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Una lección a la jefa

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Supongo que la timidez que había demostrado durante toda la carrera universitaria, siempre callada y evitando tener que salir a la pizarra a resolver algún problema, se había convertido en autoritarismo a la hora del trabajo. Susana se había licenciado conmigo en dirección de obras, y lo cierto es que a pesar de ser una mujer atractiva, lo cual lo reconocían todos los compañeros de promoción, su timidez y el hecho de haber tenido novio estable durante toda la carrera, hacían que en general los chicos no se hubiesen interesado especialmente por ella. Sinceramente creo que algunas personas son autoritarias por naturaleza, y sólo esperan una oportunidad para demostrarlo. La de Susana llegó con su primer trabajo: tenía 25 años y la había contratado una empresa de construcción para colaborar en la dirección de las obras de una pequeña urbanización de chalets a las afueras de la ciudad. Los trabajos estaban en una zona apartada, a la que se llegaba por una carretera secundaria, aunque los promotores confiaban en que el lugar pronto se convertiría en un sitio de moda.

Los meses de Mayo y Junio fueron de aprendizaje al lado del jefe de la obra, un individuo con experiencia que se tomó la molestia de iniciar a Susana en los entresijos de la edificación, pero que se olvidó de una lección importante, quizá por obvia, y es que a un obrero después de diez horas de trabajo bajo el sol del verano, no está para bromas.

Aquel mes de Julio estaba siendo especialmente caluroso, la temperatura no bajaba de los treinta y cinco grados durante el día, y era necesario regar los suelos de la obra para evitar que el polvo que levantaban las máquinas al circular hiciesen irrespirable el aire. El jefe se había tomado un mes de vacaciones y Susana había ocupado su puesto, y a pesar de que cada día estaba más segura de su trabajo, pronto su carácter iba a traer dificultades.

Todos los obreros se había bajado los monos de faena, atándolos a la cintura y dejando al descubierto sus torsos bronceados y siempre sudorosos, lo que remarcaba aún más su musculatura tensionada por el esfuerzo. Susana no era indiferente a la visión de esos hombres, pero le gustaba creer que lo hacía desde una posición de superioridad. Se imaginaba que ellos la deseaban, pero a la vez eran conscientes de que nunca podrían aspirar a una mujer como ella.

El calor era asfixiante, y la jefa empezó a saltarse una norma no escrita de toda obra y de todo barco: las mujeres de pantalones. Susana conocía sus puntos fuertes y sabía explotar unas piernas preciosas con una minifalda. No tenía mucho pecho, pero una camiseta corta ajustada hacía el resto.

La relación con los trabajadores se deterioraba cada vez más. No pasaba por alto ninguna falta, por leve que fuese, y alzaba la voz para recriminar al culpable en público, delante de sus compañeros. Nadie quería ser despedido, así que a lo más que se llegaba era a mascullar un "zorra" entre dientes cuando ella les daba la espalda.

Susana solía abandonar la obra tarde, a eso de las diez. Los obreros se marchaban antes, y a las ocho ya no quedaba nadie. Esperaba al vigilante nocturno revisando los trabajos de la jornada. Aquella tarde decidió esperar al guarda en el gabinete. La oficina de la obra se había habilitado en una vieja casa de labor de dos plantas que había quedado en los terrenos de la urbanización y que sería demolida cuando terminasen los trabajos. En la planta alta se había puesto el gabinete, y en la baja se aprovechaba para guardar pequeña herramienta, material de construcción y servía también como taller Susana estaba revisando unos planos cuando oyó un golpe en la planta baja. Creyendo que era el vigilante que se había adelantado, bajó las escaleras y preguntó: - ¿Es usted, Emilio? No hubo respuesta, bajó algunos peldaños más, inclinándose para poder ver. Una mano salió de la oscuridad y la sujetó por el brazo, tirando con violencia de ella hacia abajo. Intentó gritar, pero otra mano le tapó la boca. La arrastraron y notó el dolor de una mordaza en la comisura de los labios. Alguien, que por la voz no pasaba de los treinta, dijo: - Esta ya no grita.

Otro se alejó y encendió la luz. Susana estaba tendida en el suelo, boca abajo, amordazada, y un hombre al que no podía ver le sujetaba los brazos a la espalda. Miró a su alrededor y pudo ver a tres individuos, uno de ellos, por su complexión, no debía ser más que un muchacho de quince o dieciséis años. Los otros dos debían ser hombres jóvenes, uno bajo y gordo y el otro alto y fuerte. Al cuarto, al que la sujetaba, no podía verle. La melena larga y morena se le había alborotado con el forcejeo, y el hombre alto se le acercó y se la separó de la cara. Susana no podía ver sus rostros, todos llevaban pasamontañas, e iban vestidos sólo con un calzón deportivo y zapatillas también deportivas. El hombre alto que se le había acercado, sonrió y dijo: - Creo que vamos a ser buenos amigos.

Los demas rieron. Parecía que era el lider del grupo, y ordenó a los demás que la atasen. Le inmovilizaron las manos con cinta aislante y la pusieron de pie. Susana pudo entonces ver al tipo que la había sujetado, era de mediana estatura, pero mucho más corpulento que los otros y con todo el cuerpo cubierto de vello espeso.

El alto comenzó a hablar, estaba algo nervioso, pero aún así parecía seguro de si mismo.

- Bueno jefa, creo que trabajas mucho y ya es hora de pasarlo bien, tienes que relajarte Susana intentó zafarse, pero el tipo corpulento la cogió por detrás. Los demás volvieron a reír.

- Divertirse si, pero con seguridad- dijo mientras sacaba un paquete de condones del calzón. Susana comenzó a llorar. – No llores- continuó, - no te va a doler, hemos pensado en todo-. El gordo le mostró un bote de grasa, de la que se utilizaba en la obra para engrasar las máquinas. Era una sustancia untuosa, de color amarillenta, y con un olor inconfundible y penetrante.

El tipo fuerte la empujó hasta un banco de trabajo, apoyaron su pecho contra la mesa y le ataron los tobillos a las patas del banco. El "jefe" se acercó por detrás, le levantó la minifalda y deslizó hacia abajo las braguitas blancas que llevaba. Los otros tres se pusieron frente a ella, se bajaron los calzones y empezaron a manosearse las pollas. El gordo la tenía pequeña, pero el muchacho tenía un aparato enorme, que no tardó en ponerse erecto. El tipo corpulento se dirigió al alto y le dijo: - Tu hermano tiene una herramienta de campeonato -. El alto le respondió en tono divertido:- Ahora tendrá ocasión de lucirse, y acércame la grasa -. Se inclinó sobre ella y le susurró al oído: - Ya verás como al final te va a gustar, a las tías les encanta esto, pero nunca quieren reconocerlo -. Destapó el bote de grasa, se untó la mano con ella y empezó a esparcírsela entre las piernas. Movía la mano con la habilidad de quien ha sobado muchos chochos y engrasado muchas máquinas. Le metió la mano dentro de la vagina y la siguió untando con la grasa. Los demás ya tenían una erección, excepto el gordo que tenía problemas para mantenerla alta. El chico y el forzudo se colocaron los preservativos. El primero no tenía mucha maña, así que se fijó en como lo hacía el otro. El peludo pasó detrás de Susana, y sujetándosela con la mano se la metió entre las piernas, empujó despacio y con la ayuda del lubricante se la enterró hasta el fondo. La chica se arqueó y soltó un quejido ahogado ! por la mordaza. El hombre empezó a moverse cada vez más rápido y a jadear. El alto, después de un rato, le dijo que parase, y esta vez se la metió él. Esta vez no costó penetrarla. Se apoyó sobre ella y le susurró: - ya te dije que te acabaría gustando, ahora estás mucho más receptiva.

A los pocos minutos paró de empujar y llamó a su hermano. – Demuestra lo que vale la familia, haz gritar a esa zorra de placer -. El chico no se aclaraba mucho, pero después de dos intentos consiguió metérsela, y empezó a moverse como un potro.

Susana daba jadeos entrecortados a cada nueva envestida. – Cuidado que te corres – le dijo el forzudo, y el muchacho, que estaba empapado de sudor, se la sacó y se subió el calzón. Sólo faltaba el gordo, pero no conseguía una erección.

El jefe se colocó delante de ella diciéndole: - Esto ya se está acabando, pero aún tenemos un regalito para ti -. Empezó a masturbarse con fuerza, y apretando los dientes le eyaculó en la cara. Después se acercaron el forzudo y el chico, y casi simultáneamente, descargaron su leche en la cara de la chica. El gordo seguía meneándosela y al final, soltando un grito, consiguió correrse en la mano; miró a los demás y se la limpió contra la melena de Susana. Los demás aplaudieron y le dieron una palmadas en la espalda.

A Susana la encontró Emilio, el vigilante, media hora más tarde, seguía atada a la mesa.

Por lo que se la chica ya no trabaja en las obras, creo que no soporta el olor de la grasa industrial

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