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Fantasía erótica: Helena

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La noche caía suavemente sobre la ciudad; las primeras sombras parecían querer jugar al escondite con los últimos reflejos de un sol cansino que se alejaba, lentamente, por poniente. En lo alto, un par de algodonosas nubes tintadas de un rojo seductor, mostraban sus rechoncheces en un cielo nimbado de azul.

No tardaron en llegar a aquella casa de las afueras. Poco más de media hora que emplearon en seguir hablando de lo divino.

Estaba muy excitada. Se le notaba deseosa, mojada. Había contribuido a ello aquel achuchón que, sin recato, él le diera momentos antes en un recodo de la carretera. Sin tanga, sus piernas abiertas, separadas, le permitieron explorar con facilidad su sexo desnudo de vello. Con los dedos jugó hasta que se dio cuenta que su nivel de excitación se aproximaba al placer. Luego, bruscamente, abandonó de forma intencionada aquellas maniobras preparatorias.

En un recibidor de medianas dimensiones les saludó aquel hombre de aspecto bonachón y edad indefinida quien les franqueó el acceso a la mansión.

Tras unas breves palabras de saludo los condujo a una pequeña habitación contigua y allí comenzó a explorarla. Primero acariciando su rostro y su cuerpo vestido con aquel atuendo veraniego; después, tras desnudarla completamente, comenzó a tocarla por todas partes, sin miramientos. Su nivel de deseo, de excitación, comenzó a dispararse de forma alarmante.

De un armario extrajo una especie de arnés que sujetó a su cuerpo. La mandó ponerse a cuatro patas, como una perra en celo, y enganchado una correa a la parte del arnés que remataba en su cuello la mando comenzar a moverse por la habitación. Una vez vio satisfecho su deseo le colocó una venda tapando sus ojos. Ya estaba preparada.

Entre los dos hombres cruzaron un par de frases que denotaron aceptación por ambas partes. Después, en silencio, el hombre que la acompañaba fue conducido a otra pieza de la casa, un salón de mayores dimensiones donde ya se encontraban otros cuatro individuos a los que fue presentado.

Tras intercambiar unas palabras de cortesía, el anfitrión, les invitó a todos a desprenderse de sus pantalones y ocupar los asientos que rodeaban una mesa imperial, color caoba, que se encontraba situada en el centro de la sala, Así lo hicieron. Sirvieron vino y comenzaron a charlar de temas banales.

A los pocos instantes, Helena hizo acto de presencia. Gateando, sujeta de aquella correa, desnuda, vendada, entró en la sala y fue conducida bajo la mesa. Una vez allí, de forma intencionada, se sumió la sala en una sugerente penumbra.

El anfitrión le ordenó, con voz enérgica, que retirase la venda. Así lo hizo sin protestar. Ante ella, aquellos seis penes, se mostraban como varas desafiantes a las que había que dar placer para recibirlo después. Así lo hizo. Una a una comenzó a jugar con sus manos con las pollas de aquellos hombres a las que terminó de enderezar. Luego, con su boca, comenzó a succionarlas, a mamar una, después otra y así hasta haberlas recorrido todas.

Notó como aquellos hombres se retorcían de placer, algo a lo que tampoco fue ajeno su compañero, ni ella misma que sintió los primeros síntomas de un brutal orgasmo que presintió próximo.

El anfitrión le exigió que comenzase a tocarse. Ella obedeció sin dejar de mamar, alternativamente, aquellos falos erectos. Estaba dando placer y a la vez recibiéndolo de sí misma, de sus manos buenas conocedoras de su cuerpo, de sus deseos.

Poco a poco la temperatura fue subiendo. A ella le sobrevino el primer orgasmo justo en el instante en que el primero de los hombres descargó en su boca la carga vital que ella supo saborear agradecida. Luego fue otro, otro y otro más, así hasta que el último se corrió en su boca, confundiendo sus gemidos de placer con los de ella fruto de los sucesivos orgasmos.

Al terminar se dejó caer sobre el suelo, cansada, agotada, indigestada de tanto semen.

La voz del anfitrión volvió a dejarse notar obligándola a taparse nuevamente sus ojos con la venda. Helena obedeció sin rechistar.

Aquel hombre volvió a coger la correa y tirando con fuerza de ella la obligó a salir de su escondite bajo la mesa para así preséntasela a los invitados. Pronunció unas breves palabras de glosa antes de entregársela para su uso y disfrute.

El resto no es difícil de imaginar. Uno tras otro, ya repuestos de la experiencia anterior, comenzaron a usarla. Uno de ellos, la empujó para que su espalda reposase sobre el suelo, le abrió las piernas, separándolas con sus manos y tumbándose sobre ella la poseyó de forma brutal mientras otro se agachaba sobre su boca e introduciéndole la polla la obligó a hacerle una nueva mamada. Aquello duró hasta que a los tres les sobrevino el orgasmo entre gemidos y movimientos estertóreos. Los otros aguardaban su turno de forma impaciente sin dejar de acariciar sus penes para tenerlos listos para el gran momento.

Uno de ellos se estiró en el suelo mientras otro la levantó y la obligó a ponerse en cuclillas sobre la polla erecta del que yacía boca arriba hasta tenerla introducida en su vagina. Otro se aproximó a su boca y tras introducir su pene comenzó a moverse follándola por ella. Otros dos guiaron cada una de sus manos para que con ellas comenzara a masturbarlos y así pudo dar placer a los cuatro hombres a la vez mientras ella gozaba al sentirse poseída, usada, dominada por el deseo.

Los cinco se corrieron casi a la vez, Uno dentro de su boca mientras otro lo hacía en su vagina. Los dos que ocupaban sus manos llenaron con su blanca leche su rostro y su cuerpo. Ella, por su parte, comenzó a gritar mientras un chorro de fluidos escapaba de su cuerpo. Fue una sesión intensa, inolvidable.

Se despidieron de ella y los dos iniciaron el camino de regreso a casa, la experiencia realmente había valido la pena.

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