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La mujer del disidente (03). Las pertenencias íntimas

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La habitación contigua consistía en una sala alargada con un mostrador detrás del cual se situaba un agente. Los dos agentes que trasladaban a Amalia la situaron frente al mostrador y la soltaron, permaneciendo cada uno a cada lado de ella, pero retrocediendo un par de pasos. La puerta que dirigía al despacho del capitán continuaba abierta, y podía ver que ese hombre cambiaba de postura y se sentaba frente a su ordenador para comenzar a escribir algo. Suponía que se trataría del resumen del interrogatorio.

Mientras permanecía de pie a la espera de instrucciones, la incomodaba la idea de tener permanentemente a dos agentes junto a ella. Se sentía observada. Había visto como en la anterior sala la observaban desde abajo, desde sus respectivas sillas, y cómo reparaban continuamente en su cuerpo, en sus pechos, en sus piernas, según ella había tenido que dar explicaciones de cómo sería su cuerpo desnudo. Con todo descaro escuchaban, observaban y se empalmaban. De los dos policías, uno de ellos se empalmaba a ratos. Se excitaba y se le hinchaba la polla en aquellos momentos en los que la humillación era más álgida, pero se le bajaba la inflamación en los momentos de espera. Cuando volvía la humillación, volvía la erección. En su compañero, en cambio, la erección era permanente. Desde que la vio bajar del coche, con ese cuerpo, con esos pechos que se le marcaban en el vestido, y abriendo las piernas dejando sus bragas a la vista mientras se esforzaba por salir del coche patrulla. Ahora ambos se habían colocado tras de ella. Estaba segura de que ambos se estarían deleitando mirando su trasero. Y suponía que uno seguiría con se pene erecto, mientras que el otro ya lo tendría morcillón, a la espera de que el suplicio de Amanda continuara. Al menos por el momento nadie le había puesto la mano encima, sexualmente hablando, pensó para sus adentros.

El agente que estaba tras el mostrador sacó su maleta rosa de un cuarto trastero y la situó sobre el mostrador. La abrió y dejó a la vista de todos las pertenencias de Amalia. Los cuatro se mantuvieron a la espera, pero Amalia ya tenía unas ganas enormes de orinar. La última vez que fue al servicio fue al salir de casa, a primera hora de la mañana, pero desde entonces ya habían pasado varias horas: en clase, durante el trayecto en el coche de policía, en el interrogatorio... Estuvo a punto de pedirle permiso al capitán para ir al servicio, pero le daba tanta vergüenza que decidió esperar. Ahora tenía aún más ganas, pero estaba haciendo todo lo posible para esperar hasta que de una vez por todas la metieran en una celda y pudiera orinar.

Tras unos minutos de espera, apareció otro policía, un hombre rudo con bigote, que por su actitud e insignias diferentes a las del resto, Amalia suponía que era superior a los demás. Con el tiempo sabría que el capitán era el máximo responsable del día a día de la prisión, y este hombre, al que los presos conocían como 'el Bigotes', ostentaba el rango de teniente y era el segundo al mando.

El agente tras el mostrador se apartó y dejó la maleta frente al teniente.

-Vamos a hacer un inventario de tus pertenencias -le dijo el teniente a Amalia, a la vez que el subalterno cogía unos formularios y un bolígrafo-. ¿Qué es esto? -preguntó sujetando una bolsa de plástico que había encima del todo de la maleta-.

-Es la bolsa con la ropa sucia, señor -contestó recordando las instrucciones que anteriormente le habían dado-.

-Yo soy un señor y tú eres una guarra, que nos trae aquí su ropa sucia -dijo el teniente a la vez que cogía la bolsa y la situaba a un lado-.

Amalia, abochornada, no se atrevió a decir nada.

-Vamos a ver qué más te has traído -prosiguió el teniente, sacando en primer lugar un vestido negro de noche, que ella tenía preparado para cuando se fueran de vacaciones- ¿Esto qué es?

-Es un vestido -respondió Amalia, que ya casi no podía aguantar las ganas de orinar, y no sabía cuánto iba a durar esto-.

-Vestido -repitió el teniente dirigiéndose al agente a su lado, quién procedió por un lado a apuntarlo en el formulario, y por otro lado a escribir la palabra 'vestido' en una etiqueta que después grapó a la prenda-.

-¿Y esto qué es? -siguió preguntando el agente, sacando la siguiente prenda.

-Es un camisón, señor -dijo Amalia, arrepentida de tener allí tal prenda-.

-Vestido -dijo el teniente a su compañero, quién al igual que antes procedió a apuntarlo en el formulario y a etiquetar la prenda-.

-No es un vestido, señor, es ropa interior-intentó protestar Amalia, sabiendo que el que le etiquetaran como vestido un camisón casi transparente le podría ocasionar problemas-.

-Es un vestido y punto -sentenció el teniente-. El que tú te vistas como una puta de burdel ya no es asunto mío.

-Más cosas -prosiguió el hombre, sacando unas bragas de encaje negro de la maleta-, ¿esto qué es?

Estaba claro que todos los allí presentes sabían lo que era, pero querían oírlo pronunciar de su propia boca.

-Son unas braguitas, señor -tuvo que responder ella-.

-Bragas -indicó el teniente de forma áspera, a lo que su ayudante procedió a etiquetarlas-.

-¿Y esto? -continuó cuando su compañero terminó de etiquetar las braguitas, esta vez sacando el sujetador a juego-.

-Ese es mi sujetador -contestó ella-.

El teniente mandó etiquetar el sujetador y sacó un pantalón corto como siguiente prenda. Lo sujetó en alto mostrándoselo a Amalia, a la espera de su respuesta.

-Es un pantalón -dijo Amalia-.

-Aquí no vestirás con pantalones. Es una cárcel de hombres y pantalones ya tenemos aquí, pero te vamos a dar el privilegio de vestir como una mujer -explicó el teniente, tras lo cual se volvió y los arrojó a un cubo de basura que había tras él-.

Una a una el teniente fue sacando cada prenda que Amalia llevaba en su maleta: vestidos, faldas, blusas, calzado, ropa interior... Tal como dijo, todos los pantalones los desechó, daba igual que fueran cortos, largos, de deporte o vaqueros, acabaron todos en el cubo. Las camisetas sin embargo si que las etiquetó. Una de las camisetas, algo más larga que el resto, era la que Amalia utilizaba para ponerse sobre el legging, que también había acabado en la basura. Aunque Amalia la identificó como camiseta, el teniente la mandó etiquetar como vestido. Amalia sabía que le esperarían tiempos difíciles, en aquella prisión...

Ya al fondo de la maleta tan solo quedaba un neceser y el resto era toda ropa interior, a saber: medias, sujetadores y varias bragas y tangas. Todo ello lo consideró correcto el 'Bigotes' y lo mandó etiquetar. Intencionadamente reparaba en particular en bragas y tangas, levantándolos a la vista de todos los presentes y mirándolos tanto por fuera como por dentro. Con las últimas prendas comenzó a dictar calificativos para que su ayudante las etiquetara: braguitas rositas, tanga putanero, o bragas descoloridas, fueron algunos de los que utilizó, este último para referirse a unas bragas azul marino que Amalia solía utilizar cuando tenía la regla, y que tras una hemorragia repentina había tenido que lavar con lejía para eliminar los restos, lo que había hecho que la zona de la entrepierna, donde aplicó la lejía, quedara descolorida.

En ese momento el capitán entró en la sala con una copia del informe que había redactado y se la entregó al teniente, quien dejó momentáneamente de revisar la maleta, y con parsimonia, una vez que el capitán ya había salido, se puso a leerlo detenidamente, como si nadie más esperara en la sala. Amalia no estaba segura de que los policías se hubieran percatado del tiempo que había pasado sin ir al baño, pero de lo que si que estaba segura era de que esas esperas, de algún modo u otro tenían como objetivo incomodarla y acentuar su debilidad frente a aquellos hombres.

Tras leer el informe, el teniente siguió sacando las últimas prendas de la maleta. Había un culotte que Amalia también usaba cuando tenía la regla, pero este no le pareció una prenda adecuada y lo arrojó al cubo. A las últimas bragas que sacó las mandó etiquetar con el apelativo de rozacoños, utilizando la descripción que Amalia había tenido que hacer de sus labios vaginales, y que sin duda el capitán había plasmado en el informe.

Cuando en el interior de la maleta ya solo quedaba el neceser, lo abrió y de manera brusca dejó caer todo su contenido sobre el mostrador. Amalia de nuevo se avergonzó al ver caer sus compresas y varios preservativos. Respecto al resto del contenido, el teniente decidió desechar los productos de belleza como antiarrugas, tónicos faciales o reafirmantes, y los lanzó al cubo de la basura. Sin embargo, los pintalabios, pintauñas y sombras para los ojos si que los mandó etiquetar y los metió de vuelta dentro del neceser, junto a los preservativos, las compresas y otros productos, como champú, jabón o cepillo de dientes.

-No has traído pasta de dientes -señaló el teniente-. Pero no te preocupes, seguro que podremos encontrar una solución -añadió-.

Ya con la maleta vacía, la cerró, pero aún quedaban por revisar los dos compartimentos exteriores y Amalia ya no aguantaba más sin ir al servicio. Solo le quedaba la opción de rogar que la dejaran ir al baño, o se lo tendría que hacer encima.

-Por favor, señor -suplicó- necesito ir al aseo. He pasado varias horas en el coche y en el interrogatorio y ya no aguanto más.

Amalia ya sabía que el teniente 'Bigotes' era un cabrón, y no estaba segura de si la permitiría ir al baño o si la obligaría a mearse encima.

-Claro mujer, faltaría más -dijo, tras lo que dio instrucciones a los dos agentes que la acompañaban de continuo para que la dirigieran a un servicio-.

Amalia se sintió aliviada, viendo que, al contrario de lo que ella pensaba que podría pasar, el teniente no había puesto objeción alguna a que fuera al aseo.

Los dos hombres la acompañaron a través de un pasillo y llegaron a una pequeñísima habitación con un agujero en el suelo. La sala olía fatal, no tenía puerta, y el agujero en el suelo la hacía más indicada para ser usada por hombres. Aun así, los agentes le dijeron que pasara y se aliviara, pero permanecieron junto a ella, y sin hacer amago alguno de retirarse.

-¿Qué pasa, señorita? Tenemos que vigilar -se justificó socarronamente uno de los agentes-.

A Amalia no le quedaba más remedio que orinar delante de aquellos dos hombres. Para ella era algo bochornoso, ni siquiera en su casa, y a solas con su marido, dejaba la puerta abierta cuando iba al baño, y encima aquellos dos hombres ya lo sabían, pues se lo había tenido que contar, entre otras muchas intimidades. Como quería enseñar lo mínimo posible, se levantó ligeramente el vestido hasta medio muslo, lo suficiente para llegar al elástico de sus bragas por debajo del vestido y se las bajó por los muslos hasta casi las rodillas, tras lo que tuvo que agacharse delante de ellos. Al no haber ni siquiera taza, la postura era de lo más incómoda para ella, a la vez que grosera. Con cuidado levantó la parte trasera de su vestido, para no mearse encima, y comenzó a miccionar. Estaba muy nerviosa, y en una postura tan forzada que le costaba bastante mantener el equilibrio. Con los nervios no supo colocarse bien y sintió como parte del chorro de su orina le resbalaba por su muslo derecho. Intentó terminar lo antes posible, aun así tenía tantas ganas de orinar que tuvo que estar más tiempo de lo que habría querido, hasta que casi terminó. No había papel higiénico, y apresurada, enseguida se levantó de nuevo y volvió a subirse las bragas y a colocarse el vestido. Las últimas gotitas de pipí quedaron en sus braguitas. En el camino de vuelta, aunque los tres iban en silencio, pudo observar las caras de satisfacción que ostentaban ambos policías.

Al volver a la sala del mostrador, el teniente preguntó a sus hombres si había ido todo bien.

-No se ha limpiado -delató uno de los policías-.

-Serás guarra -la acusó el teniente, y buscando en el neceser de la profesora sacó un paquete de pañuelos de papel y se lo lanzó. Amalia desprevenida intentó cogerlo al aire, pero cayó al suelo, con lo que tuvo que agacharse a recogerlo-. Vamos, límpiate, cochina -le instó el teniente-.

Amalia se sentía húmeda por los restos de orina y el tener que limpiarse delante de estos hombres le hacía sentir aún más humillada. Sacó un pañuelo del paquete y se limpió el muslo.

-El coño también -le ordenó el teniente-.

Amalia sacó otro pañuelo y metió una mano debajo de su vestido con la que se separó la braga hacia un lado. Con la otra maño pasó el pañuelo por su vagina desde atrás hacia delante, dos veces, y se volvió a colocar las bragas. El hacerlo bajo el vestido había impedido a los hombres ver todo lo que hubieran querido, pero aun así, para Amalia era evidente la erección que la situación había provocado en los dos hombres que tenía a su lado. A los dos hombres que tenía enfrente no les veía de cintura para abajo, pues les tapaba el mostrador, pero ella suponía que también estarían empalmados.

El teniente siguió con la maleta. Aún quedaban los dos compartimentos exteriores. Mientras tanto, Amalia tenía un pañuelo húmedo en cada mano, y no sabía qué hacer con ellos.

Al abrir el compartimento superior, el teniente sacó un juego de llaves. Preguntó si correspondían a su vivienda, y tras el gesto afirmativo de Amalia, el 'Bigotes' se guardó las llaves en su bolsillo. Lo siguiente que sacó fue un monedero, en el que Amanda llevaba algo de dinero. Cogió los billetes y dijo que eran para él, tras lo que se los metió en el bolsillo trasero de su pantalón. Las monedas las agarró y las metió en un frasco de cristal que había en un estante tras el mostrador. En el frasco se podía leer la palabra 'propinas'. Lo siguiente que sacó fue un reloj de muñeca, de una importante firma extranjera.

-¿De quién es este reloj? -preguntó-.

-Mío, señor -respondió ella-.

-Esa no es la respuesta a mi pregunta -le dijo el oficial-.

Amalia no entendía por qué le había protestado el teniente, y tardó un instante en darse cuenta, pero como era inteligente al final cayó.

-Era mío, señor, ahora no sé de quién es -dijo ella-.

-¿Cuánto te costó? -le preguntó-.

-No lo sé -dijo ella-. Me lo regaló mi marido en nuestro primer aniversario.

El teniente sabía que era un reloj bastante caro, habría costado algo más de 1.000€, y aunque en un primer momento pensó en quedárselo, decidió hacer algo que probablemente la incomodaría aún más, dado su valor sentimental.

-Es un reloj extranjero, fabricado en una nación que no es considerada aliada nuestra -afirmó-.

Entonces abrió un cajón y sacó una tabla gruesa de madera de las que se utilizan para cortar embutido. Colocó el reloj abierto sobre la tabla, con la esfera hacia arriba, y también sacó un martillo de debajo del mostrador. A continuación alzó y matillo y lo dejó caer con fuerza contra la esfera del reloj. El golpe seco hizo estremecer a Amalia y el cristal del reloj saltó en trozos y se desperdigó por el suelo. El teniente repitió la operación con cuatro fuertes golpes más contra el reloj, reduciéndolo a trozos inservibles. Tras ello acercó la tabla al cubo de la basura y arrojó los trozos de lo que durante los últimos diez años había sido el reloj de Amalia.

Por último abrió la última cremallera de la maleta de Amalia: el bolsillo inferior, más grande que el anterior, pero más estrecho. Allí Amalia solía guardar papeles, y en este caso el teniente sacó primero la reserva del hotel de las próximas vacaciones de Amalia y Antonio. Tras echarle un vistazo, dobló los papeles por la mitad y los rasgó en cuatro trozos.

-Aquí no creo que vayáis este año -dijo, tras lo cual los tiró en la papelera-.

Por último sacó algunos recuerdos familiares que Amalia guardaba en la maleta permanentemente, a saber fotos de su hermana, de su hermano y su cuñada, de sus padres y de sus sobrinos; y algunas postales que había ido recibiendo de familiares y amigos, y que le gustaba repasar cuando estaba relajada de vacaciones y tenía tiempo. El teniente estuvo mirando los recuerdos por unos instantes hasta que sacó un portafolios y los metió dentro. Después abrió un cajón y guardó allí el portafolios con los recuerdos familiares de Amalia.

-Una última cosa -señaló el teniente-, aquí no están permitidas joyas -le dijo mientras dirigía la mirada a su alianza de casada-.

Amalia se sacó el anillo y se lo entregó. El teniente lo colocó sobre la tabla contra la que había machacado el reloj, y tras coger de nuevo el martillo golpeó el anillo varias veces hasta partirlo en varios trozos. Entonces cogió lo restos, abrió un pequeño cajón cerrado con llave en el que había más restos de lo que antes habían sido otras joyas de oro, y soltó allí los trozos de la alianza de Amalia, que se mezclaron con el resto.

-Aquí hemos terminado -indicó el teniente, cerrando la maleta sobre el mostrador-. Llevad a la prisionera a la zona de registro.

Los dos agentes que la acompañaban de continuo la volvieron a agarrar y la dirigieron a lo largo de varios pasillos a una nueva sala. Al abrir la puerta la sala estaba oscura, pero Amalia pudo ver varias filas de sillas dispuestas como en un auditorio. Uno de los agentes accionó unos interruptores y unos focos se encendieron llenando la sala con una tremenda claridad. Al fondo de la sala Amalia pudo ver una tarima elevada hacia la que se orientaban todas las sillas y que le recordaba enormemente la disposición de una de las muchas aulas en las que había trabajado.

---¿Continuará?---

Off topic: ¿Qué os está pareciendo la historia? ¿Qué es lo que más os excita? ¿Os masturbáis al leerla? Los hombres, ¿llegáis a eyacular? Las mujeres, ¿cómo os sentís? ¿Os veis identificadas? ¿Qué más le hacemos a Amalia? La pobre ya lo ha pasado muy mal, ¿quizás la tendríamos que dejar marchar? Podéis realizar sugerencias, la historia está en desarrollo. Vuestros comentarios serán mi inspiración...

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