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Aquel día caluroso de julio mis convicciones se hallaban debilitadas, seguramente debido a la humedad del sudor sobre mi cuerpo.

Soy una mujer de origen chino. Cuido mi cuerpo alimentándome con una dieta rica en fibra: mis piernas son bonitas y están bien formadas, mi busto sin ser exuberante es netamente femenino, es decir, hay por dónde agarrarme, mi cintura y mi culo son anchos y prietos, mi rostro es... oriental, exótico para un habitante de esta ciudad mediterránea y provinciana.

Aquel día, como iba diciendo, acababa yo de salir de la tienda, me encontraba a punto de cruzar por un paso de cebra, cuando me abordó un hombre bien vestido, pantalones vaqueros y polo, y bien afeitado. "Hola", me dijo; "Hola", respondí. Debía de conocerme de la tienda porque enseguida me preguntó por unas sábanas que andaba buscando, ya que tenía dudas sobre el tamaño idóneo que debía comprar. Yo le hice unas preguntas sobre el tipo de cama que él tenía, no obstante no supo responderme con exactitud. Así que le propuse ir a su casa y verla, a lo que él accedió amablemente.

Como he dicho anteriormente tengo prejuicios sobre los occidentales, sobre todo con los hombres, de hecho siempre prevengo a mis hijas acerca de sus relaciones, no obviando que principalmente tomen precauciones en el terreno sexual, pero aquel día... ¡no entiendo qué me pasaba!: gotitas de sudor recorrían mi canalillo, deslizándose hasta mi ombligo y más abajo.

Fuimos a su casa, que estaba cerca, y nos introdujimos en su dormitorio. La cama en verdad era grande y estaba cubierta por un puzzle de sábanas: comprendí su problema.

Me quedé unos minutos observando el horizontal desbarajuste, midiendo mentalmente el espacio, cuando sentí que sus dos manos se posaban en mis tetas por la espalda. Las miré, destacadas sobre mi vestido negro, acariciándome expertamente, y me giré. "¡Qué haces!", exclamé mientras él ahora situaba sus manos en mi cuello; "¿Tú qué crees?", susurró él, y me derretí.

Literalmente, me derretí: me metió la lengua en mi boca, mis rodillas flaquearon y en un instante tuve ante mis ojos su abultado paquete. No desaproveché la ocasión para desabrocharle los pantalones, bajárselos y sostener su suculento pene en mi mano; lo masajeé un par de veces de atrás adelante, le descubrí el glande, se lo lamí, y me introduje su miembro nervudo entre mis labios. Una gotita de sudor pasó de mi bigote a su verga y saboreé su sabor salado al tiempo que el amargo gusto de colonia que él había usado para perfumar su falo. "Muy previsor", pensé, "aunque el sabor esté adulterado, el olor es de lo más agradable", y seguí mamando.

Me detuve en cuanto él me lo pidió. Yo ya me había corrido: me vino al escuchar sus exhalaciones cada vez que mi boca recorría su pene. Me vino así, y gemí con ganas mientras chupaba. Me detuve porque él me expresó sus deseos de follarme en la cama, obligándome a ponerme de pie con sus brazos entre mis axilas. Así que me despojé de todas mis ropas y me tendí desnuda sobre las desordenadas sábanas con los mulos separados, preparada para unas cuantas enérgicas embestidas que provocaran su masculino orgasmo de gruñidos roncos, ese que tanto he echado de menos desde que mi marido volvió a China. Él, de primeras, no se impacientó, y tumbado a mi lado me proporcionó suaves caricias por todo mi cuerpo. "Estás muy caliente", me dijo; "Sí, tus manos arden", dije yo. Acto seguido, tocó los labios de mi vagina, y yo, convulsionada, recoloqué mi cuerpo en forma convexa. Era la señal que esperaba para subirse encima mía, moderar mi encabritamiento con su peso y abrirse paso con su polla entre mi vello púbico hasta encontrar el origen de mí calentura para agostarla invadiendo cualquiera resquicio de mi ser con su fogosa penetración. Por supuesto, noté su semen dispersándose en mi interior como una cascada que invade un cauce seco y pedregoso. Cuando terminó se quedó largo rato, como dormido, sobre mi. Mis pechos estrujados, cubiertos de su sudor, mi barbilla en su hombro, mis piernas en forma de uve, mi vagina sintiendo espasmos cada vez que su pene menguaba unos milímetros.

"China", me dijo, no sabía mi nombre, "¿cuándo repetimos?", preguntó mirando de cerca mi rostro. Yo no pude más que reír despacio con una risa sincera y placentera, ancestral diría, como si hubiese sido la primera hembra humana que probase este misterio de la vida, y decirle: "Ahora".

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