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Mi primera vez. Coitus interruptus

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Me llamo Enrique, actualmente estoy felizmente casado ¿así se dice? Soy una de esas personas que está retratada en todas las estadísticas: Ni alto ni bajo, no soy feo, pero vamos, tampoco soy un galán. Mi juventud fue algo “alborotada” para la época que viví, éramos unos santos en comparación con la juventud actual, no se me malinterprete, pero en nuestra juventud llegar a dar un beso a una chica, bailar con ella y darse unos achuchones ya tenía mucho mérito. Y eso sí, yo respondía al tipo que definía a un español la gente de los años 60, época en que se sitúa el relato: Hombre moreno, bajito, que siempre está de mala leche porque piensa que los demás follan más que él.

Han pasado unos cuantos años y haciendo limpieza de documentos, el otro día encontré fotos de mi juventud que me han activado la memoria.

Transcurría el año 1962 y como ya han transcurrido tantos, no sé donde acaba la realidad y empieza la imaginación.

Salía con Marina, era una chica un poco más bajita que yo (¡No era enana!), de pelo negro, ojos negros como el carbón y con un brillo tan expresivo en su mirada que te atrapaba irremediablemente; su cinturita era estrecha, un culito respingón en el que se podía colocar dos copitas de buen cava, y unas tetas primorosas, no sé si su tamaño era 90 o 120, porque en aquellos tiempos, tanto los terrenos como las tetas se medían a palmos, y a mí las de Marina no me cabían en las manos, pero eso lo pude constatar pasado bastante tiempo, costó que me dejase tomar sus medidas. Realmente  he dicho salía con ella, cuando la realidad es que decíamos que éramos novios. Ella y yo con nuestros flamantes 17 años, mejor será que redondeemos la historia a los 18 años.

Nuestra relación se limitaba a vernos en su casa o en la mía cuándo yo regresaba de trabajar, éramos vecinos y había mucho contacto entre nuestras familias. Los sábados y domingos íbamos de excursión, al cine o a bailar... ¡Ja!, el baile. En aquella época no habían macro discotecas como ahora, el salón de baile acostumbraba a ser un local con las sillas dispuestas alrededor del espacio destinado a bailar, cada asiento uno al lado del otro,  con las chicas sentadas y los chicos dando vueltas alrededor mirando a las niñas, escogiendo la más bella, la más pícara, la que más dispuesta estuviese… (Jejeje, eso es lo que nosotros creíamos, porque ellas eran siempre las que decidían con quien bailar). Era un contínuo ver las negativas de las muchachas, con gestos que parecían combatir la tortícolis, esas negativas hacían una selección entre los chicos, muchos ya desanimados se retiraban enseguida. Yo era de esos, muy tímido y aún lo soy,  eso de ir pidiendo baile a las chicas no era para mí. Empecé a ir a bailar porque a Marina le gustaba y me lo pedía, además era una manera de estar apretaditos sin que nadie se escandalizase. La música casi siempre eran actuaciones en vivo, de orquesta o de uno de los miles de grupos musicales que pululábamos por Barcelona.

Un sábado estábamos bailando, canciones lentas como siempre, eso de saltar era para los demás; después de unos cuantos bailes empecé a notar un dolor intenso, que me dejaba los genitales a punto de explotar, conforme pasaba el tiempo e iba sumando bailes el dolor se acrecentaba, apenas podía andar y mucho menos bailar, el asunto requería una actuación inmediata.   Mi novia y yo éramos vírgenes, bueno…yo seguro lo era. Tenía unas ganas tremendas de hacer cositas de adultos con ella, quería perder la virginidad, hacer eso que algunos amigos decían que era tan placentero. ¡Ya me tocaba!, conocía a Marina desde que éramos niños, aún no habíamos pasado de los toqueteos mutuos, el miedo, la represión, la educación de la época… todo influía.

Como pudimos nos fuimos del baile.  Ella tenía que ir a casa de una de sus hermanas,  para quedarse a pasar la noche a cuidar sus dos sobrinos. Marina era la cuarta hermana de la familia y bastantes veces vigilaba a los sobrinos,  mientras su hermana y su marido disfrutaban de la Barcelona nocturna. Marina y yo, después de salir del baile, aún disponíamos de bastante tiempo y fuimos a pasear por el parque de Montjuich, estaba cercano a casa de su hermana.

Había poca gente en los jardines, era por la tarde y nos sentamos en un banco, la zona era de frondosa vegetación, era un lugar ideal para las parejas. Empezamos a hablar, a acariciarnos, a acaramelarnos… el dolor que yo tenía en los genitales ya llegaba a extremos inaguantables. Yo sabía que Marina estaba en sus días, por lo que las perspectivas eran las habituales. Nos besamos.

-Marina, te voy a comer a besos… si no tuvieses el período, no sé lo que te haría…

-Ya no lo tengo, Enrique- me contestó ruborizada y con voz queda.

Esas palabras fueron como el pistoletazo de salida de una carrera. Fue como si me hubiesen aplicado un abrasivo químico en la uretra. Dolor, erección, humedad, acción… No recuerdo quien de los dos estaba más nervioso y ardiente. Nos colocamos detrás de un seto, en medio del jardín, resguardados de la vista de algún posible paseante. Nos besábamos como si el mundo se fuese a acabar. Nos acariciábamos y nos empezamos a despojar de alguna prenda íntima que ya nos molestaba. He de aclarar que de formación erótica, conocimiento del sexo, y de cómo complacer a una mujer, de todo ello yo no tenía la más remota idea. Seguía besándola, yo no tenía muy claro que hacer ni cómo seguir; Marina liberó mi pene de su encierro con gran habilidad, empezó a acariciarme el miembro con una suavidad deliciosa. Tuve la idea de corresponder a sus caricias e introduje mis dedos debajo de sus bragas (pantaletas), empecé a acariciar entre la espesura de su negra selva. Noté una humedad increíble, era muy pero que muy suave, seguí paseando los dedos por allí,  ella suspiraba muy fuerte y gemía. Yo ya no sabía si tenía dolor de genitales o me iba a explotar el pene. Los abrazos, toqueteos y besos, nos llevaron a estirarnos en el suelo, en medio de los matorrales. Y llegó el momento cumbre, ella guió mi pene con su mano a su mojadísima vagina, con mi soldadito en su mano estuvo frotándose con frenesí, su respiración se aceleraba, elevaba la pelvis, se movía como una culebra.

-Métemela ya, no esperes más- me ordenó jadeando.

-¿No te haré daño, cariño?- pregunté yo desde mi limbo particular, -me han dicho que duele un poco-.

-¡¡Métemelaaaaa!!

Obediente y sumiso ante tal orden, apreté el pene muy poco a poco, con temor de lastimarla… y de lastimarme. Marina no estaba conforme con eso y poniendo las manos en mi trasero se apretó contra mí con energía, de golpe, mi polla le llegó hasta el fondo. ¡Oh, que gozo!, era algo delicioso, nada que ver con los placeres que me proporcionaba mi mano. Estuve unos instantes quieto, parecía que su vagina me la estaba acariciando. Pero de dolor por la penetración nada de nada, me habían dicho los amigos que la primera vez hacía daño, que escocía, que salía sangre… seguro que habían exagerado porque a mí ni me dolió ni vi sangre. Quizás otro día explique el porqué.

Empezamos el clásico movimiento de mete y saca, yo no era consciente de nada de lo que hacía, todo era suavidad y placer. Estar en el cielo debía ser así. ¡Qué delicia! Y Marina no paraba de dar pequeños grititos, que a mí me excitaban más…

-¡¡¿Qué hacen ustedes aquí?!!-

Enfriamiento, empequeñecimiento, retroceso… pobre pene, quien te vio y quién te veía ahora.

De repente apareció uno de los guardas del jardín con una cara de mala leche…. Acojonaba de verlo.  No nos habíamos percatado de su presencia por la emoción del momento y porque seguro se había acercado sigilosamente a espiarnos. Nos tuvo de pie, avergonzados, no fue necesario que yo guardase mi pene en el pantalón, simplemente éste había desaparecido. El guarda nos estuvo recitando todas las ordenanzas cívicas, nos decía que el lugar era un jardín municipal, que estábamos dentro de un vivero, que llevábamos mucho rato destrozándolo, que debía denunciarnos... Y él, mientras tanto, miraba fijamente la blusa abierta de Marina que dejaba entrever sus tetas y como ella se ponía las bragas. ¡¡Había estado mirándonos, deduje yo!!  Teníamos tal cara de pena, y yo también de dolor, ¡Maldito dolor de cojones que aún tenía!,  que el guarda después de acabar de repasarnos visualmente, se apiadó de nosotros: No nos denunció.

Como pudimos arreglamos nuestras ropas, mis testículos seguían en guerra, empeñados en recordarme que estaban allí. Acompañé a Marina a casa de su hermana y al llegar nos quedamos un rato en el rellano de la escalera, nos estábamos despidiendo y empezamos de nuevo a besarnos y acariciarnos… La escalera vecinal, después del último piso, seguían más peldaños con un recodo para tener el acceso a la azotea. Subimos hasta allí,  no nos podía ver ningún vecino. Decidimos seguir lo que el guardia había interrumpido, Marina era muy expresiva, muychillona, así que mientras follábamos, para ahogar sus gritos no paraba de besarla.  Esta vez sí, ¡¡¡sííííí!!! Ella estaba como ida, con los ojos en blanco, mi dolor se hizo intenso, intensísimo, noté que estaba a punto de correrme, la saqué con el tiempo justo de dejar un recuerdo en la pared para la posteridad, ¡qué barbaridad! creo que nunca he vuelto en mi vida a eyacular tanto…

De la primera vez se dice que la mujer no lo olvida nunca. Yo tampoco lo he olvidado. Sobre todo si hubo un guardia que te cortó el polvo en el mejor momento. Después del tiempo he reflexionado y me quedo pensando, porque lo que el guardia pudo ver cuando nos espiaba, no era ni las tetas ni el cuerpo de Marina,  porque ella estaba debajo de mí, entonces… ¿qué estaba espiando el guardia?

(8,00)