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Lucía (Cap. I): Soy un tipo con suerte

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Mi segundo divorcio es un buen momento para ver la vida en retrospectiva. Nunca fui un galán de gimnasio, ni mucho menos el típico ‘ligador’ audaz que derrite y arranca las bragas de las chicas a donde se presenta, pero tuve la suerte de pasar por muy buenas experiencias con algunas mujeres, compañeras de mi carrera y más tarde, del trabajo, también con amigas, alguna amiga de mis amigos, y en menor medida, aventuras de una noche.

Hubo algunas veces que la buena fortuna me sonrió y me arropó en sus brazos, obsequiándome momentos verdaderamente memorables, en los que pude gozar y hacer gozar a alguna que otra verdadera belleza de mujer, de esas que arrancan miradas, suspiros y erecciones con solo pasar cerca de uno. Pero sin duda, uno de los sucesos que más recuerdo, ocurrió hace unos años, justo cuando se suscitaba mi primer divorcio.

Lucía es una mujer muy atractiva y aunque no lo aparenta, también es muy ardiente en la cama. Lucía llegó a trabajar a la misma empresa que yo hace un tiempo y desde el primer día, todos los compañeros quedamos embobados con ella, pues aunque es muy seria, es un verdadero bombón. Más alta que el promedio, con treinta y pocos años; unas hermosas piernas, totalmente apetecibles cuando usa falda; tiene además una cara muy bonita, de grandes ojos negros y labios amplios y carnosos. Además es dueña de un culo riquísimo, que haría perder la cabeza a cualquiera (incluyéndome), De inmediato, Lucía comenzó a recibir la atención de sus colegas masculinos y las consabidas invitaciones a salir. Pero la codiciada mujer no era presa fácil y aunque de forma siempre cordial, uno a uno fue rechazándolos a todos, hasta dejar muerta cualquier esperanza de ligarla. Así supe que tendría perdido el partido desde antes de tocar el balón y ni siquiera intenté algún acercamiento con ella.

Lucía era muy eficiente en su trabajo. Se ganaba constantes felicitaciones de nuestros superiores y despertaba la envidia entre los demás vendedores y sobre todo, en las vendedoras, quienes pronto comenzaron a ponerle la etiqueta de puta, solo por ser guapa. Era común que comentaran un montón de cosas a sus espaldas: “esa vieja vende porque afloja las nalgas”. “Si no estuviera tan buena no vendería tanto”. Incluso corría el rumor de que la atractiva divorciada de ondulada y sensual melena oscura era amante del dueño de la empresa, cuestión por demás ridícula pues era sabido que el licenciado Orozco era un gay cincuentón, orgulloso de su homosexualidad.

En el tiempo en que llegó Lucía a la empresa, yo atravesaba el severo trance de mi divorcio. Severo para mí, que no para mi mujer, pues fue ella quien anunció que estaba aburrida tras 15 años de matrimonio y necesitaba un cambio. ¿Y qué iba a hacer yo sino dejarla libre? La amaba, pero tampoco quería retenerla a mi lado por fuerza o por lástima. Al final, quedamos en tan buenos términos, que nuestro único hijo, Manuel, (con 13 años de edad entonces) apenas si notó que hubiera algún cambio en la relación que guardaban sus progenitores, pues su madre y yo continuamos viviendo juntos, aunque durmiendo en cuartos separados.

A pesar de la suavidad con que llevamos el asunto, en el fondo, para mí el divorcio fue un duro golpe personal. Tenía la impresión de ser un despojo, algo que quedó inútil y requiere un repuesto. Pero lo peor vino cuando mi ex mujer comenzó a dejarme al niño los fines de semana porque ella saldría “a divertirse”. Entonces me deprimía y no hacía más que esperar la hora en que mi hijo se fuera a dormir para emborracharme, sintiéndome solo y patético.

Mi mal estado anímico pronto se reflejó en los resultados de mi trabajo y cuando el jefe de ventas me llamó a su oficina, tuve la certeza de que iba a despedirme.

-Toma asiento, Fernández- Me dijo el encargado de cortar mi cabeza, al tiempo que me indicaba el lugar para mi ejecución.

Mi jefe habló largo y tendido sobre las metas que yo llevaba meses sin alcanzar, como preparándome para recibir el golpe definitivo, pero mi sorpresa fue mayúscula cuando sin previo aviso en la oficina apareció Lucía, que llegaba casi derrapando, muy apenada por su impuntualidad.

-El tráfico está insoportable- se excusó la bella mujer, al tiempo que se ataba el cabello en una coleta y me sonreía, saludándome antes de sentarse a mi lado.

Logré contener la tentación de asomarme por el botón de la blusa que discretamente Lucía se desabrochó para mitigar el calor que la prisa le ocasionó. Pero Damián, nuestro jefe, se quedó mirando por un par de segundos hacia tan prometedor sitio, sin que Lucía se inmutara, seguramente acostumbrada a tales detalles.

Damián expuso entonces su “plan de rescate” que evitaría que yo perdiera mi trabajo. Para eso, sería necesario que yo dejara a Lucía (la vendedora estrella) toda mi carpeta de clientes y pasara a ser su asistente (en esa empresa, cada vendedor tenia uno, casi siempre universitarios o “jóvenes promesas” como las llamaba el dueño del negocio).

-No sé qué decir exactamente- Le respondí a Damián, sin saber si me humillaba al hacerme asistente de Lucía o si en realidad me hacía un favor al no despedirme. Al final, pensé que era más bien lo segundo y luego le agradecí a Damián por no echarme de la compañía.

-No me agradezcas a mí- me pidió él. –Fue idea de Lucía. Bueno, lo de no bajarte el sueldo sí fue idea mía, pero es a ella a quien le debes el que sigas teniendo trabajo.

–No te molesta que hagamos equipo ¿verdad?- Me dijo Lucía, dirigiéndome una conciliadora sonrisa, temiendo que me sintiera ofendido por pasar de ser su colega a convertirme en su ayudante.

Más que ofendido, me sentía afortunado. No me lo esperaba. Jamás habría imaginado que Lucía fuera quien me había salvado del desempleo. Más tarde ella me confesaría que al enterarse de lo mal que yo lo estaba pasando por mi divorcio, de inmediato sintió empatía (para no llamarle lástima), por mi situación y cuando casualmente escuchó que Damián hablaba acerca de la inminencia de mi despido, decidió intervenir.

Aunque procuramos no hacer muy evidente mis nuevas condiciones de trabajo, resultó fácil para los demás adivinar que Lucía llevaba la voz cantante en nuestra mancuerna y como era de esperarse, pronto me convertí en el objetivo de las burlas en la oficina, que no me bajaban de “gato”, “sumiso” o “mandilón”. Para mi buena suerte y gracias a la buena relación que comencé a tener con Lucía, a las pocas semanas esas tristes acepciones se convirtieron en comentarios mucho más favorables para mi, y más de un aventurado, me colocó como el nuevo compañero sexual de nuestra cotizada heroína.

Pero lo cierto era que Lucía no había dado alguna señal de estar interesada en mí, a pesar que con el paso del tiempo, comenzamos a cobrar cierta confianza (claro, yo fantaseaba con ella, aunque siempre la trataba con la misma distancia que ella a mí) y además de las triviales conversaciones que teníamos de camino a ver a algún cliente, había días en que indagábamos mucho en la vida del otro (así fue como me enteré que Lucía llevaba un año divorciada y tenía una hija adolescente, como el mío).

Lucía, con esa seriedad suya tan característica, no se había dejado ver ni una vez en plan de coqueteo con ningún cliente, hasta cierta tarde en una cafetería, durante una cita con un tipo importante, un hombre algo mayor que ella y metrosexual por donde le vieras. Hay que aceptar que el tipo sabía cómo llevar una conversación a los terrenos próximos al doble sentido y la incitación. Lo digo porque a los pocos minutos de iniciada nuestra cita, Lucía comenzó a contestar los pases que mandaba su adinerado interlocutor, convirtiendo su charla en algo semejante a un partido de tenis, en el que por supuesto yo salía sobrando.

-Vienes con todo, eh Lucía- Le dije en una oportunidad que tuvimos a solas cuando el cliente se dirigió al baño.

–Estoy desatada ¿verdad?- Me respondió sin poder ocultar el rubor de sus mejillas y sus pupilas ávidas de tener más de esa emoción que su acalorada plática le proporcionaba.

-¿Será demasiado si los dejo solos? Por mí no te preocupes. Puedo perderme por ahí el resto de la tarde o acabar nuestros pendientes en la oficina.

-Pues… No sé…- Fue la primera vez que la vi cachonda, lo que en seguida me puso dura la verga. Su sonrisa nerviosa y la visible rubor en las mejillas se sumaban a los síntomas de la calentura de Lucía y estaba claro que ella no dudaría en irse a la cama con Hernán (el cliente) en cuanto este se lo propusiera… Al menos eso pensé, imaginándome cómo se la follaría ese afortunado de mierda.

Me decidí a desaparecer cuando el cliente preguntó por el sistema contra incendio con el que contaba el edificio que pensaba comprar y comenzó con Lucía una serie de chistes y comentarios acerca de las mangueras. Me disculpé por irme, poniendo un pretexto idiota. Sin saber muy bien a dónde ir, pues no me apetecí apara nada volver a casa y soportar a mi ex mujer y su indiferencia, me decidí por pasar por una cerveza a un bar cercano al trabajo, para después, entrar de nuevo a la oficina, que estaba desierta a esas horas de la noche. Me metí al baño de empleados y pensando en lo ricas que se le veían las piernas a Lucía con esa falda que se había puesto, me hice una buena chaqueta, pero que al final, me dejó con el mismo sinsabor de la sequía sexual que ya me había durado casi un año. –“Bueno, al menos alguien cogerá hoy”- Pensé, al adivinar que a esas alturas, Hernán estaría dándole una buena cogida a Lucía. Resignado a pasar la noche entre facturas, recibos y contratos, me fui a ocupar mi sitio habitual.

Cerca de la media noche, estaba concentrado en los documentos que tenía en el escritorio, cuando la familiar voz de Lucía me llamó gritando mi nombre justo detrás de mí, lo que me hizo pegar un brinco y soltar una blasfemia, desatando la sonora risa de Lucía por su travesura.

-No pensé que te fueras a asustar así- Me dijo, riendo aún por mi aterrorizada reacción. –De verdad, Manuel, no era mi intensión. Es que estabas tan metido en tus cosas…- Lucía tardó un poco más en recuperarse de su ataque de risa y cuando por fin cesó, le pregunté qué tal le había ido.

-Terrible… Yo… Ni siquiera tengo ganas de hablar de eso- Su semblante cambió súbitamente, dejando en su bonita cara una mezcla de tristeza y hartazgo.

-Ya sé que no quieres hablar, pero al menos dime ¿Estás bien? Hernán no te ha hecho daño ¿Verdad?- Le pregunté, sintiéndome verdaderamente preocupado por ella.

-Estoy bien. Y más ahora, que me has hecho reír tanto. Además es lindo saber que te preocupas por mí… ¿Cómo pueden los hombres ser tan tiernos con nosotras tan solo para convertirse en unos hijos de puta al instante siguiente?

Aunque sentía curiosidad por saber en qué se había equivocado Hernán cuando ya tenía ganado el partido (¡y qué partido! Se trataba de una mujer con la fama bien ganada de ser inalcanzable), preferí esperar a que Lucía me lo contara, sin importar que tal vez jamás lo hiciera.

Lucía se acomodó en una silla junto a mí para continuar con el trabajo y poco a poco fue dejando a un lado su naturaleza seria y algo fría. La había visto ablandarse conmigo en otras ocasiones, pero aquella noche, mientras conversábamos de todo un poco, dejó ver su lado más vulnerable; el de una mujer tierna y cariñosa, que había sufrido por amor durante muchos años, hasta acabar metida en esa armadura de distante cortesía que le servía de defensa, pero que la mantenía a salvo, pero también la privaba de cualquier tipo de afecto. Tanto se liberó de su opresora coraza, que cerca de las 2 de la mañana y cuando estábamos guardando las últimas cajas de archivo muerto, sin más preámbulos, me preguntó:

-¿Alguna vez has tenido ganas de besar a alguien aunque no estés seguro de si ese alguien te gusta?- Su pregunta me dejó frío por un momento, pero acostumbrado a carecer de ilusiones y sobre todo tratándose de ella, pensé que solo era una pregunta tonta y le respondí de inmediato que sí, que tal vez me había pasado decenas de veces.

Lucía se había quedado de pie detrás de mí, a la espera de archivar la última caja de documentos que yo llevaría desde el escritorio, a unos pasos de distancia, así que cuando se acercó a mis espaldas y soltó su siguiente pregunta, no la ví venir. -¿Y en el sexo? ¿Alguna vez te han dado ganas de hacerlo con alguien aunque no estés seguro de si ese alguien te gusta?-

“-Eso no es solo una pregunta más ¿o sí?”- pensé y antes de poder girarme para responderle a Lucía, sentí su mano buscando en mi entrepierna y unos segundos después, Lucía me abrazó, plantándose detrás de mí, permitiéndome adivinar sus senos en mi espalda y comenzando a masajearme la verga, de una forma experta, así que dejé que jugara con mi pene todo lo que ella quisiera. Y vaya si ella quería, pues en cuanto lo dura que se me había puesto la verga debajo del pantalón, abrió el cierre y sacó a mi mejor amigo de su escondite. Yo estaba anonadado viendo y sintiendo en mi polla los finos dedos de una de las mujeres más bellas que haya conocido. –Lucía…- Suspiré, como cuando en soledad me tocaba del mismo modo en que ahora lo hacía ella.

Correspondí su inesperada acción colocando mis manos en su cadera, disfrutando de ese par de nalgas firmes y apretadas, mucho más ricas de lo que pude haber imaginado. Sentí cómo la falda de Lucía se apretaba deliciosamente en torno a sus formidables muslos. En ese momento, recordé cómo le había “jalado el pescuezo al ganso” pensando precisamente en lo ricas que se veían las piernas el culo de Lucía esa tarde en la cita con Hernán.

Me di media vuelta y Lucía me recibió con la misma cara de fogosidad que le había visto antes con nuestro cliente, pero potenciada por su la sensualidad de su boquita entre abierta, su mirada concentrada en la mía y el vaivén de los caireles oscuros de su cabello meneándose al ritmo con que su mano frotaba mi verga. Me acerqué para besarla en los labios y entonces, mi torpeza me traicionó.

-Hernán te dejó con ganas ¿verdad?- Le pregunté, poseído por la lujuria del momento.

En ese instante, el rostro de Lucía, que segundos antes era la perfecta expresión de la excitación femenina cambió y solo vi decepción e ira en sus oscuros ojos.

-Qué pendejo eres, Manuel- Me dijo con desprecio, al tiempo que soltaba mi pene y comenzaba a alisarse la ropa. -¡No me toques!- Gritó cuando quise abrazarla y me alejó firmemente con sus manos en mi pecho. –Ya decía yo que eras demasiado bueno.

-Pero…- Me quedé sin palabras y con el pito de fuera frente a Lucía.

Ella agarró sus cosas y volvió a alejarme cuando intenté tocarla otra vez. –Vamos a dejar las cosas como están ¿Te parece?- Me dijo, completamente enojada –Haz de cuenta que esto nunca sucedió.

-Lucía, por favor, perdóname, no quise ofenderte.

-Pues lo hiciste ¿Qué chingados te importa si Hernán me dejó con ganas?- Me dijo, furiosa y ya sin siquiera voltear a verme.

-Perdón… Estaba tan caliente que dije la primera pendejada que me vino a la cabeza.

-Te perdono- Respondió, enfundándose de nueva cuenta en su armadura emocional. –Ya es tarde y no sé si mi hija está dormida o se quedó como siempre, pegada a la computadora- Me respondió, con su típico tono neutral al hablar -¿Nos vamos ya? Si quieres te paso a dejar a tu casa. Es tarde.

-Lucía… Perdóname, en serio- Esta vez no dejé que escapara y la sujeté de los brazos cuando los interpuso entre nosotros.

-Ya te dije que te perdono. Y también te dije que no me toques. Suéltame pro favor… Y guárdate eso- Dijo, aludiendo a mi entristecido miembro, que todavía colgaba fuera del pantalón.

La había cagado. Nunca he tenido mucha habilidad con las mujeres, pero dejar ir así la mejor oportunidad de mi vida, era algo realmente lamentable. Cada vez que le suplicaba a Lucía que me perdonara, me decía que sí, y que ya no insistiera. No había modo alguno de romper de nuevo con sus férreas defensas.

No cruzamos palabra mientras dejábamos todo listo para salir. Una vez que llegamos a la puerta del elevador y esperamos a que el aparato subiera por nosotros. Usando su tono de amabilidad, Lucía me preguntó entonces: -¿Crees que afuera haga mucho frío?- Su pregunta, completamente impersonal no dejaba lugar a dudas, Lucía me trataría de nuevo como a cualquier otro hombre de la oficina y saberlo me quemaba por dentro.

Bajaríamos los siguientes 12 pisos en completo silencio si yo no hacía algo al respecto. Lucía se alejaría definitivamente y aquella noche sería uno más de mis recuerdos para masturbarme.

-¿Alguna vez has presionado el botón de “stop” en un elevador en movimiento?- Le pregunté cuando el ascensor comenzó el descenso, sin saber muy bien cuál sería mi siguiente paso. El indicador en la puerta del aparato marcaba el piso 10.

Lucía me miró, con curiosidad en los ojos y solo movió la cabeza para negar. –Bueno… Siempre hay una primera vez- le dije y presioné el botón rojo en el tablero.

No sucedió nada. Al menos, no con el elevador, que siguió su descenso. Pero había conseguido que Lucía me sonriera de nuevo. –Eres un pendejo cuando te lo propones- me dijo, y el indicador del piso ya marcaba el 6.

-A veces soy un pendejo hasta sin proponérmelo. ¿Te conté la vez que estuve a punto de estar con una chica que me encantaba y la cagué por decir una pendejada?

Lucía se puso la mano en la boca y bajó la cara, para no mostrarme su risa y el elevador seguía descendiendo, llegando al cuarto piso.

-¿Has escuchado lo que dicen de nosotros, Lalo?- Me preguntó Lucía, viéndome al fin y yo le dije que no, aunque claro que sabía. Lucía siguió diciendo: -Pues muchas veces me pregunté: ¿Y si en verdad fuéramos más que compañeros? Manuel no es mal tipo y hasta es guapo. Luego, descubrí que me gustabas. Llevaba días pensando cómo acercarme a ti. Hace tanto tiempo que no siento algo por alguien… y cuando finalmente me decido a ir por todo…

-La cago- completé su frase y el elevador llegó a la planta baja. Se abrieron las puertas en el vestíbulo, a donde un solitario guardia hacía su turno. El hombre nos miró y saludó a Lucía cuando salió del elevador.

-Creo que olvidé mis llaves- Dije, por buscar un pretexto por el que pudiéramos demorar la partida. –Volveré a la oficina- Expresé, seguramente sonando como el rey de los pendejos, pero fue lo primero que se me ocurrió y yo deseaba con todas mis fuerzas que Lucía diera media vuelta y subiera de nuevo conmigo.

Ella me miró, seguramente adivinando lo que yo pretendía y luego de unos segundos de duda, decidió volver sobre sus pasos –Te acompaño- Me dijo.

-¿Me vas a perdonar?- Insistí cuando las puertas del elevador se cerraron.

-Ya te dije que sí. Así que, como me lo vuelvas a decir otra vez, te cacheteo ¿Me oyes? Ya me hartaste- Pero me lo dijo riendo, así que no era mala señal.

-No pienso darme por vencido. No esta vez.

-¿Y eso qué quiere decir?

Me abalancé sobre Lucía. -¿Qué haces?- Me preguntó, resistiéndose cuando intenté besarla en la boca, una y otra vez. Lucía manoteaba y se revolvía. Esta vez yo iría por todo, así que ya no importaba nada

Con algo de esfuerzo, logré bajar mis manos hasta sujetarle las nalgas. Entonces ocurrió lo que podría jurar que fue un milagro, pues Lucía dejó de forcejear y me rodeó con una de sus piernas y se abrazó a mi cuello, gimiendo de fatiga por el forcejeo. -¿Qué haces?- Preguntó de nuevo, pero ahora su voz acusaba su cachondez y cuando acomodé su cara frente a la mía para besarle la boca, esta vez no dije nada y disfruté por fin de sus labios, que me correspondían con deseo y sentí la lengua de Lucía lengua buscando la mía.

La respiración de Lucía era entrecortada y dejaba escapar unos gemiditos sumamente excitantes mientras la besaba y comenzaba a tocarla. Si Hernán la había dejado con ganas, yo estaba más que dispuesto a terminar el trabajo.

Llegamos hasta nuestro piso, que sabíamos que estaba solo. Nos detuvimos para besarnos de nuevo en la antesala de las oficinas y Lucía no solo se dejaba tocar, sino que ella misma llevó mis manos a acariciar sus pechos perfectos y deliciosos sobre su blusa de oficinista, hasta que ella misma se desabrochó los botones, luego el sostén. Si a la vista sus hermosos pechos era una delicia, tocarlas y lamer sus rosados pezones fue toda una revelación. Adivinaba que Lucía era dueña de un buen par de tetas, pero comprobé que eran más grandes de lo que hubiera pensado.

Entramos a nuestro cubículo abrazados, extendiendo un beso que llevaba al menos dos minutos sin interrumpirse. Lucía se sentó en el escritorio, se subió la falda hasta la cintura y cuando abrió las piernas, hizo a un lado su slip y yo me arrodillé frente a ella, contemplando su belleza, como la diosa que era. Me dispuse a comer el coñito afeitado que guardaban esos maravillosos muslos. –Qué rico- murmuró Lucía, cuando mi lengua encontró su clítoris. Su vagina estaba empapada de flujo y saliva cuando hice una pausa para quitarme el pantalón, al tiempo que Lucía deslizaba sus bragas hasta que quedaron en el piso. Acto seguido, se puso de pie y se dio media vuelta, ofreciéndome sus nalgas, redondas, levantaditas, totalmente apetecibles y sin un gramo de grasa, una visión que demostraba que la mano de dios es capaz de alcanzar la perfección en sus obras.

-No… No… Espera- Me pidió cuando, empinada contra el escritorio, aguardaba a que la penetrara. -¿Lo vamos a hacer así?

-Así ¿cómo?

-Pues… Sin condón.

-Solo si tú quieres.

-No sé si quiero- Lucía me miró sobre su hombro con una expresión suplicante, cargada de erotismo. –¿De verdad me lo vas a meter así?- Repitió y yo acerqué mi glande a sus suaves labios vaginales, que sobresalían ligeramente de su vulva.

Ella mordió su labio inferior, cerró los ojos y asintió, separando sus glúteos con una mano en cada uno.

Cuando la penetré, Lucía soltó un quejido como de cachorrita herida, que fue repitiendo conforme empecé a mover mi pene dentro de la tibia intimidad de su intimidad, mientras me sujetaba de sus senos. ¡Qué coño tan estrecho! Toda una delicia.

Al sonido de sus formidables glúteos golpeando contra mí en cada metida, se unió el armonioso clamor de los gemidos de Lucía. –Nos van a escuchar- dijo, alarmada, pero sin poder hacer gran cosa por evitar que la siguiera taladrando con fuerza, casi hasta hacerla gritar.

-¿Te preocupa que te escuchen?

-Sí- Repitió un par de veces, entre los ruidos de sus gemidos.

-Tranquila. En el edificio ya solo queda don Filemón (el guardia) y no creo que te escuche hasta allá abajo.

Lucía dejó de sentirse intimidada por el eco de sus quejidos mientras yo seguía con un furioso mete y saque desde atrás y cuando llegó su primer orgasmo, tuvo que morder el dorso de su mano para no gritar.

-¿Te gusta?- Le pregunté cuando sentí que Lucía llegaba a la cima de su clímax.

-¡Me encanta!- Respondió, un instante antes de arquear su espalda, mientras parecía no alcanzar a respirar de nuevo.

-¿Me dejarías montarte?- Me preguntó y yo, por supuesto, le dije que sí.

Nos acomodamos en una silla. Recibí a Lucía abierta de piernas de frente a mí, poniendo su culo a la disposición de mis manos y sus labios y sus tetas listas para recibir mi boca. Lucía aceleraba a veces el ritmo con el que se clavaba en mi verga y hundía su bello rostro en mi cuello al tiempo que su vagina y sus nalgas se apretaban una y otra vez delatando los orgasmos que experimentaba.

-Me vas a matar de tanto venirme- me murmuró en el oído, riendo como una adolescente que descubre el sexo por primera vez -¿Cómo le haces para durar tanto?- Me preguntó, hinchando mi orgullo.

Pensé en decirle la verdad, que me había estado masturbando pensando en ella, pero no quise ofenderla si le decía el motivo de mi asombrosa duración, así que tan solo le respondí alardeando: –Puedo darte toda la noche, si quieres-

-¿En serio? No te creo- Me dijo, juguetona y lamió un par de veces mi oreja y mi cara. -¿De verdad no me vas a dejar sentir tu lechita?- Su cadera comenzó a moverse de una forma infernal. Serpenteaba hacia adelante y hacia atrás más que subir y bajar, haciéndolo con un ritmo y movimientos dignos de una striper profesional -¿De verdad no quieres hacerlo? ¿No quieres darme tu leche?- Preguntó, al tiempo que plantó sus pies en el piso y me hizo hundir la cara entre sus senos –¿Cuánto más crees aguantar?- Me preguntó con malicia retadora y clavando sus ojos en los míos.

-Dios mío. Cómo te mueves- Le dije, presintiendo que el momento final se acercaba.

-¿Ya no aguantas, verdad?

-No… Ya no- Alcancé a contestarle, un segundo antes de que su vagina me hiciera explotar dentro de ella.

-Ay, qué rico siento tu semen, calientito- Iba diciendo Lucía, gimiendo victoriosa, sabiendo que me había vencido.

Al terminar, nos marchamos a su casa. Lucía quería pasar la noche conmigo y también le preocupaba que su hija estuviera sola. Así que llevándome a donde ella vivía, podría hacer las dos cosas.

A ninguno de los dos nos importó que tuviéramos que ir a trabajar al día siguiente y luego de que Lucía se asegurara que su hija ya dormía en su habitación, volvió por mí a la sala, para llevarme de la mano a la otra recámara de su departamento. Tampoco nos importó que mi ex mujer se escandalizara cuando le llamé para decirle que esa noche yo “saldría a divertirme”.

Lucía y yo pasamos lo que quedaba de la noche cogiendo como locos. A ella le encantaba ir arriba –Es que así tengo muchos orgasmos- Me dijo, algo apenada por revelarme esa parte privada de su sexualidad.

Junto a esa hermosa mujer, pasé una de las mejores noches de mi vida. Al salir de su habitación por la mañana, Lucía me presentó a su hija, quien estaba lista para ir a la escuela.

María (la hija) bebía un vaso de jugo, sentada en la barra de la cocina cuando su madre y yo aparecimos frente a ella, sonrientes y tan satisfechos como pueden estarlo dos divorciados tras haber tenido una buena sesión de sexo.

Lo que ocurrió en los años siguientes, también es digno de ser rememorado, pero eso será en otro momento.

Saludos, camaradas.

(9,50)