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Ana, la vecina (III)

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Miércoles tarde. El imbécil tenía actividades extraescolares. El marido estaba nuevamente de viaje. Ana estaría sola toda la tarde y se había preocupado mucho de dejármelo claro. Por mi parte, le había dejado tanto o más claro lo que quería que llevara puesto cuando abriera la puerta de su casa: nada.

Solo con pensar que mi vecina me iba a recibir en pelotas me la ponía dura de verdad. Después de llegar del instituto y saludar a mi madre, me encerré en la habitación, a la espera de que Ana se asomara como venía haciendo de un tiempo a esta parte, mientras el imbécil se sentaba delante de la tele a jugar a la consola antes de comer. Tenía la verga a punto de salirse del pantalón, sentado en la cama y mirando por la ventana. La puerta de la habitación de enfrente se abrió, entrando mi vecina en escena, con su bata puesta y una sonrisa lasciva bailándole en los labios. Como si yo no estuviera allí, Ana empezó a colocar la ordenada habitación del imbécil, adoptando posturitas forzadas para mi mayor disfrute: el trasero en pompa al mover dos milímetros las zapatillas, su espalda arqueada al recolocar la almohada de la cama... en ningún momento volvió la cara hacia mi posición, pero sabía que solo lo hacía para ponerme cachondo. Aunque bien sabía ella que estaba caliente como un perro.

Ana pareció fijarse en algo que estaba encima de las cortinas de la habitación. Frunció un poco el ceño y agarró la silla, hasta ponerla delante de la ventana. Seguía mirando a un lado y a otro, aparentando preocupación, sin dirigir sus ojos a la habitación de enfrente. Yo, extasiado y ansioso por ver el siguiente movimiento, empezaba a tocarme el paquete por encima del pantalón, recolocando la polla para que ésta pudiera expandirse con comodidad. Ana se subió a la silla, mostrándome parte de la carne del pecho al apoyarse para tomar impulso y alzarse. Alzó los brazos, agarrándose a algo que quedaba fuera de mi campo de visión. La bata deformaba las curvas de la vecina, pero mi imaginación y mis recuerdos volvían la prenda transparente a mis ojos. Allí estaba el hoyuelo de su ombligo, en su vientre un poco caído. Un poco más arriba, sus costillas dibujaban un arco coronado por el gran canal que tenía Ana entre las tetas. Y a ambos lados, los grandes pechos, caídos ya por el paso de los años, con sus pezones oscuros y endurecidos, apuntando hacia el sur. Sin darme cuenta, me había sacado el aparato de los pantalones, acariciándome la punta del capullo como solía hacerme ella después de correrse. Imaginé también sus piernas, unas piernas fuertes, que levantaban un buen culo para su edad, un trasero que yo había palmeado hasta ponerlo colorado. Y por delante, más que imaginar, veía el coño de mi vecina, peludo, jugoso, brillante y hambriento de mi polla. Tuve que parar mis manejos para no correreme allí mismo.

Ana seguía trasteando en el altillo, cada vez con más energía, bamboleando los melones debajo de la bata. Me di cuenta de que no llevaba sujetador por el baile amplio de sus carnes. ¿Llevaría bragas? ¿Estaría ya preparada para recibirme? Pasé el pestillo de la puerta de mi habitación. Estaba tan empalmado que deseaba acabar con mi paja allí mismo, con el cuerpo tapado de la vecina enfrente de mi ventana. Y entonces, cuando volvía para sentarme en la cama, la bata de Ana se abrió, así como accidentalmente. Como si se abriera el telón, la tela de la prenda se deslizó hacia los costados, dejándome ver en todo su esplendor la carne que había debajo. Las tetas, a consecuencia de los brazos alzados de mi vecina, se erguían orgullosas, recuperando en esa posición parte de la lozanía de años atrás. Los pezones estaban duros, señal de que Ana también estaba excitada, sabiendo que yo la estaba mirando. Y si aún quedaba alguna duda de su estado, la disipó el brillo húmedo con que el vello de su entrepierna se adornaba. Ante tal visión, apreté el puño sobre el rabo, machacándomela como hacía tiempo que no me la machacaba.

Ana estuvo expuesta menos de un minuto. Después bajó los brazos, cerró la bata y se bajó de la silla, mirando desafiante y orgullosa a través de la ventana, donde yo, con los ojos abiertos como un conejo asustado, seguía dale que te pego. Ana sonrió, pasándose la lengua por los labios, observando cómo asomaba y se escondía el capullo con los movimientos de la mano. Después miró a un lado y a otro, asegurándose de que no había gente asomada a las terrazas. Abrió la ventana y se asomó al exterior. Todo lo que hacía, lo hacía para mi disfrute. Apoyó las manos en el alféizar, dejando que el escote de la bata se abriera un tanto, por donde yo arrastraba los ojos, sabiendo lo que allí se escondía, pero sin llegar a verlo directamente. Ana meneó el pecho un poquito. El baile de sus melones se adivinó debajo de la prenda, y sin poderlo, ni quererlo, evitar, llegué al orgasmo, perdiendo el control de dónde me corría, poniendo toda la habitación hecha un desastre. Pero mereció la pena. Los espasmos incontrolables duraron más de lo que solían, y la sensación orgasmática recorrió todo el cuerpo, hasta el punto que noté los dedos de los pies agarrotados después de encogerlos hasta su límite. Con la mano pringosa, alcé el rostro para ver a mi vecina sonriendo, ya en pose de matrona, con la bata bien cerrada y los brazos cruzados bajo su pecho. A través del cristal, leí el movimiento de sus labios: -Luego te veo-.

(8,10)