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Virgo bajo el cerezo

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Por años lo había perseguido la fascinación por los pantalones blancos cuando tallaban las nalgas y realzaban la silueta de alguna muchacha mientras caminaba por la calle. Las había contemplado muchas veces en ese ir y volver de la moda unas veces con la bota ancha y otras tallando hasta el delirio los cuerpos con blusas rojas o chaquetas negras. Era que aquellas prendas hacían una especie de milagro porque solo se veían mujeres hermosas con ellos puestos. Los amigos solían decirle que exageraba pero aprendieron a entenderlo.

Se habían ido a caminar por la montaña en un paseo que pintaba como ingenua caminata. Ella era dos años mayor, él parecía de menos de veinte. La recordaría siempre con aquel pantalón blanco que le ceñía esas nalgas de redondez de manzana. Ya habían caminado más de una hora por entre matorrales cuando se detuvieron en un cerezo viejo y ella se recargó estirando el cuerpo hacía atrás y puso sus brazos detrás de la nuca enseñando un poco de su ombligo y la piel joven de su vientre:

--¿Ya lo has hecho?—le pregunto a quemarropa mientras el sintió como una bofetada que le quemaba el rostro y apenas alcanzó a responder un no atropellado.

--Déjamelo tocar—le dijo ahora avanzando hacia él que ya no pudo responder y su negativa fue el silencio que ella entendió de inmediato. Se detuvo muy cerca y en actitud de desafío desabotonó el pantalón blanco y lo deslizó hacía abajo, luego una delicada prenda de encajes, y aquel triángulo de bellos negros…

--¿Si ves? A mí no me da miedo mostrar—le dijo y volvió a subir suave el pantalón blanco. Pedro estaba callado y no se movía del lugar y en un movimiento autómata desabotonó el cinturón y deslizó la cremallera y poco a poco fue emergiendo por la abertura un pene gordo y oscuro que ella se apresuró a agarrar entre sus manos y a susurrarle que lo tenía grande. Lo acaricio unos segundos y luego agarró una de sus manos y la deslizo hasta ella bajándola por la abertura del pantalón hasta introducirla por entre los encajes del calzón negro descendiendo hasta llegar a lo más húmedo de su intimidad que empezaba a arder en una leve hoguera de deseos y sus dedos tocaron aquella abertura sutil que le recordó la carne babosa de los caracoles y la asperezas de los vellos púbicos. Nunca entendió por qué siempre le pareció más sensual y agradable la lisura de la prenda interior que sentía como una caricia en el dorso de su mano.

El resto empezó con un arrebato de besos y caricias que no lograba recordar con nitidez. Ella lo besó apasionada y le introducía la lengua en su boca mientras sentía que se le ponía a palpitar el corazón más acelerado. La recordó sentada en el suelo sin el pantalón blanco quitándose la blusa hasta quedar apenas en interiores negros, una piel trigueña y fresca, cuya hermosura ahora lo hacía sentir su pene erguido con una leve sensación que no sabía entender parecida a un hormigueo. Fue ella quien lo ayudó a despojar de la chaqueta, la camisa y luego el pantalón, pero hasta ese momento le entró un temor a dejarse ver desnudo que la puso a reír mientras se quitaba el brasier dejando ver unos senos grandes y duros que ella agarró entre sus manos invitándolo a que los chupara. Fue la ocasión al verlo agacharse para dejarlo desnudo y acomodarse de una vez sobre algunas de sus prendas sobre la hierba bajo la sombra de un cerezo que empezaba a despuntar los primeros frutos en aquel recién iniciado enero. Lamió y tocó con la punta de su lengua sus pezones pequeños tal como ella le indicaba y sintió el olor de su cuerpo a yerbas silvestres y se siguió dejando llevar porque comprendió que era ella la que sabía conducirlo por aquel pequeño laberinto de tibieza y placer. Y esta mujer hermosa en todo el esplendor de sus veintiún años lo acababa de encontrar sin el más mínimo rastro de haber siquiera tocado a una mujer ni siquiera con el pensamiento y lo sentía completo dentro de ella con su ingenuidad y sus embates que la hacían estremecer por instantes de ganas con un poco de dolor pero que en realidad le encantaba sentir ese hombre encima arremetiendo una y otra vez hasta hacerla lanzar gritos reprimidos que se consumían entre los matorrales de la montaña. También lo escuchó a él lanzar unos leves bramidos cerca de su oído a la vez que sentía dentro de ella un leve chorro caliente que demoró varios segundo y luego el vaivén de sus movimientos empezaron a desacelerar su ritmo arrebatado hasta quedar quieto sobre su cuerpo, sudados y exhaustos en un abrazo que intentaba retener el momento que ya se empezaba a diluir para quedar solo un recuerdo intenso de un rato que se incrustó en la memoria del joven para siempre y que ya no se iba a repetir. El resto lo recordaba por lamparazos como pasó. Vestirse apresurados, bajar la montaña, acompañarla a tomar el bus en la orilla de la carretera y regresar a la casa con los pensamientos confusos.

Se volvieron a ver un par de meses después en un encuentro casual y un poco frio con demasiada indiferencia de parte de ella, como si lo que había pasado aquella vez les hubiera puesto una larga distancia que nunca jamás los acercaría en el futuro. Meses después se enteró por un primo, buen amigo suyo que era inútil intentar una segunda vez. Ella se había inventado aquel paseo porque le gustaba hacerlo sólo cuando estaba segura, con muchachos vírgenes.

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