Nuevos relatos publicados: 0

Amantes para Leopold (I-04): El Despertar (04/08)

  • 14
  • 6.620
  • 9,71 (7 Val.)
  • 0

—¿Y tu mamá ya tiene su medicina? – preguntó Leopold.

Kebu movió la cabeza de lado a lado.  Le dedicó una mirada a su amigo y agitando las manos con gesto histriónico le explicó:

—No he tenido dinero con qué comprársela…

Los dos pasaron de largo frente al ventorrillo de doña Chuby.  Kebu caminaba al lado de Leopold ensayando tonadillas y haciendo cabriolas como si en vez de caminar bailara al compás de su propia música.  Al verlos yéndose, la vieja hizo un mohín, apretó los labios y torciendo el pico con gesto de desagrado, adelantó su grueso cuello sobre la pasera de los tomates y gritó con esa voz aguda de vendedora de plaza de mercado:

—Adiós mi niño hermoso…vuelve por acá mañana…y no te andes juntado con los vagabundos que se te contagia la vagabundería y hasta se te pega lo negro…

Leopold giró la cabeza sacudiendo un poco su melena, le guiñó un ojo a doña Chuby y la obsequió con una sonrisa que hizo que la vieja pusiera los ojos en blanco.  Kebu se dio media vuelta y mientras iba caminando hacia atrás, contoneándose con sus cabriolas, abrió sus bembos forzando una sonrisa, que más parecía una mueca para enseñarle sus blanquísimos dientes a doña Chuby, empuñó la mano derecha y levantando el brazo, apuntó hacia arriba su dedo medio y se lo enseñó a la regordeta vendedora.

Doña Chuby torció de nuevo el pico.  Agarró uno de sus gordos tomates y con la velocidad de un rayo, en un movimiento increíble para su enorme cuerpo de morsa vieja, hizo un giro con el brazo y lanzó la fruta contra Kebu, estrellándosela en la frente.

Se oyó un sonido como de “plaaaffff” que hizo que Leopold se volviera a ver a su amigo para encontrárselo con que desde la frente, le bajaba corriendo por su cara una pasta acuosa que iba tornándole de un tono entre amarillo y rojo el natural color de chocolate oscuro de la piel de Kebu.

—¡Ahí tienes negro hijoputa…para que aprendas a respetar! – gritó doña Chuby levantándole ahora ella su dedo medio a Kebu.

Leopold no quiso contenerse y explotó en una carcajada que lo obligó a detenerse, torciéndose y agarrándose la tableta del abdomen con sus dos manos.  Kebu refunfuñaba improperios.  Olvidándose de sus tonadillas y sus cabriolas, caminaba ahora a zancadas, alejándose del ventorrillo de doña Chuby y de Leopold.

Cabreado con la vieja y con su amigo, andando con esos pasos largos como de avestruz apurada, Kebu mascullaba maldiciones e intentaba limpiarse los restos de pulpa de su cara y se expurgaba la pelambrera rizada sacándose las semillas que se le habían ido hasta el fondo de su esferoidal melena.  Leopold tuvo que correr un poco para ponerse a su lado.

—¡Y tú no te rías tanto que a ti también te tocó del tomatazo de esa vieja marrana! – le dijo Kebu mosqueado.

Leopold se atusó la melena para limpiarse algunas semillas de tomate que se le habían prendido.  Miró de nuevo a Kebu y volvió a reír de buena gana.  Ya salían al exterior de la plaza de mercado.  El concierto de olores de la mañana se iba convirtiendo a esa hora en un rancio aroma a vegetales descompuestos.  Una buena multitud de chicuelos y mujeres avejentadas esculcaban en la basura rescatando una que otra fruta o algún repollo.

Cruzaron el portalón saliendo de la plaza de mercado y enderezaron por la vía que conducía hacia la ciudad.  A Kebu se le había pasado el cabreo y ensayaba de nuevo con sus tonadillas y sus cabriolas.  Leopold iba ahora con expresión adusta.  Pensaba en cómo obtener el dinero necesario para comprarle la medicina a la mamá de su amigo.

Con alguna regularidad lo interrogaba sobre las posibles opciones que imaginaba para obtener los billetes que se necesitaban.  Pero Kebu iba descartándolas una a una.  ¡Que si las monedas que obtenía bailando en los parques del centro histórico…que eso era tan poquito que sólo alcanzaba para llevar algo de comida a casa!  ¡Que si había buscado trabajo en la plaza de mercado…que Leopold sabía que a él nadie le daba trabajo, que lo prejuzgaban por el color de su piel!  ¡Que si había comprado un quinto de lotería a ver si se sacaba un premio…que con la suerte que traía primero le iban a llover tomates del cielo que acertarle a un número de la lotería!

Leopold volvió a torcerse de risa con la explicación de Kebu.  Para que le llovieran tomates no necesitaba el cielo…le bastaba no más con que fuera a hacerle muecas a doña Chuby.  Kebu volvió a cabrearse.  La tez achocolatada se le puso más oscura y le dedicó un mohín de despecho que volvió a hacer reír a Leopold de buena gana.

Pasaban por la zona de los prostíbulos a la entrada de la ciudad.  Algunas putas pintarrajeadas como cacatúas, paradas en las esquinas esperando a sus clientes, silbaban a los chicos o le echaban piropos a Leopold.  Él les sonreía con algo de desdén y apretaba el paso obligando a Kebu a aligerar sus cabriolas para seguir a su lado.

—¡Oye negrito! – le gritó una de aquellas mujeres – ¡Me cuidas bien a ese bomboncito que está para chupárselo!

Kebu se volvió a verla y hasta se le ocurrió responderle.  Pero no se atrevió.  La prostituta podría lanzarle algo mucho más peligroso que los tomates de doña Chuby.  Hizo una cabriola inimaginable y empezó con una nueva tonadilla.  Leopold seguía pensando en la medicina.  Y ahora no se le ocurría más que una última opción…¡¿Y si Kebu le pedía ayuda al Carepuño?!  A Leopold le parecía que aquel feo mulato le tenía un gran aprecio a Kebu…

Esta vez no obtuvo ninguna explicación de su amigo.  Kebu simplemente negó moviendo su cabeza de lado a lado.  De ningún modo quería que Leopold fuera a enterarse de lo que le exigía el Carepuño cada vez que le pedía algún favor.  Perdió la concentración, se le olvidó la tonadilla que ensayaba y casi estuvo a punto de irse de cabeza sobre el suelo con la cabriola que llevaba en ciernes.

—Pues ni modo, mi negro… – le dijo Leopold con un suspiro y echándole un brazo sobre los hombros –…toca lo de las otras veces…a la Plaza de las Fuentes…

Kebu se volvió a verlo, le dedicó una sonrisa nerviosa y asintió sin ningún entusiasmo.  Sabía muy bien de qué iba el asunto.  Leopold y él lo habían hecho unas cuatro o cinco veces durante el último año.  Cada vez que la mamá de Kebu enfermaba, no encontraban otra opción para comprarle su medicina que ir por una zona específica de la ciudad para encontrar en algún incauto el dinero que se necesitaba.

Con la decisión tomada, los dos muchachos desanduvieron un par de calles, torcieron luego hacia la izquierda y enfilaron sus pasos hacia la Plaza de las Fuentes.  Caminaron aún algo menos de una hora hasta que finalmente llegaron al sitio que Leopold había previsto y allí se separaron.

El chico revisó que su vestimenta estuviera limpia y bien compuesta sobre su cuerpo a pesar de lo gastadas que estaban las prendas.  Se atusó la melena para levantársela un poco más sobre la cabeza y aumentar así ese aspecto de imponente presencia que solía llevar.  Finalmente fue a ubicarse por el lado de los vetustos locales que seguían guardando ese aire de magra elegancia y donde aún funcionaban algunas boutiques visitadas por ejecutivas y mujeres de clase media.

Kebu esperó a que Leopold tomara lugar y enseguida fue él a situarse en un costado de la plaza, a unos pocos metros de donde estaba su amigo.  Y empezó a canturrear sus tonadillas y a ensayar un baile cadencioso y rítmico que iba muy acompasando con sus cantos melancólicos.  Parecía emocionarse por momentos con su música y sus contoneos, pero no le quitaba el ojo a Leopold.

A esa hora había pocos transeúntes por la Plaza de las Fuentes.  Los que transitaban por allí caminaban apurados, tratando de resguardarse del brillante sol de la media tarde.  Cerca de una de las doce fuentes que le daban el nombre a la plaza, resguardándose bajo la exigua sombra de un árbol raquítico y polvoriento, se veía a un chico como de la edad de Kebu.

Leopold lo observó por un instante atraído por los espesos rulos del color de la caoba que le caían sobre la frente.  El muchacho parecía estar esperando a alguien con quien hubiera concertado una cita, porque a cada momento consultaba la hora en su bonito reloj de muñeca.  De hito en hito, el chico también le dedicaba algunas miradas a Leopold, contemplándolo con unos ojos de color verde iridiscente y repasándose los labios con la lengua como para humedecérselos.

Al cabo como de una media hora apareció una mujer de edad indefinible.  Como podía tener cincuenta años también podría tener ochenta.  Flacucha y seca como una chamiza, no dejaba de mostrar un aire de ufana elegancia y caminaba dando pasitos muy cortos, poniendo un pie exactamente delante del otro, como si desfilara por una pasarela.  Salía de una de las boutiques y venía haciéndose un lío con al menos media docena de bolsas y paquetes.

—¿Puedo ayudarle con sus paquetes, señora? – le ofreció Leopold con voz segura.

La mujer detuvo sus pasos y lo observó con un mohín que no se podía saber si era de desagrado o de temor.  Leopold entonces le obsequió una sonrisa tiernísima, de esas que le marcaban un par de hoyuelos en sus mejillas y la vieja suspiró.  Lo miró de arriba abajo y le fue entregando las bolsas y los paquetes.

—¡Chiquillo! – le dijo la mujer – ¡Para andar por acá deberías vestirte mejor!  ¡Si es que hasta hueles a pobre!

Leopold no le respondió ni una sílaba.  Sólo volvió a sonreírle.  Y mientras la mujer se echaba a caminar con esos pasitos como de modelo venida a menos, él se volvió a ver hacia el costado de la plaza donde se había situado Kebu.  El muchacho estaba recogiendo con apresuramiento el par de monedas que algún transeúnte le había lanzado al suelo como reconocimiento por su música.

La mujer se dirigió a través de la plaza hacia donde estaban aparcados algunos coches.  Leopold la acompañó cargándole los paquetes y las bolsas.  Pasaron junto a la fuente donde estaba el chico de los rulos que por enésima vez consultó su bonito reloj de muñeca.  Y siguieron de largo.

La mujer iba aconsejándole a Leopold sobre marcas de ropa y él no dejaba de sonreírle con esa expresión tiernísima.  Kebu los seguía a distancia de algunos pocos metros.  El chico de los rulos los observaba y la iridiscencia verde de sus ojos se hacía más brillante contemplando el porte insolente de Leopold y su andar seguro.

Llegaron hasta la zona de parqueo y la mujer se detuvo junto a un coche de alta gama pero con algunos buenos años encima.  Se volvió hacia Leopold y lo observó de nuevo con un mohín de desagrado, sacó una moneda de entre su cartera de mano y se la ofreció con una sonrisa fingida.

—Mira… – le dijo –…juntando las propinas podrías ir renovando tu guardarropa…

En ese instante Kebu pasó como una exhalación entre ella y Leopold y le arrebató la cartera de mano y siguió corriendo como una gacela, zigzagueando por entre los coches, dando esas zancadas como de avestruz en apuros, sin detenerse a mirar a ningún lado.

—¡Me han robaaadooo! – chilló la mujer – ¡Ese sucio negro me ha robaaadooo…!

Con los paquetes bien apretados contra su pecho, Leopold echó una ojeada a lado y lado para cerciorarse de que nadie fuera a perseguir a Kebu.  Y con algo de aprensión notó que un hombre con uniforme de guardia de seguridad empezaba a prestarle atención a los chillidos de la mujer y daba unos primeros saltos empezando a correr tras el joven ladrón.  Iba ya a interponérsele.

Pero antes de que Leopold hiciera ni el primer movimiento, el chico de los rulos del color de la caoba dio un par de pasos hacia el camino del perseguidor y los dos chocaron, haciéndose un lío y rodando abrazados por el suelo mientras el muchacho se lamentaba y hacía aspavientos agarrándose cuanto podía del guardia para impedirle que se levantara.

Leopold no esperó más.  Dio un salto y corrió sin soltar los paquetes, yéndose por entre los coches pero en el sentido opuesto al que había tomado Kebu.  La mujer volvió a chillar histérica, gritando que la robaban y señalando al mismo tiempo hacia el lado por donde iba Kebu y el lado por donde corría Leopold.  Otro guardia de seguridad que acudió en su ayuda, ya no supo hacia dónde correr y se quedó junto a la mujer tratando de entender qué diablos era lo que le había pasado.

Disminuyendo la velocidad de su carrera, con la cartera de mano de la mujer bien resguardada entre sus pantalones, Kebu enderezó sus pasos hacia el lugar que Leopold le había indicado como sitio para reunirse de nuevo.  A los pocos minutos lo vio venir hacia aquella callejuela solitaria, apretando los paquetes contra su pecho y sonriendo satisfecho por el buen éxito de su aventura.

Sentados sobre un herrumbroso banco de hierro, los chicos examinaron el producto de su robo.  El botín era apreciable.  La cartera contenía algunos buenos billetes que para las circunstancias de los chicos constituían casi una fortuna.  Leopold tomó lo justo para comprarse un par de pollos asados y algunas sodas y le entregó el resto a Kebu.

—¡Pero si no has tomado ni la quinta parte...! – le dijo el chico con asombro – ¡Y te corresponde la mitad…!

Leopold se encogió de hombros y empezó a otear entre las bolsas y los paquetes.  Kebu aún insistió en que tomara más del botín que había en la cartera de mano.

—Acá hay suficiente para comprarle tres veces la medicina de mamá…y aún sobra…

—¡Pues cómprale tres veces la medicina a tu mamá! – le respondió Leopold con sequedad – ¡Y así nos evitamos tres veces de venir a lo mismo!

Kebu se guardó los billetes entre el bolsillo, sonriendo pero aún no muy convencido de quedarse él solo con casi todo el dinero.  Leopold encontró entre alguno de los paquetes una camiseta y unas bermudas.  Seguramente la mujer había comprado eso para algún nieto.  Examinó las prendas con cuidado y le parecieron bonitas y como de la talla de Gary.  Se iba a ver guapo el castañito vestido con ellas.

—¡Me quedo con esto! – le dijo a Kebu enseñándole las prendas.

—Pues llévate todos los paquetes que ya me dejaste casi todo el dinero…

—¡No! – le respondió Leopold enfático – ¡Son puras ropas de vieja!  ¡Llévaselas a tu mamá!

Kebu le sonrió a su amigo con agradecimiento y se estremeció imaginando los aspavientos de su mamá cuando le entregara aquellos vestidos tan bonitos y tan a su medida.  Pero la sonrisa se le congeló cuando se percató de que hacia ellos caminaba un muchacho, acercándoseles al tiempo que se apartaba algunos espesos rulos de su frente.

Leopold giró un poco la cabeza para ver qué era lo que había hecho que la sonrisa de su amigo se tornara en una mueca de aprensión y se encontró con el chico que se había interpuesto en el camino del guardia.  Sacó de entre su bolsillo uno de los billetes que se había guardado y se lo ofreció al muchacho.

—¡Por lo del guardia! – le dijo insolente.

Pero el muchacho negó con la cabeza, sin querer recibir lo que Leopold le ofrecía.  Por su atuendo se hubiera pensado que el chico no necesitaba que Leopold y Kebu le compartieran su botín.

—¡Yo no hice nada! – dijo el muchacho también algo altanero – ¡Sólo viene a ver si están bien!

Leopold le sonrió agradecido y el chico sintió que aquella sonrisa era una recompensa más que suficiente por su acción.  Con los ojos abrillantados con esa iridiscencia verde y con los rulos meneándose sobre la cabeza, dio un paso más y le tendió la mano a Leopold y con un cierto temblor en la voz se presentó:

—Soy Josh… – le dijo.

Leopold volvió a sonreírle.  Le estrechó la mano con fuerza, sacudiéndolo un poco.  Y sintió cierto apremio en su bajo vientre al notar el modo en como el chico se relamía sus gruesos labios, como humedeciéndoselos.

(9,71)