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Aprendiendo a ser una buena esposa (2 de 2)

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He terminado el desayuno. Francisco ha sido muy bueno conmigo, no me permite realizar tareas domésticas comunes. Por su posición, ha podido contratar ayudantes para estos quehaceres. Cree que valgo más a su lado que al lado de un balde y un trapo.

Por la mañana los niños tienen las lecciones escolares, por supuesto, en casa. La institutriz los reúne en la sala y así yo quedo liberada. Voy directamente al estudio de Francisco. Ahora no es necesario que me llame, sé que mi deber es estar a su lado. Soy muy afortunada de que pueda quedarse todo el día en casa, los días que él está en el viñedo o cuando se va de viaje, me siento sola y perdida en esa gran casa sin nada que hacer.

El escritorio está al lado de la habitación de Francisco. Es amplio también, con muebles de roble macizo y grandes cortinados de un verde labrado. Él está hablando por teléfono, por lo que escucho, con un cliente mayorista. Me ve y me hace señas para que me acerque. Con un dedo me señala el atado de cigarrillos que hay sobre el escritorio. Prendo uno y se lo pongo en la boca.

Son muchos años los que llevamos juntos y ya casi no necesita hablarme para hacerse entender. Es glorioso haber aprendido a entender sus necesidades y poder suplirlas sin que él se tenga que tomar la molestia de explicármelo. Me arrodillo al lado de su silla y junto mis manos en forma de cuenco. Mientras él sigue hablando, empieza a tirar las cenizas sobre mis manos, a forma de cenicero. Él odia usar ceniceros, dice que dejan un olor muy feo en el ambiente. Cuando termina de fumar me pone la colilla en la boca y voy a baño del estudio a tirar las cenizas y colilla por le inodoro y a lavarme las manos. Mientras vuelvo, Francisco ya cortó el teléfono.

―María, ponte en cuatro patas ―me dice en tono fuerte.

A mitad de camino me detengo y me arrodillo. Llego gateando a su lado como un perro. Por el tono de su voz reconozco que he cometido un error. No suele hablarme en tono severo a menos que me haya equivocado. Odio equivocarme, mi orgullo de esposa se encoje al sentir que he fracasado. No me atrevo a mirarlo a los ojos por lo que quedo a su lado con la cabeza a gachas. Tampoco me atrevo a hablar porque no sé qué error he cometido, quizás haya hecho algún ruido que lo ha molestado, aunque recuerdo haber estado silenciosa. Pero mis pensamientos se interrumpen por su voz, aún severa.

―Me has prendido un cigarrillo y has dejado un rastro de saliva en el filtro. Lo he sentido y sabes cuánto odio que mojes el filtro con tu saliva.

―Lo siento, mi Señor. No fue mi intención hacerlo ni vi que lo había hecho.

―Siempre lo sientes, pero a veces creo que no te esmeras lo suficiente.

―Mi Señor, juro que tendré más cuidado la próxima vez.

―¡Claro que tendrás más cuidado la próxima vez!

―Por favor, Amo, perdóneme.

―Sabes que solo te perdono cuando cumples el castigo.

―Entonces estoy deseosa de cumplirlo, porque mi corazón se parte al saber que lo he defraudado.

―Muy bien, alza la cabeza entonces, y mírame a los ojos.

Alzó mi cabeza y lo miro, pero instintivamente bajo la mirada. No puedo verlo sabiendo que lo he hecho enojar, sabiendo que no he podido cumplir con mi trabajo de buena esposa. Entonces el me agarra de los pelos y me levanta la cabeza, obligándome a mirarlo nuevamente.

―¿Qué pasa, María? Veo que tienes remordimiento y eso me gusta. Vamos, abre la boca.

Francisco se para de su silla y escupe en mi boca.

―Trágalo.

Una vez que tragué su escupida me toma del pelo nuevamente y de un tirón hace que me pare.

―Vamos, que es difícil esto con el pelo suelto. Hazte una cola de caballo, alta y manejable. Vuelve enseguida que tengo toda la mañana para un poco de adoctrinamiento.

―Gracias, mi Señor. Enseguida regreso.

Vuelvo rápidamente. Mi Amo tiene en su mano un par de zapatos de tacón alto, muy alto. Me los pongo en mis pies descalzos y me quito el vestido. Estoy ya es conocido por ambos. Sé que mi desnudez es muestra de mi entrega. Los zapatos son para que sepa que aún aunque lo quiera, nunca llegaré a estar a su altura. Dejo el vestido sobre una de las sillas del escritorio. Francisco se da la vuelta y se para frente a mí. Escupe mi cara tres veces. Sé que no debo limpiarme. Me siento sucia, pero así es como se ha sentido mi Amo cuando pito un cigarrillo con mi saliva, y sentir su saliva ya fría en mi rostro me alivia, porque siento que poco a poco me estoy redimiendo.

―Gracias, Señor, por escupirme. Sé que lo merezco.

―¿Eso es todo?

―No, mi Señor. Como todos los días, me ofrezco en cuerpo y alma para que, con su bondad, logre sacar de mí una buena esposa. Sé que he actuado mal, por lo que le ruego tenga a bien castigarme lo suficiente como para que este acto no se vuelva a repetir. No soy una buena esposa y no merezco todo lo que usted hace por mí ―ahora Francisco escupe en mi tetas―. Gracias, mi Señor. Por favor, castígueme.

―¿Recuerdas, María, cuándo me rogabas que no te castigara? Me agrada mucho que hayas entendido en tu corazón que la disciplina es necesaria.

―Mi Señor es demasiado bueno con estos elogios, cuándo sé que no los merezco.

―Creo que tienes razón, es este momento no te los mereces. Ve a la cocina y consígueme un plato plano.

Me veo obligada a salir desnuda y con la cara y las tetas escupidas hasta la cocina. La humillación delante de la servidumbre ya no me molesta, he aprendido ha convivir con ello. Pero detestaría que alguno de mis hijos varones me viera así.

He superado la prueba, solo me crucé con una de las mucamas, qué, en estas circunstancias, no me habla. En realidad, ellas ya entendieron que el Amo y Señor de la casa es Francisco, y que mi función es similar a la de ellas, solo que a nivel más personal, por lo que el respeto que me tienen es a estas alturas casi nulo.

Regreso al estudio con el plato. Francisco lo toma, me toma del pelo y me lleva a la rastra hasta el baño. Pone el plato en mitad del piso y me quedo dura. No quiero ni imaginar lo que va a hacer. Poco a poco Francisco me ha hecho cruzar uno tras otro mis límites, pero claro, todavía hay un montón que no supero. Lo veo bajarse el cierre del pantalón y empiezo a temblar.

―Párate con las piernas abiertas entre el plato. El castigo recién comienza.

―Si, mi Señor.

―Bien, ahora cierra los ojos y siente.

Francisco orina sobre mí. No puedo verlo pero siento el cálido líquido sobre mi abdomen, derramándose por mi vientre y piernas. Sé que algo de la orina ha caído sobre el plato y eso es lo que más me aterra. Supongo que esta vez mi Amo me hará beberlo… si tan solo pudiera no hacerlo. Por más que trate, no logró hacerlo sin sentir nauseas, es realmente repugnante. Sé que mi temor será confirmado en segundos.

Pues, dicho y hecho. Francisco me ordena que me arrodille como un perro y lama el plato con la orina. El piso también está sucio, claro. Me arrodillo sobre las baldosas húmedas del baño y con una gran sensación de nauseas comienzo a lamer el plato. El sabor es horrible, salado y frío es peor. Por suerte mi Amo solicitó un plato plano y termino rápido.

―Muy bien, María. No me has decepcionado. Párate y mírate al espejo. Estas hecha un asco. Pero me gustaría que tú te describieras.

―Estoy sucia realmente, tengo la cara y los pechos escupidos, la saliva ya se ha secado y se ve muy fea. Pero mi cuerpo está peor. Todo orinado, en momentos comenzaré a oler mal.

―Sí, realmente eres un asco. Pero me gusta la forma de empezar este castigo. Vamos, afuera. No quiero que empieces a contagiar el lugar con tus olores inmundos.

―Si, mi Señor.

―Pero antes, limpia este lugar. No es justo que una de las criadas deba limpiar tus inmundicias.

―Enseguida, mi Amo.

Comienzo a secar el piso con toallas secas. Me es difícil no perder el equilibrio con el piso mojado y tacones tan altos, pero pronto seco todo. Llevo el plato a la cocina, temiendo nuevamente que mis hijos me encuentren. Luego lleno un balde con agua y detergente, busco el secador de piso y un trapo y vuelvo al baño del estudio. Pero esta vez no tengo tanta suerte. Me cruzo con mi hijo de 16 años, el mayor, que está caminando por el pasillo. Mi humillación es ahora total. Bajo mi mirada, no puedo verlo a los ojos, no estando así. Él lo sabe. Se detiene y se queda mirándome de arriba abajo.

―Realmente, madre, hay veces que me repugnas. ¿Qué has hecho esta vez?

―Lo siento, Ricardo. He cometido un error y tu padre intenta enseñarme a no repetirlo.

―Vaya, debes haberlo hecho enojar esta vez.

―Sí, Ricardo. Ahora debo volver.

―Espera. No he terminado de hablar contigo.

―Lo siento.

―Sí. Espera aquí. Quiero tomarte una fotografía.

Vuelve a los minutos con una cámara. Quiero morir. Este será un día horrible. Pero debo ver el lado bueno de las cosas, mi hijo está aprendiendo a ser un buen hombre. Es su derecho someter a una mujer a su voluntad, y estoy orgullosa de poder ser su primera sumisa. Él es demasiado joven aún, y recién está poniendo en práctica lo que ha venido aprendiendo desde hace años. Mientras termina de fotografiarme.

―Madre, vete ahora. Está comenzando a oler feo aquí.

―Si, hijo mío. Lo siento.

Por fin la humillación ha terminado. Corro por el pasillo hasta el estudio. Francisco está esperándome en el ventanal que da a su jardín, con una maleta en la mano.

―¿Qué ha pasado, María? Llevo horas esperando que regreses.

―Lo siento, mi Señor. Me he cruzado en el pasillo con Ricardo y ha querido tomarme unas fotografías.

Francisco comienza a reír. Se imagina la escena: su mujer desnuda y en tacones, escupida y orinada, con un balde y un secador de piso en la mano. Yo realmente no le veo lo divertido.

Por fin he terminado de limpiar el baño. Se ve impecable y huele muy bien. Pero debo salir rápido antes de que mi olor comience a ser más fuerte que el olor a jazmín. Francisco está listo en el jardín, esperándome.

―Nunca es bueno dejar de lado lo clásico, ¿verdad?

Me ata las muñecas a la espalda de una reposera, y los tobillos a las patas. Claro, ningún castigo sería realmente un castigo si no hubiera una buena azotaina en él. Mi espalda, acostumbrada, se relaja para recibir el primer golpe. Y Lugo se tensa. El látigo de siete puntas acaricia mi piel, abrazándola. Cuento los azotes en voz alta, uno tras otro. Siento que mi espalda comienza a calentarse. Ahora el látigo baja a mis nalgas. Las puntas pellizcan la piel de mi trasero, pero mis pies duelen más que él. Cuento 136 azotes en total. Mi cuerpo está totalmente adolorido y siento la brisa de la mañana quemar mi piel. Francisco me desata y siento que el alma vuelve a mi cuerpo al ver una sonrisa dibujada en su rostro.

―Oh, María, no pierdes tu toque. Vamos, date una ducha, todo este ajetreo me ha puesto cachondo. Pero báñate aquí, en la ducha de la piscina, quiero verte lavarte toda esa inmundicia.

Apenas si puedo caminar. Voy hasta la ducha que esta en la piscina. Realmente la pasaré mal. El día está bastante fresco, y desnuda ya siento como comienzo a enfriarme, el agua estará más fría aún.

Parece que a Francisco le gusta verme refregándome con jabón para eliminar hasta el último rastro de orina y saliva. Sobre todo mis muecas de dolor luego de la azotaina y mi larga estadía en tacones. A veces creo que nunca me acostumbraré a ellos. Ni hablar del frío del agua y la brisa, que a estas alturas se siente como un gran viento. Por suerte termino, y mi Amo espera a que la brisa seque mi cuerpo. Para esto me ordena colocarme en posición de sumisa, con las piernas abiertas y las manos en la nuca. Sé que mi trasero y mi espalda aún siguen colorados por los azotes. Mis pezones están realmente duros por el frío, aunque no debo negar que estoy un poco excitada, pese a todo. Al tiempo que me doy cuenta de esto, me odio nuevamente. No es posible que pueda excitarme en un momento tan feo.

Francisco me mira de manera curiosa. No en vano me entregué a él, me conoce mejor que yo misma.

―Ya, ven aquí. El día está demasiado hermoso para desperdiciarlo. Pero veo que estás pasándola bien sin mí, y eso no es justo. Voy a divertirme un rato contigo.

―Claro, mi Amo. Haré todo lo que me ordené. Espero esta vez no defraudarlo y poder entretenerlo. Mi cuerpo es suyo para que lo use a su placer. ¿Qué desea que haga, Amo?

―Mmm… primero que te recuestes sobre la ligustrina ―la ligustrina es un arbusto podado a propósito en forma de caja rectangular, es como un caballete pero recto, realmente muy incómodo. A un lado de la ligustrina hay dos aros de metal semienterrados en el suelo. Me coloco sobre el arbusto con las piernas abiertas y me agarro de los aros. Espero que esta parte no tarde mucho ya que la posición es más que complicada. Debo tratar de no recostarme sobre él ya que sus ramillas y espinas empiezan a clavarse sobre mi abdomen, piernas, tetas y brazos. Pero claro, es la parte que más le gusta.

―No te creas que el castigo ha terminado.

Mi Amo coge un consolador de bolas de la maleta, de esos que van de la más pequeña a la más grande. Separa los cachetes de mi trasero y escupe en el orificio de mi ano. Luego me acerca el consolador a la boca. Cuando empiezo a lamerlo me da un golpe en el trasero.

―No, María, hoy no quiero que lo lamas, quiero que lo escupas, ¿o ya te has olvidado lo que su sucedió con el cigarrillo?

―No, Amo, lo siento.

Le doy unas escupidas al consolador. La saliva se salpica un poco en mis manos. Ahora vuelve a abrir los cachetes de mi trasero con una mano y con la otra empieza a introducir una a una las bolas del consolador. Con las primeras no hay inconvenientes, pero las del medio empiezan a trabarse en la entrada de mi ano. Sin dudarlo, empieza a escupir en la entrada y fuerza el juguete hasta dejar solo la última bola fuera. No me ha dolido, pero ha sido más que incomodo recibir tal aparato sin lubricación más acorde. Me pregunto qué hará a continuación.

Solo debo esperar unos minutos para sentir lo próximo. Un gran látigo de cuero cae sobre mi espalda. Pero el látigo no es el castigo, y mi Amo lo sabe. Es que con cada golpe mi cuerpo se cae sobre las púas y ramas cortadas del arbusto. Mis tetas están aprisionadas entre ramillas, cada golpe hace que se entierren más. No creo que pueda resistirlo por más tiempo. Y otra vez mi Amo lee mis pensamientos. Se apiada de esta pobre mujer y deja de golpearme. De un tirón saca todo el consolador de mi interior e imagino su cara de satisfacción para este entonces. Acto seguido me coloca un tapón anal un centímetro más grande que la última bola del aparato. Con este respingo mis piernas ceden finalmente y caigo con todo mi peso sobre la ligustrina. Me suelto de las argollas en el momento en que Francisco me levanta por la cintura y me recuesta en una de las reposeras.

―Creo que es momento que tomes un descanso.

―Gracias, mi Señor. Gracias por las delicadezas que tiene conmigo.

―Oh, cállate ya. En el futuro espero que estas adulaciones sean coherentes con los actos.

Y ya no me atrevo a abrir la boca. Además, debo recuperar fuerzas para poder terminar el castigo.

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