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Pequeños descuidos

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 Domingo, 22 de julio del 2012

Aunque nuestra casa de veraneo está en Sanlúcar, muchos domingos cogemos el coche y nos venimos para la playa de Chipiona, un pueblo que queda a pocos kilómetros. La excusa que las mujeres de la casa nos dan, siempre es la misma: que  en Sanlúcar no se cabe con tanto dominguero. Sin embargo todos sabemos que  la realidad es bien distinta: las féminas de la casa  están deseosas de un baño de multitudes y de que todo el mundo vea  lo bien que se lo están  pasando. Pues si algo tiene la popular  playa gaditana  a la que nos dirigimos, es su facilidad para encontrarse con numerosos conocidos. Dicen las malas lenguas que de tanto saludar al personal con la mano,  en Chipiona lo primero que se pone moreno es el sobaco.

Todos los domingos el mismo ritual, mi hermano y yo dejábamos a la familia en el paseo de Regla y como  los dos buenos calzonazos que somos nos ponemos a dar vueltas y vueltas en busca de un aparcamiento libre. En esta ocasión, tras un cuarto de hora en aquella especie de “circuito” de Mónaco por las calles del concurrido pueblo, encontramos aparcamiento por fin. Con el Cuatro por cuatro medianamente estacionado, nos encaminamos hacia la multitudinaria orilla.

—¡Cuánto habéis tardado! —dice mi cuñada Sofía con esa simpatía suya tan característica, y que te dan ganas de cogerla por el cuello y estrangularla.

—Es que no había aparcamiento… Lo hemos tenido que dejar lejísimo —mis dubitativas palabras intentan ser una justificación, pero en realidad consiguen que me den el premio de huevón del año.

—Si las señoras no se empeñaran en venir a este paraje “desolado”, no tendríamos que aparcar en el quinto coño, al lado de donde Cristo perdió el sombrero —aunque el tono de voz de mi hermano es bastante calmado, hay tanta acritud e ironía en sus palabras que tanto mi madre, como mi cuñada optan por callarse y tener la fiesta en paz.

Una hora más tarde, tras un par de baños y leer un poco el periódico bajo la sombrilla, mi hermano me propone dar un paseo a  la playa de las Tres piedras, una zona bastante menos concurrida que en la que nos encontramos y que, al día de hoy, es  lo más parecido a un paraje  salvaje y natural en Chipiona.

Desde que tengo uso de razón, una de las cosas que más me han gustado hacer es pasear por la playa. En su momento con mi padre, o con mi abuelo y al día de hoy, con mi hermano mayor Carlos.

Las caminatas por la arena siempre me la habían amenizado con charlas, una de mis mejores cualidades es que sé escuchar a los demás. Eso unido a la complicidad que surgía entre mis acompañantes y yo, al estar rodeados por un mar de gente desconocida, hacía que aquellas conversaciones playeras fueran de lo más interesante.  

Mi hermano, por aquello de llevarme diez años, siempre me había tratado de un modo protector y aunque nunca explícitamente me había pedido u ordenado nada, sus palabras hacia mí siempre tenían un sentido moralista o pedagógico, o ambas cosas a la vez.

—… los teléfonos móviles nos lo han metido hasta por las orejas, nos han creado una necesidad que antes no teníamos, nos han vendido el burro de una manera brutal y todos hemos pasado por el aro. Cosas como la de traerse el móvil a la playa, eran impensables hace unos años y lo peor, que para lo menos que usamos el móvil es para hablar. ¿Por qué del WhatsApp que me dices? Es habitual ver una reunión de jóvenes que en vez de hablar entre ellos están mandando mensajitos…

Mi hermano detiene su soliloquio,  al ver que alguien no saluda desde lejos y se nos acerca, yo estoy tan ensimismado en sus elucubraciones que ni me percato lo más mínimo  de ello.

Quien nos hace señas con las manos es un tipo  de unos treinta y tantos años, moreno, de espaldas anchas, con un pecho peludo aunque no demasiado, algo de tripita y unas muy buenas piernas.  No sé por qué pero se me antoja atractivo, bastante atractivo.

En un principio creo que es un conocido de mi hermano y no le presto demasiada atención, pero conforme va acercándose más familiar se me hace, es únicamente oírlo hablar y sé quién es: Iván, el mecánico. Lo cierto y verdad es que solo lo había visto un par de veces y hacia un par de años. Tiene  el pelo un poco más canoso y ha engordado un poco, pero su desparpajo es inconfundible.

Mientras me saluda con esa familiaridad suya tan peculiar, siento como si el suelo se hundiera bajo mis pies y no puedo evitar recordar la historia que compartimos.

 

29/07/2010 

Aquel verano como todos, antes de irme de vacaciones, lleve el coche al taller para que le realizaran  una rutinaria puesta a punto. Aquel verano como todos, me volvió a coger el toro y lo deje para última hora. Menos mal que en el taller me conocen y me hicieron el inmenso favor de buscarme un hueco.

Con el horario estival, el concesionario únicamente abría hasta medio día. Con lo que tuve que dejar el vehículo por la mañana temprano, con la promesa de que me lo tendrían listo a las tres, hora en que terminaba mi jornada laboral.

Dado que el taller estaba bastante lejos del Instituto donde impartía clases por aquel entonces, pregunté a Domingo, el encargado, por el número de parada de taxis más cercano.

—¿Un taxi? ¡Qué barbaridad! Eso se lo digo yo a uno de los mecánicos del taller y te acerca en un momento.

Sin darme tiempo a decir nada, se asomó a la puerta de la oficina y dirigiéndose a uno de ellos dijo:

—¿Iván, puedes venir un momento al despacho?

No pasa ni un minuto y el tal Iván entra en el despacho. Aun reconociendo  que todos  los tíos en uniforme de trabajo tienen para mí un encanto especial, aquel mecánico tenía ese no sé qué capaz de hacer  que, aunque disimuladamente, cayera en la tentación de desnudarlo con la mirada.

Ante mí tenía un tío de unos treinta y pocos años de edad, con cara de buena gente y de toscos modales. Un cabello corto, negro como el azabache y una descuidada barba de dos o tres días, le daban un toque de morbosa masculinidad. No obstante, lo que más me llamó la atención de él eran unos grandes ojos negros que emanaban una nobleza y generosidad fuera de lo común.

—¿Con qué estas liado? —le preguntó el encargado directamente nada más verlo entrar.

—Acabo de terminar con el Golf GTI  y te iba a preguntar con qué me ponía —la forma de hablar del tal Iván me descubrió que tal como yo sospechaba el muchacho, por mucho que intentara disimularlo, lo zarandeaban y caían bellotas.

—Haz el favor de acercar a este hombre al instituto de Alcalá —Domingo al dirigirse a su trabajador, ni siquiera levantó la mirada de los papeles que tenía ante sí, con lo que dejo claro quién era el jefe  y que  lo de llevarme a mi trabajo no estaba sujeto a ningún tipo de discusión.

El mecánico parecía que estaba acostumbrado a esos “ataques” de superioridad de su jefe (quien al igual que él era otro empleado, con galones, pero trabajador por cuenta ajena al fin y  al cabo), sin darle ninguna importancia, se dirigió a mí y, con bastante amabilidad, me dijo:

— Ahora mismo saco la furgoneta y le acerco.

Unos minutos después, el atractivo mecánico aparcó una destartalada furgoneta con el logo del taller delante de la pequeña oficina y con un gesto me invitó a subir.

—¿Usted me dirá por dónde queda el Instituto? —me dijo regalándome una encandiladora sonrisa.

—Para empezar no me llames de usted…

—¿Tú me dirás por dónde queda el Instituto? —me interrumpió volviendo a sonreír de un modo que se me antojó hasta seductor.

—¡Así mejor! ¿Conoces la segunda entrada a Alcalá?

—Sí, la que hay pasando el Centro Comercial.

—Pues por ahí tenemos que entrar…

—Okey.

Si en un principio lo que más me llamó la atención fueron sus negros ojos, fue iniciar nuestro pequeño viaje y descubrir  lo más característico del tal Iván: su capacidad de enlazar una palabra con otra. ¡El mecánico era charlatán como él solo!

Le gustaba hablar pero no como a mi amigo JJ, que en momentos parecía que estaba encantado de conocerse y ávido de que todo el mundo supiera lo agudo y suspicaz que era. No, a aquel tipo le gustaba conversar con la gente, compartir lo que llevaba dentro y, si era posible, alimentar su vena cotilla con ese “¿Y tú de quién eres?” tan andaluz.

En los escasos quince minutos que duró el trayecto desde Montequinto a Alcalá, el muchacho no dejo la lengua descansar y yo que no tenía muchas ganas de cháchara por problemas que venía arrastrando de los últimos días, le contestaba con monosílabos o cuando no era posible de la manera menos cordial.

—Tienes que ser muy buen cliente del taller, para que me pidan que lo acerque.

Su primera observación me tocó las narices, pero intenté ser educado y le respondí de la manera más cordial que me permitía mi estado de ánimo.

—La verdad es que los tres coches que he tenido me los he comprado allí y siempre que tengo algún problema me lo solucionan rápido. Por cierto, ¿tú eres nuevo?

—¡No qué va! Yo estoy trabajando en el concesionario de Los Palacios —tanto más escuchaba a aquel tipo, más claro tenía que era un jeta de cuidado pues me hablaba como si me conociera de toda la vida—, lo que pasa que como es del mismo dueño y como allí tenemos poca faena ahora, en vez de meter a alguien nuevo, me han mandado hasta primeros de Septiembre para acá.

En vez de poner una cara de  “buenoyamíque”, intenté seguir su conversación de la manera más amable.

—No me sonaba tu cara…

—Hombre, pues para que te suene mi nombre  también, te diré que me llamo Iván.

—Yo, me llamo Mariano —mis palabras salen como forzadas de mi garganta, el desparpajo de aquel tipo, en vez de darme confianza, me amedrenta. 

—Desde luego, te voy a acercar a tu trabajo y ni siquiera nos presentamos. ¡Es que no tenemos vergüenza ninguna!

La exagerada afabilidad de aquel tipo me rompía todos y cada uno de mis esquemas preestablecidos. ¿Qué pretendía siendo tan amable, si al fin y al cabo lo que me iba era acercar al trabajo? Si lo hubiera conocido en otro sitio más afín, creería que el tipo quería algo más. No obstante, hice  que los malos pensamientos desembarcaran de mi cabeza, borré cualquier vestigio de deseo hacia el fornido mecánico e intenté ser cordial, poniendo mi mejor cara de interés.

—Yo en el otro taller, llevo como quince años, casi desde que terminé la FP.

—¿Qué estudiaste FP? —El hecho de que aquel garrulo hubiera aprovechado el tiempo formándose, me sorprendió tanto que, sin querer, entré en su mecánica de preguntas y respuestas.

—Sí, la rama de mecánica. No servía para estudiar una carrera, pero tampoco era cuestión de no hacer nada…

Es tanta la modestia y nobleza que el tal Iván puso en lo que decía que no pude evitar “solidarizarme” con él, es más: ¿Dónde estaba escrito que estudiar un oficio fuera algo de segunda clase?

—A veces Formación Profesional tiene más salida que la Universidad.

—Sí, pero tú estudiaste una carrera.

—Porque precisamente lo que tú haces, yo jamás sabría desarrollarlo en condiciones.

 Complacido ante mi respuesta, el hombre se me quedó mirando un breve instante, una sonrisa de satisfacción asomó por la comisura de sus labios y mostrándome una picaresca sonrisa, prosiguió con su “Esta es mi vida, ¿cuál es la tuya?”.

—La verdad pare es que me hubiera gustado estudiar una carrera — dijo como intentando excusarse —, pero ni me veía yo con muchas ganas, ni mis padres estaban para muchos sacrificios. Soy el cuarto de siete hermanos y en casa solo entraba el jornal de mi padre…

A pesar de lo descarado y rudo que era, aquel tipo me parecía buena persona, tanto que, sin darme cuenta, comencé a hacer algo que me cuesta bastante trabajo: hablar de mí.

—Yo en eso he tenido suerte, soy el más pequeño y como se me daban bien los estudios, prácticamente me empujaron a estudiar.

—¿Qué fue lo que hiciste?

—Soy Licenciado en Matemáticas.

Sé que al decir aquello no pude evitar poner una de mis caras de desagrado, pero es que a pesar del clima de cordialidad que se había creado entre los dos y  de la aparente confianza que el tal Iván me brindaba, me sentía como si transitara el borde de un abismo. No solo me costaba abrirme con la gente, es que en mi interior pensaba que aquello estaba mal. ¡Cuánto daño colateral causó en mi psiquis mi relación con Enrique! Me manipuló a niveles que ni sospechaba y el único culpable fui yo, que le deje hacer a su antojo.

Sin embargo o mi acompañante no se dio cuenta de mi cambio de actitud, o se la traía floja y pendulona, el caso es que siguió erre que erre con su particular  “Entrevista con el mecánico”.

Pare, ¿estás casao?

Le respondí con un “no” rotundo y seco, intentando darle a entender que la conversación se había acabado. Recalco lo de intentando, porque hizo oídos sordos y prosiguió con su interminable soliloquio.

 —Yo me casé hace cinco años, con mi novia de toda la vida. Tenemos una niña de dos años, se llama Eva, ¡es más bonita!

Le respondí con una sonrisa forzada y miré al frente, intentándole hacer ver que no era su amigo, ni nada parecido. No obstante, ni mis desaires ni mis malas caras hicieron mella en él, que tras unos silenciosos segundos volvió a invadir el aire con su verborrea.

—¡Oye pare! Sí las clases han terminado ya, ¿para qué tienes que ir al Instituto hoy?

Sí el puñetero mecánico había demostrado ser  todo un fastidio, a partir de aquel momento consiguió la categoría de “tocapelotas”. Lo miré durante unos segundos y dejando aparcada toda sutileza,  le contesté sin remilgos de ningún tipo.

—¡No nos llevamos tres meses de vacaciones, como todo el mundo piensa! Es más creo que este mes, ha sido más intenso que algunos durante el curso.

—Tenéis que poner las notas y todos esos líos… — la sinceridad del tal Iván rompió de nuevos mis esquemas preestablecidos hacia él, el tío podría ser un “poca vergüenza” sin embargo era noble y estaba falto de las dobleces tan habituales en el “ser urbano”.

—Sí, llevo toda la semana con “esos líos”  —aunque intento por todos los medios no ser irrespetuoso, no puedo evitar reírme ante su ocurrencia—hoy por ejemplo tenemos una reunión con el jefe de departamento para ultimar la programación, el temario y el material didáctico…

—La verdad es que lo que se dedicáis a la enseñanza sois digno de admiración… Mi parienta lo dice: “Si nosotros con uno estamos que no podemos, imagínate ellos con veinte o más”…

—Es por aquí, ¡para cuando quieras!

—¡Coño, que corto se me ha hecho el viaje!

Al bajarme del coche se despidió de mí con un fuerte apretón de mano, la generosidad y rudeza de sus ademanes no dejó de sorprenderme. Pese a lo “loro” y  “cazuela” que parecía ser, el tipo tenía algo que me gustaba.

Pare, procuraré hacerte yo  la puesta a punto para que te vayas de vacaciones tranquilito.

—Se agradece, hombre — le dije mostrándole una franca sonrisa.

—Sí hay algún problema te pego el toque, sino a las tres nos vemos.

—Hasta las tres, pues.

Al verlo marchar me sentí un poco aliviado, pues la verdad es que me tenía un poco agobiado con tanta charla y tanta pregunta.  El tipo no era lo que se dice un adonis, ni tampoco era un compendio de sabiduría. No obstante, había algo en el que me atraía como un imán.

La mañana se complicó más de la cuenta, las pijotadas e indecisiones de última hora, dieron como resultado que una reunión que debería acabar como mucho a las dos de la tarde, se postergara hasta casi las tres.

A eso de las tres menos cuarto, sabiendo que me iba a ser imposible llegar allí antes de las tres, me vi en la obligación de llamar al taller.

—Perdona, Domingo… Soy Mariano… me va a ser imposible estar ahí a las tres… ¡Por favor, esperadme diez minutos!

Aunque el encargado no me puso ninguna pega, por su tono al contestarme supe entender que no le hacía ninguna gracia tener que aguardar mi llegada. Comenzaba el fin de semana y, como era normal, estaría loco por irse a la playa.

Pero como aquel viernes mis compañeros de claustro parecían no tener ninguna prisa (ni nadie que se la metiera, la prisa claro está), los diez minutos se convirtieron en algo más y me vi obligado en llamar de nuevo al taller.

—Sí, dígame.

—Buenas tardes —como la voz tras el auricular no me pareció que fuera la de Domingo, volví a explicarme de nuevo —, soy Mariano he quedado para recoger el coche a las tres y diez, pero  discúlpenme porque todavía estoy en camino…

—No te preocupes pare, llamo a la parienta y yo te espero lo que haga falta. 

Reconocer que quien me había cogido el teléfono y se hallaba esperándome era Iván me tranquilizó un poco. Iba a ser verdad eso de que hay que tener amigos hasta en el infierno.

Sobre eso de las tres y media llegué al concesionario. Muerto de vergüenza por la tardanza, llamé al timbre de la puerta y, un minuto o dos más tarde salió el tal Iván con el torso al descubierto. Tuve la sensación de que se estaba lavando y lo había interrumpido, lo que hizo que mi bochorno fuera aun mayor.

 —Lo siento, es que todo se ha complicado a última hora —dije bastante apurado.

—No te preocupes — me respondió Iván alargándome afectuosamente de nuevo su mano, como si fuera mi amigo de toda la vida.

Me dio la factura y me explicó brevemente todas las revisiones que le habían practicado al coche. Mientras lo hacía no dejaba de pasarse la mano por su peludo pecho y se tocaba disimuladamente el paquete. Escamado ante aquel proceder lo miré extrañado y él sin cortarse un pelo me dice:

—No te preocupes estamos solos.

La desfachatez del mecánico era como una apisonadora para mi tranquilidad y sin pensármelo intenté evadirme dirigiéndome hacia mi vehículo, pero él haciendo alarde de su poca vergüenza me dijo:

—Si te esperas, me ducho y nos tomamos unas tapitas por ahí, que cuando llegue al pueblo va a ser hora de merendar.

Su inesperada petición me puso en un aprieto. Incapaz de negarme ante el inmenso favor que me acababa de hacer, no tuve más remedio que aceptar ir con él.

El imprevisto de tener que “almorzar” con el tal Iván, había roto mis planes de la siesta, pues por muy pronto que termináramos las cuatro y media no nos la quitaba ni Dios. ¡Más con lo que le gustaba al muchacho darle a la sin hueso!

Tras quince largos minutos de espera y tras comprobar que no salía de donde fuera que estuviera la ducha, decidí adentrarme en el fondo del taller para buscarlo.

Al final de la inmensa nave se veía una pequeña luz, que brotaba de lo que parecía un cuarto de aseo. Sin pensármelo dos veces me asomé con la única intención de pedirle que se diera un poco de prisa, si queríamos que nos dieran en algún sitio de comer.

La puerta del cuartito estaba abierta, dejándome ver un espectáculo no apto para cardiacos: completamente desnudo bajo el chorro del agua de la ducha, de espaldas a mí e inmerso en una sección de auto placer, estaba el tal Iván.

 Me sentí como si fuerzas contradictorias dominaran mi cuerpo: la sensatez me implorará que huyera de allí que solo me buscaría problemas, la locura apuntilló mis pies al suelo impidiendo que  me moviera un ápice y, finalmente, el deseo me invitó a que disfrutara plenamente del macho que tenía ante mí.

Lo cierto y verdad es que el tío era morboso hasta decir basta: unas buenas espaldas, un culo apretado y redondito y, por lo que dejaba ver su mano, un buen cipote. Una vez fue consciente de mi presencia dejo de darle al manubrio y, sin recato de ningún tipo, me dijo:

 —Quillo, es que ando mu caliente y tengo a la parienta con el me.

Incapaz de decir algo medianamente coherente, guardé silencio al tiempo que noté como los colores se me subían. Sin embargo no podía apartar la mirada de aquel cuerpo, que se me antojaba sumamente deseable. Él como si mi hallazgo fuera de lo más trivial, siguió parloteando con esa verborrea suya tan característica y con esa familiaridad suya que tanto me sobrepasaba.   

—Lo siento pare, pero con el agua calentita se me  ha empesao a poner tontita y cuando me he querido dar cuenta mira cómo está — al decir esto apartó la mano de su polla y me la mostró vehementemente. Yo creí que me iba dar algo, era un niño ante el escaparate de una pastelería.

Los nervios comprimieron  la boca de mi estómago y un sudor frio invadió mis manos. Mientras el brutote de mi mecánico hablaba sin parar, no pude evitar posar mi mirada sobre él y devorar con la mirada el pedazo de hombre que tenía  delante de mí.  El tío no tenía desperdicio alguno: ancho de espaldas, musculado  del trabajo diario, un pelín de tripa, anchas piernas y un cipote que, sin ser nada del otro jueves, estaba pidiendo a gritos: “¡Cómeme!”

Busqué en su mirada algún atisbo de complicidad  y no lo hallé. Así que me dije: “Mariano, no intentes nada que el bestia este te parte la boca”.

Pero el inconsciente es el peor de los compañeros y, pese a los buenos consejos que yo mismo me daba para evitar meterme en líos, mi hermanito pequeño empezó a crecer de forma desmedida, marcándose de forma evidente bajo mi pantalón blanco de lino.

Pare, esto mío  tiene que ser contagioso,  pues a ti también se te ha puesto dura —dijo Iván alargando de forma descarada su mano hacia mi paquete, cerciorándose de lo que decía.

Un cumulo de sensaciones invadió mi ser, pues no concebía que aquello estuviera ocurriendo. Sin meditarlo, alargué mi mano hasta su pollón y este me respondió vibrando entre mis dedos. Intenté resistirme al impulso y no caer en la tentación (amén), sin embargo siendo fiel a mi leitmotiv habitual, pensé que la vida era demasiado corta, que oportunidades como aquella solo presentaban una vez en la vida y, como siempre, deje que el sexo me confundiera.

No habían transcurrido ni diez segundos y su cipote estaba entre mis labios. Como si no hubiera hecho otra cosa en la vida, jugueteé con la lengua por los pliegues de su glande, esto parecía agradarle mucho pues el tipo jadeaba de gusto. Animado por sus gemidos, lamí aquel cipote cabezón desde los huevos hasta la punta, como si fuera una especie de helado, unos entrecortados suspiros me dejaron entrever que estaba en buen camino. Mi boca se había convertido en un caliente agujero negro deseoso de chupar aquel martillo de carne, apasionadamente chupé el capullo y me la tragué hasta que su capullo hizo tope con mi garganta.

Sin embargo, el “juego” me duró bien poco pues cuando más emocionado estaba, sentí como un líquido pegajoso inundaba mi paladar.

Mientras escupía la involuntaria “lechada”, no pude evitar pensar que debía ser verdad lo que decía que andaba fartito, pues se había corrido en menos tiempo que se persignaba un cura loco. Clavé mi mirada en aquel mástil cabezón, del que seguía manando borbotones de esperma (El tío estaba hecho todo un toro). Una vez la última gota señaló el final de la partida, lo miré desencantado y mis ojos se encontraron con un rostro pícaro que desvergonzadamente se cogía su tiesa verga y me decía:

—¡Pero no te pares, si aún tengo más en el depósito!

La simpleza y rudeza del comentario me hizo gracia y no pude evitar sonreírle. Volví a avanzar hacia él e, irreflexivamente, me metí aquella golosina sexual en la boca. Dominado por el vicio y olvidando cualquier precaución, limpie su glande de cualquier resquicio de semen, dejando que mi paladar se deleitara con su sabor. Su polla, a pesar de haber alcanzado  ya el orgasmo,  se mantenía mirando al techo. Me la saqué de la boca con la única intención de recrearme con su visión: Aunque no era muy larga, sí bastante gorda y cabezona, pero lo que más me ponía de ella era su dureza,  era puro acero.

Me la volví a tragar, con más pasión si cabe y de los labios del mecánico comenzaron a brotar obscenidades, que lejos de incomodarme, elevaron mi libido.

 —¡Así me gusta!... ¡La mamas del carajo!...¡Me la vas a estar mamando hasta que te de asco!...

Sintiéndome jaleado como los jugadores de futbol, puse todo mi empeño en jugar un buen partido, aunque mi interés final no fuera el gol.

Pasada la calentura inicial, mi “brutote” mecánico parecía tener muy buen aguante y soportaba bastante bien todo el placer que le estaba regalando con mi vertiginosa mamada. Yo, por mi parte, ponía todo de mi parte para que disfrutara del momento: succionaba su glande suavemente, pasaba la lengua por sus huevos mientras  lo masturbaba con la mano ensalivada, lo devoraba por completo hasta que tropezaba con mi campanilla…Él se retorcía de placer, al tiempo que profería un cumulo de palabras mal sonantes y,  de vez en cuando, deseoso de un placer mayor empujaba mi cabeza contra su pelvis.

En un momento determinado hizo algo, cuanto menos desconcertante para mí: apartó mi cabeza de su polla de un modo brusco y mirándome a los ojos con una sinceridad y nobleza inusual me dijo:

—¿Te gusta que te follen?... Porque yo te follaba ahora y me quedaba como nuevo.

Su inesperada petición, como todo en aquel hombre, volvió a romper mi forma de ver las cosas: “¿Cómo se podía ser tan pícaro y tan imprudente a la vez?”. No pude evitar sonreír, mientras me incorporaba, pues el momento “mamada espectacular” se había roto sin remedio.

—Me gustaría Iván, pero…es que no vengo preparado… —no sé porque extraña circunstancia, pero me sentía  hasta culpable por ello.

Me miró bastante extrañado como sí mi respuesta no fuera la esperada. Tras quedarse pensativo unos segundos, me sonrió por debajo del labio y me dijo:

—¿No vienes preparado? Entonces la bolsa que tienes con lubricantes y preservativos en la guantera.

No sabía que  deseaba mejor que me tragara la tierra o un rayo divino me borrará del mapa, cualquier cosa menos enfrentarme al  vergonzante descubrimiento que había hecho el tal Iván. Fruncí el ceño en un claro gesto de sentirme violentado y, al tiempo que fui encadenando los conceptos en mi mente, caí en lo que verdaderamente había ocurrido: la última vez que fui a la sauna de Sevilla, hacía por lo menos un mes, me había dejado olvidado los condones y la crema lubricante en la guantera. Sin saber que decir ni que hacer, opté por la única salida que me quedaba: poner cara de circunstancia. 

—En los condones ponía no sé qué de gay, y la crema es lubricante anal... —prosiguió hablando mi acompañante, de la manera más trivial — Por eso te he entrao, ¡qué o si no!... ¡Quillo, que tú pareces hasta normal!

Siento como inexplicablemente el candor visita mis mejillas (¿Por qué coño me sigo sonrojando ante lo que no controlo?)Mi interlocutor se acerca a mí y con un atrevimiento poco común vuelve a insistir en su atrevida petición.

—Entonces que ¿hay tema o no hay tema? — me dijo el cabroncete a la vez que magreaba mis glúteos con sus rudas manos.

Cosas como aquella suceden muy pocas veces en la vida y el tío estaba para dejarlo que te follara, no una vez, sino mil veces. Agarré fuertemente su polla entre mis dedos y sonriendo le dije:

—¿Por qué no? Para esta polla tan rica, no tengo yo  un tema, sino un libro entero si hace falta. Saquémosle partido a mi pequeño descuido.

Desconozco si aquel gañan pillo la tontería que acababa de decirle o no, el caso fue que poco después, con mi culo bien lubricado y su polla vestida de látex, tras apoyarme sobre el capo de un coche le invité a que me penetrara. De nuevo su reacción me volvió a desconcertar:

—¡Pare, métetela tú! ¡Qué yo soy un poco bestia y no te quiero hacer daño!

Muy pocos de los individuos que habían estado conmigo, habían demostrado ese tipo de empatía. ¿Cómo podía habitar tal delicadeza en un cuerpo, en apariencia, tan rudo? Con esa pregunta en mi mente, comencé a dilatar mi ano con mis dedos con la única intensión que el muchacho no tuviera problemas para taladrarme. Una vez consideré que  mi recto está preparado para albergar aquella polla cabezona, estiré la mano y la puse en el camino correcto. Como no se decidía del todo, empujé mi espaldas hacía atrás “clavando” mi orificio en su polla.

Traspasado el primer escollo el rudo mecánico me comenzó a cabalgar, del mismo modo que  si le fuera la vida en ello. Su cipote entraba y salía de mi ano de un modo salvaje, como si estuviera obstinado  en meterme hasta los  huevos. El dolor y el placer camparon por igual en mi cuerpo. Cada empellón de sus caderas parecía que dilatara más mi agujero y tenía la firme sensación de que,  paulatinamente, iba dejando pasar más porción de aquel erecto falo.

Sus rudas manos apretaban mi cintura fuertemente, al tiempo, que arremetía una y otra vez su cuerpo contra el mío. Sentía como su verga profanaba mis entrañas, como si en cada embestida esta creciera de tamaño y se pusiera más dura aun. De vez en cuando alargaba mi mano y le tocaba los huevos, constatando que estos eran el tope de nuestra apasionada unión. Sentir como aquellas peludas bolsas chocaban contra mi trasero me producía una enorme satisfacción, preso del lascivo momento estrujaba su escroto entre mis dedos, propiciando que unos bufidos escaparan de sus labios.

Cuando se cansó de aquella posición, me pidió que me tendiera sobre el capo del coche con las piernas hacia arriba, una vez adopté la postura solicitada, prosiguió penetrándome rudamente.

—Te gusta cómo te doy comia, ¿ein? — me dijo con una expresión súper cachonda y calenturienta, lo cual consiguió que tuviera más gana de jarana.

Tendido sobre el polvoriento capo podía ver su cara, una cara donde la lujuria danzaba libremente y que me hacía gozar más  aun del momento. Tras un tiempo embistiendo su polla contra mis glúteos,  con un gesto morboso asomándose  en su rostro, sacó abruptamente su falo de mis entrañas y  me dijo:

—¿Dónde quieres que te eche la leche?

—¡En mi cara! —dije bajándome rápidamente del coche y arrodillándome ante él.

Inmediatamente de su gordo cipote salieron varios trallazos de esperma, que impregnaron hasta mis ojos.  Me masturbé, dejando que  la descomunal corrida resbalara por mi rostro hasta llegar a mi pecho. Mientras me derramaba sobre el suelo del taller no pude evitar mira al tal Iván, su herramienta sexual todavía escupía gotas de semen mientras que de sus labios escapaban unos placenteros gruñidos. Verlo en aquel estado, consiguió que mi orgasmo fuera más pleno.

Tras el paroxismo nuestros cuerpos volvieron poco a poco a su estado habitual. Mientras borrábamos las huellas de nuestro “delito” y nos limpiábamos un poco, el atractivo mecánico me miró con una de sus expresiones picaronas que tanto me ponían y me dijo: 

Pare me parece que ya no nos dan de comer en ningún sitio, ¿ein?

—Pues sabe si todos los días me tengo que quedar sin comer por echar un polvo como este, no me importaría.

—A mí tampoco.

Nos miramos y nos reímos. Pensé que nunca me había alegrado tanto de quedarme sin comer y todo, por un pequeño descuido.

 Nos despedimos con un fuerte apretón de mano, prometiéndonos mutuamente que aquello había que repetirlo.

De vuelta de las vacaciones de Galicia, me pasé con una excusa tonta por el taller para propiciar un encuentro, sin embargo, como bien me dijo, solo estaba en aquel concesionario supliendo unas vacaciones. Como no tuve el valor de preguntarle al encargado por su paradero, me quedé sin saber cómo habría funcionado el tal Iván en un segundo encuentro.

 

 

Querido lector acabas de leer:

"Pequeños descuidos"

Quinto episodio:

Historias de un follador enamoradizo.

 Continuará próximamente en

"El padrino"

 

Estimado lector: Ante todo, muchas gracias por leerme. Con este episodio, comienza el segundo arco argumental de esta serie.

El primer arco argumental está compuesto por cuatro episodios, de los que te dejo su link correspondiente (y ya sabes: por favor comenta, valora… es el único modo que tenemos los autores de saber que hay alguien al otro lado).

 

Primer episodio: El blues del autobús.

 

Segundo episodio: La lista de Schindler.

 

Tercer episodio: Celebrando la victoria.

 

Cuarto episodio: Follando con mi amigo casado.

(9,73)