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Cinco animadoras para un mal partido _ cap. 6

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----- CAPÍTULO 6 -----

La mañana siguiente la pasé mirando ideas por internet; aún faltaba un poco para nuestros cumpleaños, pero así luego no me cogía el toro. Cada vez que era el cumpleaños de una de las chicas de la residencia me tomaba la libertad de pedir un par de pizzas y juntos todos en el sofá era nuestra forma de celebrarlo. Pero lógicamente a Sara no iba a tratarla como a una más. Ella iba a hacer 19 primaveras, y yo 25. El tiempo volaba… Desde que nos conocimos por vez primera, ella con 16 y yo con 22, hasta que empezamos a vivir juntos, poco antes de ella cumplir los 18 y yo los 24; y ahora que íbamos a tener nuestros segundos cumpleaños bajo el mismo techo se me había hecho todo muy rápido.

Estaba cumpliendo un sueño, y todo había ido muy bien. La casa se había llenado de chicas, Sara y yo habíamos podido vivir «en secreto» nuestro amor, y todos nos habíamos vuelto como una gran familia. Ya era rara la vez que las de la planta superior se quedaban allí y usaban su cocina, a menos que fuera sólo el microondas (que como recordaréis se estropeó y tuve que comprar uno). La mayoría ya bajaba a la de la 2ª planta, comían en el sofá hablando con los demás, etc. Más aún cuando Mari, la rubita, cocinaba. Y es que se le daba de lujo. No es que fuera cocinera profesional como Julia, la vecina, pero hacía unas croquetas que te cagas. Nos agolpábamos en el sofá cada vez que las hacía.

Como digo había pasado bastante tiempo de mi llegada a Madrid…

La arisca de Marta, como me gustaba llamarla para picarla cuando estábamos en el gimnasio de abajo, ya tenía 26. Ana ya había cumplido los 23, y entre pedidas de todos logramos que nos tocara algo con la flauta el día de su cumpleaños. Mari Carmen tenía 21, y casi era como una «hermana mayor» para Sara, y como una mejor amiga para mí. Era con quien incluso me quedaba charlando hasta las tantas cuando Sara dormía en casa de sus padres, con quien jugaba a las cartas, o le daba algunos textos para que los leyera y me diera su opinión. Ioana acababa de cumplir los 20 hacía poco, y Gloria en cambio había cumplido sus 19 poco antes de llegar a la familia, así que la llamábamos la baby de la casa. Claro que cuando Ioana lo hacía, la otaku la picaba alegando que era más alta que la rumana (la más bajita de todas).

Uno se encariña con esas cosas…

Total, que las pizzas vendrían por descontado, pero tenía que buscar hacerle un buen regalo a mi chica. Y puesto que el del año anterior fue un anillo de oro blanco (y ella me había regalado un colgante de un pequeño corazón de plata con su nombre, que nunca me quitaba, salvo para ducharme, entrenar o follar) ahora tenía que superarme. Pero ella no era muy de joyas y tal… Esta pitufa rockera-comunista se pondría antes una bandana que unos pendientes de diamante. Así que pensé en hacerle un regalo significativo, en lugar de lujoso.

Como alguna vez la había oído hablar con Ioana, tratando el tema del comunismo y tal, y le había escuchado decir lo chulos que estaban los gorros esos rusos, y que le encantaría tener uno (no me preguntéis por qué… a mí me parecen ridículos), pues busqué y acabé encontrando uno en una tienda de cosas militares. Ushanka, se llama el puto gorro. Y di con uno blanco con una estrella comunista en rojo en el medio; sin duda ese era el regalo.

Aproveché un viernes por la mañana para ir a comprarlo, y a la vuelta me encontré con Julia que volvía de hacer su compra. Como soy un caballero le ayudé cogiéndole algunas bolsas, a pesar de su negativa.

—Si no pesan nada, hombre.

—Si no es porque pesen o no, mujer, qué más da —suspiró, mientras se cambiaba de mano la única bolsa que quedó llevando ella, para sacar sus llaves.

—Y tú, ¿de dónde vienes? Hoy no entrenas eso que haces, ¿no?

—No, no. Vengo de —y me acerqué y bajé el tono de voz— comprarle una cosa a Sara.

—Ah, mira…

—Que el mes que viene es nuestro cumple.

—¿De los dos?

—Sí, ella los cumple un día antes.

—Aah… ¿y qué le has comprado? —me preguntó, también acercándose y bajando el tono, cómplice.

—Un gorro ruso… —y ante su mirada proseguí, riéndome—: Mejor no preguntes.

Entramos en su casa y la seguí hasta la cocina, donde dejamos las bolsas. Le pedí un vaso de agua y mientras me lo servía comenzamos a hablar:

—Muchas gracias —me dijo Julia con una sonrisa.

—No es nada —le respondí bebiéndome el vaso del tirón.

—Oye, si no es mucha molestia… ya que estás aquí, ¿puedes mirarme el ordenador? Es que se me olvidó decírtelo el otro día, como ibas con prisa a entrenar…

—Ah, sí, claro. Dime, ¿qué le pasa? —preguntaba mientras me acercaba a la mesa de escritorio a un lado del salón, sobre la que estaba el PC.

—La impresora. No la uso mucho, pero el otro día me dio por imprimir unas recetas para una amiga, y que no sé qué coño le pasa que no va —dijo soltando aire y poniendo los brazos en jarra.

—Bueno, eso lo miro yo ahora —y me senté esperando a que se encendiera el ordenador, y Julia se quedó a mi lado.

—La cafetera esta dice que la impresora da error, que no va… Pero yo la enciendo y no pasa nada.

Total, que me puse a ver qué le pasaba, y efectivamente no le llegaba la conexión. Comprobé la impresora, sobre la mesa, y vi que estaba encendida. Así que retiré la silla y me bajé a meterme en el hueco del escritorio, a echarle un ojo a las conexiones de los cables.

—Ay, te retiro la mesa.

—No, mujer, no te preocupes, si alcanzo bien.

—Pero para que…

—No, de verdad —realmente no hacía falta.

Estuve un ratito echándole un ojo y me di cuenta que la clavija del cable de la impresora al ordenador estaba un poco fuera, no así la de la corriente. Se lo estaba explicando a Julia mientras alcanzaba a empujar la clavija, cuando, en el reflejo lateral del panel interior del escritorio lacado, pude ver la imagen de Julia mirándome. La imagen no estaba apenas distorsionada, aunque creí que era eso por la expresión que parecía tener su cara, pero no. Porque cuando comencé a hablarle sobre lo del cable, al referirme a ella por su nombre, cambió la mirada hacia un lado, como si la hubiese pillado. Y dejó de apretar los labios.

«¿Me estaba mirando el culo?», pensé. Y mientras estaba en esa posición, me moví un poco más, para ver qué sucedía. Efectivamente… O al menos eso parecía, porque volvía a mirar hacia mí y a juntar los labios mientras miraba hacia mi parte trasera. Yo me aguanté la risa.

—Bueno, esto ya está. Lo dicho, se había soltado un poco el cable.

—Ay, muchas gracias guapetón.

—De nada mujer —dije guiñándole un ojo.

Y camino de la cocina, para recoger mi bolsa y salir de allí, me fui fijando en su culo, delante de mí. Pero más que nada «por venganza», pues por dentro me reía de que la señora (o, como ya digo, eso me pareció a mí), me hubiese estado mirando mis posaderas con cara de gusto.

—Oye cuando quieras te pasas, ¿eh?

—Sí —dije mientras seguía aguantándome la risilla.

—Y para vuestro cumple, no compres tarta, ¡que te la hago yo!

—Ay, mujer, no hace fal…

—Que sí, que sí. Tendré que darte las gracias, ¿no? —sentenció con una gran sonrisa.

Y  yo salí de allí con otra, mientras subía a la 2ª planta.

 

Escondí el regalo de Sara y luego me sonó el teléfono. Era ella; sus padres iban a recogerla porque iban a comer fuera y después ir a visitar a una tía suya que había sido madre recientemente y por fin había regresado a casa. Le dije que no pasaba nada, que se lo pasara bien, y que yo estaría aquí esperándola.

—¿Me echarás de menos? —preguntó haciendo pucheros.

—Pues claro pequeñaja.

—¿Mucho? —seguía con su carita de pena fingida.

—¡Como la trucha al trucho!

—No hagas trastadas, ¿eh?

—¿Yooo? ¿Con lo bueno que soy? ¡Pero si soy un nene de teta! —le dije haciendo el ganso y con doble sentido. Ella se reía.

Como era viernes eso significaba que ya no volvería hasta el lunes, pero bueno… ya le echaría algún polvo «siestero» en el fin de semana.

Más tarde llegó Mari de la universidad, y se la veía notablemente cansada. Yo estaba sentado en el sofá, viendo la tele, y al verla cruzar hacia el baño tras haber soltado las cosas en su habitación, ya en pijama y arrastrando sus zapatillas, la oía con sus leves quejidos. Luego se vino al sofá y se esparramó en él, a mi lado.

—¡¿Qué te pasa, rubita?! —dije alzando la voz y con tono alegre.

—Que me duelen los pies —respondió alargando la última palabra y resoplando al final.

—Anda, ven.

Y le levanté una pierna y la puse sobre las mías. Le quité la zapatilla y comencé a tocarle el pie. No lo llamo masaje porque no tengo ni puñetera idea de dar masajes en los pies (y en la espalda la poca experiencia que tengo era de mi ex —que ella sí me los daba a mí, y muy bien por cierto—). No penséis mal, no soy un fetichista ni me atraen los pies, sólo había saltado mi estúpido sentido del agrado. Pues supongo que no era muy correcto estar tocándole a otra, aunque fuera un pie, teniendo novia. Todos sabemos lo mal que puede acabar un masaje de pies a otra chica que no es la tuya (¿os acordáis de Pulp Fiction?). Pero bueno, ya no iba a cortar así de golpe, así que seguí.

Ella me lo agradeció, y luego le cogí la otra pierna. Teniendo los dos pies sobre mis rodillas, y estando su dueña ya tumbadita en el sofá, me dediqué a tratar de aliviarla. Al rato llegaron Ana y Marta.

—Mira, anda que te quejarás —le decía la gallega a Mari—. Casero y masajista. Yo también quiero.

—Y escritor, no lo olvides —añadí señalándola.

—¿Te han publicado ya? —preguntó Marta.

—No…

—Pues confórmate con «masajista», que eso sí lo estás haciendo —y entre risas se fue a dar un baño caliente.

—A ver cuándo me das uno a mí —me decía la gallega sirviéndose un refresco de la nevera.

—¿Un qué? —preguntó otra más, si cabe, bajando por la escalera.

—¿Y tú qué haces aquí? —le pregunté a Gloria, mirándola de cachondeo, encogiendo los hombros.

—Esta no ha ido a clase… —afirmaba la gallega, bastante acertada.

—Tenía sueño, jooo.

Ana le jaló de las dos coletas, mientras la cordobesa se quejaba, y se fue para su cuarto. Gloria se sentó en un puf y se nos quedó mirando.

—Que suerte tienen algunas —nos dijo con envidia pero fingido desprecio.

—No, si ahora tú también querrás… —expresé indignado, de broma.

—Pues por mí…

—Pues búscate a otro, mona… —resolvió Mari, tumbada de espaldas a Gloria, y entre risas concluyó—: Que este me lo he agenciado yo.

 

Al final comimos las cuatro chicas y yo en el salón, mientras le pregunté a Gloria dónde estaba Ioana.

—Fuera… Creo que duerme fuera.

—Vaya, ¡qué me dices! —le pregunté con fingida sorpresa.

—Un novio o algo —añadió.

—Sí, ¡o un casero! Nos ha traicionado… ¡se ha buscado otro piso! ¡¿Por quéee?! —dije haciendo el idiota mientras la gallega se me quedaba mirando, Mari me seguía el juego poniendo cara triste al igual que Gloria, y Marta… Bueno, ella sencillamente me ignoraba mientras cambiaba de canal sin estar contenta nunca con uno.

Después, mientras la gallega se echaba la siesta y Gloria jugaba con su ordenador, la arisca y la rubita estuvieron un rato jugando a las cartas conmigo. Recibí alguna llamada de Sara, en la que me daba carantoñas bajando la voz para que no la descubriesen, y nos mandábamos besitos.

Más tarde Marta se había ido a fumar a la terraza y después a su cuarto. Yo seguí jugando con Mari un rato a las cartas, y luego, como la noté cansadilla y se aquejaba de un hombro, le dije que se acercara. Total, ya le había dado un masaje en los pies antes… ya iba a dar igual. Así que se sentó en el suelo, entre mis piernas, mientras yo estaba en el sofá. A esa altura procedí a apretar suavemente pero con firmeza los músculos de sus hombros, por encima del pijama, claro. Le retiré sus cabellos dorados, y empecé a contarle que era una de las cosas que aprendí cuando hacía artes marciales, años atrás. La gente piensa que sólo consiste en golpear, pero no es así, también hay mucha medicina física. Luego, le aconsejé que se diese un baño calentito para terminar de relajarse.

 

A la tarde Marta y Ana salieron por ahí, la otaku debía seguir en su cuarto y a Mari no había vuelto a verla aún desde que se fue a bañar, cuando estando yo solo viendo la tele en el mini salón, oí la puerta y supuse que serían la gallega y la arisca que se les habría olvidado algo. Pero era Ioana, y venía en silencio, con el maquillaje corrido y los ojos rojos. Venía muy mal.

—¿Qué pasa? —le pregunté, pero ella no decía nada—. ¿Ioana…? —insistí yo.

—Nada —dijo entre lágrimas, tratando de escabullirse y subir por la escalera.

—Ey, ey, ey —dije levantándome y deteniéndola—. ¿Dónde vas, pitufina? —y la agarré por las piernas y la cintura y la alcé en el aire entre mis brazos; nada difícil teniendo en cuenta que era más enana y liviana que mi pequefresa.

La deposité en el sofá, mientras ella lloraba, y me dispuse a averiguar qué había pasado.

—Que los shicos sois imbéciles —sentenció con su acento, ahora enturbiado por las lágrimas.

—Cuéntame… ¿qué ha pasado?

—Estoy saliendo con… un companiero de facultad —comenzó a relatarme tras unos segundos—. Bueno, él tiene dos anios más pero sólo está en el curso siguiente, y… —yo asentía y la escuchaba en silencio—. Llevábamos ya unos meses…

—Hum, sí.

—… y pues me dice que está bien pero que no quiere nada serio…

—Ahá.

—… conmigo.

—¿Huh? —me extrañó la aclaración, porque alguien no necesita meses para darse cuenta de que no quiere nada serio con alguien—. Bueno… no sé… Ya sabes que hay muchos cabrones que van de buenos para llevarse a las tías a la cama, y luego «no, si yo no quiero nada serio» —dije mientras le ponía la mano sobre el hombro y a la vez pensaba «aunque bueno, la culpa es vuestra por abriros de piernas tan pronto».

—Ya pero… no es eso… O sea, no era así… Y me lo hubiese dicho mucho antes, no ahora tanto tiempo después, ¿no?… Dice que estoy muy bien, pero que…

—¿Si?

—Que las rumanas somos unas guarras… y que no le da seguridad… que igual sólo estoy con él por dinero —yo abrí mis ojos como platos—. Que por eso no quiere algo serio conmigo.

—¡Joder, hija! Son unas guarras para tener algo serio, pero para llevaros a la cama eso no les importa, ¿no? —dije indignado y con sarcasmo.

Me jodía, porque si bien en parte podía entender el concepto al que había llegado el gilipollas de su «novio» (o lo que fuera), también era cierto que no era necesario tardar tanto tiempo jugando con los sentimientos de una persona. Y más cierto aún era que conocía a Ioana y para nada te daba esa sensación. Sí, era una chica rumana, muy femenina y guapa, pero no era una golfa ni una aprovechada. Era muy agradable, educada, limpia (su habitación estaba mucho más ordenada que la de Gloria), y me atrevería a decir que era la más inteligente de la casa, incluyéndome yo.

—Ahora me dice eso, y… me entero que va diciendo a sus amigos cómo ha estado conmigo, y esas cosas… —me dijo la pobre echándose a llorar, llevándose las manos a la cabeza.

Yo no juzgo a la gente por su raza, sino por su comportamiento… y me jodía de sobremanera que a una buena chica le estuvieran colgando el muerto, que para colmo ese mamón lo empleaba de excusa para aclararle, meses después de él aprovecharse, que no quería nada más. Me dio mucha pena, la verdad, aparte de unas ganas tremendas de patear culos (y si hubiese estado Marta lo habría secundado). Así que la cogí por los hombros y le di un fuerte abrazo, le besé el cabello y la acaricié; después proseguí. Sabía que era una chica muy inteligente y racional, así que creí que podría hablarle claramente sin tapujos.

—Tienes que entender Ioana… que la mayoría de rumanas que vienen aquí, vienen a lo que vienen… Es comprensible por ello que en el pensamiento colectivo de la sociedad, se asocie a un grupo de gente con su mayor comportamiento genérico. Es como cuando la gente asocia la fiereza con los leones… Seguro que alguna vez alguien se perdió en la sabana y se topó con un león que fue muy juguetón y cariñoso, pero no era lo esperable…

—Ya, pero yo…

—Pero tú no eres así; y es lo que me fastidia. Joder, qué pasa, ¿que empezó contigo amparado en la idea de que sólo serías «una guarra extranjera a la que tirarse»? Pues ese tío es un cretino y un cabronazo que se merece que le sodomicen con un paraguas y luego lo abran —ella detuvo un instante sus lágrimas para dejar escapar una pequeña risa—. Eres una chica genial, muy guapa, presentable, ¡muy inteligente, coño! Le das tres mil vueltas a ese imbécil.

—Ya, pues… no es lo que se dice. Al parecer, ahora, por lo que ha ido contando por ahí, yo no soy más que «otra zora rumana» —me dijo la pobre indignada y volviendo a las lágrimas.

—Pues él no es más que otro chulo-putas agilipollado de la fauna autóctona. Y a diferencia de lo que él dice de ti, esto sí es cierto.

Si bien no controlaba el 100% de la vida de mis inquilinas, ya las llevaba conociendo durante meses (a algunas más que a otras), y las había visto convivir, expresarse, relacionarse con los demás de la casa, etc. Así que podía afirmar que Ioana era una chica más que ejemplar. Era un encanto de persona, y por su comportamiento, su forma de hablar y de expresarse… un montón de impresiones que desde luego te hacían alejarte del prejuicio de «es una guarra aprovechada más».

Aquello era como si una norteamericana modélica de 55 Kg saliera con un idiota que, al poco de habérsela zumbado tanto como ha podido, le soltara que todas las norteamericanas son unas focas zampa hamburguesas y amantes de los rifles.

Nunca había visto llorar a Ioana, y es una imagen que ablanda corazones. Tan pequeña, con su larga melena, con esos ojazos… y llorando por un chulo imbécil que tenía la boca muy grande (y los cojones muy pequeños, está claro).

—¿Tú piensas eso de mí? —me preguntó de sopetón.

—Para nada… Puede que no te conozca «en profundidad», pero joder… Se te ve a la legua que no eres una cualquiera. Y he conocido a muchas chicas en mi vida, españolas, que con sólo verlas un par de veces ya las tenía caladas de que eran unas zorrupias de cuidado.

—Si… tú y yo… fuésemos juntos, tú… —a veces se atascaba, pero era pensando la palabra en castellano—. ¿Te importaría presentarme a tus padres?

—¿Eh?

—O sea, ¿tendrías algún problema con eio?

—Te refieres a, si fuésemos pareja, ¿si te presentaría a mis padres y eso con el tiempo?

—Eso.

—Claro… ¿por qué no?

—Como soy rumana…

—Joder, so boba, ¿y? A mí eso me daría igual. No eres como muchas rumanas que he visto, y por fortuna tampoco eres como muchas españolas. ¿Por qué me iba a ser un impedimento? No se trata de raza, sino de comportamiento. Y tú —dije tocándole la naricilla y sonriéndole— eres una pitufina rumana muy agradable.           

—Gracias, Adirian… de verdad —ella sonrió, y estando pensativa unos segundos prosiguió—: Pero, ¿tanto se nota que no soy de aquí? O sea, la voz entiendo…

—Bueno, se nota… tú tienes rasgos muy característicos.

—¿Cuáles?

—Por ejemplo tu nariz.

—¿Mi nariz? ¿Qué le pasa? —yo me reí.

—Que te delata —dije mientras me encogía de hombros— como procedente del este. Esa nariz es muy característica, ¡pero no es fea! —me apresuré a decir ante su mirada—. Y bueno, esos ojos tan bonitos con ese aire que tienen… no sé… Se nota mucho que eres del este; pero ya digo que ese no es el problema.

—Al parecer sí… porque si fuese espaniola no habría habido problema —concluyó claramente triste.

—Mira, ese tío es un energúmeno. Si no quería nada serio contigo, por lo que fuera, que no hubiese estado jugando contigo. No que ahora va y te suelta semejante bomba y… ¿empieza a contar vuestras intimidades por ahí? ¿Para qué? ¿Tratar de dejarte en mal lugar? ¡Pero qué coño! ¿Entonces él en qué lugar queda? Además, tú eres una chica decente y le das mil vueltas a ese panoli; que piensen lo que quieran, pero el cerdo es él. Está claro que no te ha sabido valorar y sólo se ha aprovechado. Y tú vales más que eso…

Ella me miró, con los ojos llorosos y el maquillaje corrido, se lanzó hacia mí a darme un abrazo muy fuerte y un beso en la cara. Luego se separó, y mientras yo le sonreía me lo agradeció en varias ocasiones, me dio otro beso y me dijo que ya había pensado mandar a su «novio» a hacer puñetas al día siguiente. Se fue para su cuarto y justo subía cuando apareció Mari Carmen por la escalera.

—¿Pasa algo? —me preguntó la rubia.

—Nada… ¿Y tú de dónde vienes?

—Del baño… —dijo apretando los labios y algo avergonzada.

—¡Joer! Pues menudo baño de relax te habrás pegado, sí que…

—Ya te digo…

Y vino y se sentó conmigo a ver la tele un rato.

(9,40)