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Fiesta de Halloween

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"Me gusta tu disfraz de diablesa, Olga, ¡te hace tan sexy!", dijo Alfredo mientras contemplaba a su compañera mirarse en el espejo del armario. Olga estaba encantada: su fiesta de Halloween iba a ser apoteósica: deseaba ser el centro de atención de todos los presentes, y ese disfraz era ideal: resaltaba su busto gracias a un insinuante escote que dejaba ver el nacimiento de sus pechos; también sus delgadas y torneadas piernas cubiertas de unas medias rojas semitransparente por debajo de su cortísima falda; en fin, y no digamos de los elegantes zapatos de tacón alto que, unidos a su diadema con cuernos de color negro, estilizaban su figura.

"Olga, no sabes las ganas que me dan de follarte, pero esperaré a que vuelvas de tu fiesta"; "Sí, mejor, Alfredo, fóllame cuando vuelva, ya sabes, tómate el ibuprofeno, a ver si se te calma el dolorcillo, te he dejado la cena en el microondas, y no hagas cosas raras, que, aunque lleves la pierna escayolada, un golpe puede resultar fatal", aconsejó Olga dando la espalda al armario, abierto; "Sí, amor, tendré cuidado."

Alfredo vio a Olga, su compañera sentimental, con la que convivía desde hacía casi una década, salir del dormitorio soplándole un beso desde la palma de su mano, al que él respondió adelantando sus morros en una pose típica de Red Social al uso.

Muy reposado, iluminado por la tenue luz de la lamparita de la mesita de noche, se quedó Alfredo acostado en la cama, sin cubrirse con manta alguna, vestido tan solo con una camiseta raída y unos slips apretados. La pierna escayolada la apoyaba sobre dos cojines puestos al pie de la cama. Miraba al techo, a los posters de paisajes y películas colgados de la pared, al armario... ¡abierto! Olga se había dejado las puertas de par en par después de contemplarse con su disfraz; ahora tendría que levantarse para cerrarlo, pues Alfredo creía en esa rara superstición que decía que si un armario se quedaba abierto de él saldrían monstruos o espíritus capaces de helarle el corazón a cualquiera; así que inició la difícil maniobra de incorporarse; pero ¡alto ahí!, una lucecita púrpura se insinuaba débilmente en el interior, entre perchas y telas. Alfredo quedó paralizado.

El punto de luz parecía agrandarse, aunque no por que creciese de tamaño, no, sino porque pugnaba por abandonar el oscuro espacio que ocupaba y salir al exterior, como así hizo. De pronto, el punto, que había tornado a un color celeste, era una esfera del tamaño de una pelota de tenis, se situaba sobre el cuerpo de Alfredo y comenzaba a interpretar extraños desplazamientos hacia todos lados, como si quisiera medirle, o escanearle para comprobar que se trataba de él mismo. Se detuvo la esfera y, primero contrayéndose, después dilatándose, se desplegó a pocos centímetros del techo y empezó a tomar una figura antropomorfa que se iba haciendo más nítida conforme iba descendiendo. Entonces Alfredo oyó la voz: "Alfredo, Alfredo."

El sonido parecía partir de varios sitios a la vez hasta que fue concentrándose en la figura que levitaba sobre él, una silueta cada vez más definida de mujer

"¿Quién... quién eres?", murmuró Alfredo claramente asustado; "¿No te acuerdas de mí, Alfredo?, ah, espera, debo materializarme más". Dicho esto, la silueta se posó verticalmente en el suelo; Alfredo contuvo su respiración al ver la informe cosa metamorfosearse en una joven muchacha, que al principio él no reconoció, hasta que desde el fondo de sus mejores recuerdos fue resucitada: ¡por Dios bendito, era Mar!

Mar seguía siendo la misma chica que conoció en la Facultad, alta, morena, de gruesas tetas y fuerte culo, atlética, abundante melena morena ondulada, cuyos rasgos medio africanos, labios gruesos y pómulos redondeados, habían llamado su atención y gusto sexual.

"Mar", expresó Alfredo, "qué haces aquí, moriste"...; "Sí, Alfredo, morí atropellada, ¿recuerdas?, yo era tu novia del alma, me dedicabas canciones, me besabas con amor y deseo, ¿recuerdas?, me propusiste que folláramos, pero nunca quise, no estaba segura, quizá con el tiempo..., sin embargo, morí antes que cumplieras tu deseo, sí, morí, y fue por tu culpa, ni tú ni nadie lo sabe pero"...; "¡Por mi culpa, Mar!", expresó Alfredo aterrado; "Sí, crucé la calle sin mirar, nos habíamos peleado, amenazaste con cortar nuestra relación si no nos íbamos pronto a la cama, te dije que me lo iba a pensar, que te contestaría en un SMS, justo cuando me atropelló aquel coche lo había escrito y estaba a punto de enviarlo"; "Oh, Mar, ¿qué escribiste?"; "Léelo tú mismo". En pocos segundos se materializó un viejo Nokia 9500 que cayó sobre la almohada; Alfredo lo tomó; abrió la aplicación de mensajes y fue a borradores; allí estaba ese SMS que jamás fue enviado: "T spero en m casa a ls 5. Mis padres no stan. Condones please"

Alfredo, en sus meses de noviazgo, jamás había visto desnuda a Mar, no obstante la imaginara bella y seductora cuando se masturbaba. Algunas veces protagonizaban breves tonteos, en la oscuridad de algún parque, en los que ambos se palpaban los genitales por encima de sus ropas, y casi rozaban el orgasmo, nada más. Ahora, Mar, se presentaba ante él como una mujer plena en su lozanía.

"Mar, Mar", musitó amoroso Alfredo. Estas dos palabras fueron suficientes para que su amante, su fantasma, se encaramara sobre él y, a horcajadas, se introdujera su pene formidablemente erecto en su vagina. No sintió ninguna calentura Alfredo, no, pero sí una fuerte corriente de fluidos internos que se le iban agolpando en la punta de la polla mientras Mar cabalgaba sin pausa mirando con fijeza el rostro de Alfredo, algunas veces, otras, el misterio de su unión en el bajo vientre, el pene entrando y saliendo de su vagina, haciendo la función de puente entre sus cuerpos, entre sus almas. Mar resoplaba a cada empuje; Alfredo... Alfredo ya no sabía ni lo que le ocurría: le parecía estar fuera de sí, y no controlaba sus emociones, riendo y llorando al mismo tiempo, gozando y sufriendo, viviendo y muriendo. Súbitamente, se desató el clímax: Mar, moviendo enérgicamente sus tetas arriba y abajo, concentró su esfuerzo: su cara apretada por el placer, sus hombros encogidos por los espasmos, su grito que se reproducía pareciendo perderse en un túnel; Alfredo, dejándose llevar, elevando su trasero a cada reclamo del placer, expulsó su semen a borbotones y quedó... muerto.

Olga regresó a casa a esa hora en que las primeras claridad del día hacen asomarse tímidamente las sombras a los objetos. Antes de entrar se miró en el espejo del ascensor para comprobar que no quedaran restos de la pasada noche: restos del atropellamiento con el que se folló a un apuesto zombi en el asiento de atrás del coche de éste; restos de la furia con la que se embestían ambos, diablesa con zombi, zombi con diablesa, semidesnudos: carne maquillada mordida por colmillos, tetas bamboleantes dentro de labios renegridos; la brutal verga del muerto viviente atravesando los sedientos labios vaginales de la no muerta; restos de la feroz eyaculación del zombi en su disfraz, ya que no le permitió correrse dentro de su cuerpo, pues era Alfredo quien prevalecía sobre cualquier ocasional semental y sólo de sus jugos permitía que se regase su sexo; restos de su carmín corrido tras la posterior mamada que le tuvo que hacer al de seguridad para poder irse sin pagar de la discoteca. Nada, estaba impoluta, mantenida la elegancia de diablesa con la que se fue, y así se presentaría ante Alfredo y se lo follaría, como había prometido, antes de dormirse.

Haciendo el menor ruido posible, para no despertar a Alfredo bruscamente, Olga sacó las llaves y abrió la puerta. La casa estaba en silencio, tal y como esperaba. Avanzó por el pasillo hasta la cocina y sacó una botella de agua del frigorífico de la que dio un largo trago, tenía sed. Mientras bebía, Olga, vio frente a sí el almanaque colgado de la pared: "Uno de noviembre, Día de Todos los Santos", leyó, "bah", pensó despreciativa. No, no lo debió ser, porque, sí, un santo parecía Alfredo, un santo de gesto beatífico en su lecho de muerte.

Olga no podía creer lo que vio al entrar al dormitorio: Alfredo yacía inmóvil, con los ojos abiertos, fija la cadavérica mirada en el techo; su pene lo tenía flácido, sacado de los slips, con el glande amoratado salido del capullo y recostado sobre la blanca escayola. Olga corrió hacia la cama; gritó: "¡Alfredo, Alfredo!"

Mal hiciste Olga en abandonar a tu amado compañero una Noche de Ánimas, pues una vino y te lo arrebató pensando que sólo a ella Alfredo pertenecía, queriendo pasar toda la eternidad con él, y tú, Olga, fuiste a divertirte y lo perdiste. Olga, estás arrepentida, pero eso no te devolverá a Alfredo, deberás buscarlo en la Otra Vida.

Inspeccionó Olga al muerto en busca de pistas. Primero, certificó su muerte comprobando aterrorizada que no tenía pulso; segundo, vio que la caja de pastillas contenía el mismo número de éstas que cuando se despidieron, y descartó el suicidio; tercero, palpó el frío cuerpo sintiendo al tacto de una sustancia gelatinosa y fina que se adhería a sus manos y le erizaba la piel: le resultó muy extraño; cuarto, acercó la nariz a su polla y olfateó el semen antiguo, aunque jamás se le podía ocurrir que una simple paja hubiera matado a Alfredo, ¿una mujer?; quinto, un escalofrío recorrió su ser de los pies a la cabeza al ver el móvil: éste estaba bajo la almohada, y Olga lo descubrió porque sobresalía un pequeño reborde. El móvil. Un modelo muy antiguo. La inquietud de ver algo que no pertenecía a esta habitación ni a esta vida ni a este tiempo. Sabía que debía dejarlo a la policía, pero le pudo la curiosidad. Con gran sobresalto vio que había una notificación en la pantalla: ¿se había enviado un SMS reciente?. no, era un borrador sin envío. No pudo resistirlo y, a pesar del sobrecogedor miedo que el objeto le inspiraba, lo cogió. Abrió el mensaje, cuyo destino iba a ser Alfredo, y lo leyó temblorosa: "T spero en m casa a ls 5. Mis padres n stan. Condones please"

¿Qué era esto? Ese lenguaje de adolescentes, ese ahorro de letras, ¡era de otro tiempo!. Entonces leyó: "Último mensaje hace trece años. 31 de octubre"

A Olga se le heló la sangre en el cuerpo y cayó desplomada, con un fuerte dolor en el pecho, sobre el cadáver de Alfredo.

Hace casi un año de este suceso no esclarecido por ningún investigador. Dicen algunos vecinos del bloque de viviendas situado frente al que fue escenario de los hechos aquí narrados, que hace pocos días, en la Noche de Ánimas, una luz sobrenatural iluminó la ventana de la habitación donde se encontraron a los dos fallecidos; dicen también que pudieron contemplar con todo detalle como dos mujeres y un hombre, desnudos, se metían en la cama y follaban sin parar: el hombre repartía su virilidad, primero a una después a la otra, y vuelta a empezar, sin tregua durante toda la noche, hasta que el primer rayo de sol asomó. Pero allí nadie vivía.

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