aparta. “¿Quieres que te lo chupe yo ahora a ti?”. Le digo que sí, que quiero sentir su lengua en mi coño. No duda. Me aparta las braguitas y me lame. Mientras me chupa va metiendo y sacando sus dedos de mi interior. Primero lentamente, pero cada vez con más fuerza. Siento calor, noto como mi cuerpo responde a sus caricias. Le agarro fuertemente la cabeza mientras le aprieto contra mí. “¡Chupa, cabrón!”. Mi espalda se arquea de forma involuntaria y mis caderas empiezan a acompañar sus movimientos sin que yo pueda impedirlo. Me corro abundantemente. Él lame todo el jugo manteniéndolo en la boca y se acerca a mi cara. Me escupe mis propios flujos sobre los labios entreabiertos y yo los bebo con deseo, saboreándolos, disfrutándolos. El calido líquido mezclado con su saliva recorre mi boca hasta deslizarse por la garganta.

Me quita las bragas de un estirón y me levanta las piernas. “Ahora me toca a mí, zorra”. Noto como su polla recorre toda mi zona vaginal y se detiene frente a mis labios externos. Se acomoda. Y empuja. Me la mete toda de un golpe y yo ahogo un grito. Me ha dolido, pero no mucho. Estoy tan lubricada que podría meterme cualquier cosa. Comienza a bombear. Su polla entra y sale de mi interior con rapidez. Le rodeo con mis piernas obligándole a golpearme con mayor velocidad. Acompaño sus movimientos con todo mi cuerpo. Me voy a correr otra vez, estoy apunto de correrme. Mis jadeos aumentan de volumen. “Me voy a correr, no  pares, no pares, me voy a correr” le grito. Pero para. Será cabrón.

Me da la vuelta y me obliga a ponerme a cuatro partas. Se chupa un dedo y me masajea la zona anal. Me besa el culo y pasa su lengua por mi agujero. Me estremezco de placer. Mete un dedo primero, luego otro, dilatándome. De pronto saca sus dedos y acerca la polla a mi culo. La posiciona. Empuja. Va metiéndola poco a poco. Me duele. Noto como mis entrañas se abren para dejar paso a su enorme falo. De pronto deja de empujar. Ya está toda dentro. Se queda quieto, esperando. Mi culo se amolda, se adapta, abraza su nuevo juguete. Ya no me duele. Ahora me gusta. Lentamente se retira, me saca la polla y me la vuelve a meter. Despacio. La vuelve a sacar pero ahora me embiste metiéndomela en el coño. Aúllo de placer.

Va alternando sus arremetidas. Me folla el coño y después el culo. Cuando se cansa vuelve a follarme el coño. Cuando nota que estoy apunto de correrme vuelve a sacarla y continúa con mi culo. No puedo más, es una tortura deliciosa.  Vuelvo a notar la increíble sensación de la llegada del orgasmo. Me contengo. No quiero que se de cuenta. No quiero que pare. Sigue arremetiéndome con fuerza. Se ha dado cuenta. Para. “Sigue grandísimo hijo de puta, sigue, fóllame”. Se detiene unos segundos. Se lo piensa. Continúa follándome. Va dejar que me corra. Gracias a Dios. Bueno, probablemente Dios no tenga nada que ver. Me desinhibo, ya no tengo que evitar que descubra mi inminente clímax. Muevo con fuerza mis caderas entrechocándome contra él mientras me alcanza el maravilloso orgasmo. Grito y maldigo mientras me corro sin parar y noto como sus golpes se vuelven irregulares. Ahora se va a correr él. Quiero que se corra, quiero disfrutar su leche. “Cabrón, ven aquí, córrete en mi puta boca”.

Saca la polla. Me doy la vuelta con avaricia, con glotonería. La veo ante mí, grande, palpitante, cubierta con mis flujos. Le limpio todos los restos lamiendo con lujuria. El sabor es una mezcla entre coño, culo y polla. Me gusta. Se pajea con fuerza mientras me coge del pelo. Abro la boca y saco la lengua. Me golpea la cara con la punta del glande mientras se pajea enérgicamente. Y se corre. La leche me salpica por toda la cara. Me cae en los ojos, en los labios, en la lengua y en la boca. No para de tirar y tirar leche. Mantengo la boca abierta, mirando hacia arriba, recogiendo toda la leche que soy capaz de encontrar. Cuando su polla deja de palpitar le miro. Le enseño todo el semen que he almacenado en mi boca. Lo muevo con la lengua. Me lo trago. Todo. Es calido y salado, me gusta. Recojo con las manos todos los restos de mi cara y me lamo los dedos lujuriosamente.

Estoy cansada. Y él también. Se tumba en la cama, de espaldas. Me acerco a él y le beso. Le quito la mascara. Me sonríe. Vuelvo a besarle y me recuesto sobre su pecho. “La próxima vez te inventas tú algo” me dice. Suspiro. “La verdad es que me va a costar superar esto” le reconozco. “Has cuidado hasta el último detalle. ¿De quién es el coche?”. Me abraza con fuerza mientras me revela que la furgoneta era de un compañero de trabajo, igual que la casa. “¿Desde cuando sabías que era yo?”. Me pregunta. Le digo que desde el primer momento. Le reconozco que cuando me sentí perseguida por la calle me asusté, pero que en cuanto me agarro por detrás le reconocí. “¿Por qué no has dicho nada?” me pregunta. “Porque quería que me violaras, imbécil” le contesto riéndome. Le abrazo con fuerza y cierro los ojos. Me duermo totalmente satisfecha.

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