Nuevos relatos publicados: 12

Una mirada

  • 5
  • 9.169
  • 9,00 (2 Val.)
  • 0

-¿Y si pudieras decidirlo todo con una simple mirada?

Teresa veía fijamente a los ojos de aquel hombre. Él intentaba sostenerle la mirada mas no le era fácil. Teresa no era una mujer particularmente bella. Sin embargo, la confianza con que se manejaba a sí misma derrochaba sexualidad.

Cada paso golpeaba el suelo con firmeza. Le encantaba caminar despacio y dejar que sus caderas rebotaran con cada taconazo. ¡Clac! Una nalga rebotada. ¡Clac! La otra. Y al cabo de tres pasos era inevitable quitarle los ojos del trasero. Redondo, defininido: un culo como gota de agua.

-Tu ojos, lindo. Tus ojos me dirán todo y sabré qué hacer contigo al final.

El caballero recordó aquella tarde en el bar cuando, bebiendo un gin tónic, escuchó los pasos de Teresa. Sabía quien era porque tenía años compartiendo la misma oficina. Y la misma cantidad de años deséandola en secreto. Recordando aquellos tacones rojos de charol, recordando escuchar unos pasos y dirigirse hacia él para entrevistarla como su asistente ejecutiva. -Teresa no es un nombre muy formal, -pensó -pero al verla caminar decidió, sin más, que la contrataría.

Ella se detuvo junto a él. Detrás de él. Le sopló una sola frase y él sintió que el pantalón le apretaba.

-Tu sabes que nunca hemos el amor. Yo aquí nomás vengo a que me cojas.

Y él concentraba más y más su mirada en sus labios. Repasó sus palabras del bar y el paseíto al reservado. Le dio el paso, no por cortés, sino por rendirse ante aquel suave contoneo.

Sin preámbulos, la tomó de su diminuta cintura y la besó con fuerza. Su lengua buscaba la de él y ella, por costumbre, se negaba. Teresa era una mujer pequeña pero muy bien proporcionada. Su vestido azul de camiseta resbalaba perfecto entre las manos de su jefe quien ya jugueteaba con un pesón por encima de la ropa.

Sus labios no se separaban. Teresa con la espalda a la pared y él con su miembro rozándole el ombligo. Con la mano derecha, tomó las de ella y las alzó, imaginando su delgado cuerpo caliente junto a él, como un reloj de arena que saliva.

Deslizó despacio su mano derecha hasta las caderas de Teresa y la metió debajo de su falda. El reloj de arena salivaba entre las piernas.

-Qué caliente eres, putita. -pensó él, demasiado propio como para decirlo.

El pequeño calzón de Teresa no fue traba para que sus dedos exploraran los labios inferiores de ella y repasándolas de arriba a abajo. Nunca preguntó si lo hacía con destreza. Sólo buscaba cómo excitarla más y más.

Se separó de Teresa, calientes ambos, ardiendo y con fuerza la giró. El hombre se arrodilló, alzó el arrugado vestido y lamió despacio: desde la espalda hasta hasta las piernas de ella, saboreando cada centímetro de su culo.

Sopló ligeramente sobre la vagina palpitante. Teresa acalló un gemidito y él arreció la punta de su lengua sobre aquellos labios punzantes. Teresa con las palmas y el pecho sobre la pared sólo quería respirar y contener el orgasmo que sentía llegaba poco a poco.

A él le gustaba su vagina. Lamérsela. Chupar. Chupársela. Podía sentir la respiración, el pulso, el calor y el gusto de Teresa. Sus manos, una en la pelvis de Teresa y la otra en él mismo, en su pene. Su miembro liberado era ungido con las gotas de saliva y sudor que goteaban constantes. Había hecho un juego de atraparlas con el glande. Su manos subían y bajando a los largo de su pene, erecto, firme, ansioso de saciarse también en la vulva de Teresa.

El hombre se puso de pie, la tomó de la pelvis y encamino su miembro en ella. La penetró profundo. Sintió el calor femenino alrededor su pene y atrajo a Teresa hacia él, buscando un espacio diminuto que faltaba ser penetrado. Ella, sin moverse, con las manos sudorosas, resbalándose de la pared, reacomodó los pies para para un poco más el culito redondo y blanquecino.

Él tiraba de ella acelerando el ritmo y ella se estremecía, disfrutaba.

-Así me gustas. Así, porque sólo así evito tus ojos. -pensó él mientras se daba gusto.

Llegó el orgasmo de Teresa y sus rodillas se doblaron mientras él la sostenía con firmeza y su verga la penetraba, la penetraba, la penetraba en un ir y venir de un sólo cuerpo y otro que recibía con todo, todo aquello que podía recibir y finalmente se detuvo con una punzada en el estómago.

Teresa sintió un hilito caliente que salía de su vagina y recorría un cachito de su muslo interior. Él se inclinó hacia adelante, Teresa hacia el frente y sus cuerpos se alejaron.

Él, cansado, con los pantalones a la rodilla, cayó sobre el pequeño loveseat de piel blanca.

Teresa se compuso. Lo vio fijamente a los ojos. Su mirada, la de ella, era la de siempre. -Esa copita, -dijo ella – que te bebías en el bar ¿no te supo a cacahuate? -.

Ella sabía de su alergia. Él se llevó una mano a la garganta y sintió que poco a poco el aire le faltaba.

-Yo sé que sólo soy tu puta, querido. Pero no soy tu pendeja. Ahora, con esos ojitos, quiero que escojas bien entre la aguja que salva tu vida y la que te carga la chingada.

(9,00)