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Las bragas de mi cuñada

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Tengo una cuñada que es tanto mayor que mi mujer, lo cual no significa que aún, pasando los sesenta años de edad con holgura, no se encuentre aún muy atractiva. Como es lógico en una mujer de su edad, los años le han dejado rastros, algunas arrugas en su rostro, los pechos un poco vacíos y algo caídos, pero conserva una figura modelada: cintura pequeña, caderas anchas y unas prominentes nalgas imposibles de disimular.

Estos atributos me tienen loco desde hace décadas, desde el momento mismo en que la conocí y le dediqué innumerables puñetas, aunque, felizmente, como también relaté en otra oportunidad, pude gozar de su cuerpo hace ya muchos años, acontecimiento que lamentablemente no se repitió en todo el largo tiempo que transcurrió desde esa instancia, hasta la fecha.

Los avatares de la vida, hicieron que mi cuñada quedara viuda y, a los pocos días de la muerte de su esposo, mi esposa, mi hijo y yo, nos mudamos transitoriamente a su casa, ya que la nuestra la habíamos vendido y la hubimos de entregar al nuevo propietario.

Entonces, hasta tanto no acondicionaran mi nueva casa, gentilmente la hermana de mi esposa nos ofreció su hogar, de modo que nos ayudaba y evitaba quedarse sola luego del fallecimiento de su marido.

El deseo que sentía por mi cuñada, no se acalló con el paso de los años y, por otra parte, mi instinto masculino, no se morigeró por el hecho que Margherita hubiere perdido a su cónyuge recientemente.

En las pocas horas en que yo permanecía en la casa – desde que llegaba de mi trabajo la cena, y desde que me levantaba al día siguiente hasta que volvía a partir al trabajo- la visión de la atractiva figura de la madura mujer, me tenía a mal traer, provocando un estado de excitación permanente del que se beneficiaba mi esposa que con mayor frecuencia que la normal recibía mis atenciones por la noche y también al despertar.

Otra de las cosas que me excitaba sobremanera era la ropa interior de la hermana de mi esposa. La habitación que ocupábamos era la matrimonial que Magherita nos había cedido gentilmente, trasladándose ella al cuarto que había sido de mi sobrina, el que se encontraba vació ya que ésta se había ido de la casa a vivir en pareja con un hombre.

Entre ambas habitaciones había un baño, que compartíamos los tres: mi esposa, mi cuñada y yo. Margherita, continuó con sus hábitos, entre los cuales se encontraba dejas sus bragas y tangas usadas por la noche en el baño, para recién retirarlas por la mañana, oportunidad en que las llevaba al lavadero.

La primera o segunda noche en que estábamos afincados, entré al baño, antes de irme a acostar y vi, en un rincón del mismo, un bollo de ropa usada, que no era de mi esposa, ni mía, por lo que deduje que era de Margherita. La curiosidad fue más fuerte que yo, lo que me llevó a levantarlo del piso e inspeccionar su contenido. Vaya sorpresa que me llevé cuando vi, que entre las prendas, se encontraba un diminuto tanga, color negro, de encaje, conformado por dos mínimos triángulos sujetos por un lazo que lo aferraba seguramente a las caderas. Verlo y sufrir una erección de caballo fue un sólo acto. No cabía en mí de la calentura que me provocó la visión, pero la calentura se acrecentó cuando acerqué la minúscula prenda a mi nariz y olí el exquisito perfume a hembra que emanaba. No me pude resistir y luego de impregnar mis fosas nasales de ese aroma, pasé la lengua por la tanga, por donde se apoyaba el coño de su usuaria y, también, por donde apoyaba el maravilloso culo que lucía su portadora. El glande se me había puesto henchido, colorado, caliente y absolutamente lubricado. Los huevos se me agarrotaron y la necesidad de eyacular, de expulsar todo el semen que había acumulado se hizo imperiosa. Sin sopesar los riesgos que ello implicaba, me envolví la herramienta con el tanga y me sacudí vigorosamente la verga, una dos, tres, diez veces, hasta que sentí, desde la espina dorsal, que era inminente la expulsión de toda la leche que hubiere querido echar en la boca de la hermana de mi mujer, explotando y derramándome sobre el pequeño tanga.

Luego de acabar, dude entre enjuagar la mínima braga o dejar los vestigios de mi calentura impregnados en la misma y opté, especulando con la reacción de mi cuñada, por esto último.

A la mañana, me levanté primero que todos, me fui a ducha, y observé que el tanga permanecía allí, pringado con mi lefa, ya seca. Espere en la cocina, mientras tomaba café que se levantara mi cuñada, para ver su reacción. Escuché que fue al baño, la vi salir con el atado de ropa para lavar y luego de saludarla, al igual que a mi esposa, que se acababa de levantar, me fui al trabajo. Por la noche, a mi regreso, estaba ansioso por ver la reacción de Margherita. Esta no dijo nada, pero me miró de una forma extraña, no de enojo, no de reproche, sin más bien, de cierta malicia, de cierta lascivia.

Antes de ir a dormir, como siempre lo hago, volví a pasar por el baño y, oh sorpresa, en ésta oportunidad no había un atado de ropa sucia, sino, únicamente otro tanga, esta vez rojo y más pequeño aún, que volví a catar, advirtiendo que el mismo tenía un más marcado aroma y sabor, como si el descubrimiento del recuerdo que le había dejado en el otro tanga, hubiere provocado excitación en la hermana de mi esposa, la que partir de allí, todas las noches me dejaba sus recuerdos y yo, también todas las noches, le dejaba los míos en sus interiores. No pasó, en ese entonces, nada más que ese juego fetichista, pero entre las pajas hechas a la salud de Margherita y los polvos que le echaba a mi esposa, mis bajos estaban en perfecto entrenamiento.

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