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En el interior del bosque

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Chemera ascendió la colina rocosa hasta llegar a la cima.

Desde ahí podía dominar con la vista todo su territorio: el bosque de pinos y el lago, abajo; los prados, más allá; el río, a la derecha; las montañas, a la izquierda. Mucho había tenido que pelear Chemera por conseguir que ese trozo de tierra fuese para su tribu, un clan formado sólo por mujeres, todas guerreras, de la cual ella era la jefa.

La decisión fue tomada en una asamblea: los hombres del grupo serán asesinados uno a uno: no podían soportar su brutalidad, su manera de forzarlas. Para procrear a fin de asegurar el futuro de la tribu, organizaban raids: se internaban en las pestilentes ciudades y secuestraban a un hombre fuerte y sano; luego todas follaban con éste, aumentando la probabilidad de quedar preñada alguna; después lo mataban.

Pero ese día brumoso, desde lo más alto de la colina, algo tenía preocupada a Chemera, algo presentía, y un leve movimiento en el follaje que veía más abajo se lo confirmaba.

Chemera, rauda, bajó de la colina por un serpenteante camino de tierra apisonada: sus sandalias trazaban a la perfección las curvas, haciendo apoyos precisos; su taparrabos, que le cubría escasamente sexo y trasero, subía y bajaba según iba elevando sus muslos en la carrera; sus pechos se balanceaban como campanas por cada sacudida de sus zancadas; su cabeza rapada le permitía pasar entre los arbustos sin engancharse en las ramas. Pronto llegó a la espesura del bosque y, agazapada, escudriñó la espesura. Chemera vio a Setroc, un expedicionario de la peor calaña, cruel y sanguinario, seguramente enviado al territorio de ésta con el objetivo de encontrarla y doblegarla, y con ella a todo el clan de mujeres. Setroc iba armado con una espada de acero, que esgrimía con ferocidad mientras iba talando las ramas y arbolitos que estorbaban su avance; sus pectorales, hombros y abdomen eran voluminosos, y los mostraba desnudos; llevaba un trozo de piel de oso curtida a modo de falda, que le llegaba por encima de las rodillas, y unas botas peludas; su cabello, largo y rizado, lo llevaba recogido en un gran moño sobre el cráneo. Chemera salió de su escondrijo:

«Hola, Setroc», dijo, «nos volvemos a ver»; «Chemera», soltó este sorprendido por la aparición de su enemiga; «Setroc, sabes que no eres bienvenido por mi territorio, ¿a qué has venido?»; «¡Ah, Chemera, tan seductora como siempre!, podíamos haber hecho una gran pareja, si no me hubieses abandonado como hiciste, si no hubieses sido tan ambiciosa, si no te hubieses venido aquí, ¡ah, Chemera!, sabes a lo que he venido, ¡a matarte!», y gritando esto último, Setroc apuntó su mandoble hacia el cuerpo de Chemera que ésta pudo esquivar por muy poco. Chemera, entonces, aprovechando una rama baja, se colgó de ésta y, columpiándose agarrada por sus fibrosos brazos, le propinó una patada en la cara con su espinilla: Setroc cayó de espaldas sobre las acículas secas y Chemera se dejó caer sobre él a horcajadas, manteniendo el brazo con el que él blandía la espada bien sujeto sobre el suelo, hasta que, forcejeando, se la arrebató y la arrojó lejos. «Desarmado estás, Setroc», señaló Chemera; «Tu fuerza y tu agilidad no han menguado en estos años, Chemera, te admiro», admitió Setroc apretando los dientes. Chemera, súbitamente, encima de él como estaba, sintió una presión en su entrepierna. «Noto también como tu fogosidad tampoco ha disminuido en estos años», observó Chemera, «¿acaso has venido a matarme a pollazos?», preguntó riendo. Y, al carecer ambos de ropajes que le cubriesen al completo sus zonas pudendas y por no sabemos qué misterios de lubricidades, la polla de Setroc penetró en el coño de Chemera, quedándose ambos desconcertados, mirándose con los ojos muy abiertos. Entonces, Setroc arqueó su espalda y elevó su trasero, y Chemera soltó un gemido; y después, Chemera flexionó sus rodillas para que sus ancas bajasen, y Setroc dio un gruñido gutural. Más tarde, estos movimientos se volvieron enérgicos, los gemidos se tornaron quejidos y los gruñidos, alaridos, hasta que un apoteosis de semen y fluidos apaciguó la tormenta que parecía haber sobrevenido en ese preciso lugar del interior del bosque.

Cuando el gozo se fue, en la postura amorosa en que habían quedado, Chemera y Setroc se observaron. Chemera dijo: «Debes irte Setroc, si las demás mujeres te ven, te mataran, por los viejos tiempos, huye Setroc»; «Jamás, he venido a acabar con todas vosotras, para eso me han pagado, y lo haré». Nada más acabar de decir esto, Setroc elevó sus rodillas y descabalgó a Chemera, que rodó por tierra. Chemera no lo pensó dos veces: giró sobre sus talones y emprendió una precipitada huida por el bosque; Setroc salió detrás. «Está desarmado», pensó Chemera mientras corría, «me asesinará con sus propias manos si me alcanza y yo no se lo impido». «Tengo que correr más», pensó Setroc mientras la perseguía, «si llega al lago la perderé». «Debo llegar al lago», se dijo Chemera, «es mi única escapatoria, si no tendré que hacerle frente y puede que no tenga la suerte de antes». El lago.

Antes de poder pisar la húmeda orilla del lago rodeado de bosque en toda su circunferencia menos por el lugar de donde manaba el agua en forma de cascada, Setroc atrapó de un potente salto a Chemera, lanzándose a sus piernas para poder placarla; ella, trastabillada, cayó de bruces y su cuerpo resbaló sobre la hierba; luego consiguió ponerse de rodillas y vio a Setroc incorporarse y avanzar hacia ella con sus fuertes brazos estirados. Setroc la sujetó por la garganta con sus nervudas manos y comenzó a estrangularla. Chemera, sujetándolos por las muñecas, trataba con todas sus fuerzas de apartar los brazos de Setroc, de que se aflojara la presión sobre su cuello; también, a cabezazos, intentaba golpear la entrepierna de su agresor. Así, en uno de los golpes dados con su cráneo, Chemera vio como la falda de piel de Setroc se levantó dejando a la intemperie e indefensa su enorme polla, y, sin dejar que se esfumara la ocasión, la tomó entre sus labios: primero lamió el glande y después, dando un avance, la metió en su boca: un suspiro de alivio de Setroc le señaló el momento en que su garganta empezaba a liberarse del agarre asesino. De esta manera, Chemera, ahora también aliviada, aposentando sus manos sobre los tensos glúteos de Setroc, mamó de su ancha y vigorosa verga: su cráneo rapado, con un vaivén reposado, recibía y escupía el sexo de Setroc, en tanto que éste le estrujaba las tetas, habiendo ya bajado la posición de sus manos desde el lugar que ocupaban sobre su cuello hasta este más placentero y blando sobre sus pechos. Varios marcados espasmos surgidos de las caderas de Setroc, que profundizaron más su polla en el interior de su boca, le indicaron a Chemera que la explosión de semen no tardaría en aposentarse sobre su lengua e inundar los resquicios entre sus muelas, y así fue: un sonoro grito ronco se lo confirmó.

Chemera, después de relamerse los labios, tragó el viscoso líquido seminal, y alzó su cráneo; Setroc tenía los ojos completamente cerrados y su rostro se le veía bastante atemperado. Sin esperarlo, sin llegar ni a imaginárselo siquiera, un brazo carnoso pero ágil apareció detrás de Setroc, lo apresó por la cintura y lo derrumbó al suelo. Luego el rollizo cuerpo de Zintra cayó sobre el de él, inmovilizándolo. «¿Estás bien, Chemera?», preguntó Zintra; «Sí, Zintra», respondió Chemera incorporándose, «es Setroc»; «Sí, lo he reconocido en cuanto lo he visto desde lo alto de la cascada»; «¡Soltadme, os mataré a las dos, os mataré a todas!», gritó Setroc. Zintra, que iba vestida con una rudimentaria braguita hecha de trenzas vegetales, con sus enormes pechos grávidos y una panza voluminosa, tenía inmovilizado a Setroc bocabajo sobre la hierba húmeda, y miraba a Chemera indecisa sobre qué hacer con el hombre. Chemera entonces le inquirió: «¿Te lo.quieres follar?»; «¿Follar, a quién?», preguntó a su vez la otra; «Pues a Setroc, ¿a quién si no?», dijo Chemera; «¿Tú te lo has follado?»; Chemera rio, «¡Desde luego!»; «¡Soltadme, malditas mujeres!», gritó Setroc.

En la cabaña de Chemera ya no cabía nadie; incluso las mujeres hacían cola junto a la puerta: todas querían probar las excelencias de las que estaba dotado el guerrero Setroc.

Todas menos Chemera y Zintra, que protagonizaban su enésimo romance en la choza en penumbra de esta última: «Oh, Chemera, qué placer me das», susurraba Zintra de pie, totalmente desnuda, balanceando sus magníficas tetas, acariciando la suave cabeza calva de Chemera, mientras ésta, entregada, arrodillada, sin ropa que la cubriese, pasaba la lengua por el chocho grasiento y aplicaba los labios para sorber los jugos a la vez que le acariciaba los gruesos pezones castaños, estirando los brazos, con sus finos dedos.

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