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El día siguiente a San Valentín

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Todavía no había amanecido cuando desperté sobresaltada. Una pesadilla. Miré a mi esposo. Su torso musculado, su ombligo alargado... Levanté la manta y vi su polla dormida. No dudé ni un momento y buceé bajo las mantas hasta llegar a su pubis. Metí su tibio capullo en mi boca y comencé a acariciarlo con mi lengua. Empezó a crecer, al principio lentamente, más tarde me ocupaba casi toda la boca. Noté que las manos de mi marido se movían bajo las mantas, sí, buscando mis pechos. Los encontró y los masajeó suavemente. Las palmas de sus manos jugaban con mis duros pezones y eso me excitó, por lo que imprimí más ritmo a la felación. Oí sus jadeos cada vez más precipitados y me preparé para recibir su semen en mi boca, que no tardó en llegar.

En fin, era la mañana de un día de San Valentín y ese fue mi regalo: una mamada completa para que mi querido esposo fuese a buscar trabajo con buen ánimo. La crisis había estragado nuestro bienestar, tanto yo como mi marido habíamos perdidos nuestros empleos, y debíamos apoyarnos el uno al otro para no sucumbir y quedar postrados en la más infame depresión.

Después de la cama, nos duchamos juntos, por ahorrar agua y gas, nos vestimos y salimos a la calle a desayunar. Teníamos fianza en el bar de nuestro amigo Diego y allí íbamos a trasegarnos un par de cafés acompañados de sendos bollos con mantequilla y mermelada, que deglutíamos para obtener las fuerzas suficientes a fin de acometer las entrevistas y visitas concertadas ese día, esperando que dieran algún fruto.

Diego, nuestro amigo...

He de decir que, además de la amistad que nos unía, yo, de alguna manera, tuve que prostituirme para acceder a los favores que Diego nos prodigaba. Cada dos o tres días, Diego subía a mi casa cuando sabía que mi marido no estaba y me follaba. La primera vez, quizá, fue por mi gusto, las siguientes no tanto. Recuerdo esa vez primera:

Yo estaba en pijama, recién levantada de la siesta, sola porque mi marido había recibido una llamada urgente de una empresa, cuando oí el timbre; fui a ver. Observé por la mirilla que era Diego: daba saltitos en el rellano, parecía impaciente. Abrí la puerta y Diego entró como un torbellino. "Diego, ¿qué pasa?", pregunté; "Mi mujer, me ha dejado", dijo, y se abrazó a mí. Lo estuve consolando, sentados ambos en el sofá. De pronto, noté sus ojos en la abotonadura entreabierta de mi pijama, no tuve cuidado de ir bien tapada; sentí la vibración de su libido en mi piel. "Diego", dije, "no debemos"...; "¿Os fío en el bar, no?", arguyó, "dame hoy algo a cambio". Esto último me lo dijo en un tono lastimero que me llegó a lo más hondo, y me saqué el pijama por la cabeza para ofrecer mis grávidos pechos. Él me los chupó de la misma manera que lo hubiese hecho con un cucurucho de helado de fresa y nata, saboreando las gotas que se escurrían por la galleta, lamiendo los contornos, mis contornos, los de mis tetas. Mis pezones entraban y salían de sus labios, mi carne se estrujaba entre sus manos. "Vamos, Nuria, vamos", me pidió entre suspiros, y se sacó su ancho cipote de la portañuela de su pantalón. La verdad es que ante tan magnífico tronco duro y venoso, difícil es negarse una a que la follen; sin duda, ese cipotón colmaría mi coño, y a mí me llenaría de placer. Así, que me quité el pantalón del pijama, mis braguitas, y, allí mismo, en el sofá, a horcajadas, cabalgué sobre Diego bien apuntalada, y él me poseyó, fui suya hasta extenuarme y acoger el semen que él derramó en mi interior mientras sollozaba de alegría.

Esto es lo que me venía ocurriendo desde hacía varios meses; pero este día, estoy segura, era San Valentín.

Mi marido y yo almorzamos sopa de sobre y nos acostamos desnudos sobre las sábanas. Teníamos frío y pegamos nuestros cuerpos: el suyo, atlético y depilado; el mío, pálido y delicado.

"Nuria", llamó suave y ronco; "Dime, Antonio", respondí; "¿Sabes?, sí, lo sabes, desde hace un tiempo recibo una llamada a estas horas, cada pocos días, dos..., o tres", explicó; "Sí"; "Es un número oculto, la voz es extraña, me cita para una entrevista en lugares diferentes, voy y no hay nadie"; "No te darán bien las señas"; "Hoy toca"; "Qué"; "Que me llame, pero no contestaré"; "¿No?"; "No, es San Valentín y pasaré el resto de este día con la mujer a la que amo, follaremos hasta que no podamos más, Nuria". Dicho esto último, mi marido me cubrió con su cuerpo caliente y me besó la boca con ardor, metiendo su lengua; a los pocos minutos, sentí su dureza en mi pubis abriéndose camino hasta cruzar el portal de mi cuerpo, y suspiré: me gustaba tanto follar así, con mi marido, envueltos los dos en la tenue luz del atardecer que entraba a través de la persiana, gozando del roce preciso que necesitábamos para ascender al climax... ¡Ah, mi marido!

Sonó el teléfono.

Sonó el teléfono.

¡Sonó!...

"Oh, Nuria, Nu-ria, me co-rro, oh"; "ah, ah-An-Antonio, es-espera, ah, ya, ya, ¡ya!"

Dejó de sonar.

Sonó el timbre.

"Quién podrá ser a estas horas, esperas a alguien?", preguntó mi marido; "No sé, no, no espero a nadie", respondí; "Iré a ver."

Se incorporó de la cama; se puso una bata y las pantuflas y salió de la habitación.

No cerró al salir, por lo que pude oír que la persona que había llamado a nuestra puerta preguntaba por mí; era la voz de Diego: "¿Está Nuria?" Después oí un murmullo de frases masculinas que se montaban unas sobre otras, una especie de diálogo que a veces se tornaba en discusión. En esas veces, yo oía algunas palabras pronunciadas a más volumen que otras: "¡Es mi mujer! ", "¡¿Tu mujer?!"," ¡Eres un cabronazo!", ¡Tú eres un muerto de hambre, y lo seguirás siendo!", "¡No te consiento!","¡Ella se merece otra cosa!"

Me levanté de la cama; me puse un camisón semitransparente y salí... Los dos hombres se me quedaron mirando paralizados.

El día siguiente a San Valentín, desperté en una cama que no era la mía; al lado de un hombre que no era el mío; en una habitación confortable. Miré al de al lado y oi sus ronquidos. La calefacción funcionaba a la perfección y tan sólo estábamos cubiertos por una sábana de raso azul, la cual aparté de golpe: el hombre, en duermevela, protestó, luego volvió a roncar. Su cuerpo, de barriga prominente y cubierto de pelos, no era un plato de buen gusto, pero el tarugo de carne que sobresalía de su entrepierna era toda una tentación. "Diego", susurré en sordina; "Qué", masculló él; "Te la voy a chupar, ¿quieres?", dije en el mismo tono; "Haz lo que quieras", murmuró él.

Deslicé mi cuerpo sobre el raso hasta poder acercar mi cabeza al pubis de Diego. Diré que Diego me había follado por delante y por atrás numerosas veces, había disfrutado mucho de mí en ese sentido, sin embargo, jamás, ¡jamás!, le había comido su gruesa polla; ahora, por fin, lo iba a hacer. Primero la empuñé en la mano; todavía no estaba crecida, si lo estuviese no me cabría, estaba segura. Después me la metí en la boca, y ahí sí fue la releche, porque se ensanchó de tal modo que tuve que abrir enteramente la boca para abarcarla; las comisuras de mis labios me parecía que estaban a punto de rajarse; asfixiada, respiraba fuertemente por mi nariz. ¡Ay! Fui de abajo arriba, de arriba abajo, salivando su piel para poder llevar a cabo tan interesante mamada. ¿Qué jugo contendría este depósito? Diego no era tan considerado como Antonio y, en vez de masajearme las tetas, puso sus grandes manos sobre mi cabeza para guiarme, y, de vez en cuando, elevaba sus caderas. Escuché sus jadeos y sabía que le quedaba poco, pues su glande lo sentí muy caliente en mi lengua. Pronunció mi nombre un par de veces: "Nuria, Nuria"; y eyaculó. Tragué su leche, alcé la vista y lo miré. Había vuelto a dormirse. Salté de la cama, salí de la alcoba y entré en la cocina. Abrí la nevera y me mareé al leer tantas marcas: de zumos, de lácteos, de cárnicos; y me entraron hasta ganas de llorar cuando me giré y vi sobre una encimera la pata de jamón, en el jamonero. Y es que, claro, el amor no lo es todo.

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