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Historia del chip (045): Nuevas normas (Enko 004)

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Al llegar a la isla, Enko le solicitó que saliese y atase el cabo al agarradero del muelle. Nadia se movió con agilidad tratando de no pensar demasiado en la cadena mientras Enko le explicaba cómo debía pasar la cuerda. Después de atar un segundo cabo y ponerle la capota a la embarcación, recogió los enseres y le señaló una cabaña que estaba a unos trescientos metros siguiendo un pequeño camino trazado entre las piedras.

No había demasiada vegetación, siendo la brisa muy agradable. Nadia casi protestó cuando entró en el camino, los pequeños guijarros presionando las plantas de sus pies con fuerzas.

—¿Incómoda?

—Un poco.

—Debes acostumbrarte.

Agarró su culo como compensación para luego cogerle la cintura.

—¿Por qué?

—Te centra en tu amante, no en tu placer.

Nadia no terminó de entenderlo, aunque escuchaba fervientemente a su amado. Todo conspiraba contra ello, desde las endorfinas en su cerebro hasta la necesidad de su cuerpo o su deseo de agradar. Enko prosiguió.

—Apoya el pie con delicadeza. Desde la punta de los dedos hasta el talón, erotizando. Zancada más amplia.

Esto suponía una mayor agitación de los pechos y correspondientemente de la cadena. Algo que Nadia siempre trataba de evitar a toda costa.

—Me duelen un poco los senos —señaló sin realmente quejarse.

—Es tu manera de decirte que estás excitada. No puedo saberlo con el metal tapando tu raja, y tus pezones siempre están duros. La cadena es el símbolo de tu deseo.

—Haré lo que pueda.

—Sé que lo harás— admitió Enko sin dudar de ella.

Pasaron cinco días de ensueño en la isla, conociéndose de otra manera. Enko la acariciaba por todo el cuerpo dejando de hacer énfasis en los pechos y disfrutando de la piel excitada de Nadia. Por su parte, ésta tuvo permiso de acariciar a su amado incluyendo la verga erecta. Era tan feliz que lloró en un par de ocasiones. Los pezones le dolían ante el impulso casi continuo que provocaban sus movimientos y también ante los tirones de Enko después de los orgasmos.

Las plantas de los pies parecían arderle a Nadia casi todo el tiempo que estaba caminando incluso fuera de los caminos asfaltados. Los baños de mar calmaban los nervios y los continuos asaltos de Enko la enardecían tanto como la hacían sentir adorada.

Aunque fueron pocos días, Enko pareció satisfecho de la actitud y el desempeño de Nadia. La última noche antes de volver se lo dijo.

—Estoy muy contento por tu proceder, Nadia. Nunca me has decepcionado, ahora me has hecho feliz. Quiero ofrecerte algo a cambio. No deseo que te engañes, no es un regalo solo para ti, es para los dos. Y eres libre de no aceptarlo.

Nadia no pensaba rechazarlo fuera lo que fuera, sólo que no lo dijo. Enko sacó unas zapatillas.

—Te darán las mismas sensaciones que cuando caminas descalza en el asfalto de aquí. Las llevarás siempre que estés en casa, salvo que desees ser tocada. ¿Las aceptas?

Nadia no dudó ni por un instante y se las calzó con determinación. Y se puso de pie, sintiendo que él lo prefería así. Notó las plantas arder como siempre pero su gesto no cambió. Ni su postura.

—¿Debo moverme o hacer algo?

—Por ahora no. Cuando desees hacer el amor, sólo tienes que quitártelas.

—Entonces no las llevaré puestas nunca —bromeó mirándolo traviesamente.

—La señal sólo será válida durante el primer minuto, cuando te encuentres con alguien.

—¿El primer minuto? ¿Incluso contigo?

—Incluso conmigo. Así no habrá equívocos. Después del primer minuto, solo tu amante decidirá el momento de hacer el amor, al menos podrás hacer una propuesta durante ese primer minuto.

—¿Y se espera de mí que me quite las zapatillas?

—Se espera de ti que seas completamente sincera. Si deseas genuinamente ofrecer tu cuerpo sin contrapartidas, retiras el calzado. Si no lo haces, no decepcionarás a nadie ni se te podrá recriminar. No te da la libertad de rechazar a tu amante, esa libertad no la tienes mientras sigas conmigo.

—Es como desnudar mi mente.

—¡Exactamente! No hay nada más maravilloso que una mujer inteligente en un cuerpo adorable— señaló Enko sabiendo como adularla.

Sin esperar a su reacción le agarró el culo, Nadia se puso entre sus piernas y esperó a qué el la sobase el culo, las piernas… la espalda. Puso sus manos en el cuello de él, demostrándole que era lo que deseaba.

—¿Y ahora cuándo debo quitarme las zapatillas?

—Es sencillo. Cuando desees un orgasmo.

—Siempre deseo un orgasmo— señaló ella con cierto desdén.

—Me refiero a cuando estés a punto. Naturalmente no lo tendrás, salvo que te corresponda, pero estarás indicando que ya te encuentras en la zona.

—Tú siempre lo sabes.

—Pero tus futuros amantes no. Y además a mí también me gusta la idea de que me lo indiques. Y cuando te acostumbres, también te gustará.

Nadia lo dudaba. Era tan humillante… pero su vagina parecía decir lo contrario.

*—*—*

Cuando llegaron al embarcadero, soltó los cabos mientras Enko quitaba la capota y se introducía en la zodiac. No había ninguna duda de que estaba disfrutando, los pies embutidos en las zapatillas planas y abiertas, la cadena moviéndose sin cesar y todo el cuerpo cimbreando. Y cuando se introdujo en la barca, su pie derecho, —el primero apoyar—, fue un clamor. Pero Nadia obvió el dolor. Los pezones también protestaron ante la sacudida. Se acordó de la postura en la que había llegado a la isla y esperó a que Enko tuviese la embarcación en rumbo a tierra para alargar las piernas y permitir que las acariciase. La única diferencia eran las zapatillas: su vestimenta.

—Te quiero, Enko. Con todas mis fuerzas.

—Yo también, Nadia. Yo también.

Para corroborarlo, se dirigió a un pezón, que acogió la caricia con fervor, como si llevase días sin ser acariciado cuando hacía menos de una hora que había sido visitado.

Cuando llegaron al club, Nadia salió rápidamente de la embarcación para atar los cabos y ayudar a Enko con las bolsas. Nadie se hubiera podido imaginar que los pezones le dolían y asimismo los pies. Enko, a modo de agradecimiento, la trajo hacia él y acarició cada pezón un par de minutos.

—Vamos, serás la esclava perfecta.

Cuando llegaron a la casa, Emma estaba allí.

—Hola, Nadia. Veo que traes las zapatillas. Habéis aprovechado el tiempo. Dale un beso a tu hombre y despídete de él.

Nadia no dudo en besarlo con pasión, intuyendo que tardaría bastante tiempo en verlo. Enko la sobó delante de Emma, demostrando a quién pertenecía el cuerpo desnudo y vibrante de Nadia. Se fue en cuanto la tuvo en ‘la zona’. Emma le dijo que se quitase las zapatillas.

—En el club, las zapatillas solo las llevarás en ciertas habitaciones especiales. En el resto de la casa, hay unos caminos que te darán la misma sensación.

Nadia no terminaba de comprender el asunto. Emma le señaló un punto cerca de la pared.

—Acércate y quítate las zapatillas. Eso es. Es un pequeño sendero como el camino asfaltado en la isla, sólo que no se ve. Camina por él. No tendrás más remedio que hacerlo como una modelo, un pie delante del otro, zancada corta. Yo iré detrás de ti.

Nadia notó como le miraba el culo, que, inevitablemente, iba de un lado a otro.

—Aquí, a la derecha.

Nadia sintió alivió al ver que en la habitación había una alfombra y que su penuria acababa. Sus pies agradecieron tanto el contacto con la alfombra que empezó a acalorarse ante las sensaciones placenteras.

—Junto al butacón. Arrodíllate y mira hacia mí.

Emma le tocó los pezones, en cuanto Nadia estuvo en posición.

—Tenemos muchas cosas que mejorar, Nadia. Muchas. ¿Te masturbas?

—A veces.

—Sé más concreta.

—Cuando Enko no está o en la ducha.

—¿Lo has hablado con él?

—No.

—¿Crees que quiere que lo hagas?

Nadia calló.

—Tu silencio te delata. La próxima vez que lo veas, si está con alguien, le preguntas si tienes autorización para masturbarte, si le gusta que lo hagas y si es necesario un castigo por no habérselo preguntado antes. ¿Entendido?

—Entendido. ¿Por qué podría molestarle que me masturbase?

Emma no dejaba de acariciar los pezones, que reaccionaban con el mismo deleite de siempre.

—Hay muchas razones. Hay hombres que se sienten más queridos si estás por ellos o simplemente porque cree que es lo mejor. O por capricho. Esa no es la cuestión: no has pensado en él, en lo que él desea.

—Podría haberme dicho algo— objetó Nadia, tratando de no pensar en sus pezones. Emma soltó los dedos.

—Así es. Sin embargo, tú sabías de alguna manera que no te estaba permitido. ¿O no sabes cómo va a reaccionar?

—Preferirá que no me masturbe, pero no me lo prohibirá. Sobre el castigo, no estoy segura.

—Sólo por eso, ya mereces el castigo. ‘No estoy segura’ es una falta importante.

Nadia pensó que tenía razón, sin saber muy bien porque aceptaba el criterio de una mujer que prácticamente no conocía de nada.

—Lo siento. De veras. Le pediré que me castigue.

—Ahora empiezas a entender el alcance del asunto. Antes que nada, túmbate y empieza a masturbarte, esta vez con permiso. Y continúa hasta que yo te lo indique.

—Tengo el protector de castidad.

—Todo lo que haces habitualmente además de tocarte entre las piernas.

Nadia se tumbó hacia arriba, elevó las rodillas y con una mano alternó cada pezón y con la otra se acarició los muslos, ya que tenía vedada su raja. Pronto su respiración estuvo alterada y quería parar, ya que no había cumplido con los cinco orgasmos de Enko y además nunca se permitía un orgasmo inducido por ella misma. Pero con Emma habiéndola ordenado que no parase hasta que se lo indicase iba a ser difícil.

—Para ahí.

Totalmente frustrada, conocedora de lo mucho que necesita el orgasmo, molesta por ser tan previsible y cabreada con Emma por hacerla parar se dio una última caricia.

—No cumples con las órdenes. Has seguido un poco más de lo debido. ¿Tanto te gusta acariciarte los pezones?

—Están modificados, como mis pechos.

—¿Por mutuo acuerdo?

—Sí, Enko no me ha impuesto nada sin mi autorización.

—¿Hay algo más?

—El cambio es permanente. Siempre tendré que llevar estos pechos y los pezones se están integrando con la cadena.

—Ahora lo entiendo. Así que disfrutas intensamente cada vez que alguien te acaricia esa zona.

Nadia asintió con algo de vergüenza. Debía ser obvio sin necesidad de decirlo.

—Ahora quiere que el resto de mi cuerpo adquiera ese tipo de cualidad.

Fue el momento de Emma de pensar en el asunto.

—Lo entiendo perfectamente. Tienes un cuerpo delicioso, aunque hay que trabajarlo más. ¿Cuánto tiempo le dedicas a ejercitarlo?

—Tres horas diarias.

—Bien, por ahora. ¿Cómo ha ido la luna de miel?

—¿La luna de miel? —Le costó entender a qué se refería. Sonrió. —No lo había visto así. Creo que bien.

— Eres terriblemente imprecisa sobre tus percepciones.

— Fue muy bien. Sé que le encantó. Ha disfrutado como un cosaco.

— Eso ya es otra cosa. Hablando del tema, creo que no deberíamos decirle nada sobre lo de tus masturbaciones no permitidas. Sólo le amargaríamos la velada y eso nos crea un problema.

—¿Por qué? —preguntó ansiosa

— Si no informo, yo también puedo ser castigada, salvo que te asigne un castigo. Puedo decir que no consideré importante comentarlo.

—Me encanta la idea de que no se lo digamos. Acepto cualquier castigo que me impongas.

—No vayas tan deprisa. Dudo que estés preparada para un verdadero castigo y además, no estás dejando de mentirle o no lo estás diciendo la verdad. Vamos por partes. ¿Volverás a masturbarte?

—Nunca me volveré a tocare sin permiso explícito. Te lo prometo.

—Bien. Resuelto ese punto vamos con el castigo. Imagino que tus pezones son la parte más sensible de tu cuerpo.

Nadia quería gritar. Bajo ningún concepto quería un castigo en esa zona.

—Sí. Más incluso que el clítoris.

—¿Y cómo consigues aguantar sin orgasmos?

—A duras penas. Enko me está entrenando.

Emma se detuvo a pensar un rato en el asunto.

—Ya tengo el castigo. Voy a buscar algo. Espera aquí.

Retornó con dos plumas en la mano. Nadia entendió de inmediato. Sacudió la cabeza.

—¡Ni hablar!

Emma se encogió de hombros.

—Pues habrá que decírselo y que te imponga él lo más conveniente.

—No es que no quiera, Emma, es que no puedo. Las plumas serán tan sensuales…

—Esa es la idea. No deja de ser una forma de masturbarse, si lo piensas bien. A Enko no le disgustará, después de todo, seguirás entrenando tus pezones. Y con el tiempo, disfrutarás.

—Por favor, elige otra cosa.

—Precisamente tu negativa nos dice que he escogido bien. ¿Te has masturbado todos los días?

Nadia hubiera deseado mentir. Era mejor no empeorar las cosas.

—Prácticamente sí.

—Entonces una hora diaria con las plumas.

—¡Una hora! Eso es demasiado —se quejó Nadia, sin comprender que parecía estar aceptando la imposición.

—Media hora y no se habla más. Programaremos un androide. Mientras tanto, yo haré los honores. Como entiendo que vas a necesitar un cierto tiempo para acomodarte, haremos sesiones de cinco minutos. Vamos a necesitar algo que nos indique que no te mueves. Ahora vuelvo.

Trajo una especie de collares para cada pecho. Con una campanita colgando del extremo inferior. Emma los ajustó de forma que quedasen sujetos junto al tórax.

—Mueve los pechos un poco —requirió Emma sin dejar de hacer una inspección visual.

Nadia los agitó. Las campanitas sonaron con fuerza. Casi no se creía que pudieran ser tan delatoras. No habría manera de engañar a Emma.

—Si te mueves, el ciclo de cinco minutos no contará. Para ser ecuánimes, te daré una pasada de un minuto para que te acostumbres. No se te sancionará. Ojos cerrados, por favor.

Nadia los cerró. Algo le decía que no aguantaría. El mero hecho de pensar en ello…

Emma cogió sólo una pluma y atacó el pezón izquierdo. El pecho se movió de inmediato, el chivato de la campana resonando.

—¡Ni un segundo, Nadia!

—Es insoportable, Emma. La peor tortura que puedas imaginar.

—Sólo es la primera vez. Probemos otra vez.

Acarició el otro pezón y Nadia consiguió aguantar. Pasó el minuto y casi estaba llorando, en una mezcla de felicidad y agonía.

—¿Has visto? Todo es cuestión de intentarlo. Hagamos los cinco minutos.

Nadia se calló, prefiriendo pasar el mal rato ahora antes que estar pensando en ello durante horas. La pluma parecía llegar hasta el cerebro vía los nervios agudizados y punzados. Empezó a sudar mucho antes de los cinco minutos.

—Es desagradable este sudor, Nadia. A ningún hombre le gusta que una mujer sude cuando le toca los pechos. Espero que mejores con el tiempo. Por otra parte, no creo que puedas quejarte. Es lo más parecido a masturbarse que haya visto nunca.

La pluma dejó de lacerar e incordiar. Nadia abrió los ojos.

—No abras los ojos sin permiso, Nadia. Una vez cerrados, sólo se abrirán si te dan la orden explícita o tu amante abandona la habitación. Ya puestos, en cuanto te toquen el pecho cerrarás los ojos y pondrás las manos detrás de ti. Se quedarán detrás hasta que recibas permiso para moverlas. Pero ahora, vamos a la cocina.

Nadia se levantó tratando de no mover demasiado la cadena. Los pezones estaban demasiado sensibles para tirones. Emma llevó una mano al pezón derecho. Nadia dio un pequeño respingo.

—¡Qué pronto te olvidas de las instrucciones! Manos atrás, ojos cerrados. Disponible para ser sobada.

Nadia hubiera soltado un exabrupto o algo peor. Calló y obedeció, más molesta por su falta de diligencia que por la forma de tratarla de Emma. Notaba que era una pose. Después de comprobar que los pechos seguían igual de firmes que hacía un rato, por fin se encaminaron a la cocina.

— Puedes abrir los ojos, mira al suelo, un metro delante de ti. Es una medida temporal. Todavía no estás cómoda desnuda. Dejaremos que los hombres te contemplen a gusto. Cuando no estés caminando, mirarás al frente, justo por delante de ti y algo por encima de la altura de la cabeza de tus admiradores.

A Nadia le hipnotizó el movimiento de la cadena en sus pezones. No se imaginaba que fuera tan grande la oscilación. Y el movimiento de las piernas y los pies resultaba erótico. Empezó a entender el motivo de todo eso.

Estuvieron cocinando más de hora y media, para unas diez personas. Nadia le preguntó quiénes eran.

—Hay tres sirvientes, más yo misma, claro. Y sois tres parejas. Así que probablemente te usarán dos veces.

—Enko no me ha dicho nada al respecto.

—¿Quieres hablar con él?

—No, me fío de lo que me dices pero… ¿me puedes explicar un poco lo que es el club?

—Ya te lo imaginas. Los hombres intercambian sus mujeres, también son entrenadas o pasan aquí una temporada.

—Yo no soy la mujer de Enko.

—Pronto tendrás el chip programado. Es un primer paso. Y esto también es una buena señal. Si cumples tu parte, lo más probable es que puedas mantener una relación larga.

Nadia no terminaba de creérselo. Emma se acordó de las plumas.

—Otra sesión, Nadia. Y luego irás al salón para ser presentada.

Le tocó el pecho. Nadia recordó que debía cerrar los ojos y llevar las manos detrás. Era enervante. La pluma llegó sin previo aviso y, sin embargo, tuvo el ánimo suficiente para aguantar el estímulo. Sudó un poco menos.

—Ve a la ducha, antes que nada. ¿Te tocarás?

—¡Por favor! Ya sé que no debo hacerlo.

—Estaba bromeando. Vuelve rápido.

Luego la llevó al salón. Nadia casi no pudo ver a las personas, su mirada por encima de ellos. Se quedó de pie, dónde la dejo Emma. Escuchaba a los hombres hablar. Las mujeres estaban arrodilladas delante de ellos, quietas y calladas. Tardaron varios minutos en referirse a ella.

—¿Es tu nueva hembra, Enko?

—Sí, un encanto de mujer. Aceptó cambiarse los pechos por mí. Y si consigue pasar el entrenamiento quizás lleguemos a más.

—¿Y el triángulo de castidad?

—Le gusta mucho tener orgasmos. Siempre está soñando con ello. Le activaré el chip en un tiempo. Aceptó llevar el protector mientras tanto —explicó Enko mientras acariciaba un seno.

—¿Podemos usarla? —preguntó el otro hombre.

—Habrá que preguntarle a ella. Todavía no ha cedido sus derechos.

Emma llegó en ese momento. Tocó un pezón de Nadia para que cerrase los ojos y llevase las manos atrás.

—Arrodíllate. Usaremos la pluma.

¡Cómo le hubiera gustado negarse a Nadia! La pluma era el peor de los castigos, y que la usase delante de la gente…

—¿Y esto? —preguntó Enko.

—Una idea en común. Nadia sabe que está demasiado incómoda desnuda y en presencia de otra gente que no seas tú, Enko. Le sugería atajar el problema llevando su atención a otra cosa.

—¿Y qué habéis acordado?

—Media hora diaria de las plumas en los pezones. Lo haré yo misma hasta que el androide esté programado. Pero como dudo que pudiera aguantar tanto tiempo, le sugerí sesiones de cinco minutos.

—Nadia, ¿estás de acuerdo? —quiso saber Enko.

—Sí, Enko. Estoy de acuerdo —contestó obviando la principal razón de la tortura.

—Pues hecho. Media hora diaria con las plumas. Emma, nos encargaremos nosotros del asunto en lo que queda del día. ¿Cuánto le falta?

—Cuatro sesiones de cinco minutos. Enko, no quiero que mi reputación quede en entredicho. No está preparada por una sesión con otros miembros del club.

—Lo sé, Emma. Gracias. No se tendrá en cuenta. Ragnar, ¿harás tú los honores?

—¿Por qué no?

Nadia supo que había cogido una pluma y al momento la sintió en el pezón izquierdo. Su mundo se redujo a los nervios que rodeaban al pezón y la pluma empezó a ser una especie de diosa inmortal recubierta de hielo. Ragnar sabía lo que se hacía y la tortura continuó con el otro pezón. Un hombre parecía mucho más enfocado a la hora de jugar con un pezón que una mujer. Estaba claro.

No era algo que la sorprendiese, sólo que resultaba extravagante que una pluma pudiera tener personalidad en función de la mano que la sostenía. Y Nadia prefería que fuera un hombre el inductor del delito. Después llegaron los dedos e identificó a Enko. Sus pezones también reconocieron las yemas, el mapa del mundo y sus nervios se intensificaron. Tuvo el orgasmo de inmediato, por mucho que trató de evitarlo.

—Lo siento.

Era terrible tener que disculparse ante todo el mundo, sin ni siquiera poder mirarlos. Y a la vez, su orgasmo era una demostración de que podía estar allí. Los dedos de Ragnar recobraron el testigo.

—¿No tienes permiso?

—No, sólo en ciertas circunstancias.

—¿Cuáles son?

—Debo haberle dado cinco orgasmos a Enko en un mismo día —dijo con cierto orgullo.

—Es muy fácil provocarte un orgasmo. ¿Crees que podrás cumplir?

—No, no creo que pueda —reconoció Nadia, molesta de que un desconocido se diese cuenta tan rápidamente. Y de hecho, ya deseaba otro orgasmo. Ragnar se dio cuenta de que ella estaba demasiado pendiente de las caricias. Soltó los pezones.

—Levántate. Te llevaremos junto a nuestros sofás.

Nadia no abrió los ojos, ni movió las manos de atrás. Quería cumplir al máximo y más después del orgasmo inapropiado. Se quedó medio tumbada entre los dos sofás, una pierna a cada lado. Inmediatamente cada muslo fue acariciado y sobado. Los hombres nunca perdían en el tiempo.

*__*__*

Mientras Nadia se quedaba en el club para seguir su entrenamiento, Enko voló a Nueva York. Trudy estaba tan cariñosa que lo llenó de baba, con la lengua enroscada cultivando las zonas eróticas. Se había desnudado en cuanto le abrió la puerta y, sin dudarlo, le quitó los pantalones e hizo que se corriese en su boca.

—Sabía que el cinturón funcionaría —señaló contento después de la corrida. Trudy le dio un codazo de protesta.

—Eres un cabrón —señaló, aunque estaba claramente contenta.

Enko notó un cambio en ella. Y el hecho de que se hubiera preocupado por él antes que pedirle que le retirase el cinturón y la penetrase era un avance.

—No me provoques, ya he tenido bastante con el vuelo. Te he traído un nuevo juguete, que quiero que lleves siempre en casa siempre que no esté el cinturón colocado.

—¿Qué es? ¿Un consolador? —preguntó esperanzada.

—No. Unas esposas. Es una condición no negociable.

Trudy quería un orgasmo antes que nada, pero ya sabía quién tenía la sartén por el mango. Puso las manos a la espalda y dejó que Enko la esposase. El tacto del frío metal la hizo estremecerse. Enko la abrazó y aprovecho para sobarla un poco.

—Me gusta estar así, Trudy. Es algo sensual.

—A mí también, Enko. ¿Vas a quedarte unos días?

—Si quieres… vamos a quitarte el cinturón, quiere verte desnuda.

Sacó su llave y en cuanto la acercó el cinturón se abrió. La llevó a la ducha y comprobó que no hubiera nada erróneo. Después estuvo enjabonándola.

—Ni se te ocurra tener un orgasmo sin permiso —dijo con crueldad, sabiendo que no era posible debido al chip.

Trudy le sacó la lengua, jugando al mismo juego.

—Ya te conozco, amo. Estoy esperando.

—Bien. Vamos a ir a comer algo, unas horas más no te harán daño.

—¡Enko! —protestó Trudy, sin demasiada convicción. Ya empezaba a acostumbrarse a los juegos de su amante. Y, sin querer admitirlo, le gustaban un poco. El sexo era mucho mejor desde que estaba con él.

—¿Dónde guarda tus faldas? Quiero que te pongas la más corta que tengas.

Trudy sabía lo que quería. Se la puso por encima, justo delante.

—Es muy, muy corta.

—Es perfecta.

Trudy se la introdujo por los pies y tiró de ella hacia abajo cuando la colocó en las caderas, tratando de tapar un poco más.

—Gírate.

Trudy sabía porque se lo pedía. La falda tenía algo de vuelo y lo único que la salvaba es que era de cuero, lo que hacía que no se moviese tanto. Con la rotación la tela se elevó ligeramente. Destapando lo que había debajo.

—Quiero que te compres más faldas como esta.

Trudy asintió, pensativa. Iba a pasar frío en Nueva York con ese atuendo. Y todos los mirones iban a disfrutar.

—Vamos. Quiero ir a un sitio antes de cenar.

—¿Y el cinturón de castidad?

—No lo necesitas ¿verdad? Vas conmigo y además a estas alturas confío en ti.

Trudy asintió, algo inquieta. En realidad, era de ella misma de quién no se fiaba. Sus manos ya deseaban ir hacia la región prohibida. Enko se puso enfrente de ella y acarició los senos, sabiendo que debía de hacer que dejase de prestar atención a sus partes bajas.

—Trudy. Eres más fuerte y capaz de lo que te crees. Tu cinturón de castidad no es permanente, pero tu compromiso conmigo sí. No te tocarás entre las piernas… ¿verdad?

Asintió sin convicción, pero mantuvo las manos a los lados mientras que Enko saboreaba los senos. No tardaron en volver a las andadas y Enko descargó en la boca una vez más. En cuanto acabó, le dijo que se pusiera un top y unos tacones.

—¿Y pendientes? ¿Me maquillo?

—Nada más. ¿Estás mejor?

—Sí… es sólo que me pides demasiado. No puedo pensar en otra cosa.

—Sí puedes. Vas a enseñar tus labios a todos, tu pubis reluciente. Y todo por mí. Tendrás más ganas cuando volvamos. Hoy te voy a hacer un regalo.

—¿Un regalo?

—Ya verás. Coge el bolso.

*—*—*

Era un sitio lujoso. Medio mezcla de club para hombres, sitio de alterne y una pequeña tienda que era como un sex-shop. Trudy nunca había estado en un sitio así y su falda ultracorta, con sus tacones que obligaban a mover caderas y pechos, eran un reclamo imposible de obviar para esos caballeros.

Enko le cogió la mano.

—Sé tú misma, Trudy. Son sólo hombres. Les gusta lo que ven. Me gusta exhibirte.

Pulsó en un botón y entraron en un reservado. Trudy observó que daba al sex-shop por la parte de atrás. Nadie sabría que estaban allí.

—Hola, Mike. Esta es Trudy.

—Encantado, Trudy.

—Igualmente, Mike.

—Te va ayudar en tu transición y cuidará de ti cuando yo no esté. Quítate la falda, el top y los zapatos y dáselos.

En otras palabras, que se quedase completamente desnuda. Trudy cumplió con rapidez, algo extrañada y a la vez sin demasiados reparos. Su vida no era la misma hacía tiempo.

Una vez se quedó como vino al mundo y entregó la ropa, tuvo el dilema con las manos. No debía taparse, eso era obvio, pero no sabía cómo ponerse. Enko tenía la respuesta.

—Ponte aquí, en esa esta especie de placa de metal.

Trudy se colocó sobre ella, sintiendo su frialdad en la planta de los pies de inmediato.

—Cuando te halles delante de un hombre que haya sido tu amante, las piernas deberán estar bien abiertas. Con Mike, también.

Trudy abrió bien las piernas lo suficiente como para enseñar sus órganos hasta hace muy poco ocultos por el cinturón de castidad. Un extraño tenía más oportunidades que ella misma.

—Encoge un poco el estómago, saca el pecho sin forzarlo, postura recta y orgullosa, totalmente centrada. Mira hacia delante.

No era difícil de hacer, sólo de mantener. Mike podría contemplarla con detenimiento. Pero este ni se inmutó pues se volvió a hablar con Enko. Trudy se molestó un poco, ante la indiferencia real o fingida. Encogió más el estómago y sacó más el pecho. Volvieron la mirada hacia ella unos cinco minutos después y Mike se explayó visualmente para satisfacción de Trudy.

—Necesitamos un gatillo, un disparador. Te llamaremos T cuando hablemos con la esclava y Trudy el resto del tiempo. Mike tiene todos los derechos sobre ti, cedidos por mí. Salvo que desees abandonar.

Trudy no dijo nada. Ya había aprendido la lección con Enko. Si se iba, no volvería. No pensaba rogar. Quizás la estaba probando.

—Mike va a tomarte las medidas, así que va a tocarte. Es tu última oportunidad para abandonar. Si decides no hacerlo, lleva las manos hacia tu nuca. No en la típica postura con los codos hacia fuera sino hacia arriba. No estás acostumbrada y es menos cansada de esa manera.

Trudy no se movió del sitio y puso las manos donde se lo indicaron.

—Cuando Mike o yo te toquemos, estés donde estés, salvo que sea peligroso o inadecuado, cerrarás los ojos. Y no los abrirás hasta que te lo indiquemos o te toquemos la ceja izquierda con un dedo.

Trudy pensó que era algo extraño.

—¿Puedo preguntar?

—Sí.

—¿Para qué un gesto? ¿Por qué no simplemente decirlo?

—Es un automatismo que debes aprender. No siempre es conveniente verbalizar la orden.

Trudy cerró los ojos en cuanto Enko acercó la mano a su pecho. Iba a ser difícil acostumbrarse a eso. El pezón reaccionó como siempre, alegre y dicharachero. Trudy pensaba que para los hombres su erección involuntaria debía de ser embarazosa y, por su parte, le pasaba lo mismo con sus pezones. Enko parecía saber siempre cómo hacer que estuviesen duros como piedras y afilados como agujas.

Reconoció los dedos de Mike. Unos dedos más ansiosos y, estaba segura, más necesitados. Aunque pronto se iban a saciar. Los pezones, con su vida propia, no parecían estar menos deseosos de los nuevos demonios.

Mike prosiguió, -como no-, por la zona entre las piernas. Esa parte que tanto anhelaba caricias. Enko no la había tocado allí desde que había llegado y ahora un extraño comprobaba la humedad de su vagina. Apreciaba como los verticales labios estaban lubricados y alerta. Seguramente pensaría que era por él.

—Desde ahora, Mike comprobará tus senos, tus nalgas y tu vagina en primer lugar. No porque sea insensible o maleducado, es más bien una cuestión de cabeza. Como esclava, deberás pensar en términos de tu cuerpo. Y las convenciones de que Trudy ha aprendido durante su vida, ya no son válidas. La inspección tiene múltiples motivaciones: satisfacer a tu observador, llevarte a T, provocar que vuestra relación se haga más y más física, etc.

—No está cómoda, Enko —recalcó Mike decepcionado.

¿Y qué quería? pensó Trudy molesta. Enko asintió a Mike y continuó dirigiéndose a Trudy.

—¿Ves? Pronto ya no te ocurrirá, T. Te lo aseguro. Trudy todavía quiere controlar tu cuerpo. ¿Has comido, Mike?

—No, Enko. Justo te iba a sugerir que fuéramos a tomar algo.

—Me parece bien. Y así podremos hablar con T de su futuro. T, puedes abrir los ojos y deshacer la postura mientras Mike va a por tu ropa.

Trudy respiró profundamente.

—¿Puedo besarte? —le preguntó ahora que estaban solos.

—Siempre puedes besarme, T, si no estás en una postura de inmovilidad.

Trudy puso sus manos en el cuello de Enko y acercó su boca mostrando la mayor de las devociones. Enko solo puso las manos en la cintura de Trudy, hasta que Mike llegó con la ropa y Trudy se la puso rápidamente, casi sin pensarlo.

Fueron a un sitio cercano, mientras Mike dejaba la tienda a cargo de un compañero. Enko le explicó cómo debía de sentarse a partir de ahora.

—Cuando vayas con Mike o conmigo, la falda deberá quedar detrás, es decir, no te sentarás sobre ella. Acostúmbrate a levantarla con despreocupación, como si llevaras toda la vida haciéndolo.

No era para tanto, pensó Trudy. La falda era tan corta que resultaba más práctico que otra cosa retirarla. El simbolismo, en cambio, parecía importante.

—¿Y si estamos con otras personas?

—Usa tu criterio. En principio, las nalgas deben tocar la silla.

Trudy asintió contenta por la confianza de Enko. Parecía muy seguro en que ella no se equivocaría.

El primer test llegó pronto. El bar estaba bastante poblado y se sentaron en taburetes elevados, alrededor en una mesa alta, redonda y pequeña. Los hombres la miraron fijamente mientras ella se levantaba la falda lo menos posible para pasarla detrás suya, donde quedó colgando. Trudy enrojeció un poco, notando que cualquiera persona detrás de ella vería la falda tapando el taburete. Juntó las piernas para que no se mostrara demasiado por delante.

—Las rodillas no deben quedar presionadas —señaló Enko con suavidad.

Trudy las separó ligeramente sin abrir las piernas. De esa manera no mostraba nada y a la vez lo decía todo. Enko pidió un poco de tapeo para todos y cuando ya tenían todo puesto, se dedicaron, mientras comían, a conversar sobre ella.

—¿Qué opinas sobre T, Mike?

—Es muy guapa, obviamente. Dijiste que íbamos a discutir ciertos cambios.

Trudy supo inmediatamente que esos cambios eran corporales. Enko le cogió la mano, para confortarla.

—Sí, claro. Trudy, vamos a tomar la decisión hoy sobre tu cuerpo. No tienes nada que decir, obviamente, pero si te sientes incómoda podemos hablarlo Mike y yo a solas.

—No, por favor. Quiero saberlo.

Enko pareció encantando, como si presumir de ella delante de Mike fuera tan importante.

—Empecemos por el clítoris, —consideró Enko, totalmente despreocupado de que pudieran oírle.

Trudy quería morirse. Que tuviesen esa conversación allí era para que se diese cuenta de que una vez se había sometido, todo consistía en cumplir. Que no existía o mejor dicho que era T, una esclava.

—¿Qué tipo de anillo sugieres? —preguntó Enko a Mike.

—Debería chequear como es su clítoris para opinar con criterio.

—Pues adelante.

Mike llevó su mano a la hendidura entre los muslos. Trudy no dudó y abrió las piernas para facilitar la labor. Sólo esperaba que nadie se fijase en ellos, en medio de la algarabía del local. Era tan extraño facilitar el acceso a un semidesconocido que todavía la erotizó más. Y pensó en lo que sus piernas desnudas y su falda casi inexistente hacían: señalar a los ojos y a la mano dónde posarse.

Trudy ansiaba el contacto, aunque una parte quería cerrar las piernas a toda costa. Mike lo notaba, estaba segura. Ni el más torpe de los hombres sabía lo poco que deseaba una mujer ser acariciada en público en esa zona si no había un juego previo o algo de seducción y a ser posible, con invitación.

Pero el manjar estaría allí siempre para Mike y Trudy miró con ferocidad hacia Enko, como indicándole que era un idiota dejando que otro hombre la tocase. No podía importarle demasiado, ya que, después de todo, tenía control absoluto de su cavidad desde hacía seis meses. Y si Trudy recordaba bien, sólo ocho veces la había usado en esa zona desde entonces.

Estaba claro que cederla a Mike era una forma de control más elaborada que el cinturón de castidad. Y ser manipulada en público una manera de decirle al mundo en qué se había convertido. O acaso era para que T surgiese en una situación como esa.

Mike no fue directamente al punto discutido, sino que, -con cierta paciencia nada masculina-, acarició los labios verticales, jugosos y aceitados. Sólo cuando se explayó adecuadamente rozó el pubis, como para comprobar que estaba suave y bien depilado, provocando un suspiro de Trudy. El clítoris por fin fue inspeccionado y apreciado en su justa medida. Lo giró levemente como para comprobar su tensión aparte de su sensibilidad.

Trudy se mantuvo erecta, los pezones rígidos y orgullosos, como si no tuviera nada de lo que avergonzarse o acaso para no derrumbarse. Todo fue muy rápido en realidad, pero para Trudy transcurrieron siglos. Cuando Mike retiró la mano y Trudy juntó las rodillas hasta dejar una estrecha vía de acceso, tuvo que limpiar los dedos de Mike, rebosantes de líquido vaginal y excrecencias de sus labios. Trató de hacerlo con pulcritud, como si fuera aceite de las patatas y Mike fuera su novio de toda la vida. Aplicar sensualidad a ese gesto resultó más difícil incluso que abrir las piernas.

—¿Y bien? —preguntó Enko al ver a Mike pensativo como si el clítoris de Trudy tuviese algún problema metafísico inabordable.

—¿Por qué no ha disfrutado? —le preguntó a Enko y sin mirar en esta ocasión a Trudy. Enko sí la miró.

—Quizás no ha estado suficientemente tiempo con el cinturón de castidad —sugirió.

A Trudy le preocupó más que alguien estuviese escuchando la conversación más que la insinuación de Enko. No pensaba defenderse. Algo le decía que estaba jugando con ella.

—¿Te ha gustado? —preguntó Enko como si fuera necesaria la confirmación de las palabras de Mike.

—No es por… es que me siento cohibida.

Enko los miró apesadumbrado, como si fuera una tragedia.

—Perdónanos, Mike. Ha sido un error de cálculo mío. Trudy todavía está un poco verde para estas cosas. Sigamos con el tema del clítoris.

Trudy volvió a notar el color aparecer en su cara, incluyendo un azoramiento propio de una jovencita. Podían radiarlo a todo el país.

—Yo lo haría más sensible y algo más grande, para que el aro pudiera ser amplio y pesado.

¡Un piercing! Trudy cerró las piernas por instinto, rectificando de inmediato. —Perdón— dijo en voz baja.

—Creo que has acertado, Mike —reconoció Enko con cierta admiración. —T, un piercing es práctico. No hace falta buscar el clítoris, la mano o la lengua va directamente al punto y visualmente es muy agradable.

Trudy estaba plenamente de acuerdo, salvo por el pequeño detalle de que se trataba del suyo. No pensaba darle el placer de rebatir tan ponderados argumentos y menos teniendo en cuenta que cada movimiento de Enko era un ultimátum. Buscó una vía alternativa.

—Si me colocáis un piercing en… ese punto, yo no voy a poder contenerme. Necesitaré el cinturón de castidad.

Enko pareció decepcionado.

—¿Y qué propones?

Trudy no tenía tan bien planeado todo. Dudó.

—Quizás… quizás pudiera tener permiso para masturbarme.

A Mike le resultó indiferente. Enko no pareció a disgusto por la propuesta.

—Podríamos planteárnoslo, si las condiciones son las adecuadas.

Trudy se temió lo peor, no por la frase sino por el tono. Enko parecía apretar el nudo más cuanto más bajo hablaba. Mike aportó su grano de arena.

—Es perfectamente razonable si usamos un criterio de tiempo, intensidad e insatisfacción.

¿Insatisfacción? Trudy pensó que no había oído bien. Enko sí lo había entendido.

—Supongo que hablas de que al final del todo termine muy necesitada. ¿Qué opinas, Trudy, de masturbarte durante diez minutos de manera controlada?

A Trudy se le cayó el mundo a sus pies. Su gozo en un pozo.

—Imagino que es mejor que nada. ¿Podré masturbarme durante diez minutos cuando lo desee?

Mike tenía otros planes.

—No cuando quieras, T. Sería demasiado fácil. Varias veces al día, de forma habitual.

Enko prosiguió.

—Establezcamos un horario. Antes de dormir, justo al levantarte y dos veces más durante el día.

Trudy enrojeció ante la perspectiva y una vocecita le recordó que había gente que estaría escuchando parte de la conversación. Enko puso una mano en el muslo desnudo, quién sabe si para consolarla, amedrentarla o excitarla. No importaba. Trudy abrió algo más las piernas, invitando al aterrizaje. Hace seis meses lo hubiera abofeteado por el magreo público, ahora se ofrecía como una zorra en celo.

A Enko, la nueva disposición de Trudy le sorprendió un poco, por la rápida adaptación a sus nuevas circunstancias. Meditó un poco mientras acariciaba el turbador muslo y se le ocurrió algo.

—Trudy, ve al baño. Diez minutos de masturbación.

Solo le faltaba eso. Cualquiera de las mesas adyacentes podía haber oído el término masturbación e imaginado cualquier cosa, pero Trudy se levantó del taburete despidiéndose de la mano furtiva. Salió escopeteada, más por evitar que las miradas se posasen en sus piernas desnudas que por ganas de ir al baño. Hacía meses que deseaba tocarse entre las piernas, ahora pon fin podría. Sólo que ni en sus peores pesadillas había imaginado que fuera en esas circunstancias.

Se había movido consciente de su falda, de su andar y de la mirada de más de un comensal. Salvo que estuviesen sordos y ciegos, algunos sabrían qué iba a hacer en el servicio. No era nada de lo que avergonzarse, todos los hombres del mundo y un número indeterminado de las mujeres lo hacían. En su caso, el rubor provenía de la manifestación pública. Y también de la excitación de que se le ordenase.

Al menos era un baño individual. Diez minutos exactos. Enko querría precisión. Puso el cronómetro de su dispositivo después de lavarse las manos. Pensó si debía quitarse la ropa, pero no vio dónde colgarla y optó por dejársela puesta. Tampoco es que fuera a estorbar. Su atuendo era ideal para el trabajo. Se levantó el top por encima de los pechos y los miró antes de empezar con el baile entre las piernas y los pezones.

Cerró los ojos, molesta por tener que estar de pie, sintiendo que el inodoro no era lugar más adecuado para su actividad. Se olvidó pronto de esas disquisiciones y aprovechó al máximo la coyuntura. La alarma la sacó de su frenesí. Cortó de inmediato, molesta consigo misma por no haber sido capaz de estar más tranquila el último par de minutos. Se pondría dos alarmas desde entonces, una a los ocho minutos y otra a los diez. Era peor que despertarse. Aprovechó ahora para orinar y tratar de que los pezones rebajasen la tensión internacional.

Tuvo poco éxito en el conflicto y si antes de ir al baño los pezones ya estaban enhiestos, ahora aparecían en formación de combate. Su sensación era en cambio distinta. Al menos había podido tocarse entre las piernas, después de tanto tiempo. Y unos pezones solidificados no iban a matar a nadie.

Enko la cogió por la cintura cuando volvió y le dio un beso de tornillo, quién sabe si como recompensa o como castigo. La traicionera falda se subió ligeramente ante el giro brusco de su cuerpo hasta que la gravedad hizo su trabajo. Una vez Enko consiguió dejarla sin respiración y con los pezones todavía más diamantinos, se acercó tímidamente a Mike, a instancias de Enko.

Prevenida ante la actuación diabólica de su falda y su cintura, se giró más lentamente y acercó a sus labios a los de Mike, mucho más cauta y algo expectante. ¿Qué más podía hacer por un extraño?

El beso de Mike fue más ligero y desenfadado, como si le pareciese incorrecto aparentar un enamoramiento. Las manos en la cintura de Trudy simbolizaban el poder que todo hombre desea ejercer sobre el cuerpo de una mujer. Un poder que Mike tenía y que los dos sabían que ejercería cuando se le antojase.

Mike le ofreció el taburete y Trudy se levantó la falda para sentarse como tenía establecido. El gesto fue rápido y las nalgas solo estuvieron visibles unos instantes, pero estaba segura que los que estaban en la mesa de al lado pudieron apreciar la vista. Esa sería su vida desde ahora. Dejó las rodillas ligeramente separadas y el pecho bien erguido a pesar de sus puntas humeantes.

Ahora le tocó a Mike apreciar su muslo desnudo y acogedor. Trudy separó algo más las piernas ante la demanda. Miró a Enko tratando de no parecer demasiado orgullosa.

—Hemos tenido tiempo de elucubrar un poco. Y hemos pensado en mejorar la sensibilidad de tu cuerpo en general —anunció Enko como si hablase de la gama comercial de un producto.

—¿De qué manera? —preguntó Trudy, más por estar avisada que como intento de protesta.

—Lo habitual: pezones, clítoris, labios vaginales. Boca, lengua, orejas, ombligo. Nalgas. Ya sabes.

No, no lo sabía. Pero Trudy puso cara hierática.

—Solo tenemos una pequeña duda sobre dónde buscarte más sensibilidad, T —dijo Mike sin dejar el muslo. —Es discernir sobre los pezones o el clítoris. La eterna duda.

Trudy ni siquiera se había imaginado nunca que eso pudiera ser un dilema. Ya era bastante sensible en esos lugares sin necesidad de ninguna intervención.

—Por favor, no necesito cambios.

—Ya lo sabemos, T. Solo que no depende de ti. Está bien, Mike. Creo que aceptaré tu sugerencia. T, mejoraremos la sensibilidad en tus pezones en un cincuenta por ciento y en un veinticinco por ciento en tu clítoris, al igual que en los labios vaginales.

La incertidumbre no se acababa nunca.

—T, una vez decidido lo mundano, vamos con los cambios estéticos. Labios más jugosos. Piernas más esbeltas y nalgas más firmes. Un mínimo de reducción de 5 centímetros en la cintura y treinta centímetros de aumento en el pecho. Además de eso otros cinco centímetros a tu elección.

—¿A mi elección?

—Sí o cinco centímetros más de pecho o cinco menos de talle. Nosotros no nos hemos puesto de acuerdo.

Trudy no olvidaba las manos en la cintura.

—Cinco menos de cintura —solicitó con firmeza fingida.

—Bien dicho. Eso harán treinta más de pecho y diez menos de cintura. ¿Por qué no lo dejamos en otros cinco más pecho ya puestos? —preguntó Enko.

Trudy suspiró. Su cintura de sesenta pasaría a ser de cincuenta y su pecho de sesenta a noventa y cinco. Asintió.

—Bueno, es hora de que me vaya. Supongo que tienes estos días libres. Mike te dirá lo que debes de hacer. Creo que es conveniente que te cate un poco ahora, antes del cambio. Disfrutad.

(9,50)