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La chica, la pelirroja

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"La chica, La Pelirroja, cada día

Veo: sube al bus en la misma parada

Y sé que su trabajo es la abogacía

Porque lo he oído: conversación robada

La miro y me mira, si fuese ordalía

Juzgaría que la tengo enamorada

Nunca una palabra nos hemos dicho

Nada podrá alimentar a ese bicho."

 

Entre los papeles que dejó olvidados en mi casa el día que se marchó, encontré esta poesía. Sin duda, debió escribirla en esa época que coincidimos en el autobús, tantas veces. Es cierto que lo miraba, pero nunca, nunca, se me habría ocurrido imaginar que lo amaría como llegué a amarlo. ¡Ah, el poeta!

Como cualquier poeta, Ricardo, barbudo, peludo y muy delgado, era un idealista: de todo hacia una abstracción que, lógicamente, nada tenía que ver con la inmediata realidad. Supongo que conmigo también la hizo: yo era La Pelirroja, y se enamoró de mí. Claro que, todo tiene su fin.

La primera vez que me acosté con Ricardo, jamás la olvidaré, era primavera. Una brisa tibia recorría el paseo marítimo y lo reconocí sentado en un banco, con una pequeña libreta en su regazo; escribía. "Hola", le interrumpí. Ricardo alzó la vista confuso. "Eh, hola", dijo; "Soy la del autobús, ¿no te acuerdas de mí?", pregunté; "Sí, sí, tú... eres...". Ricardo guardó la libretita en su bandolera, me dio sendos besos en ambas mejillas y comenzamos a andar juntos sobre las blancas baldosas cuadriculadas. Horas más tarde, en una habitación de una pensión barata, después que me estuvo follando durante más de media hora sin eyacular, es la ventaja de tener una mente distraída como la suya, después que hizo que me corriera dos o tres veces, como ninguno llevamos condón, le chupé su gruesa polla hasta que eyaculó en mi lengua.

Nos fuimos a vivir juntos.

"Vivir juntos"; vivir junto a Ricardo, mientras duró, era delicioso. Cada mañana, antes que sonara el despertador, una caricia suya me desperezaba; una caricia que se iba convirtiendo en algo más sólido: en besos sobre mis tetas aún cálidas, en lametones entre los labios de mi chocho húmedo, en el pollazo final recorriendo mis entrañas hasta hacerme estremecer y llegar a un placentero orgasmo. Mi cuerpo lo agradecía y mis compañeros de oficina también, pues todos me señalaban cuando llegaba mi buen aspecto, mi saludable cara relajada, incluso me decían que me encontraban más prieta, menos flácida: el ejercicio matutino, es lo que tiene.

"Ven más abajo y prueba mi sexo.

No puedo más. Si sigues, Julia, me corro. Mi semen espera entrar en tu carne. Así, de espaldas. Penetro. Despacio te follo"...

Fueron estas líneas las que me hicieron presagiar el final de nuestra relación. ¿Quién era esta "Julia"? No, no es que yo le registrara, es que en su despiste creador, Ricardo había olvidado una página rota, sacada de una libreta, junto a la papelera de la cocina, y yo la leí. "Julia".

"Julia, tu cuerpo esbelto me sobrepasa. No sé si besarte, comerte, follarte o venerarte. Entraste en mi vida, desnuda, serena, y ahora soy una hoja de pámpano agitada por la tempestad. Tu boca caliente enloquece mi polla, tu coño calma mi hervor. Julia, te amo; por ti, lo dejo todo."

Así terminaba el escrito epistolar, así lo leí, así supe que Ricardo me abandonaba. "Julia, ¿quién eres, Julia?"

"¡Julia!, ¡¿quién es Julia?! ¡¿quién, Ricardo, quién?!", gritaba histérica por la casa mientras iba acercándome al dormitorio. "¿Quién, Ricardo?", preguntaba cuando entré; "Un personaje", respondió; "¿Lo dejas todo por un personaje?"; "Sí, ella ahora es todo para mí, vive en mí": "¿Y yo, Ricardo?"; "Fuiste también un personaje". Lo entendí todo.

Me quité el pijama. Desabroché los botones de la camisa y quedaron mis tetas expuestas en la penumbra. Me saqué el pantalón levantando primero una pierna y luego la otra. Me acerqué a los pies de la cama para poder contemplar a Ricardo en calzoncillos tumbado de espaldas sobre nuestra cama. "Nuestra cama". Luego me arrodillé sobre el colchón, entre sus piernas y liberé su cipote de la leve tela; lo tomé con mi mano derecha, incliné mi espalda y lo metí entre mis labios, más adentro, hasta que pontocó sobre mi paladar, y comencé a mamarlo, abajo, arriba, con suavidad. Oía sus jadeos cada vez que mi lengua lamía su frenillo estirado; su cipote había engordado tanto que yo sólo podía respirar por la nariz para no asfixiarme. Noté la calentura del glande, sé que se correría si continuaba. Paré. Monté sobre su pubis y su empinada polla me ensartó con facilidad, penetrando dentro, desgarrando mis estrecheces, haciéndolas más sensibles. Mis tetas se mecían como globos sobre su cara, siendo capturadas por su boca a intervalos, siendo chupadas, casi masticadas por sus tensas mandíbulas. Iba a ser nuestro último polvo. Una apoteosis de fluidos y temblores orgásmicos nos esperaba. Pero tardaba. Exhausta por el esfuerzo, me dejé caer sobre su cuerpo. Entonces, Ricardo me volteó sin sacarme su venoso miembro ensanchado y cabalgó sobre mí, poseyéndome, entera, con mis brazos estirados en la almohada, enlazando sus dedos con los míos, sin darme tregua. Yo creía morirme; era más placer del que mi cuerpo podía soportar. Ricardo gritó, ronco, casi furioso; yo solté un lastimero quejido cuyo eco pude oír rebotado en las esquinas de todo el dormitorio; y sentí su chorro caliente en mi interior.

"Oh, mi poeta, ¿cuándo volverás, cuándo volveré yo a ser de nuevo tu personaje, tu Pelirroja?"

(10,00)