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CUENTO DE D. ALFONSO “EL BUENO” Y LA ARCHIDUQUESA (CASI UN CUENTO DE HADAS)(2)

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CAPÍTULO 2º

Como es de suponer, el D. Antonio de los Santos Deberes, tuvo al momento noticias del evento, y si entonces no le dio una apoplejía, es porque nunca habría de  darle, pues el casi síncope que agarró fue de los de “toma pan y moja”. Pero es que, para acabar de liarla cosa fina, parece ser que en palacio las paredes debían oír, pues la noticia tardó en saltar a la calle y difundirse Urbi et Orbe, lo que duran las coplas de la zarabanda, que para no durar, ni existen, alcanzando la noticia hasta al Imperio Imperioso, tierra natal de la “novia”…y al rey emperador del Imperio imperioso, tío segundo de la princesa, y primo hermano de la archiduquesa…

Eso ya sí que fue la monda y la Biblia en verso y en pros; vamos, que a punto estuvo de que la destrucción de Troya, el incendio de Roma cuando Nerón y otras pequeñeces por el estilo, bagatelas, juegos de niños, comparados con la que pudo liarse, pues el susodicho rey emperador casi la lía declarándole la guerra D. Alfonso, el  muy “cornudete”, en opinión del tal rey-emperador. Pero, entendiendo enseguida el susodicho, que lo de entrar a sangre y fuego en Hispanialand por las veleidades del dichoso D. Alfonso, el No Tan Bueno entonces, más aún, por los lares del Imperio Imperioso, sería algo “asín” como pasarse tropecientos mil, tropecientos y ni se sabe pueblos, la cosa quedó en reconvenir al embajador de Hispanialand ante la imperial corte, amén de reclamarle que el gobierno de D. Alfonso el No Tan Bueno, se explicara y excusara ante el rey-emperador, su corte y su pueblo

Pero como D. Alfonso era bizarro a carta cabal y más pundonoroso que Amadís de Gaula, Tirant lo Blanc y Lanzelot du Lac, todos ellos juntos, fue él, en persona, el que compareció ante ese rey emperador, a rendirle cuentas, entendiendo que el “desfacedor” del entuerto, debía ser el propio “facedor” del mismo. La comparecencia de D. Alfonso fue ante toda la corte imperial en pleno. Rememore la benévola lectora/benévolo lector aquellas “pelis” de los años de Maricastaña, en las que la Romy Schneider hacía de emperatriz “Sissi”, recuerde esas escenas de imperiales suntuosidades, aquellos caballeros tan “eleguantemente” vestidos, aquellas damas con aquellos vestidos, de los que salen, a ojo de buen cubero, y creo que me quedo corto, veinte o treinta de los actuales, todo ello en dispuesto en un “totum revolutum”, es decir, “too” revuelto, y tendrá una imagen muy aproximada de con lo que D. Antonio el Bueno, se encontró en aquél salón del trono del palacio imperial de “Vien-na”, ciudad capital del Imperio Imperioso.

Bueno, pues en un marco clavadito a esa imagen que os sugiero, hallóse D. Alfonso cual delincuente en banquillo de acusados, pero como el “mocer” era de buena “pasta”, sin adoptar en absoluto poses soberbias, sí que se presentó ante tal corte inquisidora con aire viril, un tanto orgulloso, cabeza alta, mas no altanera, algo arrogante, pero sin caer en lo provocador… La figura y actitud de un hombre, ciertamente, algo arrogante, no en balde es rey, pero  honrado a carta cabal, y que, de corazón, no desea hacer daño a nadie, por lo que tampoco le duelen prendas para presentar leales disculpas a quien haya podido ofender… Incluso dispuesto a humillarse si el ofendido, el rey-emperador, o las ofendidas, su exnovia y su madre, la archiduquesa, lo desearan, pidiéndoles  humildemente perdón hasta con la rodilla en tierra, como efectivamente hizo ante todos los presentes, al solicitar de todos, disculpa y perdón… Pero sin que, ni en tal caso, hubiera en él actitud humillada, sino de honda contrición por un acto que, sin duda, entendía, como nada honroso para sí mismo. 

Aunque luego, cuando consideró que las disculpas, el perdón presentado, eran suficientes, como descargo a su, digamos, falta, explicó el porqué de tal proceder, lo que se convirtió en una aún más apasionada declaración de amor por una mujer, que no nombró, pero que too el mundo sabía quién era; una mujer de la que nunca debió enamorarse porque debía ser la más prohibida para él, pero de la que, sin quererlo, sin proponérselo, se había enamorado. Invocó la inocencia del ser enamorado, ya que el amor surge sin que la voluntad, la mente humana, intervenga para nada en el hecho. El amor, el enamoramiento, se produce por sí mismo, porque así pasa… Como máximo responsable de tal desaguisado, nombró a la Madre Naturaleza, que hace y deshace a su antojo, sin preocuparse de las criaturas afectadas por sus acciones. Pudo haber nombrado a Dios, como Sumo Hacedor del Universo, pero no lo hizo; no quiso herir susceptibilidades, la suya propia, para empezar, en personas muy religiosas, Católicas, Apostólicas y Romanas a macha martillo, como él mismo, y, por supuesto, toda esa corte, todas esas personas allí presentes 

Mientras estuvo presentando sus disculpas, mientras pedía perdón, humildemente, su mirada se dirigió a ratos al rey-emperador, a ratos a las dos mujeres ofendidas, madre e hija, la archiduquesa Isabel y la princesa María Cristina, pero fue en la joven, esa novia que rechazó como tal, donde sus ojos implorantes se centraron con más insistencia. Luego, al hablar de ese impetuoso amor que en él surgiera de la Nada, fue el rostro de la archiduquesa Isabel lo que atrajo su mirada con inaudita, vehemente insistencia. Los murmullos de los asistentes, ante tamaña atención en tan ilustre, pero también, particularísima dama, la propia madre, ni más ni menos, de la gran ofendida… Vamos, “tela marinera”, y de la buena, tenía  la cosa… La archiduquesa intentó sostener esa mirada, en forma desafiante, hasta despectiva, hacia el hombre que así entonces la distinguía ante toda esa corte cuya maledicencia era sobradamente conocida, lo que la ponía en posición más que incómoda, como “live motiv” de cuantos cuchicheos y murmuraciones se dieran en todo el ámbito capitalino de aquél Imperio tan Imperioso

Pero, por finales, fue ella, la archiduquesa, la que acabó por bajar los ojos, con las mejillas más encarnadas que amapolas en trigales, confundida, insegura, ante la tremenda atracción que aquellos varoniles ojos, negros cual azabache, ejercían al mirarla con tantísima insistencia… Le parecía mentira, que aquél hombre tan joven, casi veinte años menos que ella, se le impusiera, la dominara, de la manera que lo hizo… Y entonces, cuando por fin bajó su mirada, incapaz de seguir sosteniendo la de D. Alfonso, hubiera deseado que la tierra se la tragara, pues no sabía no ya qué hacer, sino dónde meterse… Casi que la vida hubiera dado por no estar allí, ante toda la corte y con cuantos cortesanos ojos había allí entonces fijos, insistentes, en su persona…

El acto acabó tan pronto concluyó D. Alfonso su perorata; el ambiente reinante en tal momento en aquél salón del trono, era cualquier cosa menos distendido, con una tensión ambiental de padre y muy señor mío…. No es que el tal rey-emperador tuviera animadversión alguna hacia D. Alfonso; antes bien, podría decirse que le tenía un cierto afecto, pues, buena parte de su aún corta vida habíala pasado D. Alfonso en esa ciudad capital de su Imperio, cursando estudios de bachillerato en un más que selecto colegio, intitulado como real e imperial, con lo que el rey-emperador le había visitado alguna que otra vez en tal colegio, amén de haberle invitado otras a su imperial palacio, de manera que muy ajeno no le resultaba…

Pero la gravedad de sus palabras que, evidentemente, comprometían a su prima, la archiduquesa Isabel, a la que apreciaba y no poco; el feo, la indudable humillación que para su sobrina, la princesa María Cristina, también implicaba esa tan apasionada declaración de amor a su propia madre, ni más ni menos, pues, aunque no la nombrara, más claramente no hubiera podido hacerlo, eran factores que le desagradaban, le molestaban, enormemente, lo que devenía en producirle una, para entonces, nítida desafección. Así que D. Alfonso, con una rotunda reverencia al rey-emperador primero, luego a las dos damas, madre e hija, se dio la media vuelta y salió del salón y del imperial palacio 

También se marcharon a su mansión en la ciudad la archiduquesa y su hija. Y desde entonces, ella, la archiduquesa Isabel, cayó en un profundo mutismo del que casi no había manera de hacerla salir; también empezó a sumirse en una especie de melancolía que la mantenía con una semi permanente expresión de dicha, entremezclada de dulce tristeza, por más que ambos conceptos parezcan incompatibles… A veces, se la veía como ida, como si unos pensamientos ilusorios, por imposibles, la dominaran… Qué se le va a hacer; ella, mujer inteligente, cultivada, con una consciencia muy, pero que muy pragmática, cual a su ya no corta edad convenía, tampoco dejaba de ser mujer, con su punto de pizpireta, femenina coquetería incluso, lo que se traducía en una cierta complacencia en el interés que, a sus años, causara en un hombre tan joven y, en añadidura, tan apuesto, tan guapo, como el rey de Hispanialand en verdad era; una complacencia que se traducía en inquietud anímica, esa melancolía que tan acusadamente la dominaba y translucía a poco que cualquiera le prestara algo de atención, y que de día en día, casi que de minuto en minuto podía decirse, crecía y crecía y crecía, incomprensiblemente para ella, hasta llegar a atormentarla, a no dejarla en paz, aventando así su tranquilidad de vida

Como de otra forma no podía ser, su hija, esa princesa María Cistina de Las Múltiples Cosas, al punto se fue percatando del estado tan lamentable en que su madre irremisiblemente se sumía. Pero es que tampoco se le escapó la razón de semejantes zozobras. María Cristina, con esa frialdad de que hacía gala, engañaba bastante, pues, realmente, era bastante más sentida de lo que quería aparentar; así, el que D. Alfonso la rechazara, proclamando su amor por otra mujer, mujer que qué duda podía caberle ni a ella ni a nadie, era su propia madre, le había dolido en lo más hondo, pues ese hombre la había impresionado como ningún otro, ilusionándola con la posibilidad de llegar a ser su mujer, su esposa, mucho más que el poder llegar a ser reina.

Pero qué se le iba a hacer… No estaba de Dios que ella enamorara a tal hombre… Y si a su madre podía hacerla feliz, pues bendito sea Dios por concederle tal merced… Claro que en un principio, cuando se sintió tan ninguneada por él, mientras que, a todas luces, ese hombre que tanto la ilusionara proclamaba su inmenso amor por la mujer que era su madre, una furia tremenda se apoderó de ella, no sólo contra él, sino incluso hacia su madre.  Pero bien se dice que no hay mal que cien años dure, y al paso de las semanas, el mes y pico transcurrido desde el fatal evento, si la desilusión, el dolor que el rechazo sufrido no se desvaneció, por lo menos se fue dulcificando algo, hasta hacérsele un tanto tolerable…hasta permitirla volver a vivir con una cierta normalidad… Y volver a sentir el gran carriño que a su madre profesaba.

Así, por finales fue capaz de decirse que qué culpa tenía la pobre mujer en todo lo sucedido… Qué culpa de que, por finales, él se fijara en su madre y no en ella misma… Hasta se dijo que, si a alguien debía culpar por ello, era a ella misma en primerísimo y casi único lugar, pues si hubiera podido conducirse con más coquetería, más picardía incluso, puede que otro gallo le hubiera cantado… Pero tampoco todo eso dejaba de ser simple elucubración; el sempiterno ¿qué hubiera pasado si…? que a la postre nada arregla, pues el pasado nunca vuelve, luego mejor no pensar en tales cosas, no elucubrar sobre lo pudo ser y no fue y aceptar las intrínsecas realidades de la vida y esas eran las que eran, gusten o no gusten.  Sí; esa era otra característica de la joven princesa: El pragmatismo ante la vida, el aceptar la realidad, tal y como se presenta, producto todo ello de su inteligencia y buen juicio

Así que, un día cualquiera, casi dos meses después del de los truenos, rayos y relámpagos, se encaró con su madre después de cenar, cuando estaban ya en la sala, cada una en un sillón; ella, María Cristina, con un libro sin abrir en su regazo, su madre con otro libro, abierto pero que no leía, descansando también en su regazo, con la vista perdida en un frontal horizonte que no veía, sumida, como tantas otras veces, en esa su, últimamente, proverbial melancolía

·       Vamos a ver, mamá; ¿puede saberse qué te pasa?

·       ¿A miii?... ¡Nada hija!... ¿Qué me va a pasar?

·       Pues no lo sé…aunque lo barrunto… Pero que algo te pasa, es más que evidente… Estás ojerosa, mamá; de un tiempo a esta parte, se te están remarcando las ojeras de manera más que alarmante. Nunca sonríes y, menos aún, ríes. Siempre estás seria, siempre melancólica; siempre, con un pesar que se te va y otro que se te viene… No me digas que no te pasa nada, porque mentirías; y eso, mentir, está muy feo. Y, además, es pecado…

Y su madre no supo, ni pudo, contestar nada… ¿Qué le iba a decir?... ¿Lo que, desde luego, le pasaba…que deseaba, y con toda su alma…con todo su cuerpo, a quien debía haber sido el marido de ella, su hija?... Imposible…imposible decirle eso; así, que se limitó a enterrar el rostro entre sus manos, comenzando a llorar amargamente. Su hija la abrazó con todo el cariño del mundo, sentándose a su lado, en el mismo sillón que la madre ocupara, estrechándose contra ella para poder caber las dos juntas… Empezó a acariciarla con esa ternura, esa dulzura que María Cristina guardaba para ella en su pecho

·       Venga mamá, no llores… Si no pasa nada… Nada mamá; nada… Le quieres, ¿verdad?... Estás loquita por él… Sueñas con él… Con sus besos, sus caricias… Con su cuerpo de hombre joven, apuesto, gallardo, guapo con ganas… ¿A que sí, mamá?... ¿A que te mueres por él?... Que no tiene importancia, mamá… Él te quiere a ti… Te desea… ¡Y de qué manera!... Si tú estás loquita por él, él está aún más loco por ti, que bien que lo proclamó aquél día, ante el emperador… Ante toda la corte imperial…

·       ¡Calla hija, calla!... ¡Menuda vergüenza que pasé!...

Y María Cristina rompió a reír con verdaderas ganas; casi, casi, que a mandíbula batiente

·       ¡Ja, ja, ja!... Eso sí que es verdad… Menuda vergüenza pasamos las dos… Yo pedía que me tragara la tierra…Ja, ja, ja…

·       ¡Y yo también hija; y yo también!… ¡Ja, ja, ja!

Efectivamente; también la archiduquesa Isabel rompió entonces a reír de muy buena gana. Acabaron las risas y las dos mujeres se miraron, con el mismo brillo de mutuo amor en sus ojos. La archiduquesa había dejado de llorar, y, mimosa, acariciaba el rostro, el pelo de su hija…

·       Cariño… No soñemos con imposibles… Y eso que sugieres no es más que un imposible… Te olvidas de su edad… Te olvidas de mi edad… Tu hermana María Teresa es mayor que él, luego, ¿cómo puedo aspirar a un hombre que es más joven que mis hijos?...

·       Pues porque él aspira a tenerte… A casarse contigo… Porque él te quiere y tú le quieres…O, ¿es que no le quieres?...

Entonces, la archiduquesa quedó en silencio y su mirada volvió a perderse por unos momentos en el vacío. Volvió de esa especie de “impasse”, para, muy seria, volver el rostro hacia su hija, al tiempo que le decía

·       No lo sé, cariño… De verdad que no lo sé… Ni sé qué es lo que me ha pasado… De verdad te lo digo; no lo sé. Porque lo cierto es que en él, apenas si me fijé en un principio… Cuando le conocimos…cuando vino a vernos (adrede, sustituyó el “vino a verte”, por el “vino a vernos”… Mejor, no nombrar  la soga en la casa del ahorcado)… Claro que me di cuenta de lo buen mozo que es, pero sólo eso… Que no estoy ciega, y sé lo que veo… Pero, te lo repito, sólo fue eso: Constatar algo que saltaba a la vista… Luego, cuando nos llegaron, los rumores de que desistía de pedir tu mano porque se había enamorado de otra mujer… ¡De mí, ni más ni menos!... Me indigné…le odié, por el daño que a ti, desde  luego, te hacía.

La archiduquesa volvió a enmudecer, volvió a perder la mirada en un frente que no veía, pensativa… Y su hija, María Cristina, preguntándose en qué pensaría entonces su madre. En unos segundos, la archiduquesa siguió hablando a su hija, pero ahora tomándole una mano, la diestra, entre las suyas

·       Pero después, cuando le vi, cuando le escuché, allá en palacio, ante el emperador, ante toda la corte, soltando todo aquello por su boca… Proclamando cómo quería a esa otra mujer… Y, todo el tiempo, mirándome de la forma que me miraba… Tan fijamente… Tan apasionado… ¡Dios!... Si con esos ojos, en esos breves minutos, me decía más que en toda mi vida me han dicho… Me ha dicho hombre alguno… ¡Dios, Dios, y de qué manera me lo decía!… ¡Tan apasionado…tan vehemente!... ¡Hay, Dios! Temblaba, Crysta(8)…Temblaba… Todo el cuerpo me tremolaba… ¡Qué impresión, Dios mío; qué impresión!... Me dejó anonadada, muerta…sí; muertecita… Sin saber qué hacer, dónde meterme… ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!... ¡Qué tremendo, Dios; qué tremendo, fue aquello!

Quedaron las dos calladas, en silencio, pero acariciándose mutuamente; la madre, acariciaba y besaba el rostro de la hija, el pelo de la hija, y la hija hacía lo propio con el rostro y pelo de la madre… Eran dos mujeres que se entendían, se comprendían… Hasta podría decirse, enamoradas del mismo hombre las dos, lo que en absoluto creaba distancia entre ellas, sino que, muy al contrario, parecía unirlas más en la comunidad de sentimientos

Aquella noche fue larga para las dos, pues a ambas les costó lo suyo conciliar el sueño. Crysta, pensando en su madre; en su situación, amando a un hombre al que no debiera amar… Porque de eso, de que Alfonso, con su juventud, su porte, su vehemencia, había cautivado a su madre hasta casi enloquecerla, ya no le cabía duda alguna… Pero tampoco se le escapaba que la situación de aquella mujer, francamente ya más cuarentona que treintañera, más difícil no podía ser, enamorada de un hombre que, por su edad, no es que pudiera ser su hijo sino que dos hijos suyos eran mayores que él. Dios, y qué complicada que, a veces, puede ser la vida… Y ello, sin contar con su propia situación, amando al mismo hombre del que su madre estaba perdidamente enamorada. Pero esto, a ella, paradójicamente, le parecía menos trágico que lo de su madre. Ella había aceptado que Alfonso no la quería… Que nunca él podría ser suyo, ni ella de él… Y eso, haberlo asumido, también significaba un cierto alivio a su dolor de mujer enamorada y rechazada por el hombre amado; simplemente, lo que no puede ser, no puede ser…y, además, es imposible. Luego lo único que queda es aceptar lo irremediable y tratar de vivir con ello, sin aspavientos, sin penar… O, tratando de penar lo menos posible… mirar al futuro, para superar el presente

Y la archiduquesa, porque la embargaba el hecho de saberse enamorada del hombre equivocado… Porque si a su hija, minutos antes le dijera que no sabía si estaba o no enamorada de Alfonso, lo que realmente quería decir, es que esa incógnita, ni se lo quería plantear…en absoluto quería despejarla… ¡Le daba horror saber el resultado! Porque su subconsciente sí que sabía, y muy bien, tal resultado, pero su consciente se negaba a enterarse de lo que el subconsciente se empeñaba en transmitirle… Y, ¡qué curioso! De repente, su mente había borrado el tratamiento, el “usted”, “Don”, “majestad”, para llamarle por su nombre llano, tan familiar…tan de novios…tan de esposa y esposo en su intimidad… Sí; Isabel, dejemos ya lo de “archiduquesa” para ver sólo a la mujer, sin innecesarios aditamentos… Sí; Isabel se había, por fin, respondido a la tremenda pregunta, escuchando ya sin ambages la voz del subconsciente que, de tiempo atrás se empeñaba en desvelar ese su gran secreto: Que se había enamorado, y como una burra, de ese hombre joven, viril, apuesto, guapo, apasionadamente vehemente… ¡Dios, Dios, Dios, y qué desastre!... ¡Si aquello no podía ser!... ¡Si podía, él, ser su hijo…si podía, ella, ser su madre… Eso, su posible relación matrimonial, no tenía ni pies ni cabeza…ni haz ni revés… ¡Era una locura, sólo pensarlo!... Sí; una locura, pero…¿quién le pone puertas al campo?... Lo deseaba como jamás había deseado nada…como jamás deseara a hombre alguno…

Es más; entonces, en ese estado en que esa noche se encontraba, se daba cuenta de que, realmente, nunca había deseado, en verdad, a ningún hombre… Claro que se había casado, y dos veces además; y concebido y alumbrado hijos, siete de los que le vivían seis… También gozó de la intimidad conyugal con sus dos maridos, a los que, en verdad, quiso; pero… ¿Les amó?... No; desde luego que no… Hasta esa noche, casi habría aceptado que sí; un poco, al menos. Pero desde esa noche, desde que se abriera a su gran secreto, que ya era su gran verdad, sabía que no… Como también sabía que nunca había deseado a ningún hombre; se había prestado, gustosa, a las demandas conyugales de sus maridos, hasta llegar a disfrutar de la relación… Pero nunca lo había propuesto ella, nunca a ese punto habían llegado por su propia iniciativa… Y esa noche, si él hubiera estado allí, junto a ella, en la cama, o, incluso, en otra habitación como en sus tiempos de esposa en ejercicio alguna vez pasó, habría sido ella la que se hubiera acercado a él, arrimado a él, en demanda de cariñitos… “¡Dios mío, Alfonso!... ¡Qué me has hecho, cariño, amor…amor mío!”... “Me has vuelto loca…loca de remate…loca de atar”… “¡¡¡¡Te deseo, Dios; te deseo!!!”… “¡Cómo te deseo, amor…cómo te deseo!”… ¡Con toda mi alma…con todo mi cuerpo…con toda, toda, mi feminidad!” ¡Qué voy a hacer…qué deseo hacer…Dios mío, Dios mío!... “¿Masturbarme?”… “¿Cómo si fuera una chiquilla, una chiquillota cualquiera?... ¿A mis treinta y nueve años?...

 

Por fin, la pobre Isabel logró conciliar el sueño; Morfeo se apiadó de ella y le tendió sus dulces brazos, envolviéndola, engolfándola en ellos, suave, muy suavemente. Isabel, por finales, disfrutó de un sueño dulce, tranquilo, grato, sosegado, al amor de las imágenes con que Morfeo, piadoso, le regló, poblando de ellas su mente, lo que hizo que, poquito a poquito, de tranco en tranco, una suave, dichosa, sonrisa fuera apoderándose de su rostro… Unas imágenes que le mostraban un país lleno de sol, de luz, de flores y frutas… ¡Naranjiiitaaas y Limones!… Cálido los más días, puede que hasta tórrido en sus vernos, y de helores invernales que, incluso, pueden enseñorearse de tus huesos… Una tierra de música, rasgueo de guitarras, canciones y danzas, niños, niñas, que juegan… “Al corro de la patata, comeremos ensalada, lo que comen los señores, naranjitas y limones… A chupé, sentadita me quedé”… Sí; niños, niñas, a su alrededor…tres, puede que cuatro, alguno en sus propios brazos, muy, muy chiquitín, acunándolo, “A la nana nanita, nanita nana… Duérmete mi niño, duérmete, mi amor, que cuatro angelitos, te velan a vos”… Y junto a ella, casi abrazándola por detrás, un hombre… Un hombre enamorado, que la quiere más que a su propia vida, inclinado sobre ella, mirándola embelesado, diciéndole bajito, muy, muy bajito, al oído: “Te quiero amor… Te adoro, Isabel, vida mía… Qué bella eres… Qué hermosa, qué divina… Te quiero, te quiero… Y cada día más, mi amor, mi vida, mi cielo”… Y a ella, a ella misma, con ese niñito en brazos, contestándole: “Cala, calla, Alfonso, amor; calla… Que si sigues así, las niñeras se llevan a los niños y a ti te llevo, de la manita, a la cama”…  

(Notas al texto, al final del último capítulo, el 3)

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