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Al servicio de un nuevo Amo

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Mi matrimonio fue arreglado a los 8 años. Cuando tenía 12 me casaron con el Conde Lutran. era un buen hombre, y contaba con 54 años en el momento de la boda. a mi no me molestaba ya que eso solo podía indicar que mi unión no duraría mucho y pronto estaría libre y con la herencia del conde. el era un buen hombre, cariñoso conmigo y con sus hombres. a los 19 años, el conde hizo un mal negocio, y por medio de un largo proceso que se desencadeno en ese entonces, perdimos todo la fortuna de la familia Lutran.

El conde se vio obligado a entregarme a cambio del perdón de la deuda. Podría parecer exagerado, pero para mi nuevo dueño, yo valía lo mismo que toda esa gran fortuna y el destino decidió que pagaría el precio.

los años junto al conde habían sido maravillosos. el había sabido ser un gran hombre, un esposo tierno y gentil y un amante delicado y compañero.

la pesadilla comenzó cuando fui entregada a Lord Chauncer. Al llegar a su castillo, me recibió en sus aposentos privados. El hombre de armas que me había escoltado se retiró en cuanto milord le hizo un ademán con la mano. Acto seguido pronunció el siguiente discurso:

_ Soy Lord Chauncer, tu nuevo dueño. A partir de este momento te dirigirás a mi como tu Amo y Señor. No tienes permiso de hablar a menos que te hablen, no soporto el cotorrerio innecesario. Vestirás bien, con el mejor sastre de la corte, pero los vestidos los elegiré yo, y te indicaré cuando quiera que uses alguno en particular. Tengo que mantener una presencia con el feudo y no puedo mostrarte en sociedad vestida con harapos. Pero dentro de los aposentos, que es donde pasaras la mayor parte del tiempo, solo podrás usar estos dos delantales (y señaló dos vestidos marrones, muy gastados, que habían pertenecido a alguna mujer pobre). No apruebo el uso de ropa interior en ningún momento, ni siquiera en eventos públicos…

Su monologo fue largo, recuerdo que duró casi una hora. El respeto que me imponía mi nuevo Amo hizo que lo escuchara sin decir palabra, y sin animarme a moverme. Estaba parada frente a él y los pies me dolían ya, el viaje había sido largo y mi Amo no me había indicado que me sentara, pero no me atreví a moverme igualmente. No quería empezar mal mi nueva vida.

Mi Amo me informó también que mis obligaciones dentro del castillo eran exclusivamente las de servirlo en todo lo que requiriese, ya sean tareas domésticas, acompañamientos públicos como su nueva esposa ganada, y por supuesto, satisfacer sus necesidades corporales.

Mi Amo me indicó que dormiría en la misma cama que él, como su nueva esposa. No tendría dependencias propias. Igualmente, durante las noches en que no requiriera de mi presencia en su lecho, sería enviada a dormir en los establos, sobre un montón de heno.

Durante las comidas, debía permanecer parada a su lado, en caso que necesitara algo. Una vez que el y el resto de los comensales (si es que había) se levantaban de la mesa, podía sentarme y comer todo lo que yo quisiese de lo que sobraba en los platos. Como resultado, algunos días comía muy bien, otros no tanto, ya que no sobraba mucha comida, y siempre estaba fría. No tenía permitido servirme comida nueva en un plato, por lo que a veces iba recorriendo la mesa de plato en plato, comiendo lo que había sobrado de cada uno. Pero no podía quejarme, nunca pasó un día sin que mi Señor me alimentará, y es más de lo que se puede decir de otra gente.

Los días que pasaba en los aposentos de milord eran generalmente tranquilos. Había momentos en que incluso podía bordar junto a la ventana o leer algún libro que hubiera en la habitación. Pero otros momentos eran bastante agitados. Para mi sorpresa, los gustos de milord no eran tan sensibles como los de mi antiguo esposo. Por lo general, cuando mi Amo regresaba a las habitaciones, por la tarde, antes de cenar, empezaba la aventura. Era un hombre muy bruto y gozaba mucho lastimándome.

En general empezaba por mis grandes senos. Primero me ordenaba que me quitara el delantal, dejándome completamente desnuda (si fuera por él, me habría prohibido el uso de ropa completamente). Me ataba las manos a la espalda para que mis brazos no fueran una molestia, y para que no tuviera el reflejo de cubrirme. Se paraba delante de mí empezaba a sobar mis senos, los pellizcaba, a veces los escupía. Le gustaba mucho la forma en que colgaban, y me lo decía. Luego los abofeteaba, o si no, usaba un látigo corto. Una vez que el color había cambiado por completo, y estaban bien rojos, los ataba con una cuerda para que se volvieran turgentes y morados. Siempre había muchos comentarios sobre el color de mis senos.

La prohibición de hablar se extendía también a la de gritar, solo podía gemir un poco cuando el dolor era muy intenso. Realmente le gustaba que me doliera lo que me hacía. En muchas ocasiones, me dejaba los senos atados hasta la noche, cuando volvíamos de la cena. Para ese entonces, una leve cachetada hacía que sintiera que fueran a explotar.

Milord gozaba mucho conmigo, y yo, por un lado, era feliz al saber que podía complacerlo, pero a veces me parecía que era demasiado duro conmigo. Pero nunca le decía nada.

A medida que lo fui conociendo, me dí cuenta disfrutaba más cuando yo no emitía sonido, también le gustaba más cuando yo no me movía ni lo veía, como si fuera una muñeca de trapo que se dejaba dirigir por un gran maestro titiritero. Me dejaba hacer todo lo que quisiera, y si bien solía pasar por mucho dolor, en algunas ocasiones especiales lograba hacerme gozar como nunca.

Cuando estaba muy conmocionado, me tiraba sobre la cama, me había las piernas de par en par, y me calzaba su gran pene en la vagina. Cuando su pene no se deslizaba lo suficientemente cómodo por mi interior el se ofuscaba. Me tiraba de las piernas para sí, me abofeteaba en la cara al tiempo que me decía que no era una buena puta, y escupía cantidades de saliva en la entrada de mi cueva. Luego volvía a la embestida, yo me quedaba tendida en la cama, boca arriba o abajo, según me hubiera dejado, y me dejaba recibir sus embestidas una tras otra. Me gustaba cuando me golpeaba los senos y el trasero, sentía que tenía electricidad en el cuerpo. Un poquito antes de liberar sus jugos, sacaba su pene completamente erecto, viril e imponente, y elegía si quería ser atendido por mi boca o mi ano. Mi Amo nunca descargaba sus jugos en mi vagina. Me había explicado que no le serviría de mucho estando embarazada y no quería correr riesgos.

Si su liberación había sido gratificante, ambos pasábamos una buena noche. Pero cuando no había sabido servirlo como él esperaba, venían los castigos. La primera parte del castigo consistía siempre en una buena azotaina. Elegía el látigo o la fusta con la que iba a darme de golpes y me ordenaba ir al banco de castigos. Lo había mandado a hacer especialmente según un diseño que él mismo creó. De un lado parecía medio cadalso. Tenía dos columnas de madera a los costados, unidas a la altura de mis senos por una tabla con dos muecas. Debía poner cada seno en una mueca, dejándolos totalmente expuestos y listos para recibir el castigo. Del otro lado había una madera más baja, terminada a dos aguas. Si el castigo no iba a ser muy severo, me reclinaba sobre el ala frontal de la madera, y me agarraba con las manos de las muecas del banco, para que pudiera recibir los golpes en mi trasero. Si el castigo iba a ser severo, me hacía subir a la madera, colocando mi vagina sobre el filo de las maderas, y me agarraba con las manos de unas correas que había en una de las puntas. Esa era la peor parte del castigo, ya que mis pies no llegaban a tocar el piso, y todo el peso de mi cuerpo hacía que el filo de la madera se me clavara bien en la vagina. En esta postura, los latigazos los recibía mi espalda.

La otra parte del castigo consistía en general en empalarme nuevamente, según la zona castigada, pero con más fuerza y brusquedad, hasta que el pudiera gozar como corresponde. Cuando había castigado mis senos, me tiraba sobre la cama, boca arriba, pero en el borde de la cama. Él se quedaba parado, me acomodaba de modo tal que mi vagina quedara bien sobre el borde, introducía nuevamente su pene erecto dentro mío, y con sus manos se agarraba de mis pezones y los pellizcaba, sin soltarlos, durante todo el acto, tironeando de mis senos al ritmo de sus embestidas. Cuando el castigo había sido en mi trasero, me colocaba en la misma posición en la cama, pero bocabajo. Esta vez introducía su pene en mi ano. Cuando castigaba mi espalda era lo peor. Debía estar luego boca arriba, me penetraba por la vagina ya torturada por el fijo de la madera, y me embestía a un ritmo demencial, que había que mi espalda ardiera en mil infiernos con el roce de las sábanas. Por suerte estos castigos lograban que casi nunca flaqueara su goce al momento de liberar su pene del líquido que lo inflamaba.

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