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Desembarco en la playa del lavachochos

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Salimos del cine. De la película no puedo opinar, puesto que Mario se pasó todo el tiempo acariciándome las tetas por encima de la camisa, incluso a veces metiendo una mano bajo mi sostén después de haber desabrochado un par de botones, y lo mismo el coño, adentrándose con sus dedos bajo mi falda y mis braguitas. Me puse muy caliente. Así que, una vez en la calle, le invité a mi casa a dormir. Bueno, sí, a follar.

Nada más traspasar el umbral de la puerta, Mario se aferró a mi cuerpo, quiero decir, me abrazó estrechamente, abarcó con los labios toda mi boca, que invadió con su lengua; sólo se separó varios centímetros para poder sacarme la camisa por la cabeza, quitarme el sostén y lamerme las tetas en todas direcciones, deteniéndose en los pezones, que me parecía que hasta los saboreaba. Yo contemplaba sus succiones y mi excitación aumentaba, más, más. Al cabo, terminé por caer de rodillas ante Mario, y, teniendo su paquete hinchado ante mis ojos, no tuve más remedio que abrir la cremallera y liberar el enorme pollón de su encierro; tomarlo del tronco con una mano y llevármelo a la boca para mamar de él: "Humm, humm"; "Aah, ooh, sigue, si-gue; " Humm, humm". Mario se corrió en mi boca: un chorro de semen tibio y gelatinoso me inundó la dentadura.

Alguno se preguntará: y ¿quién es Mario, le comes la polla al primero que se te presenta?; no, no, no, ¡faltaría más!: Mario y yo éramos novios, más o menos. Lo conocí mientras hacía tiempo para entrar a una biblioteca. Me fijé en él: alto, fuerte, media melena revuelta; vestía una camiseta roja de manga corta con el León de Judá seriegrafiado y un pantalón vaquero muy gastado y calzaba sandalias negras de piel. Tocaba su móvil. Miraba al frente. Volvía a tocar su móvil. Y una vez miró al lado. Y allí estaba yo: uñas de los pies pintadas de rojo sobresaliendo de mis chanclas playeras, pantaloncitos cortos vaqueros, camiseta de tirantes, labios pintados de rojo, cabello recogido en un moño sobre la coronilla; en fin, yo. Mario me preguntó algo, no recuerdo qué, luego mi nombre, "María", y se río. Luego coincidimos más veces. Luego me pidió salir; luego nos acostamos. No me olvidaré mientras viva.

Aquella vez fue en invierno. Mario aún vivía con sus padres, bueno, eso decía, yo no los vi, decía que eran muy ancianos y que alguien se tenía que ocupar de ellos en ocasiones. Era invierno. Mario me sugirió que le visitara, ya que tenía interés en que leyera unas poesías que había compuesto; quería invitarme a merendar de paso. Le dije que sí, y me puse en camino. Estaba nublado y un viento de poniente muy desagradable hacia desear permanecer en casa, pero fui. Toqué su porterillo y me abrió sin preguntar. Luego subí al ascensor y di al timbre de su puerta. Mario me abrió enseguida, ataviado con una bata azul. "Hola, María, entra, ponte cómoda", me dijo. Yo le di un beso en cada mejilla alzándome de puntillas y entré. Olía a tabaco y a café, y el ambiente estaba caldeado. "¿Tu padre y tu madre?", pregunté; "Duermen", respondió; "¿Tan pronto?", pregunté; "Les di unas pastillas", susurró cómplice. Entendí entonces que Mario se proponía hacer algo conmigo que nunca antes me había propuesto, y que nada tenía que ver con la poesía, o sí. "Ven a mi cuarto, María, te voy a enseñar..."; "La polla", interrumpí; "Sí", admitió Mario.

Entramos a su cuarto y nos metimos vestidos en la cama, bajo las mantas. Bueno, yo me había quitado el abrigo y un jersey, pero, sí, iba vestida; Mario bajo la bata no llevaba nada. Esto último quedó claro cuando metí una mano en su entrepierna para calentarme. "Mario, tu polla", dije, "qué dura está". Empecé a bajar y subir el pellejo, acaricié el glande con la palma de la mano; Mario soltó un resuello. Después Mario se incorporó, se quitó la bata y buceó bajo los cobertores. Sentí cómo desabrochaba mi falda, cómo me sacaba las braguitas por los pies, y note la humedad de su boca en mi coño. "O-ohh, Mario", gemí. Un dedo me penetraba mientras su lengua acariciaba arriba y abajo, a derecha e izquierda. Mario me estaba masturbando y lo hacía requetebién. "Mario, a-ahh, Mario", gemía yo más fuerte, mi corazón latiendo fuerte, mi respiración casi ahogada "Aaahhh, ¡o-oh!", me corrí. Entonces, Mario subió sobre mí y me metió la polla dura hasta el fondo. Yo me convulsionaba de placer, ya iba a correrme otra vez, me corrí otra vez. Mario tiró de mi sudadera hasta sacármela por la cabeza; quería ver mis tetas mientras se corría, mis tetas que se bamboleaban y vibraban como locas ante cada uno de sus empujes, que cada vez eran más violentos, más continuos, más... "Más, Mario, más"; "Ohh, ohh, ¡oughh!": Mario eyaculó.

Pero, vuelvo a aquel día del cine en que todavía Mario y yo éramos novios: esa noche fue la última en que se la chupé. Un día de ese verano pasó algo que cambió mi vida para siempre. Mario y yo habíamos ido a la playa del Lavachochos a refrescarnos y a tomar el sol, cuando una embarcación atestada de inmigrantes apareció de improviso en paralelo a la costa y embarrancó en un roqueo cercano. Sus ocupantes saltaron al agua como empujados por un resorte; llegaron a la orilla. Mario, de inmediato, echó mano a su mochila y sacó una pistola, que disparó varias veces al aire. Los inmigrantes, asustados, volvieron al mar, algunos, otros siguieron a la carrera. "¡Mario!", exclamé, "¡para!"; "Es mi trabajo, monina", me dijo. Yo me interpuse entre él y los inmigrantes. "¡Quítate!", gritó Mario. Sonó un disparo proveniente de otro lugar, y caí sobre la arena.

Hay noches en que sueño con ese día, y despierto sobresaltada. Me dijeron que me hirieron, que fue una bala perdida, que uno de los africanos me auxilió al instante y que a éste fue al primero que detuvieron en cuanto quedé estabilizada. Ay, doctor Ahmed, le debo la vida.

"Ay, doctor Ahmed, tóqueme el pecho, noto algo... como..."; "Querida, ya está bien de la broma"; "Ay, doctor Ahmed, pues ya me he desnudado..."

Hago el amor cada día con Ahmed. Su prestigio sube como la espuma en la ciudad. Estoy tan orgullosa de él... Ahmed tiene la piel muy oscura; su polla es un ariete de ébano capaz de hacerme perder el sentido. Lo que más gracia me hace es ver cuando se la chupo su semen tan blanco pegado a mis labios.

(9,00)