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Extraños casuales

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“No puede haber pasión verdadera si no se traspasa algún límite”. -Rosa Beltrán.

Había platicado con él por el chat durante varias semanas, y lo que comenzó como una simple charla fortuita a la madrugada, penetró con agilidad hacia los terrenos de la lujuria. Un cumplido, una confesión, una foto, y todo se sirvió para leer y escribir con una sola mano. Me chupaba los dedos y los metía en mis bragas. Nunca había estado tan mojada simplemente al escribirme con alguien. Enseguida de masturbarme para el desconocido, y el desconocido masturbarse para mí, calientes, y deseosos, fijamos fecha para trasformar nuestras letras en acciones. Obedecí a mi instinto. Él me propuso un bar cerca de mi casa. Claro no le dije mi dirección exacta, sólo un aproximado, y con eso fijamos el lugar.

Camino al bar, la noche que acordamos para vernos, iba pensando en dar la vuelta y no ir al encuentro. Sentía mi corazón morderme los senos, y las manos me sudaban. Veía a la gente pasar, y por una extraña razón sentía que me miraban a punto de regañarme. Como si la mujer que vendía dulces en su canasta me reprendería con la voz de mi madre por ir a ver a un extraño a un bar con la intención de querer cogerme. Pero creo que lo que más la preocuparía era que yo iba con las mismas intenciones calientes, o hasta más.

Continué caminando, algunos hombres al pasar, si es que no todos, me comían con la mirada. Sentía sus pestañas como afilados colmillos en mi cuerpo. Llevaba una falda negra, tacones, negros, una blusa escotada blanca, pero con la chamarra de cuero, abrochada hasta el cuello, cubría mis senos. Pero mis piernas torneadas, y firmes, con apenas unas horas de descanso del gimnasio, eran las verdaderas protagonistas luciendo unas incitadoras medias negras. Mi oufit fue elegido por el extraño. Que ni siquiera dudé en no complacerlo. Sólo una cosa no hice: me pidió que fuera sin bragas. Qué tonto y excitante pedido. Pero no iba a caminar sin ellas por dos razones. Una, llevaba falta. Dos, ¿qué iba detener mi derrame? Él me dijo que iba a ir enteramente de negro. Clásico en un hombre. No ponen mucho esmero en la ropa. Y cómo hacer eso, si se le iba a quitar.

Constantemente me limpiaba el diminuto sudor de las comisuras de los labios, lo hacía con cuidado en los retrovisores de los autos para no arruinarme el maquillaje.

“Cógeme”.

Fue la palabra que escribí 57 veces en el chat.

“Puta”.

Fue la palabra que escribimos 84 veces.

Nunca nadie me había llamado puta. Y creo que si alguien lo hiciera reaccionaría de manera negativa, inclusive violenta. ¿Pero que tenía ese extraño que su modo de escribir esa palabra lo hacía excitante? No podía quitarme de la mente la conversación. La repasaba una y otra vez, casi me la sabía de memoria. La había re leído más de 20 veces, y me había masturbado la mitad de ellas. ¿En verdad me haría todo lo que me escribió: lamerme los muslos mientras me mete dos dedos a la boca en cuanto me vea sin importarle que estemos en el bar? ¿Y yo haría todo lo que le escribí? ¿Le lamería el pantalón en donde estaría su erección, metería mis dedos en mi vagina, y los usaría como agitador en su bebida?

“Quiero besarte, meter mi lengua en tu boca, aumentar tu respiración inquieta, y hacerte mojar sin medida”.

Continuaba repasando sus palabras. Un hilo de aire salió de mis labios, tan fino como los deseos de una mujer. Había pasado mucho tiempo siendo una damita, siendo bien portada. Había pasado mucho tiempo sabiendo lo que era el bien; bien ejecutado. Y ahora estaba deseosa del mal; bien ejecutado.

“Quiero que me interrumpas con un beso, y me abraces, y pases tus manos por mis senos, y los devores como un animal”.

Repasaba mis deseos escritos. Mientras más me acercaba al destino, más aceleraba el rimo cardíaco. Más me apretaba la ropa. Más me mojaba. Más me tensaba. Tanto que me detuve, me llevé la mano al pecho, vi a mi alrededor, no había nadie, y bajé el cierre de la chamarra, y como si tocara un cuerpo ajeno, y no querer ser descubierta, me toqué un seno.

“Anhelo lamer tus pezones erectos, morderlos. Acariciarlos con la punta de la lengua, y sientas frío y caliente a la vez”.

Metía más la mano. Sujetaba todo mi redondo, y caliente seno dentro del brasier. No pensaba en nada. Atrapaba mi seno con los cinco dedos, y me eran insuficientes, y demasiado amables. “Amables”. Mi estómago se revolvía al pensar esa palabra. Mis antiguos amantes eran así. Me pedían permiso para besarme. Y no es que me guste que me falten al respeto, y creo que a nadie. Pero cuando la lujuria manda, no se pide permiso. Se arrebata, se exige, se enloquece, se derrama. Con fuerza, con demencia y sin medir consecuencia.

“Me voy a venir en ti”. “En mi boca.” Le escribí de inmediato la respuesta.

Me llevé dos dedos a la boca, y los mordí. Había sido demasiado precavida cuando mis amantes se venían. O eran ellos los que lo hacían. No lo sé. Sólo que al final siempre la habitación terminaba con varios condones llenos de líquido blanquecino seco en todo el piso. Una imagen nada excitante. Ahora lo quería donde el extraño lo quisiera. En mis senos. En mi espalda. En mis nalgas. En mi garganta.

Saqué la mano del interior de la blusa, y, sin ser vista, la metí debajo de la falda, pasé dos dedos por encima de las bragas, y estaban empapadas. Empapadas por un extraño que lo único que sabía de él era que sabía tejer las palabras exactas para excitarme. Y que, al leerlo, denotaba experiencia. Qué rica palabra. Que deliciosa expectativa. Extrañas palabras, de extraños lujuriosos, a punto de hacer extrañas perversiones.

Llegué al bar, respiré hondo, como si estuviera a punto lanzarme a un precipicio sin soga, ni nada de protección. Antes de dar un paso adentro, me paralicé. ¿Pero qué estaba haciendo? ¿Estaba segura de acción? ¿Podía provocar una desgracia? ¿Consecuencias nada favorables a algo ya planeado estando caliente? ¿Estaba siendo ya mala al entrar, y no obedecer a mi instinto?

Rápidamente me quité de la entrada del bar, recorrí unos pasos hacia atrás, cuidando para no ser vista. Inclusive me puse en medio de dos autos. Serené la respiración lo poco que pude. Los ojos me rebotaban de lado a lado. Me limpié el sudor de las manos en la chamarra. Y la voz de mi madre, de nueva cuenta, me taladraba en la cabeza, lo hacía con más intensidad, como un ataque de migraña ahora que había tomado la decisión.

Levanté la falda y me bajé las bragas. Saqué primero una pierna, y luego la otra. Luego metí las bragas en la bolsa de la chamarra hasta el fondo. Estaban mojadas.

Ahora sí. Iba a cumplir mi palabra. Iba a hacer las cosas como había acordado sin acobardarme. Iba a ser mala haciéndolo muy bien. Caminé al bar, mordía mis labios, y el deseo se derramaba con libertad. Era una llamarada de fuego a punto de explotar cuando diera mi primer trago lujuria. Y antes de entrar, una persona vestida de negro me tomó del hombro, me volteó, me atrapó en su pecho, levantó mi rostro, era más alto que yo, y me besó. Enseguida caí rendida ante su beso. Besaba exquisito. Era puro veneno lascivo. Estaba vestido muy elegante y olía bien. Así que mi yo siendo ya mala, o mi nueva yo, o mi yo de verdad, bajé mi mano y agarré, como si quisiera aferrarme a la vida, su miembro erecto. Lo tenía muy duro a pesar del pantalón. Las flores no nos hacen felices. Provocar una erección es un verdadero regalo para una mujer.

-¿Me vas a coger? -Sin pedirte permiso -dictaminó.

Su respuesta fue el poema más erótico y hermoso que había escuchado en toda mi vida. Lo cual me hizo humedecerme a gran escala. Agradecí el haberme despojado de las bragas. No quería que nada se interpusiera en la liberación del sentir, y la adrenalina que me provocaba el encuentro casual por venirse.

Me tomó de la cintura, pegándome a él, como si fuera de su propiedad, y entramos al bar.

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