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Un cuento de hadas (1 de 2)

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Todos en la ciudadela el temían. Lord Patton era conocido no solo por ser el Amo y Señor de esas tierras sino por su fuerte y violento carácter. Los castigos a los que sometía a todo aquél que le estorbara de forma alguna eran famosos y temidos.

Lord Patton era capaz de azotar hasta a sus caballeros por traer malas noticias de algún puesto de sus tierras. Cuando se paseaba por la ciudadela todos se abrían a su paso. Tanto los mercaderes como los nobles o los campesinos. Ninguno osaba ponerse en su camino. La sed de sangre y de dolor de este hombre era tal que ese era el único pueblo que deseaba la guerra más que la paz.

En las épocas de lucha, Lord Patton solía ausentarse por varios meses, dando así paz interior a los habitantes de la ciudadela y a los campesinos de las tierras circundantes. Sus caballeros y hombres de armas, la mayoría de su misma escuela, también estaban fuera acompañándolo y luchando junto a él en las campañas. Además, cuando volvía, en general estaba exhausto y su apetito colmado de tanta sangre derramada en la batalla.

Pero esto sucedió en una época de paz. Hacía más de un año que no había altercados ni luchas por territorios. Lord Patton estaba demasiado aburrido y cualquier cosa cambiaba su humor. Las prostitutas, que en general estarían deseosas de hacer cualquier cosa por agradar al Amo de la ciudad, en este caso se escondían cuando él iba al burdel, y ni hablar de que ninguna se le tiraba encima en el castillo. Esto contrariaba en demasía a nuestro Lord, quién sabía que en las otras ciudades, algo que abundaba cerca de los Amos eran las prostitutas que trataban de ganar los favores del Amo. Ni la más muerta de hambre osaba servirlo, y eso que estaban acostumbradas a los malos tratos, los golpes y las humillaciones.

Una mañana en particular, Lord Patton, aburrido de tanto bucolismo y tan poca actividad, salió a recorrer las calles de la ciudadela en busca de un pretexto para descargar su ira acumulada. La excusa perfecta se la dio un paje que no se inclinó lo suficiente en su reverencia cuando ése pasó por su lado. Armando gran alboroto, para que sirviera de ejemplo a todos los demás, lo llevó a rastras por las calles de la ciudadela hasta la plaza del mercados. En realidad eran dos de sus hombres quienes lo llevaban, Lord Patton iniciaba la procesión. Ataron al hombre a unos postes, le quitaron la capa y la camisa, y Lord Patton en persona le propinó 25 azotes con su correa, marcando su espalda con líneas rojas y violetas. El paje rogaba clemencia, suplicaba perdón, pero ya era tarde. Había ofendido a su Amo y Señor. El pueblo entero presenció este acto, que aunque común, nunca por una falta tan leve.

- Y que esto sirva de ejemplo para todos. Debéis aprender a mostrar respeto por su Amo y Señor si no queréis encender su cólera -. Gritó el Lord a todo pulmón con su voz grave y profunda.

Todos hicieron las reverencias correspondientes. Se prohibió que se le brindara asistencia al paje después del castigo. Debía quedar colgado del poste hasta el próximo amanecer, sin agua ni comida. La sangre que hacía minutos corría débilmente por su espalda se estaba empezando a secar. Nadie se atrevió a socorrer al pobre paje, so pena de recibir un castigo peor. El amanecer lo encontraría semiconsciente y sucio con sus propios desperdicios.

Pero esa misma mañana, mientras volvía a su torre, Lord Patton estaba mal. No sólo no se había enfriado su cólera sino que había aumentado. Estos actos cada vez lo satisfacían menos. Tenía que buscar una nueva fuente de placer, pero no sabía qué, ya que toda su vida había extraído su placer de la humillación y el dolor de otros.

Al llegar a uno de los pasillos que llegaba a la torre del Lord, un paje, con una gran reverencia, le informó que una dama lo esperaba en la habitación de la torre. Esta habitación era la que más usaba, y servía a la vez de despacho, escritorio, sala de estar, y receptorio. Al Amo le brilló un ojo. Nunca tenía damas que lo esperaran. Solo hombres iban a verlo, ya que una mujer no se atrevería nunca a plantearle un reclamo. ¿Pero qué era esto? Lord Patton estaba emocionado por primera vez en varios meses.

Apuró el paso, seguido por sus dos hombres de armas y sus dos pajes personales. Entró en la habitación de la torre y se detuvo al instante. Debía estar soñando. Frente al fuego, en un costado de la habitación, se encontraba una hermosa doncella, alta, proporcionada, de tez blanca y frágil, y con un largo y ondulado cabello color fuego. Sus ojos, verdes, parecían arder de ira. Su cutis era terso, se ve que era una noble, acostumbrada a los grandes cuidados. La habitación estaba envuelta en su perfume de rosas con mezcla de otras flores. Su vestido, amarillo, se ceñía fuertemente a su cintura, dejando en claro unos abundantes pechos, desproporcionados con su físico. Su boca era armoniosa y de un color coral natural. Amaba la naturalidad en las mujeres. No como esas prostitutas que se pintaban la cara, cosa de bárbaros, pensaba Lord Patton.

La dama, que había estado de espaldas a la puerta, frente al fuego, se dio vuelta de inmediato cuando sintió llegar gente a la habitación. Se quedó helada al ver quién era el Amo y Señor de esas tierras. Era un hombre apuesto, alto, fornido, de cabello oscuro y poco ondulado. En su túnica se notaban unos brazos marcados y las medias dejaban ver también el escultural estado de las piernas. Los ojos celestes contrastaban con el oscuro de su piel, curtida por el sol de las batallas. Pequeñas cicatrices de distintas forman coronaban parte de su cuerpo, recuerdo de batallas en las que había salido victorioso. Sus miradas se cruzaron por un instante, y ambos parecieron desarmarse. Pero solo por un instante.

-¿A quién tengo el honor de recibir en esta cálida mañana de invierno?- Prenguntó el Lord, en tono burlón.

-Mi nombre es Primrose, milord. Lady Primrose. Vengo a presentar una queja contra sus hombres. Han detenido a mi guardia personal y lo han tomado prisionero cuando pasábamos por el Paso del Roble Erguido.

-Lo siento milady, pero no he sido informado de ninguna detención en días.

-Esto sucedió esta misma madrugada, cuando nos dirigíamos hacia la ciudad de Lancaster.

-Lancaster queda lejos de Stranford. ¿Qué motivos la llevaban a esa ciudad?

-Mis motivos no son de su incumbencia, milord.

Lady Primrose estaba cada fez más enfurecida. Este hombre no solo no liberaba a su guardia sino que ni siquiera se hacía cargo del reclamo. ¡Qué ciudad ésta! No entendía a donde estaba yendo la charla, y eso la ponía loca. Tenía un reclamo claro, conciso y justo. Lord Patton debía devolverle a su guardia y resarcirla por los inconvenientes sufridos. Cuando estaba a punto de declarar esto, Lord Patton se le acercó, quedando a menos de un metro de distancia. Todo se borró de su cabeza, solo podía ver lo hermoso de su rostro. Pero lo fatal ocurrió cuando, al ver sus ojos, no pudo sostenerle la mirada, y bajó la suya al suelo.

Lord Patton estaba fuera de sí. No podía creer lo que estaba pasando. Una hermosa doncella, altiva y con modales había caído del cielo, y lo mejor era que no solo no le tenía miedo sino que parecía gustarle.

-Milady, no podré atender a su reclamo hasta que lleguen mis hombres con su guardia y me expliquen lo sucedido.- Lady Primrose quiso protestar pero el hombre dio un paso adelante quedando a centímetros de distancia de ella. – El puesto será relevado en tres días, más un día de viaje desde el paso del Roble Erguido. Creo que tendrá que quedarse a mi cuidado por cuatro días por lo menos.

-¡Ni hablar! – Gritó escandalizada la doncella. - ¿Cómo pretende que me quede sola en su castillo, sin siquiera mi dama de compañía? Además, pocas veces he visto al descabellado cómo esto. No puede retener prisionero a mi guardia cuatro días sin ningún motivo. ¡Exijo que me acompañe ahora mismo y lo suelte! Espero abandonar esta ciudad lo antes posible, milord.

-Creo que no entendió bien la situación. Se quedará aquí, en mi castillo, a mi cuidado, bajo mi hospitalidad, hasta que vuelvan mis hombres del puesto.

Lady Primrose dio un paso al costado, temerosa ante la inflexibilidad y terquedad de ese hombre que apenas conocía. No estaba acostumbrada a que le dijeran lo que tenía que hacer, y menos a seguir órdenes de un desconocido. De hecho, no seguía ordenes de nadie, excepto, a veces, las de su padre. Lord Patton estiró su brazo y cogió el de ella impidiendo que se siga alejando. La dama forcejeó unos instantes pero fue en vano, volvía a estar frente a la bestia.

-Ahora yo te enseñare los modales que acostumbramos aquí, milady.

Aquello sonaba más a una amenaza. Lady Primrose le exigió que la soltara, diciendo que hablaría con la corte del Rey y que sería sancionada por semejante acto de brutalidad anta una dama. Lord Patton echó a reír ante semejante amenaza. La tomó fuertemente entre sus brazos y cerró su boca con la suya. Los cuatro hombres observaban la escena como lo hacían siempre, con curiosidad pero desde la distancia. Los esfuerzos de la dama por alejarse de ese hombre y de ese beso fueron estériles, no solo porque él era mucho más fuerte que ella, sino porque algo en su interior, que nunca había sentido antes, la hacía cada vez luchar con menos fuerza.

Primrose no entendía lo que le estaba sucediendo. Nunca antes había sido obligada a nada, lo detestaba, sabía que ella había nacido para mandar, no para ser mandada. Pero ahora esto estaba dando vueltas su esquema. Lucho con más fuerzas ahora, enfadada más consigo misma que con su oponente, por haber empezado a ceder ante esta situación. Lord Patton entendió lo que sucedía en un instante. Era la primera vez que estaba frente a una mujer cuya última intención en la vida era obedecerlo. Y entendía también que muy dentro de ella, una lucha se estaba desatando, una parte de ella quería obedecerlo y rendirse ante sus apasionados besos.

Lord Patton se separó de ella e indicó a sus hombres que bloquearan la puerta. Lady Primrose retrocedió instintivamente hasta quedar en la esquina de la gran habitación que ocupaba toda la superficie de la torre. No entendía nada de lo que estaba pasando, quería huir despavorida y a su vez quería tirarse encima de ese hombre.

-Mi querida Rose, creo que las cosas han cambiado para ti. Ten encuentras en mi propiedad, por tanto obedecerás mis reglas. Aquí todos, sin excepción, hacen lo que yo ordeno. – Primrose estaba en silencio, tratando de entender las palabras, tratando de encontrar un sentido a esta situación tan extraña. – Pero hoy me siento generoso, así que te propongo un trato. Deberás quedarte en mi castillo por los próximos cuatro días y obedecerme. Si consigues que mi humor siga así de generoso, te dejaré ir al quinto día acompañada de tu guardia y en libertad. Si te niegas o no cooperas lo suficiente, te mataré. Si te escapas, mis hombres te encontrarán y te matarán. Tu eliges: cuatro días de obediencia servil a tu nuevo Amo y Señor y luego la libertad, o la muerte.

Primrose no daba crédito a lo que acaba de escuchar. Este hombre estaba loco. Pero quizá no fuera tan malo como aparentaba, quizás solo quería disfrutar de una noble sirviéndolo, de humillarla un rato. Además, sabía que no tenía opción. Solo serían cuatro días, después estaría libre para ir a Lancaster, donde contraería matrimonio con un barón. Aunque esa perspectiva tampoco le gustaba, sabía que su familia estaba en bancarrota y su matrimonio era la única manera de dar vuelta la situación.

-Acepto. – Dijo Primrose, en tono bajo, y sin convicción.

-Creo que no me has entendido bien. A partir de ahora seré tu Amo y Señor, ¿cómo me respondes?

-Acepto, mi Señor.

Estaba vez la voz de Lady Primrose era un murmullo. Había tenido que tragar bilis antes de pronunciar estas palabras. Lord Patton indicó a sus hombres que dejaran la puerta abierta y que se quedarán del lado de adentro. Inspeccionarían la nueva adquisición de la casa. Primrose estaba aterrada. A pesar del beso y todo, en su ingenuidad, no había pensado en ningún momento que los servicios llegarán a ser sexuales. Sabía que para eso estaban las rameras. Pero se dijo con firmeza que no importa lo que pasara, debía pasar esta prueba y llegar viva a Lancaster. Era la única forma de salvar a su familia.

Lord Patton corrió unas pesadas cortinas de terciopelo verde para dar más luz a la habitación. Ella se sentía terriblemente humillada y lo peor es que no podía hacer nada para evitarlo. El hombre se acercó a paso lento clavándole la mirada, ella, altiva, quiso desafiarlo con la suya, pero inintencionalmente bajó los ojos. Un gesto de sumisión interna que Lord Patton no pasó por alto. Llegó hasta donde se encontraba la doncella y dio un tirón a los lazos de su capa color ocre. El nudo de la misma se deshizo y cayó al suelo formando un arco dorado a sus pies.

Había muchas cosas que Primrose no entendía. La primera era su cuerpo. Era virgen y nunca se había dejado pensar en nada carnal, sabía que era pecado, y todo lo relacionado con la carne le parecía sucio. En sus pocos años de ser mujer había silenciado a su cuerpo. No se conocía a si misma a nivel sexual y no entendía que era lo que le estaba sucediendo. Perdida en sus pensamientos dejó que Lord Patton hiciera su gusto. Éste la dio vuelta y la colocó de cara a la pared, mirando el suelo alfombrado donde se juntaban esas dos paredes de piedra gris. Le corrió el cabello de la espalda y empezó a desabrochar los botones de su vestido. La volvió a dar vuelta. Primrose estaba mareada e incapaz de hacer nada para detenerlo.

El Amo agarró la tela de su abdomen y con un tirón le sacó el vestido, que tiró a un metro del lugar. En sus ojos podía leerse la lasciva con la que la observaba. Los cuatro hombres empezaron a acercarse para poder observar mejor la escena. La dama se encontraba en sus enaguas, con un corset blanco y una pollera también casta. Por encima del corset sobresalían los pechos abundantes, tapados aún por la enagua.

-Miren esto muchachos. ¿Tendrá frío nuestra damisela? ¿O es que esta caliente que sus pezones están tan erectos? ¡Pero por Dios que pechos tan grandes! ¡No creo que ninguna zorra de aquí porte semejantes tetas!

Primrose se sintió enrojecer, sus mejillas hervían. Este hombre no solo la estaba viendo, sino que estaba invitando a los demás y estaba describiendo su cuerpo de la forma más sucia posible. Se sentía morir por dentro, y al mismo tiempo, otra vez esa sensación tan extraña que le infundía miedo y placer a la vez.

-Creo que estamos frente a una zorra encubierta. ¡Observad cómo se agitan sus tetas con su respiración!

Los hombres de armas y los pajes se encontraban ahora a escasos pasos de donde estaba ella. Lord Patton tiró de las cintas de su corset hasta desatarlo y también lo hizo a un lado como había hecho con el vestido. Ahora su cuerpo estaba indefenso, apenas cubierto por la enagua de un fino lienzo por el que se trasnparentaba sus mas preciados tesoros. Primrose se sentía violada con las miradas de aquellos extraños que tan suelta y descaradamente la observaban.

Lord Patton le indicó que se quitara el camisón. Lady Primrose hizo un gesto reflejo de cubrirse y siguió dura con la mirada clavada en el piso. No se atrevía a mirarlo a la cara.

-Vamos puta, ¿o acaso no me escuchaste? ¡Te dije que te quitaras el camisón! – Gritó encolerizado Lord Patton.

Pero su pudor era más fuerte que las amenazas y no pudo hacerlo. Lady Primrose continuaba dura cubriendose los pechos con sus brazos. Pero hasta aquí había llegado la paciencia del Amo. La tomo de los cabellos con una mano y la llevó de un tirón hasta el centro de la habitación. Los hombres retrocedieron para hacerle lugar y volvieron cerca de la puerta.

Primrose empezó a llorar. Lord Patton la abofeteó y le dejó la mejilla derecha más roja de lo que ya la tenía. Desenvainó una daga de su cintura y con un ágil movimiento rasgó el vestido en dos. Por la brusquedad del movimiento un seno se asomó por corte. Lord Patton quería disfrutar este momento. Aquella era la mejor zorra que le había tocado en la vida. Y era tan simple. Siempre había querido esa respuesta de sus prostitutas, pero una humillación y sumisión así solo la podía obtener de alguien así. De una mujer de cuna noble y noble crianza, desacostumbrada a estos tratos. El Amo no podía entender como no se le había ocurrido antes. Ahora entendía que ese era el motivo por el que ya estaba perdiendo satisfacción con las rameras a las que literalmente violaba.

Observó la escena con detenimiento. Ese pecho era tan grande que una mano no alcanzaba a abarcarlo por completo. Su pezón, rozado y erecto, afloraba cual capullo de rosa en primavera. La imagen era sencillamente sublime. Le quitó el camisón con suavidad y pudo ver como aquel cuerpo virgen temblaba débilmente bajo sus ojos.

Tomo sus pechos, uno con cada mano y los sopeso cual mercadería a comprar. Sus manos, a modo de bandeja, subían los voluptuosos pechos y los dejaban caer. Repitió este gesto, riéndose generosamente del movimiento pendular de los pezones. Primrose seguía llorando en silencio. El Amo y Señor la volvió a abofetear con la amenaza de ir aumentando los castigos si ella no cooperaba.

Lo que Lord Patton no sabía era que la doncella lloraba porque se había dado cuento que aquello le producía una sensación agradable. Pero ya todo estaba perdido, pensó. Era mejor ceder a los caprichos de este hombre, de alguna manera la había hechizado. Su cuerpo nunca se había comportado de esa manera, nunca antes había temblado tan placenteramente su entrepierna hasta que se cruzó con Lord Patton. Y no había nada que ella pudiera hacer para romper con el hechizo, así que decidió dejarse llevar y embriagarse en ese torbellino de sentimientos que despertaban en su ser por primera vez en su vida.

Lord Patton se sintió complacido cuando su rosa dejó de llorar después de su cachetada. Aprendía rápido, pensó para si misma. Pero la humillación tenía que seguir, era lo que más lo volvía loco.

Se apartó y se sentó en una butaca de madera, forrada con finas telas. Indicó a sus hombres que hicieran lo mismo. Se sentaron alrededor de la dama, pero con más de dos metros de distancia. Primrose se sentía como una de las vírgenes que era atada a un poste y luego vejada, de los cuentos que había escuchado de pequeña. Se sentía transportada a otro mundo, fuera de la realidad. Se sentía en un cuento de hadas.

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