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Magdalena

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Por favor, Magdalena, desnúdate, quiero verte. Magdalena se desabrochó la camisa, la dejó en el reposabrazos de la silla, luego el sostén, dejando que resbalase sobre sus grávidos pechos hasta caer sobre la sábana, después su falda, que se sacó flexionando lánguidamente sus rodillas para arrojarlas al suelo: Magdalena quedó frente a mí completamente desnuda, sólo sus chancletas cubrían una ínfima parte de su piel madura y semiestriada.

Magdalena, quiero que esta sea una paja apoteósica, te quiero imaginar en las posturas más excitantes, si pudiera sentir tu calor iría mucho mejor, pero esto es imposible, así que... ahora ¡actúa!

Magdalena se tumbó sobre mi cuerpo caliente y comenzó a besarlo. Empezó lamiendo mi cuello con suavidad, después mi torso, en el que aplicaba discretos besos que arrastraba hacia mi ombligo; en cuestión de segundos, Magdalena ya calentaba mi polla dura con su aliento, ya la mojaba con su saliva, ya la mantenía pegada a su lengua dentro de su boca y la gozaba, sí, la gozaba: podía oír su placer, su asfixia, sus grititos agudos. Mi polla era efervescencia cuando sus dientes avanzaban acariciantes, colonizándola, convirtiéndola en un suculento caramelo del que ella tenía que disfrutar hasta su extinción.

Hubo un cambio; Magdalena, Magdalena, súbete sobre mí, quiero contemplar tus pechos curtidos, tus pezones del color de la castaňa, el tembleque de la carne frente a mi nariz cuando me lleguen los espasmódicos esfuerzos que anuncien mi postrer eyaculación, cuando me llegue el desparrame inmenso, cuando me vacíe en tu etérea imagen de mujer carnal, universal, Magdalena, súbete, muévete, brinca de frente, ofréceme tus maduras peras, ya las muerdo, ya resbalan en mi rostro, ya oscilan ante mis ojos, ya son mías, ya eres mía, todavía, toda mía..., Magdalena, ya lo presiento, Magdalena, que me vierto, Magdalena, ya... ya... ya me vierto.

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