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La fiesta inolvidable

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Ni mis primos ni yo no teníamos ni idea de lo que iba a suceder esa noche. Habíamos estado bebiendo más de la cuenta y eso influyó para que nos fuéramos liberando de nuestros tabúes. Les aclaro a los lectores que yo soy heterosexual, de ésos que miran más con cariño lo convencional sólo por el hecho de no pasar papelones. Afortunadamente me ha ido bien con las mujeres, pero jamás participé de una fiesta ni me destaqué por hacer cosas raras. Creo que lo más jugado fue algún vibrador para generar clima, pero no mucho más..

El punto es que esa noche, la charla fue poniéndose caliente hasta que sentimos el chistido de algunos vecinos que estaban hartos de escuchar nuestras confesiones de borrachos a los gritos. Mi departamento es bastante modesto. Vivo en un piso 14, en un edificio que tiene las paredes muy delgadas. Cuando alguno de los que habitamos allí levantamos la voz, se entera todo el mundo. Y ni hablar de cuando alguna de las mujeres goza más de la cuenta. Nadie se atreve a confesarlo, pero más de uno al día siguiente tiene ganas de felicitarla por el excelente espectáculo del que fueron testigos, al menos desde el punto de vista auditivo. Les agrego que la ventana del comedor da a un pulmón interno, lo que hace que todo lo que se diga retumbe sin freno hacia arriba y hacia abajo. Así se vive en esta puta ciudad.

Ebrios y calientes como estábamos a las tres de la mañana, estábamos tratando de ponernos de acuerdo con un piedra papel y tijera (un juego popular en la Argentina) para decidir si llamábamos o no a una muñeca para tratar de hacer una fiesta. Yo era el que se oponía, porque no tenía ganas de hacerlo por plata. Eso complicaba la situación de mis primos, porque lamentablemente para ellos si yo no accedía, tampoco entregaba el departamento. Mi argumento era simple. Lo hacía sólo si aparecía una chance que fuera sin pagar porque prefería destinar mis ahorros a otros menesteres que en una atorranta, mucho menos con el pedo que tenía. Los vecinos se pusieron molestos y hasta hubo algunos gritos para que no hiciéramos tanto bullicio y por eso tuvimos que dejar la definición para otro momento, algo que realmente me alivió.

Desde que me mudé a Buenos Aires, siempre me divertí mucho saliendo con mis primos. Ellos también son del interior de la Argentina, de un pueblo que se llama Chivilcoy. El más grande se llama Martín, tiene veinticuatro años y estudia arquitectura. Joaquín es el que le sigue, con veintitrés. Está por recibirse de abogado, pero su verdadera vocación está en la música, toca el bajo en una banda. Yo me llamo Ernesto, tengo 28 años y me dedico a la venta de bienes raíces. A pesar de tener que hacerlo en voz baja, ellos me obligaron a continuar con el juego. Primero me tocó enfrentar a Martín. Puso tijera y yo piedra. Un obstáculo menos. Cuando estaba por definir con Joaquín, alguien golpeó la puerta. No hay nada que me ponga más molesto que después de haber accedido al pedido de mis vecinos, que siempre exista algún insatisfecho que seguramente pretenderá que uno de por terminada su noche, se despida de sus invitados y se acueste para promover el bienestar general del edificio.

"Que quiere", dije de mal humor y con tono de pocos amigos. Pero la cara se me transformó cuando abrí la puerta y me encontré con Carmen, la vecina de arriba, con quien varias veces compartí el ascensor y nunca pude dejar de espiar sus hermosas tetas y su culo grandioso. Es una mujer de 45 años, morena y con el pelo ondulado. La edad sólo se le notaba en la cara y en las manos, pero tenía un cuerpazo. Era un poco más alta que yo (mido 1.70) y conservaba una perfecta silueta porque todas las mañanas salía a correr, optaba por una dieta balanceada y concurría al gimnasio tres veces por semana para que no se le cayera nada. Estaba con un camisón de una sola pieza que le llegaba hasta la mitad de los muslos, lo que me permitió apreciar sus piernas. "Perdoná, ya no vamos a hacer más ruido", le comenté con tono confidente, como para que olvidara mi reacción anterior. Mientras hablaba, no podía sacar la vista de sus tetas. Tenía los pezones duros y eso me hizo suponer que a lo mejor estaba algo caliente.

Carmen advirtió que me había excitado su presencia y que mis ojos seguían clavados en sus tetas. "No vine para pedirte que te callaras", me aclaró. "Los escuché y quería saber si eran capaces de hacer las cosas que dijeron". Acto seguido, suavemente se inclinó hacia mí, me besó en la boca y con su mano acarició mi polla por arriba del pantalón. "Se animan a probar con esta veterana", me preguntó y me empujó hacia adentro para cerrar la puerta con un leve toque de su talón.

Como me demoraba, Martín vino hacia el corredor de la entrada para ver si estaba en problemas. Y al encontrarse con tremendo cuadro me gritó. "Cabrón, te la tenías guardada, por eso no querías pagar". Carmen le hizo una seña con su dedo índice como para que se acercara. Cuando llegó se lo agarró de los pelos y lo condujo hacia su entrepierna. "Nene, ahora quiero que me chupes bien la concha, vas a ver lo que es una verdadera fiesta". Martín, obediente, comenzó con su tarea. Y le provocó el primer suspiro a Carmen. Les decía antes que las paredes son delgadas y eso puso a Joaquín al tanto de la situación. "No me dejen afuera", suplicó. Carmen también lo llamó con su mano y quedamos los tres en un palier que no mide más de un metro cuadrado. Joaquín fue por detrás de ella y también recibió una orden. "Lamé bien ese culo. Si te portás bien, te lo voy a dejar probar". Mi primo le dio una palmada en las nalgas y le contestó: "Tranquila señora, que este culo será mío".

.Yo estaba muy caliente y tuve que contenerme para no acabar cuando Carmen se inclinó hacia mi bragueta. Sus dos tetas se escapaban por el escote y empecé a sobárselas. Martín, que seguía con su cabeza metida entre las piernas de esta hermosa veterana, también le apretaba los senos con sus manos. Carmen bajó lentamente mi cremallera y con su lengua recorrió varias veces mi pene hasta metérselo por completo en la boca. Era una experta, subía y bajaba con su boca y sólo se detenía para emitir gemidos suaves y profundos. Tenía una voz quebrada por los años, pero su tono era muy suave. Ella jugaba a su antojo con mi miembro y con sus manos acariciaba mis huevos. Traté de pensar en una venta que se me había caído esa mañana para no correrme tan rápido, pero no hubo caso. Le avisé que estaba por acabar, pero ella, en lugar de sacarla de su boca, selló sus labios para que no se derramara nada. Empecé a acabar y ella también. Esperó hasta que me descargara, pero siguió succionando hasta que sentí que ya no había nada en mis testículos. "Qué rica leche, quiero más", gimió excitada.

Carmen le ordenó a Martín que se tirara en el piso y se acomodó arriba. Primero le ofreció los pechos para que jugara un poco y cuando volvió a incorporarse, se acomodó de tal manera que la polla de mi primo se hundió de un sólo embiste en su cueva caliente. "Cojeme pendejo". Mi primo empezó a moverse frenéticamente y ella se agarraba los pechos y jugaba con su lengua en los pezones. Eran redondas y grandes, y habían pasado por el quirófano porque pude verle una cicatriz. Su hermano Joaquín a esa altura ya le metía casi tres dedos en su ano. Carmen le sacó la mano y le dijo. "Nene, no quiero tus dedos, quiero tu pija". Y le pidió que se incorporara para hacerle una buena manada. "Ahora dámela por el orto", le ordenó. Joaquín le pidió a Martín que cesara con sus movimientos y colocó la cabeza de su pene en el agujero ya lubricado de mi vecina. Se notaba que era habitué de las prácticas anales porque a pesar de tener un buen tamaño, la polla de mi primo menor entró sin ninguna resistencia. Carmen me llamó. Me dijo que quería que le llenaran todos los agujeros y empezó a chupármela de nuevo. Yo estaba otra vez muy caliente y accedí. Allí empezaron a llover los orgasmos. Ella no dejaba de temblar y de decirle barbaridades a mis primos. Volví a llenarle la boca con mi semen y mis primos hicieron lo mismo en su culo y en su vagina. Ella gritaba como una loca, pero esta vez no hubo ningún reproche del resto de los vecinos.

Carmen se incorporó. Se acomodó el camisón y me dijo con una sonrisa pícara: "Cuando quieras hacemos otra reunión de consorcio para evitar ruidos molestos". Saludó a mis primos con una reverencia y se fue por la escalera hacia su departamento.

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