Llegando la medianoche recibió el mensaje de su novio. ‘¿Cómo estuvo tu día?’, decía. Ella estaba en el corredor, frente a su cuarto, sentada sobre una silla de madera, con la mirada clavada en la piscina, escuchando los ruidos de la noche. Le molestó leer ese mensaje. ¿De verdad querés saber cómo estuvo mi día, Carlos?, pensaba para sí misma. ¿No será que lo que querés es controlarme?
La casa en donde se alojaba era grande. Podría ser un hotel. Emilia había ido a un viaje de estudio con sus alumnos, y un grupo de profesores. Los docentes se alojaban en esa casa.
Desde que le dijo a Carlos que iba a hacer ese viaje, se comportaba extraño. Ella ya lo conocía, Carlos sentía pavor cada vez que Emilia salía con sus amigas, o cuando conocía gente nueva, sobre todo hombres. Cuando empezó como ayudante de cátedra en la facultad de ingeniería, no paraba de sacarle sutilmente información sobre sus compañeros hombres.
Emilia vio una sombra salir de uno de los cuartos. La figura oscura se acercó a la luz, y reconoció a Santiago.
Era otro ayudante de cátedra. Antes, apenas se habían cruzado un par de veces por los pasillos de la universidad, pero en los dos días que llevan en ese viaje, pegaron buena onda.
Santiago la saludó con un gesto, y se acercó lentamente.
Emilia rió, imaginando la cara que Carlos pondría si viera esa escena. Era tan inseguro el pobre. Sólo con verla charlar con otro hombre lo ponía mal.
Conoció a su novio en un Taller de teatro. Él comenzó a conversarle por mensajes. Trabaron una linda amistad, hasta que Carlos la convenció de empezar a salir. Él era tímido y muy sensible. Desde que ella empezó a darle bola, después de haberlo hecho sufrir bastante, él se había mostrado muy apocado, y aunque intentaba disimularlo, era obvio que consideraba que Emilia era mucha mujer para él.
Lo que le gustaba de su novio, era, a la vez, lo mismo que le molestaba: Su actitud bonachona, su dulzura, su incondicionalidad, su belleza sutil, su sexualidad dispuesta, pero poco salvaje. Todo eso era lo que ella necesitaba, pero a la vez, lo que la hastiaba.
— No podés dormir. —dijo Santiago, dando los últimos pasos ágiles hasta sentarse a su lado.
— Es que la noche está muy linda. — dijo ella. Santiago sonrió, mirando el cielo oscuro. De perfil se notaban sus mandíbulas fuertes. Su barba estaba recortada muy prolijamente.
— Ni siquiera en lugares como estos podemos librarnos de eso. — dijo él, señalando el celular que Emilia tenía en la mano.
— Sí, es verdad, debería dejarlo adentro y desconectarme de todo.
— No te culpo, yo también ando siempre con el celular. — sonrió, mostrando sus dientes perfectos. — Disculpá, quizá querías estar sola, y yo acá molestándote.
— No, no hay problema, no me molestás para nada.
— ¿Fumás porro? — Preguntó él.
Ella se sorprendió por la pregunta directa, pero enseguida se le pasó. Después de todo, ambos rondaban los veintisiete, estaban más cerca de la edad de sus alumnos que de sus colegas veteranos, y hasta hace no mucho tiempo, vivían la vida loca.
— Sí, pero no tengo.
— Yo sí. — dijo él.
Emilia llevaba un short corto, y notó cómo Santiago miraba subrepticiamente sus piernas. Un escalofrío recorrió su espalda. Su instinto le decía que ese instante podría marcar un antes y un después en su vida. Le vino la imagen de Carlos a su mente, pero la apartó. ¿por qué debería sentirse culpable por fumar un porro con un colega? ¿Acaso no era lo suficientemente madura como para poner límites cuando fueran necesarios? Claro que lo era.
— Bueno, prendelo. — le dijo.
— No, acá no, pueden vernos algunos de los viejos. Ya sabés como son los profesores Latrichiano y Beiró.
Emilia se puso en alerta. Si Santiago le proponía fumar en su cuarto, lo rechazaría.
— ¿Conociste el campito de golf?
— No, no fui todavía. — Dijo ella.
— Vamos.
El campo estaba detrás de la casa. Formaba parte de la misma propiedad. Caminaron con la luz de la luna y algunos ruidos lejanos como únicos testigos. No hablaron durante el corto trayecto, sin embargo, el silencio no fue en absoluto incómodo.
— Bueno, ahora no se ve nada, pero de día es muy lindo. — dijo él cuando llegaron.
— Me imagino.
Santiago sacó el faso del bolsillo, y lo prendió con el encendedor. Se sentaron sobre el pasto, con los ojos perdidos en la nada, como si hubiese algo muy interesante en la negrura. Él se puso el porro en la boca y después largó el humo denso.
— ¿Tenés novia? — le preguntó ella, sin saber por qué lo hizo, mientras agarraba el faso que le pasaba Santiago. Él sonrió. Los dientes eran más blancos que nunca en la semipenumbra. Era una sonrisa canchera, relajada.
— Sí — le respondió.
Ella estuvo a punto de preguntarle si su novia no estaba molesta por haber viajado sin ella, pero no lo hizo.
— Y vos me imagino que también.
— ¿Y por qué imaginás eso?
— No sé, en realidad no importa. — Cortó Santiago.
— Mi novio tiene miedo de que lo engañe. — confesó ella, de la nada.
— ¿No confía en vos?
— No se trata de mí, Carlos es muy inseguro, y celoso. Yo nunca lo engañé.
— La infidelidad no existe, y los celos tampoco. Las personas tenemos miedo de saber que los seres que amamos pueden llegar a compartir algo tan íntimo como el sexo con otra persona. Eso es porque tememos perder al otro. Pero el sexo sólo es sexo.
Emilia dio una pitada al porro. Quedó pensativa. Si esa misma noche engañaba a su novio ¿Qué diferencia habría? Si le era fiel, igual la haría sentirse culpable por cosas insignificantes. Culpable por sonreírle a un conocido, culpable por salir con sus amigas, culpable por no contestarle un mensaje a las doce de la noche… Lo peor era que Carlos no se enojaba con ella, ni siquiera le recriminaba nada. Sólo se limitaba a poner esa cara de pobrecito, como diciendo “por favor, no me traiciones”.
Le devolvió el porro a Santiago. En alguna parte brillaba una luciérnaga. Los dedos se apoyaron sobre su rodilla. Primero los sintió fríos, pero se fueron entibiando a medida que se frotaron insistentemente en su piel. Se miraron a los ojos. Él esbozaba su sonrisa triunfadora mientras sus dedos subían hasta meterse debajo del short. Ella lo besó, saboreó su lengua endulzada, sintió el aliento a porro y a cerveza, apoyó su mano sobre los pectorales trabados, y con la otra mano arrebató el bulto sólido que crecía bajo el pantalón.
Él la agarró de la cintura, la hizo girar. La abrazó por atrás, apoyándole su miembro. Le desabotonó el short y se lo bajó. La diminuta tanga era la prueba irrefutable de que, en su inconsciente, desde un principio quiso guerra.
La tumbó sobre el pasto. Quizá al otro día le picaría, pero ahora sólo le importaba apagar el incendio de su entrepierna. Santiago hizo a un lado la tanga, se tomó unos segundos para ponerse el preservativo, y la penetró, despacio, como pidiendo permiso, porque su verga era muy grande, tan grande que si Carlos viera cómo esa pija prodigiosa se enterraba en su novia no podría hacer otra cosa más que llorar.
A ella le fascinó sentir esa inconmensurabilidad en su sexo. Dominada por el frenesí de la pasión lo animó a que la embista con más fuerza. Santiago hizo movimientos más bruscos, y los gemidos de Emilia se convirtieron en gritos cada vez que recibía esa verga que la había convertido, al fin, en infiel.
Por una vez, no se sintió culpable, sino que se sintió muy puta, y estaba infinitamente orgullosa de eso. Su orgasmo traidor se consumió en la noche, y quedó perdido, a cientos de kilómetros de su novio.
Caminaron en silencio cómplice a la casa. Se saludaron como si no hubiese pasado nada. Emilia entró a su cuarto, puso a cargar el celular, y entonces recordó que no le había respondido el menaje a Carlos. “¿Cómo estuvo tu día?” le había escrito él. Ella se quitó la ropa para darse una ducha antes de dormir. “Estuvo hermoso mi día, mi amor” le respondió al fin.