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La mujer del disidente (05). La galería

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La puerta del ascensor se abrió y Amalia salió a la primera planta del edificio, escoltada por los dos policías. Tras pasar por la jaula habitual, en la que tenía que esperar a que cerraran la puerta blindada que quedaba tras ella antes de abrir la que tenía enfrente, salieron a la galería central de la prisión. En lo que los guardias volvían a cerrar la puerta, Amalia pudo asomarse a la barandilla y contemplar desde su posición prácticamente todo el interior del edificio. Mirando hacia abajo estaba el patio interior de la cárcel. Una gran sala rectangular donde los presos solían estar durante los recreos cuando por la razón que fuera no se les permitía salir al exterior. Ella estaba situada en una cornisa con suelo de rejilla metálica que rodeaba todo el patio interior desde arriba. Desde su posición pudo observar como desde el patio interior, frente a ella, salían varias puertas que conducían a diferentes salas, por algunas de las cuales ya había pasado; aunque ella había accedido por otras puertas y esta era la primera vez que contemplaba este espacio. Bajo donde estaba ahora mismo, y a través de las rejillas de suelo, podía ver cómo había otras puertas, que aunque ella no lo sabía, conducían a oficinas y otras dependencias a las que solo tenían acceso los guardias. Frente a ella, en la planta de abajo, podía ver un gran portón que conducía al patio exterior. En ese momento el portón estaba abierto, y había algunos presos en el exterior. Uno de ellos la vio y enseguida dio el aviso al resto, que raudos entraron al patio interior para ver a una mujer por primera vez en mucho tiempo.

Sin embargo, la gran mayoría de los presos se encontraban recluidos en sus celdas en ese momento. Elevando la mirada a la planta donde se encontraba, la primera, pudo ver como a ambos lados del rectángulo había celdas, unas veinte a cada lado. Las celdas estaban cerradas, pero no eran puertas metálicas opacas como las que ella pudiera haber imaginado, si no que tenían los típicos barrotes de las antiguas cárceles de las películas. Enseguida notó el alboroto de todos los presos asomándose a los barrotes, una vez se dieron cuenta de que habría nuevos reclusos. La sorpresa y la emoción de los hombres fue mayor al ver que se trataba de una mujer, y comenzaron a vocear y a golpear los barrotes, lo que asustó a Amalia.

Hacia arriba, en la segunda planta, podía ver cómo había otra pasarela idéntica a la que ella pisaba, y en derredor otras cuarenta celdas. Ya por encima no había más plantas, sino un techado abovedado y acristalado que permitía la entrada de luz natural al patio interior, con lo que se trataba de un edificio relativamente bajo: de planta principal, primera planta y segunda planta.

Enseguida Amalia advirtió que los seis o siete presos que había en el patio interior se colocaron bajo ella, dándose cuenta de que la rejilla metálica sobre la que pisaba les permitía verla desde abajo, con lo que instintivamente cerró las piernas.

Cuando de nuevo los guardias la cogieron por el brazo, comenzaron a llevarla por la pasarela en la que se encontraba, hacia la derecha. Dicha pasarela, que formaba un rectángulo, también tenía puertas intermedias que podían abrirse o cerrarse dependiendo el recorrido que los agentes quisieran que hicieran los presos. También había dos puentes, de rejilla metálica como la pasarela, que unían las dos cornisas enfrentadas, facilitando atajos para no tener que rodear todo el patio por la galería rectangular. Al igual que la cornisa por la que iba caminando, ambos puentes contaban con puertas metálicas que se podían abrir o cerrar a conveniencia. A Amalia la dirigieron por la cornisa hasta el final de la galería, siguieron girando hacia el otro lado y la continuaron dirigiendo por la cornisa opuesta a la que antes ocupaba. Aunque todas las puertas metálicas se encontraban abiertas en ese momento, incluidas las de los dos puentes intermedios, Amalia se dio cuenta de que la estaban haciendo rodear todo el patio, la estaban exponiendo, haciéndola pasar por delante de casi todas las celdas. El clima de excitación ya se sentía en toda la galería, y todos los presos se habían agolpado contra los barrotes para verla pasar. Desde abajo, los presos que estaban en el patio también se movían igual que ellos, pero por debajo, intentando mirar entre las piernas de Amalia. Cuando al final llegaron al otro extremo de la galería, Amalia había hecho un desplazamiento casi en forma de U, con lo que había pasado por delante de 30 de las 40 celdas de la primera planta. Al pasar por cada celda había ido buscando a Antonio, pero aún no lo había visto. Tampoco lo había divisado en las celdas de la planta superior, aunque desde abajo vio que la mayoría debían de estar desocupadas, pues muy pocos presos se habían asomado a sus barrotes.

Al llegar por fin al segundo extremo, tras todo el estrépito que habían montado los presos al verla, un guardia abrió una de las dos puertas que había, una a cada extremo de la pared.

Al traspasar la puerta pudo ver cómo había una especie de pasillo amplio, haciendo de antesala de otras cuatro puertas. Las dos que tenía más cerca tenían barrotes, mientras que las otras dos eran puertas metálicas opacas. Las de los barrotes eran celdas idénticas a las que había por fuera de esa antesala, con la diferencia de que estas dos estaban como apartadas del resto, dándoles un poco más de intimidad, lo que Amalia agradeció.

Los guardias abrieron una de las dos puertas y empujaron a Amalia a su interior.

-¿Cuándo voy a poder ver a mi marido? -preguntó ella-.

La única respuesta que obtuvo fue la de los guardias cerrando la puerta y echando la llave. Se dieron la vuelta y salieron por la puerta de la antesala que daba al resto de la galería.

Amalia se quedó de pie en el umbral observando su nueva estancia. Era una celda pequeña. A un lado tenía una litera con un colchón arriba y otro abajo. Amalia esperaba que al menos en algún momento la reunirán con su marido, permitiéndoles compartir celda, pero de momento ni siquiera había podido verlo. Frente a la litera había una taza de váter y un lavabo. Nada más. Ni un armario, ni una mesa, ni una silla, ni una ducha, ni un televisor. Ni siquiera un triste transistor. Tampoco había sábanas para la cama. Ni siquiera una manta. Al menos había un pequeño ventanuco enrejado en la parte superior por el que entraba algo de luz. Le quedaba algo alto a Amalia, pero con un poco de esfuerzo podría subirse en la litera y ver el cielo azul, cuando la desesperación lo hiciera necesario.

Recordando de nuevo lo sucia que se sentía se acercó al lavabo y accionó el grifo del lavabo. Pero no salía agua. Su cabello, sus manos, sus rodillas, seguirían sucias por el momento. Sin nada más para hacer se sentó en el catre interior de la litera. Al rato oyó cómo los barrotes metálicos de las celdas que estaban por fuera se abrían. No sabía si serían todas las celdas o solo algunas de ellas, la puerta que separaba el pequeño módulo donde se encontraba ella estaba cerrada, con lo que los presos no podían acceder a la antesala y menos aún a su celda. Desde su catre podía sentir a los presos, que parecía que deambulaban por la galería. Pero era un sonido sordo y lejano. Por primera vez en ese día se sentía protegida, se sentía apartada, sentía un mínimo de tranquilidad. Cansada se tumbó sobre el colchón. No se durmió, pero descansó. Aunque de su cabeza no se le pasaba lo que había sufrido ese día.

Pasó lo que a ella le pareció entre una y dos horas. Privada de reloj le era difícil controlar el tiempo. Amalia, que había cogido frio tenía ganas de hacer de vientre, y se percató de que el váter estaba justo enfrente de la puerta. Alrededor del váter, en el techo, había un riel, indicativo de que en algún momento había existido una cortinilla que se habría podido correr para utilizar el váter con cierta privacidad, pero en ese momento no había ninguna cortina. Se dirigió hacia el váter con miedo de que alguien abriera la puerta de la antesala en ese preciso momento y la encontrara en el váter. Encima le dolía la barriga y creía que tendría diarrea. Se bajó las bragas y justo cuando iba a miccionar alguien abrió las puertas, como temía. Azarada se volvió a subir las bragas, pero el guardia le ordenó que siguiera con lo que iba a hacer. El hombre se agarró a los barrotes mientras descaradamente la observaba. Amalia tuvo que bajarse las bragas de nuevo y sentarse en la taza. No estaba dispuesta a defecar delante de ese hombre, con lo que se aguantó las ganas y se limitó a orinar. Como no había papel se subió las bragas y volvió su catre.

-Levantate de nuevo, Amalia, que es la hora de tu ducha -le ordenó el guardia, mientras abría la puerta de la celda-.

Amalia se levantó y salió. No tuvo que salir a la galería, donde el resto de presos, si no que el guarda la dirigió a la última puerta dentro de la antesala donde se encontraba su celda. El agente abrió esa puerta y Amalia accedió a una unas duchas comunales.

-Cuando vuelvas a tu celda encontrarás ropa limpia sobre tu cama -le dijo el agente-. También ropa de cama, jabón para el lavabo y papel higiénico. Ah, y te traeremos algo para cenar.

El agente se fue, cerrando la puerta. Amalia de repente se encontró sola en una habitación con cuatro duchas a cada lado. Se quitó el vestido y lo dejó en un perchero. Se descalzó y se quitó también las bragas. Dio al grifo y vio que había agua caliente. También había gel y champú. Al principio se empezó a duchar con ansiedad, pensando que en cualquier momento podría volver el guardia. Pero según fue pasando el tiempo vio que estaba sola y comenzó a disfrutar de ese momento de privacidad. Se frotó bien el cuerpo y se lavó bien el cabello. Incluso se relajó debajo de la ducha. Cuando terminó cogió las bragas y las puso debajo de la ducha. Le habían dicho que fuera tendría ropa limpia, y suponía que le dejarían ropa interior, pero aun así, sin saber qué tendría que hacer con la ropa que había llevado encima, decidió lavar al menos las bragas. Las enjabonó y las frotó, y pudo ver como caía toda la suciedad de las botas del agente al que se las había tenido que limpiar. Después las escurrió, y al no haber toalla para secarse esperó unos minutos y cogió de nuevo el vestido y se lo colocó, pero no así las bragas, que estaban recién lavadas. Se calzó los zapatos y abrió la puerta para dirigirse de nuevo a su celda.

Pero al salir de las duchas, a la antesala desde la que también se accedía a su celda, se encontró con que una puerta enrejada dividía la antesala en dos. Cuando salió de la celda no reparó en que ese enrejado que podía separar las dos zonas de la antesala lo podían cerrar. De repente se encontró en que en su mitad de la antesala solo había dos puertas que dirigían a las duchas y otra puerta enfrente que sacaba a la galería. Se dirigió al enrejado y lo intentó abrir, pero lo habían cerrado con llave. Desde el enrejado veía las dos celdas a su izquierda y la otra puerta que también sacaba a la galería, a su derecha.

De repente esa puerta se abrió y entró el guardia de antes, que llevaba en sus manos unas sábanas, una manta y algo de ropa para ella. La puerta de la celda en la que ella había estado estaba abierta, y el guardia pasó a dejar la ropa, pero ella no podía acceder. La otra puerta que sacaba a la galería, en la zona de la antesala en la que estaba Amalia, se abrió y asomó otro guardia.

-Sal por aquí -le dijo-.

Amalia salió y al menos no vio presos en los pasillos de la galería, habían vuelto a meter a cada uno en su celda.

-El acceso directo a tu celda está cerrado, vas a tener que dar la vuelta a toda la galería -le dijo el agente, con sorna-.

Amalia se dio cuenta de que tendría que pasar otra vez por delante de todos los presos. Lo habían hecho adrede, para hacerla realizar todo el recorrido. Pero esta vez su cuerpo estaba húmedo, y el vestido que llevaba se le ajustaba y le marcaba. Peor aún, no se había puesto las bragas.

-Las manos sobre la nuca y andando -le ordenó el guardia-.

Amalia entrelazó sus manos sobre su nuca, con sus braguitas marrones recién lavadas entre sus dedos. Tenía que pasar por delante de veinte celdas, llegar hasta el fondo de la galería, cruzar al otro lado y volver delante de las otras veinte celdas de enfrente. Resignada comenzó a caminar.

Los presos se amontonaron a los barrotes a su paso y la empezaron a jalear. Sabía que su vestido de lycra marcaba todo su cuerpo húmedo y sus curvas iban a excitar a todos esos hombres. Los presos sacaban sus brazos por entre los barrotes intentando agarrarla. El pasillo por el que se desplazaba no era muy ancho, con lo que algún hombre conseguía rozarla a su paso. El guardia detrás de ella sacó la porra e iba golpeando los barrotes para que los presos metieran los brazos. Uno de los hombres consiguió agarrar sus braguitas con una mano, y de un tirón casi se las arranca. Amalia forcejeó para no perderlas y el guardia golpeó al hombre con la porra, con lo que el preso dolorido las soltó. Según iba avanzando Amalia escuchaba toda suerte de comentarios soeces: "levántate el vestido", "menea ese trasero", "déjanos olerte las braguitas", "tú si que tienes dos pedazo de tetas" o "acércate y agárrame el nabo", le decían.

Al llegar al final de la galería tuvo que cruzar a la cornisa de enfrente y volver por delante de las otras veinte celdas. El guardia que la seguía se separó a unos tres metros, y ella iba pegada a la barandilla, ya con cuidado de no acercarse demasiado a los barrotes, entre los que salían brazos deseosos de agarrarla. Por mucho que lo intentaba, Amalia no podía dejar de caminar como una mujer, con lo que sus formas femeninas se contoneaban delante de los presos con su movimiento.

-La espalda recta -le ordenaba el guardia desde atrás-.

Al estirarse, más se le marcaban los pechos y los pezones en el vestido. Por detrás su vestido adherido a su trasero húmedo permitía a los espectadores ver bajo la tela el volumen de las dos formas redondeadas de sus glúteos, así como la sombra de la raja de su culo. En contoneo de su culo fascinaba a los presos, que sin éxito intentaban pellizcárselo a su paso.

A pesar de todo, Amalia continuó caminando, con sus zapatos de tacón, su vestido adherido a su húmedo cuerpo y sus braguitas entrelazadas a sus manos en su nuca. De repente, mientras intentaba permanecer con la espalda recta, y suficientemente apartada de los barrotes como para que no la agarraran, trastabilló y estuvo a punto de caer al suelo, pero pudo sujetarse al barrote de una celda para impedirlo. Al volver a estirarse para recuperar su postura notó que el preso de dentro de la celda había agarrado su vestido, y tiró con fuerza rasgándoselo. El vestido rasgó por la espalda y se le rompió un tirante. Toda su espalda quedó al aire, al igual que su pecho izquierdo. Amalia rauda se colocó de nuevo la tela suelta sobre su pecho desnudo, pero enseguida el guardia tras ella le dio el alto.

-Las manos sobre la nuca -le volvió a ordenar-.

Amalia no tuvo más remedio que volver a soltar su vestido y cruzar de nuevo las manos por detrás del cuello. La tela volvió a caer y su blanquecino pecho volvió a quedar a la vista de todos. Cuando Amalia volvió a estirar la espalda y continuó caminando con su pecho y espalda al aire el guardia le dijo que esperara.

-Este preso te ha faltado al respeto, Amalia, y por tanto va a tener que disculparse. Vuelve aquí -le pidió-.

Amalia retrocedió, con el vestido roto y las manos entrelazadas a la nuca, como le habían ordenado.

-Colócate aquí, delante de su celda -le pidió a Amalia-. Y tú, impresentable, pídele perdón a la señora.

El preso se reía, observando a Amalia. Ella, mientras tanto, permanecía en pie delante del preso, mostrándose semidesnuda ante él, con lo que entendió que el objetivo del guardia era precisamente humillarla a ella.

-¿No le vas a pedir perdón? -le preguntó el guardia al preso-. Claro que lo harás, tenemos todo el tiempo del mundo, y no nos vamos a mover de aquí hasta que lo hagas.

El guardia permaneció unos instantes con los brazos cruzados en actitud de espera, pero al rato se marchó.

Amalia se quedó inmóvil delante del preso, quién se bajó los pantalones y los calzoncillos y sin ningún reparo empezó a masturbarse delante de ella. Amalia tuvo la tentación de volver a colocarse el vestido y tapar su pecho, pero no se atrevió. El resto de presos también la observaban desde sus celdas, pero sin duda el que mejor visión tenía de ella era el cerdo que tenía delante.

Al rato volvió el guardia, que traía una silla plegable de la mano.

-¿Aún no te has disculpado? -le preguntó al preso-. Pues nada, tú mismo. Seguiremos esperando.

El guardia abrió la silla y se sentó a esperar, mientras que el preso continuaba masturbándose mirando a Amalia, fijándose especialmente en su pecho desnudo. El preso se tomaba su tiempo, moviendo lentamente su mano sobre su pene y y arrastrando su piel vez tras vez hacia atrás, dejando asomar su glande vez tras vez. Amalia podía ver como su pene cada vez tenía más espuma, pero el preso no tenía prisa por eyacular, estaba disfrutando de su momento. Al cabo de unos diez minutos el preso empezó a estremecerse y procedió a eyacular soltando fuertes gemidos. Al hacerlo se acercó lo máximo posible a los barrotes y varios chorros de esperma saltaron hacia Amalia, que estaba a unos ochenta centímetros del pene del hombre. Dos grandes chorros de semen quedaron impregnados en el vestido de Amalia, uno sobre su vientre y el otro resbalando sobre la tela, a la altura de su muslo derecho.

-Perdone usted, señora, no se volverá a repetir -dijo por fin el preso, satisfecho, mientras se guardaba de nuevo su miembro en el calzoncillo.

-¿Ves cómo no era tan difícil? -le dijo el guardia, levantándose de la silla, plegándola de nuevo e instando a Amalia a continuar.

Amalia, degradada, continuó avanzando por el pasillo los pocos metros que le restaban hasta llegar a su antesala primero, y a su celda después.

Una vez en la antesala, donde les esperaba el otro guardia, que desde el fondo del pasillo tampoco había perdido detalle de la escena, la invitaron a entrar de nuevo en su celda.

-Te hemos traído ropa limpia -le dijo el segundo guardia desde la puerta abierta de la celda, con algo de ropa para ella de la mano-. Pero danos primero tu ropa sucia.

Amalia solo llevaba encima su vestido, con lo que dejó sus bragas sobre el catre, se lo quitó y se lo ofreció a los hombres junto a las bragas. El guardia que la había acompañado durante el recorrido por la galería cogió ambas prendas y las echó a un cesto pequeño que había en la antesala. Amalia quedó a la espera de que el otro policía le entregara su ropa, pero ante la impasividad de éste, esta vez no se cubrió, sino que permaneció en pie, desnuda, desafiante. El guardia finalmente le extendió el brazo con un tanga blanco de algodón. Ella se acercó, lo cogió y se lo puso. Tras ello el guardia le entregó un elegante vestido verde clarito de punto finito. Amalia se lo puso y permaneció de pie frente a los guardias. El vestido era entubado hasta por debajo de la rodilla, y tenía una pequeña abertura a su lado derecho, lo suficientemente grande como para permitirla andar, pero no era un vestido cómodo para dormir con él.

-Estás muy guapa, Amalia -le dijo uno de los guardias-. Ahora tienes que ganarte la cena.

Era tarde, y Amalia no había comido en todo el día, con lo que ya tenía hambre.

-Sal aquí - le ordenaron-.

Amalia volvió a salir a la antesala, preguntándose qué tendría que hacer ahora. Los guardias abrieron el enrejado que separaba en dos la antesala, y la hicieron volver a salir por la puerta que conducía de las duchas a la galería. Al salir por la puerta se encontró un barreño en el suelo lleno de agua. Un agente echó un buen chorro de detergente en el barreño y tiró dentro el vestido que Amalia había llevado hasta ahora.

-Hasta hoy no hemos tenido señora de la limpieza, y la galería necesita un fregado, o sea que ya sabes lo que tienes que hacer -le indicaron-.

Amalia tendría que volver a hacer todo el recorrido, por delante de todas las celdas de la planta, pero esta vez fregando el suelo a cuatro patas, ya que no siquiera le habían ofrecido una fregona. Cansada y sumamente humillada a lo largo de todo el día Amalia descendió sobre sus rodillas y empezó a empapar el vestido. Sin sujetador el vestido le quedaba escotado y al empezar a desplazarse empujando el barreño y gateando se le abría lo suficiente como para que los presos se volvieran a excitar viendo el canalillo y la caída de sus pechos. Por detrás lo apretado que estaba apenas la dejaba moverse, con lo que no tuvo más remedio que remangarse el vestido y subírselo hasta los muslos para poder avanzar. A los hombres les encantaba ver a esa mujer vestida tan elegante, con sus tacones y su vestidito, humillada de tal manera, fregando el suelo a cuatro patas y mostrando parte de sus atributos de mujer: enseñando sus muslos carnosos e insinuando sus pechos. Según avanzaba las groserías que iba escuchando se intensificaban. Seguía sin ver a su marido, con lo que ya sabía que no estaría en esta planta. A algún preso se le ocurrió incrementar su degradación escupiendo al pasillo a su paso, con lo que Amalia, con resignación y desagrado tenía que limpiar con el vestido que hasta ahora había llevado todo lo que se encontraba por el camino. A otros presos se les ocurrió lanzar basura al pasillo, lo que encontraban a mano en sus celdas: colillas, papeles, trozos de pan, mondas de plátano... Uno de los presos vio que intentaba accionar el grifo de su lavabo, pero afortunadamente para ella aún no había agua en las celdas. Según avanzaba en su degradante tarea el barreño se llenaba de los restos que los presos lanzaban. El vestido ya estaba para el arrastre de tanta suciedad. Cuando ya quedaban pocas celdas a alguien se le ocurrió sacarse la minga y empezar a mear a su paso. Otros siguieron su ejemplo, y mientras algunos meaban sobre el camino por el que iba a pasar, otros la meaban a ella directamente a su paso. Por fin dio toda la vuelta a las cuarenta celdas y llegó a la puerta de la antesala que dirigía a su celda. Un guardia le abrió la puerta y el otro ya estaba dentro esperando, pero como ninguno le ordenó que se incorporara dejó el barreno en la antesala y continuó gateando hasta entrar a su celda. Ahora sí que estaba sucia de verdad. El olor a orina casi le hacía vomitar, y lo llevaba encima. Los guardias cerraron la celda y se marcharon. Habían dejado un plato de macarrones fríos en el suelo, junto a un viejo vaso de metal. Amalia colocó las sábanas en su cama y al ver que estaba sola se quitó el vestido. Oyó el sonido del agua volviendo por las tuberías y accionó el grifo, comprobando que ahora si había agua. Metió el vestido en el lavabo, bebió varios vasos de agua y se comió los macarrones. Durante media hora estuvo sentada pensando en todo el sufrimiento que le había deparado el día. Y pensando en lo que le esperaba vivir. Sacó el vestido y lo colgó de un clavo que sobresalía de la pared esperando que estuviera seco al día siguiente. Solo con su tanguita se metió en la cama, y aunque no hacía frio, se tapó con la sábana. No sabía si a lo largo de la noche alguien se asomaría a su celda, pero por si acaso, no quería que la vieran casi desnuda.

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