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El nuevo conductor de autobús

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Vivo un poco lejos de mi lugar de trabajo, por lo que he de coger el autobús cada día, durante al menos una hora y media. Desde luego no es un trayecto sencillo, toda la zona es muy escarpada y montañosa, y el autobús discurre por carreteras secundarias.

Como cada mañana, ayer mismo encendí mi mp3 esperando a que amaneciera y que el autobús asomase por el cambio de rasante. Eran las 6 de la mañana y hacía mucho frío, así que llevaba un abrigo de cuero y unos pantalones ajustados de tela debajo. Además de eso, un jersey con un poco de escote. Y tacones. En mi trabajo además de tener iniciativa, ser capaz, e incluso inteligente, hay que guardar muy bien las formas y vestir de una manera muy correcta.

Normalmente la primera hora del trayecto la hago en compañía únicamente del conductor, porque sale de cocheras directamente y me recoge en la primera parada. Tenemos que bajar un puerto de montaña y, ya en la parte llana, es donde se empieza a subir más gente.

Menos mal que tengo esta línea de autobús que algún alma caritativa puso, porque sino no sé cómo llegaría cada mañana a trabajar, a no ser jugándome la vida en el coche, con ojeras y medio dormida.

Ayer mismo el conductor era otro. A mí no me caen muy bien los brutotes esos, que parece que lleven una piara de cerdos, en lugar de personas. Pero este chico joven me pareció agradable. Me sonrió y saludó muy educadamente.

A pesar de que yo estaba aún algo dormida y que tenía aún las sábanas pegadas me di cuenta de que estaba buenísimo. Llevaba una camisa de manga corta (he de decir que el autobús hacía calor). Se notaban sus bíceps abultados y sus potentes pectorales. Además la llevaba un poco desabrochada, por lo que pude notar que estaba depilado, al menos el pecho.

Normalmente saludo al conductor en cuestión y me voy hacia atrás a pegar mi nariz contra un cristal, mientras escucho música para despertarme; pero esta vez entabló conversación conmigo de una forma muy tonta y me vi tentada a sentarme en los dos primeros sitios que quedan delante, en el lado izquierdo.

- ¿Eres nuevo? – le dije, sin mucho tono en la voz y con algo de carraspera aún, siguiendo su conversación.

- Sí, entré ayer en el turno de tarde y hoy ya me toca el de mañana. Pero no tengas miedo, llevo varios años conduciendo autobuses.

- Pues por tu físico pareces bombero – le dije, distraída.

- La verdad es que me presento a las pruebas el mes que viene, así que he de estar en forma.

Me quedé sentada mirando hacia delante sin saber qué decir, pero algo se había despertado en mí. De verdad que soy una chica normal, nada ninfómana. Me gusta el sexo como a cualquiera, pero no me pongo a fantasear con un tío a la primera de cambio. Pero con él algo cambió.

- Me llamo Alberto – se presentó.

Yo le dije que me llamaba Susana y repitió un par de veces mi nombre, como para aprendérselo.

- Encantada Susi, ¿puedo llamarte así?

- En realidad la gente me llama Susa, pero llámame como quieras, Al – dije y me reí.

Los primeros cinco minutos ya habían pasado entre curvas, sonrisas, frases cortas y poco más. Tampoco el sueño me dejaba ganas de más.

Pasamos otros cinco o seis minutos en silencio y yo comencé a observarle desde mi posición privilegiada. Cuando giraba el volante, los músculos del brazo se tensaban y sombreaban, marcando unas formas que a mí me vuelven loca. Tenía un cuello fuerte también, el pelo corto y moreno, y un mentón prominente, pero no tosco. Masticaba un chicle con la boca medio abierta y se le marcaban músculos en las sienes y el mentón.

Yo me estaba poniendo mala viendo ese hombre escultural llevarme hacia mi destino. Empecé a pensar que no quería dejar de verle, que lo mismo le cambiaban el turno y no le veía en tres semanas. No podía resistirme a ese perfil poderoso y a ese cuerpo.

Miró un momento para atrás y me vio observarle de arriba abajo con cara de salida. Dios, qué vergüenza.

Se detuvo en un semáforo para pasar un puente estrecho en el que sólo cabe un sentido de coches a la vez y me miró de arriba abajo, de la misma manera que había hecho yo, pero haciéndome ver que él no sentía vergüenza por mirarme así, directamente.

Las seis y cuarto o así y yo estaba ya chorreandito. El tanga recién elegido, aún con el perfume de mi jabón, estaba ensuciándose y tendría que estar aún un buen rato con él. Menos mal que solía llevar desodorante, un tanga de repuesto y un bote de colonia pequeño, por si había imprevistos.

Alberto me estaba comiendo con la mirada, sin decir una palabra.

- Oye, ¿te importa que me pare un momento a comprar una botella de agua en la próxima gasolinera? Vamos bien de tiempo y tengo un poco de sed.

Yo le dije que no pasaba nada, además es verdad que conducía buen ritmo.

Nos paramos en la gasolinera y él compró un par de botellas de agua y me ofreció una. Nuestras manos se rozaron así un poco.

Se sentó, y cuando se disponía a volver a la ruta para seguir el camino, me senté a horcajadas sobre él, mirándole. Aquella no era yo. ¿O sí?

Como nuestros pantalones, los suyos y los míos, eran de tela fina (los típicos de vestir) enseguida noté cómo su polla se ponía dura bajo ellos.

Empecé a besarle y él, en un alarde de maestría, apagó el motor y las luces y nos quedamos con una penumbra preciosa. Nos desnudamos tirando la ropa a los asientos traseros. Un pantalón aquí, un sujetador allá, unos calzones por allá. Y así hasta quedarnos desnudos el uno frente al otro.

Si dije que me parecía que estaba bueno, tras verle desnudo, con aquella verga dura e hinchada, me volvió loca. Efectivamente estaba completamente depilado y se notaba que adoraba al Dios del culto al cuerpo. Tanto mejor para mí que me iba a follar a una estatua de Miguel Ángel, por lo menos.

Echó su asiento para atrás y pude estar más holgada. Me dejé penetrar y caí sobre él montándole como una amazona. Mis tetas botaron una y otra vez contra su cara. Me penetró con aquel pene grueso y duro que noté palpitar dentro de mi chocho mojado. Yo le empapé con mis flujos, creo que incluso manché su asiento, pero todo daba igual.

Me sentía como una violadora, pero con un violado muy sumiso y que sentía placer.

Follamos y sudamos. Sudamos y follamos. Nos brillaba el cuerpo, con la luz del tenue y aún lejano amanecer. Me eché para atrás y me quedé recostada en el gran volante casi horizontal de ese autobús. Él comenzó a moverse y se abrió de piernas, como cabalgando la silla, para así entrarme mejor. Yo no sé cuántas veces sonó el pito mientras yo estaba ahí, saltaron los intermitentes, se abrió y cerró la puerta, pero a mí me daba igual.

Gritaba, ya completamente despierta, que me metiese aquel rabo suyo hasta mis entrañas. Necesitaba sentir cómo su leche caliente recorría mi interior.

- Aaaaaaaaaaaaaaaaaaah, más, más – gritaba yo.

- Toma, toma – me decía mientras me clavaba su miembro hasta los huevos.

Así seguimos, sudando y gritando hasta que unos temblores anunciaron aquello que estaba apunto de suceder. Se me hinchó el clítoris que me rozaba sin cesar, y a él se le metieron un poco los huevos hacia dentro. Sus pectorales perfectos palpitaron y aceleró sus embestidas clavándome contra el cristal delantero.

Se corrió dentro de mí con fulgor y yo hice lo mismo sobre él. Me empapó con su semen tibio y yo dejé que mis flujos corrieran por entre su polla y el asiento.

Quedamos besándonos apenas unos segundos, pero por lo extraño del momento tuvimos que vestirnos corriendo y proseguir la marcha.

Le vi ahí, sudando, con la camisa blanca abierta, empapada en sudor, conduciendo casi entre suspiros y tuve que hacerlo. Me volví a abalanzar sobre él, esta vez mientras conducía, para desabrocharle sólo el botón del pantalón y bajarle la cremallera. Allí mismo, mientras él conducía le hice una mamada bestial. Le chupé los huevos, me metí ese tronco en mi boca hasta la garganta y chupé como si quisiera exprimirle. Me sentía completamente excitada en esa situación.

Le mamé la polla durante más de 20 minutos y, cuando ya se veía la parada repleta de gente que iba al trabajo, me tragué todo su semen. A pocos metros de abrir las puertas, le subí la cremallera, abroché el botón y me senté en la primera fila, mirándole y chupándome un dedo de forma juguetona.

La gente le reprendió por llegar una media hora tarde, pero él salió airoso diciendo algo sobre retrasos en cocheras. Yo asentí.

Esta mañana he cogido el autobús, mucho más despierta, peinada, maquillada y sexy, pero Alberto no estaba. Le reemplazaba uno de los aburridos conductores de siempre, barrigón y con mostacho. Me pareció ver, no obstante, una mancha blanquecina en el asiento.

Cuando llevábamos unos 30 minutos de trayecto, el conductor me dijo

- Voy a parar a comprar algo, espero que no te importe.

Al cerrar de nuevo las puertas y subir con su botella de agua, me dijo:

- Ah, sí, se me olvidaba. Toma.- Y me acercó un sobre pequeño cerrado con saliva.

Allí dentro había una nota simple que sólo decía: "El viernes tengo turno de mañana. Alberto".

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