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A ras de sexo

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Cuando empezó a masajearme los pies para "relajármelos", según decía, noté cómo esa supuesta inocencia me subía por la médula espinal a modo de excitación. Por supuesto, mantuve la compostura que esas situaciones exigen ya que, al fin y al cabo, estaba ahí para hacerme un tratamiento de pedicura con uno de los más reputados podólogos de Barcelona. El problema es que su avanzada edad (unos 50 le echaba yo) no consiguió mermar mi acaloramiento, más bien al contrario. En mi foro interno creo que el morbo iba creciendo tantos puntos como dedos tenía yo en mis pies. Hubo un momento que no supe cómo colocarme para disimular alguna que otra exhalación.

Mientras tanto, el doctor, inmerso en su rutinaria maestría con las manos, solo se centraba en aquello para lo que vine. Yo no estaba muy segura de qué hacer en ese momento. Era consciente de que en cualquier momento soltaría un gemido de placer, y eso me avergonzaría muchísimo. Intenté guardar las formas y apaciguar mi excitación moviendo mi trasero nerviosamente sobre la silla modernista de terciopelo. Recuerdo que llegué, incluso, a cerrar los ojos durante algunos segundos, varias veces, y solo esperaba que el doctor no se hubiera percatado de ese detalle.

Mis leves movimientos compulsivos habían deslizado mi falda por encima de mis rodillas. La tela que, hasta el momento, me había cubierto mis vergüenzas decimonónicas, se había desplazado hacia arriba, lo cual me llevó a plantearme una osadía que aún hoy me sorprende: decidí separar un poco las rodillas para ofrecer la oportunidad de dejar vislumbrar mis bragas a aquel que estaba justo delante de mí absorto en la terapia. Si soy sincera, no esperaba que esa sutil pretensión mía tuviera consecuencias en absoluto. Es más, imagino que probablemente por eso que me atreví a hacerlo.

Justo en ese momento el doctor soltó mi pie derecho y me comentó que "le tocaba al otro". Se levantó del taburete y, a la vez que se incorporaba para desplazarse, colocó el asiento a mi izquierda para proceder con el pie de ese lado. La diferencia es que, en esta ocasión, se lo puso sobre su rodilla derecha "para sentirse más cómodo". Es justo lo que mi subconsciente llevaba deseando desde hacía decenas de minutos. Al ubicar el pie por encima de mi propia cintura, la visión de mi ropa íntima era inevitable tras haberse movido intencionadamente la tela que antes la cubría por completo.

El masaje del pie izquierdo fue algo más suave, más cadencioso, con una paciencia que alargaba el tempo de forma insoportable. Estaba tan exacerbada ya que, casi sin quererlo, separé un poco más mis rodillas dejando más a la vista el escudo de mi intimidad genital. Y, sin poder controlarlo, solté un pequeño gemido que enseguida tuvo su reacción:

-"¿Te estás excitando bastante, verdad?"

-"Creo que me estoy excitando demasiado, doctor".

-"Es normal, los pies son una zona muy erógena, y su manipulado talentoso es realmente erótico. Espero que no estés muy incómoda. Yo estoy acostumbrado".

-"No es eso…"

No supe cómo acabar la frase. "¿No es eso?" Joder, qué lumbreras soy. La auténtica verdad es que la indiferencia de ese tipo, junto a la profesionalidad y dedicación por lo suyo, me ponía más caliente aún. Hirviendo, en verdad. Al tener las piernas un poco separadas, y una de ellas más elevada que la otra, notaba cómo mi coño empezaba a humedecerse en serio. Era la primera vez que sentía físicamente el deslizar de mi flujo desde dentro hacia afuera. Era consciente, por lo tanto, de que en algún momento u otro se me iban a mojar las bragas por la zona más explícita. Eso si no lo estaban ya. Y él a lo suyo. Aunque no tanto:

-"Te estás poniendo realmente cachonda, Eva. Esto ya no es simple excitación. No es que me importe, al contrario. Eres muy hermosa y me halaga que, a mi edad, aún pueda poner así a una veinteañera tan guapa como tú".

Dios, esto me ratificó que, efectivamente, ya tenía el escudete mojado. Yo no podía verlo, lógicamente, las leyes de la Física me lo impedían, pero lo deduje tras ese comentario tan "halagador". Yo estaba ya desbocada sexualmente, pero reprimida por la vergüenza de la situación. El propio doctor se encargó de romper el hielo:

-"Acabo ya con este pie, también, porque veo que estás mojando tus braguitas con tanta agitación".

Sin palabras. Se levantó de nuevo y clavó el taburete de diseño justo entre mis dos pies. Con una de sus manos separó un poco mis piernas, que ya descansaban en el raso, y desplazando mis rodillas un poco, una a cada lado, se sentó otra vez. Sin siquiera mirarme a los ojos levantó lo poco de falda que aún quedaba sobre mis muslos y se abrió paso visual hacia mi entrepierna.

-"Llevas un buen rato lubricando y, si me lo permites, voy a acariciar tu zona íntima para conseguir que llegues al orgasmo por una buena razón, no con una terapia podológica".

-"Sí que me he excitado mucho. No era mi intención mostrar esta lujuria, pero tampoco era consciente de lo que me esperaba con este tratamiento cuando decidí venir". Es lo único que se me ocurrió en ese momento.

-"No te preocupes por eso ahora", me dijo.

¡El tio no se cortó ni un pelo! Ahí donde lo veis, tan callado y circunspecto, resultó ser un moja bragas profesional… Agachó un poco la cabeza para poder ver mi tela empapada entre mis carnes. Estiró uno de los brazos hasta que la mano alcanzó su objetivo. Sabía muy bien lo que hacía, claro. Con toda seguridad era un hombre curtido, no solo en la idiosincrasia de la vida, sino en lo más divino de la misma.

Cuando posó su dedo pulgar sobre la tela, en la zona más sensible de mi ser, no pude evitar dar un saltito en la silla mientras se me escapaba un "ufff". El doctor no pareció escucharme, no se inmutaba, era como si no estuviera ahí, como si me masturbara yo sola con el dedo de un fantasma. Lo movió primero lentamente, siempre sobre la tela, y luego aceleró el ritmo mientras yo movía mi trasero apoltronado de un lado a otro. Mis "uffs" pasaron a ser gemidos más explícitos. Y entonces el doctor clavó su mirada en la mía:

-"¿Te gustan los juguetes, Eva?"

No sé si se refería a los Madelman, lo cual no tendría ningún sentido en el contexto actual, o se refería a los sofisticados artilugios sexuales para conseguir orgasmos cuasi forzados.

-"¿Juguetes?", respondí entre dos gemidos. "Tengo uno en casa, sí".

-"Estupendo, porque voy a usar uno contigo. Me gustaría que no olvidaras nunca esta visita al Podólogo", espetó con una sonrisa cerrada.

Me dio un poco de miedo. No entendí qué quería decir exactamente con "juguetes". Pero, la verdad, estaba ya tan sumamente cachondaza, que por mí como si me quería meter un Scalextric por el chocho.

En ese momento se levantó dejándome a mí ahí con una postura algo ridícula, el pompis en el extremo de la silla, las rodillas separadas un metro la una de la otra, y agarrada con las manos al respaldo. El doctor se dirigió a un pequeño armario sito al lado de su escritorio, y saco de él algo que no pude apreciar bien desde mi posición. Inmediatamente, abrió uno de los cajones de ese escritorio y sacó lo que me pareció el envase hermético de un condón.

Se lavó las manos en una pequeña pila de época que tenía en el rincón del despacho y, al acercarse de nuevo a mi posición empecé a vislumbrar lo que se proponía. El "objeto no determinado" era exactamente un pollón de látex del 20, al menos. Era grande y grueso, lleno de venas simuladas y una cabeza muy bien conseguida. Me quedé sin habla. Pensé que no era un buen momento para decir nada. O me iba a casa en ese preciso momento o me quedaba ahí a "jugar" con Rocco Siffredi. Y me clavé. Mi vista seguía con interés ese objeto inanimado. Y también al pollón. El doctor abrió la funda del preservativo y cubrió el cilindro irregular de la misma forma que se lo pone un follador habitual: habilidosamente.

-"Que no te asuste el tamaño, solo voy a darte placer, no tengo intención de que lo pases mal".

-"¿Pero es algo grande eso, no?" le comenté con cierta preocupación.

-"No olvides que por ahí salen los niños", afirmó el muy capullo.

-"Pero no quiero parir, solo eyacular". No le gustó mucho ese comentario.

-"Tú relájate".

El doctor acercó a mi silla una mesilla baja sobre la que depositó una toalla blanca y el dildo encondonado sobre ella. Se sentó de nuevo en el taburete, justo delante de mí, y me pidió que me levantara "un momento". Así lo hice. Me puse en pie permitiendo que toda mi ropa se recolocara de nuevo por su propio peso. Esa posición erguida hizo que la cabeza del doctor quedara a la altura de mi barriga y, sin prisas pero sin pausas, introdujo las dos manos dentro de mi falda para estirar, por ambos lados, mi ropa interior hacia abajo. El movimiento era tan pausado que estuve a punto de arrancarme yo misma las bragas para empezar con el "tema". Pero en realidad, de eso se trataba. Su morosidad tenía como objetivo mi ascendente excitación. Me deslizó la tela hacia abajo hasta llegar a mis pies. Le ayudé a deshacerme de ellas levantando uno y luego el otro y, cuando las tuvo en sus manos echó una mirada a su interior para confirmar mi extrema calentura. Me enseñó ese pedazo de tela manchado mientras me sonreía con semblante de niño travieso.

-"Has estado mojando un buen rato, por lo que veo".

-"Ya le dije que para mí es inevitable". Justificando esa guarrada de bragas.

Antes de pedirme que me sentara de nuevo, se levantó él para colocar la toalla extendida sobre mi silla. Me pidió que le ayudara a cubrir toda la superficie del asiento, y así lo hice. Se volvió a sentar en su taburete y, levantando mis faldas hasta la cintura, me invitó a sentarme de nuevo.

-"Tienes un chochito precioso", dijo. "Pon una pierna en cada posabrazos, por favor".

El muy cabrón me quería bien abierta. No dudé ni un segundo en obedecer. Con la falda subida y las piernas abiertas, el acceso a mi sexo era total ahora mismo.

-"Menos mal que pusimos la toalla" soltó entre dientes.

Es evidente que yo estaba soltando alguna gota de flujo que acabó, afortunadamente, en la toalla. Me puso la mano en la frente y me reclinó con cariño hacia atrás, apoyándome totalmente en el respaldo de la silla.

-"Ahora déjame a mí"

Enseguida comenzó a acariciar mi clítoris desnudo que, poco a poco se iba hinchando hasta descapucharse del todo. Cuando lo hubo conseguido se centró en mis labios, extendiendo con sus dedos todo el flujo que conseguía de mi cueva. Mientras él invadía mi intimidad más húmeda yo solo podía centrarme en no gemir demasiado alto. Ese frenesí sexual era desconocido para mí. Hasta hoy mismo los tíos solo querían de mí "un buen polvo" y correrse en mi cara, como en las escenas de XHamster. No es que me disgustara ese concepto, pero aquí estaba descubriendo que el placer puede interpretarse de forma muy distinta. El doctor solo se estaba centrando en el mío, y eso me impactó de forma muy positiva.

De vez en cuando, entre gemido y soplido, yo forzaba mi cuello para intentar otear de qué forma este tipo me estaba llevando al Limbo. No conseguía apenas ver nada más que su muñeca. El resto lo tapaba la falda arrugada sobre mi estómago. Lo que sí percibí en uno de esos viajes fue un aroma a sexo que subía irremediablemente hacia mis fosas nasales. No era un olor fuerte, pero olía a sexo, joder. La misma esencia que disfruto cuando me masturbo en casa y me corro en mi mano. Reconozco que me daba un poco de vergüenza pensar que mi compañero de paja reconociera ese olor a coño que, por otro lado, no es que estuviera sucio, sino que desde la ducha matinal no había pasado por enjuague alguno. Y sí por varias meadas. Y claro, la ley de Murphy:

-"Me gusta mucho cómo mojas y cómo hueles, Eva".

Solo se me ocurrió responderle con otro gemido y varios soplidos más. Sus caricias eran cada vez menos sutiles, aportando más fruición. Notaba perfectamente que con el pulgar apretaba mi botón y luego lo deslizaba hacia mis labios calientes y muy lubricados. Luego usaba el dedo medio y el anular para frotarme toda la vulva, haciendo finta de introducírmelos una y otra vez. Pero nunca llegaba ese momento. Yo estaba tan caliente ya que era consciente de un inminente orgasmo. No pude evitar gemir y respirar de forma muy acelerada. No quería descargar aún, pero el doctor sabía muy bien lo que hacía, y el desenlace era inevitable a muy corto plazo.

-"Me voy a correr ya", le solté al tipo no sé cómo, ya que mi respiración era ahora caótica.

Al oírme decir eso, al doctor no se le ocurrió otra cosa que forzar mi llegada penetrándome hasta los nudillos los dos dedos juguetones, haciendo que entraran y salieran de mis entrañas a toda velocidad. Solo pudo hacer tres viajes porque de repente me contraje brutalmente para empezar a eyacular. Durante algunas centésimas de segundo sentí la invidencia con los ojos en blanco, la boca abierta, la mirada al techo, el cuello encogido y una de mis manos atrapando con fuerza el puño del doctor para evitar cualquier movimiento en esos segundos de hipersensibilidad. Los movimientos pélvicos eran eléctricos y yo notaba cómo mi ano se contraía una y otra y otra y otra vez. Parecía no acabar nunca. Ahora puedo decir que jamás había sentido un orgasmo semejante. En ese momento no parecía algo efímero… el placer no quería abandonarme. Pero lo hizo. La mano ejecutora del doctor seguía agarrada por mí con sus dos dedos dentro, y cuando me relajé un poco yo misma se los retiré fijándome atentamente en todo lo que había eyaculado: sus dedos, pero también la palma de su mano, estaban cubiertos por una película viscosa y lechosa que yo misma le había proporcionado en el límite de mi inspiración.

-"Eres preciosa, Eva". Para halagos estaba yo ahora…

El doctor me invitó a depositar mis piernas en el suelo. Estaba tan congestionada que cualquier movimiento me dolía. Se fue a la pila y se lavó las manos con ganas. Hacía el gesto de olerse los dedos y lavarse, olerse y lavarse. Parecía querer eliminar cualquier rastro de lujuria, aunque ésta fuera olfativa. De vez en cuando giraba su cabeza para mirar cómo me estaba recuperando yo, sentada sobre una toalla manchada de esperma femenino.

-"No he acabado contigo aún. No te limpies el coñito, que me gusta así".

Ya me extrañaba a mí que Rocco Siffredi solo sirviera de inspiración.

En ese momento llamaron a la puerta de la consulta con dos golpes secos, e intentaron entrar sin éxito gracias a la pretérita precaución del doctor, que había cerrado con pestillo. Pegué un salto, me arregle la ropa y el pelo como pude y me senté en la silla frente al escritorio del doctor, con las piernas cruzadas y cara de niña buena, como una colegiala en el despacho del director. Él se acercó a la puerta y permitió el acceso del, para mí, desconocido. Se trataba de Jorge, su ayudante y relevo en la consulta. Me presentó y se pusieron a hablar de cosas de trabajo que no entendí ni me interesaban.

-"Bueno, yo me voy ya, que es tarde", comenté con voz titubeante.

-"Espera Eva, te dejas algo", replicó el doctor a mis intenciones.

Joder, el tío había dejado mis bragas y a Rocco sobre la mesita, junto a la silla protagonista de la tarde. Lógicamente, Jorge se percató inmediatamente de la situación. Qué coño hacían ahí unas braguitas y un pollón del 20. No podían ser del tipo de mantenimiento… O sí. Pero, por si hubiera alguna duda razonable:

-"Eva y yo hemos estado experimentando el nivel de excitación que aporta un buen masaje de pies. Una cosa ha llevado a la otra y he hecho que se corra".

Hijoputa… ahora sí que no supe qué decir.

-"Joder, pues es un buen pollón ese", esgrimió Jorge regalando una opinión muy semejante a la mía. Empezaba a caerme bien.

-"Aún no lo hemos usado, pero tenía intención de follármela con eso antes de que vinieras", vomitó el doctor con tono irónico. "Eva, te importa si Jorge se queda mientras acabo contigo esta tarde?"

Me quedé atónita. No me podía creer lo que me estaba pasando. Por un lado me parecía una desvergüenza imperdonable que el doctor me propusiera algo así. Y por el otro reconozco que el morbo del voyeurismo me tira bastante. No tengo porqué estar mirando yo. Ser protagonista de algo así siempre ha sido una de mis fantasías, como hacer un trío con dos tíos, tirarme a un negro o comerme un buen coño. Noté que me estaba poniendo muy perraca otra vez, justo mientras pensaba qué responder a la oferta del doctor.

-"No sé si es muy buena idea, doctor. Lo he pasado muy bien antes y no me gustaría estropear la tarde". Se me ocurrió esta excusa tímida, sin convencimiento.

-"Te aseguro que nada se estropeará hoy, Eva", comentó el doctor, muy sugestionado.

Y Jorge "el ayudante", ahí pasmado, mirándome de arriba a abajo, desnudándome lascivamente con su mirada… Un tipo alto, treintañero, más bien guapetón. Se acercó a mí y me tendió su mano para atraerme hacia él. De cerca estaba más bueno, era algo canoso y tenía una piel muy cuidada. Una especie de metrosexual de gimnasio pero sin tanta cacha. Olía bien. Recién duchado, sin duda. Y perfumado. Llevaba anillo de casado. O sea, no follaba. Se mostró cercano y por encima de las circunstancias, aquellas que a mí aún me tenían ruborizada. Se puso detrás, me apoyó las manos en los hombros y acercó su boca a mi oreja para susurrarme que "estaba muy buena". Yo giré la cabeza hacia atrás para intentar susurrarle también al oído "y tú estás casado". No dijo nada. Se limitó a acariciarme los hombros, desde atrás, los brazos hasta las manos pegadas a mi cuerpo. De allí se abrió camino a mis caderas. Y empezó a moverse como si me quisiera bailar, y que yo le siguiera. Reconozco otra vez que me estaba poniendo muy cachonda. Me resultaba curiosa la rapidez con la que estos dos tipos eran capaces de calentarme. Es algo que nunca me había sucedido antes. Siempre he necesitado mi tiempo para empezar a lubricar y estar dispuesta al sexo físico, pero esa tarde todo lo estaba cambiando.

El doctor debió estar haciendo cosas mientras Jorge me estimulaba a flor de piel, porque cuando abrí los ojos estaba a dos metros de nosotros con el dildo color canela en la mano, como diciendo "mira lo que te está esperando". Esa perspectiva era enervante: por un lado tenía a Jorge acariciándome y bailándome de forma sensual y, por el otro, el doctor le estaba sugiriendo, con la mirada, que me preparara para la penetración de goma. Y así lo entendió Jorge porque enseguida metió una mano bajo mi falda, desde atrás, ahí de pie, para accederme a la entrepierna donde, no solo no halló unas bragas, sino que se sorprendió de lo mojada que estaba. Y así se lo hizo saber a la concurrencia:

-"¿Cómo puedes mojarte de esta forma, Eva?"

No se me ocurrió ninguna respuesta, pero él tampoco la esperaba. Esa retórica era solo para justificar su siguiente movimiento. Me movió hacia una especie de sofá que había en uno de los lados de la sala y, al llegar, me colocó muy suavemente de rodillas sobre él. Como si fuera a follarme como la perra que era en ese momento. Me subió la falda sobre mi espalda y dejó a la vista mi conejo sonrosado e hinchado que una hora antes había escupido el néctar de la pasión. Otra vez me sentía ardorosa y con muchas ganas de un buen polvazo. Pero Jorge no iba por ahí. Se agachó a la altura de mi culo y empezó a lamerme, otra vez desde atrás, repasando toda mi zona, mis dos agujeros, de arriba a abajo, una y otra vez, primero lentamente pero enseguida con gran fruición. Yo no podía contener mis nuevos gemidos. Jorge estaba comiendo mis orificios como nunca antes lo habían hecho. Una vez más "como nunca antes". Vaya tarde…

-"Déjame sitio Igor", dijo el doctor".

"Igor… Jorge en ruso". Tuve tiempo para darme cuenta de eso antes de sentir cómo el "doctorov" planteaba el pollón de goma sobre mi coño. Estando así, de rodillas, sobre el sofá, aunque muy mojada y excitada, se me antojaba una posición poco adecuada para meter ese trasto enorme entre mis carnes. El doctor no pareció entenderlo así y empezó a empujar con mucho cuidado, milímetro a milímetro, moviéndolo sobre su propio eje. Iba empujando sin prisas. Paraba. Empujaba de nuevo y paraba. Así iba conquistando mi cuerpo poco a poco, mientras yo estaba muy atenta a cualquier desgarro imposible. Una concentración que se desvanecía a medida que la fogosidad me embargaba poco a poco. La humedad relativa de mis partes permitió que, de repente, la cabeza entrara de golpe, seguida de un gemido fuerte, que nos alertó a los tres. Ya habíamos llegado a la primera estación, pero aún quedaba trayecto. Jorge decidió entonces intervenir quitándome la blusa por la cabeza y desabrochándome el sujetador para centrarse en mis pezones. Sin duda, era consciente de la llave maestra para un orgasmo femenino intenso.

-"Tienes los pezones durísimos", confirmó Jorge desde mi lateral.

Los estuvo acariciando con mucho cuidado y, de vez en cuando, los pellizcaba furtivamente, lo que multiplicaba exponencialmente el deseo de ser totalmente penetrada por el Rocco que manejaba el doctor desde atrás. Y como él no se decidía comencé a moverme yo. Quería follarme ese trasto entero antes de correrme, y así se lo dejé ver al doctor. Pero está claro que no le acabó de gustar que yo manejara el ritmo y decidió, unilateralmente, sacarme a Rocco de dentro y darme la vuelta para ponerme boca arriba en el mismo sofá. Con una mano me levantó una de mis piernas para abrir mis orificios y empezar de nuevo la penetración del dildo canela. Lo presentó en mi cueva y empujó de un solo golpe hasta la cabeza y un poco más. Jorge se agachó a su lado y me levantó la otra pierna para asegurar una apertura total de mis carnes. Mis gemidos eran ahora continuos, y mi respiración volvía a ser abrupta. A cada embestida el pollón salía de mi interior más y más blanco. Mi mirada se centraba en el doctor, pero de vez en cuando echaba un vistazo a mi entrepierna, especialmente cuando noté que ya me quedaba poco para explotar. El doctor notó eso, sintió más resistencia, sabía que estaba a punto.

-"Ya me corrr…"

No pude acabar. Empecé a temblar, a convulsionarme. La "pequeña muerte" (como llaman los franceses al orgasmo) me había venido de golpe. No pude evitar siquiera que el doctor siguiera dándome una y otra vez, adentro y afuera. Jorge utilizó su corpulencia para contrarrestar mis temblores, que aún no habían cesado. Llevaba 10 segundos corriéndome, joder, y el doctor no paró de follarme con Rocco hasta que solté un chorro enorme que le salpicó en la bata. Enseguida lo sacó y continuó pajeándome con dos dedos en forma de gancho para hacerme chorrear una y otra vez, pero ninguno como el primero. Los demás fueron pequeñas fuentes que dejaron el suelo perdido, pero que no se podían comparar a "la madre de todas las corridas". Así la clasifiqué yo dos días después de aquella tarde extraña, apasionada, agitada, febril.

Fin

(9,67)