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Los placeres de viajar en tren

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Era viernes a última hora, comienzo de puente veraniego, y la estación parecía un hervidero de gente ansiosa, maletas y ruido. Yo me disponía a coger el tren, y lo hacía francamente ilusionada. La cercanía de las vacaciones de agosto por un lado, y el deseo de encontrarme con los mios en el pueblo, familia y amigos que no veía desde Semana Santa, me predisponían a un viaje esperado largamente durante esas tediosas semanas de trabajo en la gran ciudad. A pesar de los ya casi diez años que llevaba viviendo en élla con mi ajustado sueldo de secretaria de administración en una editorial, la verdad es que no había conseguido adaptarme del todo al ritmo y costumbres de la urbe. Llevaba, eso sí, una vida relativamente cómoda en mi apartamento de soltera, con mis amistades de fin de semana, mis cursillitos de fotografía, el gimnasio un par de veces a la semana, y dos o tres parejas, que no me habían durado demasiado, durante todos esos años. En cualquier caso, un balance bastante gris para la ansias de comerse el mundo que llevaba aquella jóven de 23 años cuando salió del pueblo, una vez que acabó los estudios de psicología en la capital de su provincia.

Ahora tenía por delante toda una noche en el tren, pero iba contenta por lo ya dicho y porque al día siguiente tenía la despedida de soltera de mi hermana la pequeña. Todo me predisponía a un viaje agradable pensando en la juerga y la posterior tranquilidad del pueblo. Pero no podía imaginar entonces, según entraba con mi maleta en el compartimento del coche-cama que había reservado, cómo de agradable me iba a resultar aquella noche de viaje.

El caso es que una vez instalada se me acercó el revisor a comprobar el billete y a pedirme un favor. Por lo visto era política de la compañía aprovechar en fechas clave como la de ese día, la capacidad de los trenes al máximo, y por eso me consultaba si estaría dispuesta a compartir mi compartimento con una segunda persona que debía subir al tren en la siguiente parada. Yo, no sé si por timidez, falta de criterio, o por mi buen estado de ánimo, no supe oponerme y acepté su propuesta sin demasiadas pegas. Olvidándome del asunto, cuando el tren por fin salió, me tumbé en la cama inferior de las dos y tras leer un poco para coger sueño, apagué la luz y me dispuse a pasar la noche lo mejor posible pensando en el previsible cachondeo de la siguiente noche. Dadas las fechas, me tapé sólo con la sábana y vestida únicamente con unas braguitas blancas de algodón y una camiseta cómoda.

Al rato, no sé si mucho o poco, y atontada en medio de mi sueño, sí llegué a percibir que alguién entraba y se tomaba su tiempo en colocar sus cosas y acomodarse. Yo, despreocupada por completo, me di media vuelta hacia la pared e intenté volver a dormirme ayudada del suave traqueteo del tren. Sería la una de la madrugada cuando una sensación de calor me desveló. Quizá por la presencia de dos personas en tan estrecho espacio, o bien porque el aire no funcionaba correctamente, el caso es que sentía un ahogo incómodo y decidí levantarme para abrir una rendija en la ventana, hasta entonces bien cerrada. La luz de la luna penetraba en la pequeña estancia permitiendo percibir bastante bien las formas y bultos presentes. Y entonces, al darme la vuelta para volver a mi cama, me encontré lo inesperado. Yo había dado ingenuamente por hecho, pensaba que las normas de la compañia ferroviaria así lo indicarían, que mi desconocido acompañante sería otra mujer. Pero no, allí estaba él a la altura de mis ojos, anónimo y misterioso, turista exótico, inmigrante extranjero o simple viajante comercial, pero pude percibir claramente su contundente figura tumbada boca arriba sin taparse, y desnudo por completo. La visión me paralizó por unos segundos, y no pude evitar fijarme durante aquellos escasos instantes en cómo resaltaba la forma de su miembro posada lateralmente sobre su vientre. Para nada estaba excitado, pero aún así, me llamó poderosamente la atención la sensación de potencia que transmitía: era un pene relajado de tallo más bien corto pero francamente gordo que culminaba en una cabeza prominente sobre la rugosa vaina de la que partía. Pude apreciar, incluso en la semipenumbra, que estaba sin circuncidar porque se veía en su extremo la apertura del prepucio que dejaba algo entrever el glande interno. Por debajo dos buenos testículos entre las piernas semiabiertas completaban una lasciva e impúdica imagen de un macho exhibiendo su hombría.

Aquella visión tan lujuriosa me produjo un estremecimiento inmediato, y tardé un poco en reaccionar antes de agacharme hacia mi cama. Me acosté, pero aquella imagen no desaparecía de mi cabeza; sin querer una excitante sensación se iba apoderando de mi, la presencia cierta de aquel desconocido a un metro escaso de mi, con todo aquel paquete de poderosas razones a la vista, me indujo un estímulo muy agradable en las partes más recónditas de mi imaginación, y dejándome llevar por él me acurruqué de nuevo hacia un lado para intentar dormir.

No tengo ni idea de cuánto tiempo pasó hasta que un ruido me espabiló de nuevo cuando me encontraba nuevamente dormida. Aunque al principio no supe de qué se trataba, no tardé mucho en darme cuenta, por la sombra que la la leve luz que penetraba desde la ventana proyectaba sobre la pared, de que alguien, a escasos centímetros de mi cama, permanecía de pie en medio del compartimento. Enseguida fui consciente de que aquel extraño visitante no podía ser otro que mi compañero de viaje.

Pero lo que ya me desveló del todo fue darme cuenta que la sábana que me cubría había sido retirada hasta mis pies, con lo que todo mi cuerpo, incluidas las piernas, permanecían al aire en toda su plenitud. Y subrayo lo de las piernas porque también mi camiseta aparecía recogida sobre mis caderas, y yo misma podía contemplar la blancura de mis braguitas sobre el triángulo de mi pubis. Inmediatamente sentí como un impulso de mi mente que me impelía a taparme, o revolverme sobre mí misma y salir corriendo. Sin embargo, algo como un deseo más fuerte y desconocido, acabó por imponerse y opté por permanecer quieta, simular que dormía y permanecer a la expectatitva.

Consciente era también por mi postura -ya que me encontraba tumbada de costado, cara a la pared izquierda, con la pierna inferior totalmente estirada mientras que la derecha cruzaba por encima ligeramente doblada por la rodilla- que todo mi espléndido culo, sólo protegido por la fina tela de las bragas, permanecía expuesto a los ojos de mi presunto admirador, a la vez que incluso el valle íntimo de la entrepierna seguramente le sería perceptible desde su posición.

Durante un buen rato en el que aparentemente no pasó nada, me sentí indefensa y paralizada por la incertidumbre, pero según fui haciéndome cargo de la situación, y para mi sorpresa, la inquietud inicial fue dejando sitio en mi mente a una nueva sensación, extraña sensación, que casi diría que nunca antes había experimentado, y que era como de un deseo de obsceno exhibicionismo, lo cual empezaba a proporcionarme una agradable tranquilidad. De hecho, siempre había presumido de poseer un buen culo que sabía que atraía la mirada de los hombres y que era la envidia de mis amigas. Más de una vez había llegado a notar como en las aglomeraciones del metro algún aprovechado se permitía rozarlo e incluso tocarlo con más o menos descaro cuando resaltaba respingón bajo mis pantalones ajustados.

Ni que decir tiene que aquella situación, sabiéndome observada por la mirada seguramente ansiosa de aquel extraño, empezaba a resultarme sugerente, e incluso por un momento llegué a lamentar haberme acostado con las bragas puestas, para así, mejor lucir aquellas curvas mías tan seductoras. No sé si fue por esto mismo que instintivamente quise echar el culo para atrás, moviéndolo ligeramente para que destacara más, y así no sólo provocar un poquito más a mi acompañante, sino también aumentar en un grado mi incipiente excitación. Ni yo misma acababa por creerme del todo lo que por mi cabeza pasaba. Probablemente se debía en gran parte a aquella imagen poco antes vista, y que nuevamente se fijaba en mi mente, de aquel pene turbador de mi inocencia, que me sedujo nada más verlo, porque adivinaba en él un falo obsceno, caliente y vicioso, una fantasía que podía hacerse realidad.

Seguramente él, el hombre que me observaba, se había dado cuenta de mi ensimismamiento por su desnudez cuando la descubrí, y por eso su atrevimiento en hacer lo que hacía ahora.

Tal es así, que justo en ese momento noté que un dedo se posaba sobre mi pierna por encima de la rodilla derecha. El contacto no pudo ser más ligero en un principio, y así permaneció durante un buen rato sin moverse, como evaluando mi respuesta. Al poco, sin embargo, empezó a trazar círculos y suaves arabescos sobre mi piel, primero muy despacio y cubriendo una pequeña extensión, luego cada vez de forma más atrevida y aventurándose por áreas cada vez más extensas del muslo desnudo, utilizando incluso dos y tres dedos en sus incursiones. Con sus caricias yo notaba que mi piel se erizaba con su contacto y un creciente deseo de ser más y más acariciada se iba apoderando de mí.

Sus dedos bien pronto aprovecharon toda la suave superficie de muslo que yo generosamente le ofrecía en mi provocativa postura, y así, iban y venían en una leve y continua caricia que yo sentía como una mezcla de agradable y excitante sensación por una parte, pero también algo de inquietante incertidumbre por saber sus últimos deseos ante mi entregada indefensión. Mientras mi mente dudaba aún ligeramente sobre qué hacer, el tiempo jugaba a su favor y acrecentaba su determinación y osadía: podía sentir, de hecho, cómo aquellas cosquilleantes yemas me subían por la pierna, giraban y descendían insinuándose entre los muslos, cada vez más arriba, cada vez más adentro; y yo me estremecía por la sorpresa pero también, lo reconozco, porque me gustaba la sensación de sentirme acariciada por los dedos de aquel hombre que adivinaba desnudo y poseedor de un pene que creía especialmente lujurioso, y que al haberlo contemplado poco antes con aquel grueso tallo que culminaba en el marcado glande, había encendido en mí todos los mecanismos de las fantasías que calientan a una mujer y la hacen desear, la hacen excitarse entre las piernas hasta el punto de no poder renunciar a sentirse ella misma deseada y acariciada. Sus dedos en su placentera exploración llegaban ya a toparse con el borde de mis bragas. Podía sentir claramente cómo aquel perverso contacto de sus falanges recorría todo el borde de la tela y me iba dejando sus claras intenciones de traspasar aquella inútil frontera al borde de mi culo. Era un lento y largo paseo de sus dedos el que podía sentir todo a lo largo de la goma de la braga, cómo si quisiera darme tiempo a que me fuera haciendo a la idea de que quería explorarme todo lo que la tela le ocultaba, cómo si de alguna manera esperara a percibir la mínima señal por mi parte que le indujera a introducirse bajo ella para acariciarme morbosamente mis tersas nalgas por entero.

No sé si lo pretendía expresamente, supongo que sí, pero estaba consiguiendo con aquella lentitud morbosa de sus insinuantes caricias - sobre todo allí donde las bragas justo me dejaban al descubierto esa pequeña prominencia carnosa en forma de sugerente pliegue que separa el culo del muslo, y que se vuelve tanto más pronunciado según se acerca a la entrepierna-, estaba con ello, decía, estimulándome toda la zona, y comenzaba a despertarme y sensibilizarme las terminaciones nerviosas de la cercana vulva. Y, claro, sólo eso me hacía falta para que desinhibiera mis últimos pudores de mujer semidesnuda ante aquel desconocido, para que deseara cada vez con más fuerza su caricia bajo la braga; deseaba sentir ya la relativa aspereza de aquellos dedos de hombre recorriéndome toda la suave y sensible superficie de mi culo, sentir su mano introducirse por completo dentro del elástico para entregarle mi trasero a sus obscenas caricias, dejarme hacer, darle el culo entero para que me lo masajeara a su antojo, todo como un delicioso anticipo de lo que podía ser sentir sus dedos sobre mis otras intimidades.

Pero parece que mi lascivo masajista no tenía prisa y le gustaba entretenerse en cada uno de sus movimientos. Mientras seguía tentándome con sus dedos por todo el límite superior del muslo, posó su otra mano directamente sobre la plenitud de los glúteos. Yo podía sentir su calor mientras me presionaba suavemente sobre la braga con toda su palma.abierta. Luego, con la punta de sus dedos, empezó a recorrer longitudinalmente la raja central, todo el surco que separa los montículos, empujando cada vez más y haciendo como si quisiera atravesar la tela y penetrar en el profundo y estrecho desfiladero carnoso. Podía sentir perfectamente cómo la tela cedía y se me iba metiendo la braga dentro del culo bajo la presión de sus dedos.

La acción coordinada de sus dos manos homenajeándome el pompis y sus alrededores, seguían encendiéndome las ascuas del deseo en la cercana vulva, poco más allá de donde aquellos dedos procaces hurgaban sin descanso.

En su recorrido exploratorio desde el exterior, por fín, dos de sus dedos empujaron, y levantándome la goma elástica de la braga osaron por introducirse decididamente dentro de ella, y abriéndose en abanico, comenzaron un delicioso vaivén de arriba a abajo por toda la nalga derecha. Su dedo índice, en cada pasada, profundizaba cada vez más, hasta que acercándose al borde de la raja, me extrajo la tela que en ella tenía entretenida con un delicioso movimiento de palanca. Su otra mano, la exterior, le dejó campo libre retirándose hacia mi entrepierna, y el dedito en cuestión, ni corto ni perezoso, no dudo un instante en hacerse un sitio entre mis dos glúteos, quedándoseme perfectamente acoplado en toda su longitud entre las acolchadas paredes laterales de ambas nalgas. A partir de ahí el muy pícaro cambió el sentido de su movimiento, de forma que yo podía sentir muy bien cómo cada vez profundizaba más y más en la grieta de mi culo, que lo acogía con sumo gusto.

Ante su atrevimiento yo ya no podía ocultar más mi creciente excitación. Era perfectamente consciente de que él sabía que me tenía en sus manos, de que sabía que me gustaba lo que me estaba haciendo y que me tenía entregada a su libidinoso juego. De hecho, en ese momento hubiera deseado bajarme las bragas allí mismo por completo para facilitarle el trabajo de meterme mano, y que así, además de contemplar, pudiera tener acceso libre a todas mis aberturas íntimas. Aún con todo, decidí permanecer quieta y dejarle hacer esperando nuevas y deliciosas sorpresas.

Y, lógicamente, si ya tenía mi culo, a pesar incluso de la braga, totalmente entregado y a su disposición, era la hora de que intentara nuevas caricias, nuevas incursiones por los jardines de mi palacio, dejarle acercarse a su puerta, abrírsela, y dejarle explorar los pasillos y recovecos de mi cueva del placer. Yo lo deseaba, y el seguro que lo intuía, porque su otra mano, ahora libre, me la introdujo poco a poco entre las piernas, y siguiendo con sus dedos la comisura que seguramente se me dibujaba sobre la fina tela de la braga, aún en su sitio, pronto localizó más allá del hueco del ano, el empiece de mi otra rajita, que rapidamente centró su interés exploratorio. Colocó sus dos dedos centrales justo sobre la grietita y empezó a restregarlos adelante y atrás. Al tiempo, el índice y el meñique iban paralelos acariciando la fina piel de la parte exterior de mis labios sexuales que no llegaban a ser cubiertos del todo por la estrecha tira de algodón blanco, ya que cada vez se me recogía más la tela hacia dentro con el ajetreo, lo que permitía que los dedos, a cada pasada, se acercaran cada vez más a la entrada vaginal.

Además, entre su perverso juego en el culo y el nuevo masaje vulvar que me estaba proporcionando, yo comenzaba a estar francamente húmeda de mis propios jugos, y la braga, con el roce empapada, resbalaba perfectamente sobre los labios al impulso de sus dedos. Su roce sobre mi chocho me extasiaba de forma tal que mi respiración comenzaba a ser acelerada y casi audible. Ya no me quedaba ninguna duda de que mi anónimo y aprovechado manipulador era ya perfectamente consciente de lo que estaba consiguiendo; más aún cuando notaba que el muy cabrón aprovechaba para presionarme con su dedo corazón sobre mi clítoris, ya hinchado de goce, cada vez que en aquel vaivén glorioso llegaba a su extremo superior, lo cual me hacía emitir pequeños suspiros que iban creciendo en intensidad.

Mi cabeza me daba vueltas e imaginaba que el placer que yo sentía sería seguramente compartido por él al poder masajearme y masturbarme a su antojo. Imaginaba, que con toda seguridad, aquel gordo pene de prominente cabeza estaría ya a estas alturas convertido en una potente polla, dura y enhiesta, apuntando hacia mi culo y a escasos centímetros de él. Lo imaginaba allí, detrás mio, y deseando entrar en acción para pasearse lujurioso por mi húmedo pasillo, empapándose en él antes de introducirse en mi, ansioso por follarme y penetrarme el coño, para poder descargar entre sus sensibles paredes toda su carga de dulce y tibia leche, y me imaginaba a mi misma llena de su semen desbordándose hasta fluir por mis muslos abajo. Y todo ello me trastornaba y multiplicaba el placer que sus dedos me estaban dando.

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